Testimonios para la Iglesia, Vol. 1, p. 33-41, día 003

Poco después de éste, tuve otro sueño. Me parecía estar sentada en un estado de absoluta zozobra, con la cabeza entre las manos, mientras me hacía la siguiente reflexión: si Jesús estuviera aquí en la tierra, iría a su encuentro, me arrojaría a sus pies y le contaría todos mis sufrimientos. El no se alejaría de mí, en cambio tendría misericordia de mí y yo lo amaría y le serviría para siempre. Justamente en ese momento se abrió la puerta y entró un personaje de agradable aspecto y hermoso rostro. Me miró compasivamente y me dijo: “¿Quieres ver a Jesús? El está aquí y puedes verlo si lo deseas. Toma todas tus posesiones y sígueme”.

Escuché esas palabras con gozo indescriptible, reuní alegremente mis escasas posesiones, todas mis apreciadas bagatelas, y seguí a mi guía. Este me condujo hacia una escalera muy empinada y al parecer bastante endeble. Cuando comencé a subir, él me aconsejó que mantuviera los ojos fijos en el tope, porque así evitaría el mareo y no caería. Muchos de los que también realizaban el empinado ascenso caían antes de llegar arriba.

Finalmente llegamos al último peldaño y nos encontramos frente a una puerta. Mi guía me indicó que dejara todos los objetos que había traído conmigo. Lo hice gozosamente; entonces él abrió la puerta y me invitó a entrar. En el momento siguiente me encontré frente a Jesús. Era imposible no reconocer su hermoso rostro. Esa expresión de benevolencia y majestad no podía pertenecer a nadie más. Cuando volvió sus ojos hacia mí, supe de inmediato que él conocía todas las circunstancias de mi vida y hasta mis pensamientos y sentimientos más íntimos.

Procuré evitar su mirada, por considerarme incapaz de soportar sus ojos penetrantes, pero él se aproximó a mí con una sonrisa, y colocando su mano sobre mi cabeza me dijo: “No temas”. El sonido de su dulce voz hizo vibrar mi corazón con una felicidad que nunca antes había experimentado. Sentía tanto gozo que no pude pronunciar ni una palabra, pero, sobrecogida por la emoción, caí postrada a sus pies. Mientras me encontraba postrada pasaron ante mí escenas gloriosas y de gran hermosura, y me pareció que había alcanzado la seguridad y la paz del cielo. Por fin recuperé las fuerzas y me levanté. Los amantes ojos de Jesús todavía permanecían fijos en mí, y su sonrisa colmó mi alma de gozo. Su presencia me llenó con santa reverencia y amor inefable.

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A continuación mi guía abrió la puerta y ambos salimos. Me indicó que nuevamente tomara mis posesiones que había dejado afuera, y me entregó una cuerda de color verde bien enrollada. Me dijo que la colocara cerca de mi corazón, y que cuando deseara ver a Jesús la sacara y la estirara todo lo posible. Me advirtió que no debía dejarla enrollada durante mucho tiempo porque en ese caso se anudaría y resultaría difícil estirarla. Coloqué la cuerda cerca de mi corazón y descendí gozosamente por la estrecha escalera, alabando a Dios y diciendo a todas las personas con quienes me encontraba dónde podían encontrar a Jesús. Este sueño me llenó de esperanza. Para mí, la cuerda verde representaba la fe, y comenzó a surgir en mi alma la belleza y sencillez de la confianza en Dios.

Esta vez confié a mi madre todas mis aflicciones y mis dudas. Ella me expresó tierna simpatía, me animó y sugirió que fuera a pedir consejo al pastor Stockman, quien por entonces predicaba la doctrina del advenimiento en Portland. Tenía gran confianza en él porque era un dedicado siervo de Cristo. Cuando él escuchó mi historia, me colocó afectuosamente la mano en la cabeza y me dijo con lágrimas en los ojos: “Elena, eres tan sólo una niña. Tu experiencia resulta algo muy singular para alguien de tu edad. Seguramente Jesús te está preparando para una obra especial”.

