Los amigos de la humanidad, de la verdad y la santidad, debieran actuar con referencia al Instituto en base al plan de sacrificio y liberalidad. Tengo quinientos dólares en acciones del Instituto, lo cual deseo donar, y si mi esposo tiene con su libro el éxito que anticipamos, dará quinientos dólares más. Los que aprueban este plan, les rogamos que nos escriban a Greenville, condado de Montcalm, Míchigan, y especifiquen las sumas que están dispuestos a donar o invertir en acciones como las que se han usado en el caso de la Asociación Publicadora. Cuando se haga esto, que vengan las donaciones según se las necesite. Que vengan las sumas, grandes y pequeñas. Usense los medios juiciosamente. Que los cargos a los pacientes sean tan razonables como sea posible. Que los hermanos hagan donaciones para pagar parcialmente los gastos que incurran en el Instituto los enfermos pobres dignos de recibir ayuda que haya entre ellos. Lleven a los débiles, según sus fuerzas, a que cultiven los terrenos tan hermosos y bien ubicados que posee el Instituto. Que no lo hagan con la idea estrecha de recibir pago, sino con la liberal idea de que los gastos en que se incurrió para adquirirlos fueron un acto de benevolencia para bien de ellos. Que su trabajo sea una parte tan integral de su receta como la toma de baños. Que la benevolencia, el amor, la humanidad, el sacrificio por el bien de los demás, sea la idea central de los médicos, los administradores, los ayudantes, los pacientes, y con todos los amigos de Jesús, de cerca y de lejos, en lugar de los sueldos, las buenas inversiones, lo que “paga bien”, lo que “paga un buen porcentaje”. Que el amor de Cristo, el amor por las almas, la simpatía por la humanidad sufriente, gobierne todo lo que decimos y hacemos en relación con el Instituto de Salud.
¿Por qué razón el médico cristiano -que cree en la venida del Señor y de su reino, y espera anhelante el día en que la enfermedad y la muerte dejen de tener poder sobre los santos- habría de esperar que se le pagase más por sus servicios que al redactor o el ministro cristiano? Podrá decir que su trabajo le causa mayor desgaste; pero eso no se ha comprobado. Que trabaje en la medida que pueda soportar, y que no viole las leyes de la vida que les enseña a sus pacientes. No hay buenas razones para que trabaje demasiado y reciba dinero extra por hacerlo, más que el ministro o el redactor. Que todos los que desempeñan una parte en la obra del Instituto y reciben pago por sus servicios, actúen de acuerdo con el mismo principio de liberalidad. A nadie se le debiera permitir continuar como ayudante en el Instituto si lo hace simplemente por el sueldo. Hay gente capacitada que, por amor a Cristo, a su causa y a los sufrientes seguidores del Maestro, ocuparán sus puestos en el Instituto con fidelidad y gozo, y con espíritu de sacrificio. Los que no tienen ese espíritu debieran hacerse a un lado y dejarles el lugar a los que lo poseen.
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Hasta donde me es posible juzgar, la mitad de los enfermos de nuestro pueblo que debieran pasar semanas o meses en el Instituto, no pueden pagar todo el gasto de un viaje y estadía allí. ¿Permitiremos que la pobreza impida que esos amigos de nuestro Señor reciban las bendiciones que él ha provisto tan generosamente? ¿Los dejaremos seguir luchando con la doble carga de la debilidad y la pobreza? Los enfermos ricos, que disfrutan de todas las comodidades y conveniencias de la vida, y que pueden pagar para que otros les hagan el trabajo más pesado, pueden -con cuidados y reposo, adquiriendo información y tomando tratamientos caseros- gozar de un estado de salud muy confortable sin ir al Instituto. Pero ¿qué pueden hacer nuestros pobres y débiles hermanos o hermanas para recuperar su salud? Pueden hacer algo, pero la pobreza los impulsa a trabajar más de lo que pueden soportar. Ni siquiera disfrutan de las comodidades de la vida; y en cuanto a las conveniencias de espacio, muebles, medios de bañarse y arreglos para disfrutar de buena ventilación, simplemente no las poseen. Quizás su único cuarto está ocupado invierno y verano por una cocina; y puede ser que todos los libros que hay en casa -excepto por la Biblia- quepan entre el índice y el pulgar. No tienen dinero con el cual comprar libros para leer y aprender a vivir. Estos queridos hermanos son precisamente los que necesitan ayuda. Muchos son cristianos humildes. Pueden tener faltas, algunas de las cuales pueden ser antiguas y ser la causa de su pobreza y miseria actuales. Sin embargo, pueden estar viviendo conforme a su deber mejor que nosotros, que tenemos los medios de mejorar nuestra propia condición y la de otros. A los tales debemos enseñar con paciencia y ayudar con alegría.