Luego me dijo que aunque yo fuera una persona de edad madura y asaltada por la duda y la desesperación, de todos modos me diría que él sabía que existía esperanza para mí mediante el amor de Jesús. Precisamente la agonía mental que había experimentado constituía una evidencia positiva de que el Espíritu del Señor luchaba conmigo. Dijo que cuando el pecador se endurece en su culpa, no llega a comprender la enormidad de su transgresión, sino que se complace en la seguridad de que obra correctamente y no corre ningún peligro en particular. El Espíritu del Señor termina por abandonarlo y él se pone descuidado e indiferente o bien temerariamente desafiante. Este bondadoso pastor me habló del amor de Dios por sus hijos que yerran, y que en lugar de regocijarse en su destrucción, él anhela atraerlos hacia sí con fe sencilla y confianza. Me habló detenidamente del gran amor de Cristo y del plan de salvación.

Habló de la desgracia que me había sucedido temprano en mi vida y dijo que era una penosa aflicción, pero me instó a creer que la mano del Padre amante no se había retirado de mí; que en mi vida futura, cuando se hubiera desvanecido la bruma que oscurecía mi mente, entonces yo discerniría la sabiduría de la Providencia que me había parecido tan cruel e inescrutable. Jesús dijo a uno de sus discípulos: “Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora, mas lo entenderás después”. Juan 13:7. En el futuro grandioso ya no veremos las cosas oscuramente, como en un espejo, sino que nos encontraremos directamente con los misterios del amor divino.

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“Elena -me dijo el pastor-, ahora puedes retirarte en plena libertad; regresa a tu hogar confiando en Jesús, porque él no retirará su amor de ninguna persona que busca de verdad”. A continuación oró fervorosamente por mí, y tuve la impresión de que Dios ciertamente consideraría la oración de su santo, aunque no escuchara mis humildes peticiones. Me retiré reconfortada y animada.

Durante los pocos minutos en que recibí instrucciones del pastor Stockman, había obtenido más conocimiento acerca del tema del amor de Dios y de su misericordia que los que había recibido de todos los sermones y exhortaciones que había escuchado hasta ese momento. Volví a casa y nuevamente me puse ante la presencia del Señor, prometiéndole hacer y soportar cualquier cosa que él requiriera de mí, si tan sólo la sonrisa de Jesús llenaba de gozo mi corazón. Me fue presentado el mismo deber que me había angustiado anteriormente: tomar mi cruz entre el pueblo de Dios congregado. No tuve que esperar mucho la oportunidad, porque esa misma noche hubo una reunión de oración a la que asistí.

Me postré temblando durante las oraciones que se ofrecieron. Después que hubieron orado unas pocas personas, elevé mi voz en oración antes de darme cuenta de lo que hacía. Las promesas de Dios se me presentaron como otras tantas perlas preciosas que podía recibir si tan sólo las pedía. Durante la oración desaparecieron la preocupación y la aflicción extrema que había soportado durante tanto tiempo, y la bendición del Señor descendió sobre mí como suave rocío. Alabé a Dios desde la profundidad de mi corazón. Todo quedó excluido de mi mente, menos Jesús y su gloria, y perdí la noción de lo que sucedía a mi alrededor.

El Espíritu de Dios descansó sobre mí con tanto poder que esa noche no pude regresar a casa. Cuando volví al día siguiente había ocurrido un gran cambio en mi mente. Me parecía que difícilmente podía ser la misma persona que había salido de la casa paterna la noche anterior. El siguiente pasaje se presentaba con insistencia en mi mente: “Jehová es mi pastor; nada me faltará”. Salmos 23:1. Mi corazón se llenaba de felicidad mientras repetía suavemente estas palabras.

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Cambió mi concepto del Padre. Ahora lo consideraba como un Padre cariñoso y no como un severo tirano que obligaba a los seres humanos a someterse a una obediencia ciega. Sentí en mi corazón un profundo y ferviente amor. Obedecer a su voluntad era para mí una experiencia gozosa y me resultaba placentero estar a su servicio. Ninguna sombra empañaba la luz que me revelaba la perfecta voluntad de Dios. Sentí la seguridad que provenía del Salvador que había establecido su morada en mi interior, y comprendí la verdad de lo que Cristo había dicho: “El que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”. Juan 8:12.

La paz y felicidad que ahora sentía contrastaban de tal manera con la melancolía y la angustia que había sentido, que me parecía que había sido rescatada del infierno y transportada al cielo. Hasta pude alabar a Dios por el infortunio que había sido la prueba de mi vida, porque había sido el medio utilizado para fijar mis pensamientos en la eternidad. Debido a que era naturalmente orgullosa y ambiciosa pude no haberme sentido inclinada a entregar mi corazón a Jesús, de no haber mediado la amarga aflicción que en cierto modo me había separado de los triunfos y vanidades del mundo.