Por su parte, estos hermanos deben mostrarse dispuestos y ansiosos de recibir instrucción. Deben acariciar un espíritu de gratitud a Dios y a sus hermanos por la ayuda que se les brinde. En general, estas personas no tienen una idea justa de lo que realmente cuesta el tratamiento, el cuarto, la comida, el combustible, etc., en el Instituto de Salud. No se dan cuenta de la magnitud de la gran obra de la verdad presente y la reforma, y los muchos llamados a la liberalidad de nuestro pueblo. Quizás no se den cuenta de que el número de los pobres entre nosotros es muchas veces mayor que la cantidad de nuestros hermanos ricos. Y también puede ser que no sientan el impacto del hecho terrible de que la mayoría de estos ricos se aferran a sus riquezas y van en el camino seguro de la perdición.
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A estos pobres afligidos se les debiera enseñar que cuando murmuran contra su suerte y contra los ricos debido a la codicia de éstos, cometen un gran pecado a la vista del cielo. Debieran comprender en primer lugar que su enfermedad y su pobreza son desgracias causadas en su mayor parte por sus propios pecados, necedades y actos equivocados; y si el Señor pone en el corazón y la mente de su pueblo el deseo de ayudarles, eso debiera inspirar en ellos sentimientos de humilde gratitud a Dios y a su pueblo. Debieran hacer todo lo que esté de su parte para ayudarse a sí mismos. Si tienen parientes que pueden y quieren afrontar sus gastos en el Instituto, dichas personas debieran tener el privilegio de hacerlo.
Y en vista de que hay tantos pobres y afligidos que de una forma u otra deben ser objeto de la caridad del Instituto, y por la falta de fondos y acomodaciones que se experimenta en la actualidad, la estadía de estas personas en el Instituto debe ser breve. Debieran ir allá con la idea de obtener, con tanta rapidez y en la forma más completa que darse pueda, un conocimiento práctico de lo que deben o no hacer para recobrar la salud y vivir sanos. Los elementos principales que deben aprovechar estas personas son las conferencias que escuchen mientras están en el Instituto, y los buenos libros de los cuales aprendan cómo deben vivir en sus hogares. Si pasan algunas semanas en el Instituto podrán hallar algún alivio, pero lograrán más si aplican esos mismos principios en sus hogares. No deben confiar en que los médicos los curarán en unas pocas semanas; en cambio, deben aprender a vivir de modo que le dén una oportunidad a la naturaleza para que efectúe la curación. Esto puede comenzar durante unas pocas semanas de estar en el Instituto, y sin embargo se pueden necesitar años para completar la obra estableciendo hábitos correctos en el hogar.
Un individuo puede gastar todo lo que tiene en este mundo para internarse en el Instituto de Salud y hallar mucho alivio, y luego volver a su familia y a sus antiguos hábitos de vida, para hallarse en pocas semanas o meses en una condición de salud peor que nunca antes. No ha ganado nada; ha gastado sus escasos medios en vano. El objeto de la reforma pro salud y el Instituto de Salud no es como una dosis de “matadolores” u otro analgésico que alivie los dolores del momento. ¡No, de ninguna manera! Su gran objeto es enseñar al pueblo a vivir de modo que se le dé a la naturaleza una oportunidad de quitar la enfermedad y resistirla.
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A los afligidos de entre nuestro pueblo quiero decirles: No se desanimen. Dios no ha abandonado a su pueblo y su causa. Hagan saber a los médicos su estado de salud y su capacidad de pagar por una visita al Instituto. Escriban al Instituto de Salud, Battle Creek, Míchigan. Si usted está enfermo, sin energías, debilitado, no espere a que su caso sea desesperado. Escriba inmediatamente. Pero a los pobres debo decirles una vez más: En el momento presente poco se puede hacer para ayudarles debido a que el capital que ya se ha reunido está siendo invertido en material y edificios. Hagan por sí mismos todo lo que les sea posible, y otros les ayudarán en algo.
Breve reseña de mis actividades
Desde el 21 de octubre al 22 de diciembre de 1867
Nuestra labor con la iglesia de Battle Creek acababa de terminarse, y a pesar de sentirnos muy agotados, nos habíamos reanimado espiritualmente de tal manera al ver los buenos resultados que nos unimos alegremente al Hno. J. N. Andrews en el largo viaje a Maine. En el camino tuvimos una reunión en Roosevelt, Nueva York. El Testimonio número 13 estaba haciendo su obra, y los hermanos que habían tomado parte en la deslealtad general estaban comenzando a ver las cosas en su verdadera luz. Esta reunión fue de arduo trabajo, y en ella se dieron certeros testimonios. Se hicieron confesiones, a las cuales siguió un retorno general al Señor de parte de los apóstatas y pecadores.
Nuestra obra en Maine comenzó con la conferencia de Norridgewock el 1.º de noviembre. La reunión fue muy concurrida. Como de costumbre, mi esposo y yo dimos un testimonio claro y certero en favor de la verdad y la debida disciplina, y contra las diferentes formas de error, confusión, fanatismo y desorden que surgen a raíz de la falta de dicha disciplina. Este testimonio se aplicaba especialmente a la condición de las cosas en Maine. Espíritus indisciplinados que profesaban guardar el sábado se hallaban en rebelión y trabajaban por difundir el desafecto a través de la conferencia. Satanás los ayudó, y tuvieron cierto éxito. Los detalles son demasiado dolorosos y de muy escasa importancia general como para exponerlos aquí.
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Baste decir en esta ocasión que debido a este espíritu de rebelión, de crítica y en ciertos casos de una especie de celos infantiles, murmuraciones y quejas, nuestra obra en Maine, que podría haberse realizado en dos semanas, requirió siete semanas del trabajo más duro, laborioso y desagradable. Cinco semanas se habían perdido, y más que perdido, para la causa en Maine; y nuestro pueblo en otras regiones de la Nueva Inglaterra, Nueva York y Ohío, fue privado de cinco reuniones generales debido a que tuvimos que quedarnos en Maine. Pero al salir de ese estado nos sentimos confortados por el hecho de que todos habían confesado su rebelión, y que unos pocos habían sido llevados a buscar al Señor y abrazar la verdad. Lo siguiente, relativo a los ministros, el orden y la organización, se aplica en forma especial a las condiciones existentes en Maine.
Los pastores, el orden y la organización
Algunos ministros han caído en el error de creer que no pueden hablar libremente en público si no elevan sus voces a un tono alto, y hablan fuerte y rápido. Los tales deberían comprender que el ruido y el hablar apresurado y en alta voz no son evidencias de la presencia del poder de Dios. No es el poder de la voz lo que hace una impresión duradera. Los ministros debieran ser estudiosos de la Biblia, y armarse plenamente con las razones de nuestra fe y esperanza, y así, con pleno control de la voz y los sentimientos, debieran expresar dichas razones de tal modo que el pueblo las pueda pesar con calma y decidir en base a las evidencias presentadas. Y cuando los ministros sientan la fuerza de los argumentos que presentan en la forma de verdades solemnes y probadoras, tendrán celo y fervor conforme a su conocimiento. El Espíritu de Dios santificará en sus propias almas las verdades que presentan a otros, y al regar otras vidas regarán también las suyas.