Durante seis meses ni una sombra abrumó mi mente, ni tampoco descuidé ningún deber conocido. Todo mi esfuerzo se concentraba en hacer la voluntad de Dios y en mantener a Jesús de continuo en mi mente. Estaba sorprendida y extasiada con los claros conceptos que ahora se me presentaban acerca de la expiación y la obra de Cristo. No intentaré dar explicaciones adicionales de mis esfuerzos mentales: basta decir que las cosas antiguas habían desaparecido y todas habían sido hechas nuevas. No había una sola nube que echara a perder mi perfecta felicidad. Anhelaba referir la historia del amor de Jesús, pero no me sentía inclinada a entablar conversaciones comunes con nadie. Mi corazón rebosaba de tal manera de amor a Dios y de la paz que sobrepasa todo entendimiento, que experimentaba gran placer en la meditación y la oración.

La noche siguiente después de haber recibido una bendición tan grande, asistí a una reunión en la que se hablaba de la venida de Cristo. Cuando llegó el momento de que los seguidores de Cristo hablaran en su favor, no pude guardar silencio, así que me levanté y referí mi experiencia. No había ensayado lo que debía decir, por lo que el sencillo relato del amor de Jesús hacia mí brotó de mis labios con perfecta libertad, y tenía el corazón tan lleno de gozo por haber sido liberada de la esclavitud de la negra desesperación, que perdí de vista a la gente que me rodeaba y me pareció estar sola con Dios. No encontré dificultad alguna para expresar la paz y la felicidad que me embargaban, a no ser por las lágrimas de gratitud que en algunos momentos ahogaban mi discurso mientras hablaba del maravilloso amor que Jesús me había manifestado.

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El pastor Stockman estaba presente. Me había visto recientemente en profunda desesperación y el cambio notable que se había operado tanto en mi apariencia como en mis pensamientos conmovió su corazón. Lloró abiertamente, se regocijó conmigo y alabó a Dios por esta prueba de su tierna misericordia y compasión.

Poco tiempo después de recibir esta gran bendición asistí a una predicación en la iglesia cristiana dirigida por el pastor Brown. Me invitaron a que refiriera mi experiencia, y no sólo pude expresarme libremente, sino que experimenté felicidad al referir mi sencilla historia acerca del amor de Jesús y del gozo que uno siente al ser aceptado por Dios. Mientras hablaba con el corazón contrito y los ojos llenos de lágrimas, mi espíritu, lleno de agradecimiento, se sintió elevado hacia el cielo. El poder subyugador del Señor descendió sobre la congregación. Muchos lloraban y otros alababan a Dios.

Se invitó a los pecadores a levantarse para que se orara por ellos y fueron muchos los que respondieron. Tenía el corazón tan lleno de agradecimiento por la bendición que Dios me había concedido, que anhelaba que también otros participaran en ese gozo sagrado. Sentía profundo interés por las personas que pudieran estar sufriendo por tener la impresión de que Dios sentía desagrado hacia ellos y debido a las cargas del pecado. Mientras relataba lo que había experimentado tuve la impresión de que nadie podría resistir la evidencia del amor perdonador de Dios que había producido un cambio tan admirable en mí. La realidad de la verdadera conversión me pareció tan clara que sentí deseos de ayudar a mis jóvenes amistades para que entraran en la luz, y en toda oportunidad que tuve ejercí mi influencia para alcanzar ese objetivo.

Organicé reuniones con mis jóvenes amistades, algunas de las cuales tenían considerablemente más edad que yo, y hasta había personas casadas entre ellas. Algunas eran vanas e irreflexivas, por lo que mi experiencia les parecía un relato sin sentido; y no prestaron atención a mis ruegos. Pero yo tomé la determinación de que mis esfuerzos nunca cesarían hasta que esas personas por quienes sentía interés se entregaran a Dios. Pasé varias noches enteras orando fervorosamente en favor de las personas por quienes me había propuesto trabajar y orar.

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Unas cuantas se habían reunido con nosotros llevadas por la curiosidad, a fin de escuchar lo que yo diría; otras, debido a mis esfuerzos tan persistentes, pensaban que yo estaba fuera de mí, especialmente cuando ellas no manifestaban ninguna preocupación de su parte. Pero en todas nuestras pequeñas reuniones continué exhortando y orando por cada una individualmente, hasta que todas se hubieran entregado a Jesús y reconocido los méritos de su amor perdonador. Todas se convirtieron a Dios.