Vi que algunos de nuestros pastores no comprenden cómo preservar su fortaleza de modo que puedan realizar la mayor cantidad de trabajo sin agotarse. Los pastores no debieran orar tan fuerte y largo que agoten sus energías. No es necesario recargar la garganta y los pulmones al orar. El oído de Dios está siempre abierto para escuchar las peticiones sinceras de sus humildes siervos, y no requiere que al dirigirse a él desgasten los órganos del habla. Lo que prevalece ante Dios es la confianza firme y perfecta, el acto de aferrarse sin vacilar a las promesas de Dios, la fe sencilla en que él existe y que recompensa a los que lo buscan con diligencia.
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Los pastores debieran disciplinarse y aprender a realizar la mayor cantidad de trabajo en el breve período que se les asigna, preservando al mismo tiempo buena parte de su energía, de modo que, si se requiere de ellos un esfuerzo extra, puedan tener una reserva de fuerza vital suficiente para la ocasión, y usarla sin dañarse a sí mismos. A veces se necesita toda su fuerza para hacer un esfuerzo en un momento dado, y si antes habían agotado su reserva de energía y no pueden proyectar el poder necesario para hacer este esfuerzo, todo lo que habían logrado hasta entonces se pierde. En ciertas ocasiones se pueden requerir todas las energías físicas y mentales para establecer la posición más firme, para ordenar las evidencias en la luz más clara y presentarlas ante el pueblo en la forma más definida, urgiendo su aceptación con los llamados más convincentes. Cuando las almas están a punto de dejar las filas del enemigo y pasarse del lado del Señor, el conflicto es más severo y personal. Satanás y sus ángeles no quieren que nadie que haya servido bajo el estandarte de las tinieblas tome posición bajo la bandera ensangrentada del Príncipe Emanuel.
Se me mostraron ejércitos opuestos que habían soportado una penosa lucha en la batalla. Ninguno había ganado la victoria, y por fin los leales se dieron cuenta de que su poder y fortaleza se estaban desvaneciendo, y que no podrían silenciar a sus enemigos a menos que por un ataque concertado lograran apoderarse de sus instrumentos de guerra. Entonces, y a riesgo de sus vidas, reúnen todas sus energías y se lanzan hacia el enemigo. El conflicto es feroz, pero se gana la victoria y se capturan las fortalezas. Si en el momento crítico el ejército se hallara tan débil y exhausto que le fuera imposible practicar la última carga y derribar las fortificaciones del enemigo, se perdería todo el esfuerzo de días, semanas y aun meses enteros; muchas vidas serían sacrificadas y no se ganaría nada.
Ante nosotros se extiende una obra similar. Muchos están convencidos de que tenemos la verdad, y sin embargo se hallan sujetos como con bandas de hierro. No se atreven a afrontar las consecuencias de tomar su posición del lado de la verdad. Muchos están en el valle de la decisión; allí se necesitan llamados especiales, personales y directos para motivarlos a soltar las armas de su milicia y tomar posición del lado del Señor. Justamente en este período crítico, Satanás echa sus más fuertes grillos en torno a estas almas. Si los siervos de Dios están completamente exhaustos, habiendo gastado su reserva de fuerza física y mental, piensan entonces que no pueden hacer nada más, y con frecuencia abandonan totalmente el campo, para comenzar operaciones en otro lugar. Así, todo o casi todo el tiempo, los medios y labores se han gastado por nada. Hasta es peor que si nunca hubieran comenzado obra en ese lugar, porque una vez que el pueblo ha sido profundamente convicto por el Espíritu de Dios y llevado al punto de la decisión, y luego es dejado para que pierda el interés y haga decisiones contrarias a las evidencias presentadas, no se los puede volver a llevar muy fácilmente al punto en que sus mentes se interesen nuevamente en el tema. En muchos casos ya han hecho su decisión final.
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Si los ministros preservaran fuerzas de reserva, y en el punto mismo cuando todo parece ser más difícil hicieran los esfuerzos más fervientes, los llamados más poderosos, las aplicaciones más personales y, como valientes soldados, se lanzaran contra el enemigo en el momento crítico, ganarían la victoria. Las almas tendrían fuerza para quebrantar los grillos de Satanás y hacer sus decisiones para vida eterna. Una labor bien dirigida en el momento correcto hará que un esfuerzo prolongado tenga éxito, mientras que si se abandona el trabajo aunque sea por unos pocos días, en muchos casos causará un fracaso total. Los ministros deben entregarse a la obra como misioneros, y aprender cómo hacer que sus esfuerzos obtengan la mayor ventaja posible.
Algunos pastores, al comienzo mismo de una serie de reuniones se llenan de celo, se echan cargas que Dios no requiere que lleven, agotan sus energías en cantos y en oraciones y discursos largos y a gran voz; y luego se sienten agotados, y tienen que irse a casa a descansar. ¿Qué se logró en ese esfuerzo? Literalmente, nada. Los obreros tenían espíritu y celo, pero les faltaba entendimiento. No manifestaron dirección sabia. Corrían en el carro de los sentimientos, pero no se ganó una sola victoria contra el enemigo. No se conquistó su fortaleza.
Se me mostró que los ministros de Jesucristo debían disciplinarse para la guerra. Se requiere mayor sabiduría en la conducción de la obra de Dios que la que se requiere de los generales en los conflictos de las naciones. Los ministros que han sido escogidos por Dios están ocupados en una gran tarea. Combaten no sólo contra los hombres, sino también contra Satanás y sus ángeles. Aquí se requiere dirección sabia. Deben transformarse en estudiosos de la Biblia y entregarse plenamente a la tarea. Si comienzan a trabajar en un lugar, deben ser capaces de exponer las razones de nuestra fe, no en forma ostentosa ni agresiva, sino con humildad y temor. El poder que convence surge de los argumentos poderosos presentados con humildad y en el temor de Dios.
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Se necesitan ministros de Jesucristo que sean capaces de hacer la obra en estos peligrosos días finales, hábiles en palabra y doctrina, que comprendan bien las Escrituras, y sepan explicar las razones de nuestra fe. Se me dirigió la atención a los siguientes pasajes, cuyo significado algunos pastores no han captado: “Santificad a Dios el Señor en vuestros corazones, y estad siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros”. “Sea vuestra palabra siempre con gracia, sazonada con sal, para que sepáis cómo debéis responder a cada uno”. “Porque el siervo de Dios no debe ser contencioso, sino amable para con todos, apto para enseñar, sufrido; que con mansedumbre corrija a los que se oponen, por si quizá Dios les conceda que se arrepientan para conocer la verdad, y escapen del lazo del diablo, en que están cautivos a voluntad de él”.
Se requiere del hombre de Dios, el ministro de Jesucristo, que esté plenamente preparado para toda buena obra. Para esta buena obra no se necesitan pastores pomposos, hinchados de dignidad. Pero en el púlpito es necesario el decoro. Un ministro del evangelio no debe ser descuidado en su actitud. Si es un representante de Cristo, su comportamiento, su actitud y sus gestos deben ser de carácter tal que no disgusten a los espectadores. Los ministros deben dejar de lado todas sus maneras, actitudes y gestos toscos, y debieran cultivar en sí mismos una humilde dignidad en el porte. Deben vestir en forma apropiada a la dignidad de su posición. Sus palabras deben ser en todo respecto solemnes y bien escogidas. Se me mostró que no es correcto usar expresiones toscas e irreverentes, relatar anécdotas con el fin de divertir, o presentar ilustraciones cómicas para hacer reír. El sarcasmo y el usar las expresiones de un oponente para hacer con ellas juegos de palabras son prácticas fuera del orden divino. Los ministros no deben sentir que no pueden hacer mejoras en su voz o sus maneras; hay mucho que se puede hacer. Se puede cultivar la voz de modo que aun los discursos largos no dañen los órganos vocales.
Los ministros debieran amar el orden y disciplinarse a sí mismos; entonces pueden disciplinar con éxito a la iglesia de Dios, y enseñar a sus miembros a trabajar armoniosamente, como una compañía de soldados bien entrenados. Si para la acción exitosa en el campo de batalla son necesarios el orden y la disciplina, en la obra en que estamos empeñados se los necesita tanto más cuanto mayor es el valor del objetivo que procuramos lograr, y más elevado es su carácter que el de los blancos por los cuales contienden las fuerzas antagónicas en el campo de batalla. En el conflicto en que estamos empeñados, hay en juego intereses eternos.