En mis sueños de todas las noches me veía trabajando en favor de la salvación de la gente. En tales ocasiones se me presentaban algunos casos especiales, y posteriormente buscaba a esas personas y oraba con ellas. En todos los casos, con excepción de uno, esas personas se entregaron al Señor. Algunos de nuestros hermanos más formales tenían la impresión de que yo actuaba con un celo excesivo al buscar la conversión de la gente, pero a mí me parecía que el tiempo era tan corto que todos los que tenían la esperanza puesta en una bendita inmortalidad y aguardaban la pronta venida de Cristo tenían el deber de trabajar infatigablemente por los que todavía vivían en pecado y se encontraban al borde de una ruina terrible.

Aunque yo era muy joven tenía el plan de salvación tan claramente delineado en mi mente, y mi experiencia personal había sido tan notable, que después de considerar el asunto me di cuenta que tenía el deber de continuar mis esfuerzos en favor de la salvación de las preciosas almas y que debía continuar orando y confesando a Cristo en cada oportunidad que tuviera. Ofrecí mi ser entero al servicio de mi Maestro. Sin importarme lo que sucediera, decidí agradar a Dios y vivir como alguien que esperaba que el Salvador vendría y recompensaría su fidelidad. Me sentí como un niñito que acudía a Dios como a su padre para preguntarle lo que él deseaba que hiciera. Luego, cuando comprendí claramente cuál era mi deber, me sentí sumamente feliz al llevarlo a cabo. A veces experimenté pruebas muy peculiares. Los que tenían más experiencia que yo trataban de retenerme y de enfriar el ardor de mi fe; pero con la sonrisa de Jesús que iluminaba mi vida y el amor de Dios en mi corazón, seguí adelante con un espíritu gozoso.

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Cada vez que pienso en las experiencias tempranas de mi vida, mi hermano, el confidente de mis esperanzas y temores, el que simpatizaba fervientemente conmigo en mi experiencia cristiana, se presenta en mi recuerdo envuelto en una ola de sentimientos de ternura. El era una de esas personas para quienes el pecado presenta tan sólo pocas tentaciones. Con una inclinación natural hacia la devoción, nunca buscó la compañía de la gente joven y alegre, sino más bien la compañía de los cristianos cuya conversación podía instruirlo en el camino de vida. Se comportaba con una seriedad que no correspondía a sus años; poseía una disposición suave y pacífica, y tenía la mente casi siempre llena con sentimientos religiosos. Los que lo conocían decían que su vida era un modelo para los jóvenes y un ejemplo viviente de la gracia y hermosura del cristianismo verdadero.

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Alejamiento de la Iglesia Metodista

La familia de mi padre todavía asistía ocasionalmente a la iglesia metodista y también a las clases de instrucción que se llevaban a cabo en hogares particulares. Cierta noche mi hermano Roberto y yo fuimos a una de esas reuniones. El anciano encargado se encontraba presente. Cuando llegó el turno de mi hermano, éste habló con gran humildad, a la vez que claramente, acerca de la necesidad de hacer una preparación completa para encontrarse con nuestro Salvador cuando viniera en las nubes de los cielos con poder y gran gloria. Mientras mi hermano hablaba, su rostro generalmente pálido brilló con una luz celestial. Pareció ser transportado en espíritu más allá del lugar en que se encontraba y habló como si estuviera en la presencia de Jesús. Cuando llegó mi turno de hablar, me levanté con libertad de espíritu y con un corazón lleno de amor y paz. Referí la historia de mi gran sufrimiento bajo la convicción del pecado, de cómo finalmente había recibido la bendición buscada durante tanto tiempo, y de mi completa conformidad a la voluntad de Dios. Entonces expresé el gozo que experimentaba por las nuevas de la pronta venida de mi Redentor para llevar a sus hijos al hogar celestial.

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En mi sencillez esperaba que mis hermanos y hermanas metodistas comprendieran mis sentimientos y se regocijaran conmigo. Pero quedé frustrada, porque varias hermanas expresaron su desagrado haciendo ruido con la boca, moviendo ruidosamente las sillas y volviéndose de espalda. Puesto que no hallé nada que pudiera haberlas ofendido, hablé brevemente, sintiendo la helada influencia de su desaprobación. Cuando terminé, el pastor B. me preguntó si no sería más agradable vivir una larga vida de utilidad, haciendo bien a otros, que desear que Jesús viniera pronto y destruyera a los pobres pecadores. Repliqué que anhelaba la venida de Jesús. Entonces el pecado llegaría a su final y disfrutaríamos para siempre de la santificación, sin que existiera el diablo para tentarnos y descarriarnos.

Luego me preguntó el pastor si yo no prefería morir en paz en mi cama antes que pasar por el dolor de ser cambiada durante mi vida de un estado mortal a uno de inmortalidad. Le respondí que deseaba que Jesús viniera y llevara a sus hijos; y estaba dispuesta a vivir o a morir, según fuera la voluntad de Dios y que podría fácilmente soportar todo el dolor que se pudiera sufrir en un momento, en un abrir y cerrar de ojos; que deseaba que las ruedas del tiempo giraran rápidamente y trajeran el día deseado cuando estos cuerpos viles fueran transformados a la semejanza del gloriosísimo cuerpo de Cristo. También expresé que cuanto más cerca vivía del Señor, tanto más fervientemente anhelaba que él apareciera. Al llegar a ese punto, algunos de los presentes dieron muestras de mucho desagrado.

Cuando el anciano que dirigía habló a otros en la clase, expresó gran gozo en la anticipación del milenio temporal, cuando la tierra sería llenada de conocimiento del Señor, así como las aguas cubren el mar. Dijo que anhelaba el advenimiento de ese período. Una vez terminada la reunión, tuve la impresión de que las mismas personas que antes me habían tratado con bondad y amistad ahora me trataban con marcada frialdad. Mi hermano y yo regresamos al hogar llenos de tristeza porque nuestros hermanos no nos comprendían, y porque el tema de la pronta venida de Jesús despertaba en ellos una oposición tan enconada. Sin embargo, estábamos agradecidos porque podíamos discernir la preciosa luz y regocijarnos en la espera de la venida del Señor.

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Poco después de esos acontecimientos volvíamos a asistir a una clase de instrucción. Deseábamos tener la oportunidad de hablar del precioso amor de Dios que nos animaba interiormente. Especialmente yo deseaba hablar de la bondad y la misericordia que Dios había tenido conmigo. Había experimentado un cambio tan grande que me parecía que era mi deber aprovechar toda oportunidad para testificar del amor del Salvador.

Cuando llegó mi turno de hablar, expuse las evidencias que me hacían disfrutar del amor de Jesús, y dije que esperaba con gran anticipación el pronto encuentro con mi Redentor. La creencia de que la venida de Cristo estaba cercana había conmovido mi espíritu y me había inducido a buscar con más fervor la santificación del Espíritu de Dios. A esta altura de mi exposición, el dirigente de la clase me interrumpió diciendo: “Usted ha recibido la santificación mediante el metodismo, mediante el metodismo, hermana, y no por medio de una teoría errónea”. Me sentí compelida a confesar la verdad que no había sido mediante el metodismo que mi corazón había recibido su nueva bendición, sino por medio de las conmovedoras verdades concernientes a la aparición personal de Jesús. Mediante ellas había encontrado paz, gozo y perfecto amor. Así concluyó mi testimonio, que era el último que había de dar en una clase con mis hermanos metodistas.

A continuación Roberto habló con su característica humildad, y sin embargo en una forma tan clara y conmovedora que algunas personas lloraron y quedaron muy enternecidas; pero otras tosieron para mostrar su desaprobación y se mostraron muy inquietas. Después de terminada la clase, volvimos a hablar acerca de nuestra fe y quedamos asombrados de que nuestros hermanos y hermanas cristianos no pudieran soportar que se hablara de la venida de nuestro Salvador. Pensamos que si en realidad amaban a Jesús como decían, no debería molestarles tanto oír hablar de su segunda venida, sino, por lo contrario, deberían recibir las nuevas con gozo.

Llegamos a la conclusión de que ya no debíamos seguir asistiendo a reuniones de instrucción. La esperanza de la gloriosa venida de Cristo llenaba nuestras almas y encontraría expresión cuando nos levantábamos para hablar. Ya sabíamos que esto despertaba el enojo de los presentes contra los dos humildes niños que se atrevían a desafiar la oposición y a hablar de la fe que había llenado sus corazones de paz y felicidad. Era evidente que ya no podríamos hablar con libertad en esas reuniones de instrucción, porque nuestro testimonio despertaba burlas y provocación sarcástica que percibíamos al final de las reuniones, procedentes de hermanos y hermanas a quienes habíamos respetado y amado.

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Tatiana Patrasco