Testimonios para la Iglesia, Vol. 1, p. 69-77, día 007

Visión de la Tierra Nueva*

Encabezados por Jesús, todos descendimos desde la ciudad hacia esta tierra, sobre un monte muy grande, que no pudo soportar a Jesús y se partió dando lugar a una enorme llanura. Luego miramos hacia arriba y vimos la gran ciudad, con doce fundamentos y con doce puertas, tres de cada lado, y con un ángel en cada puerta. Todos exclamamos: “Ya desciende la ciudad, la gran ciudad; viene de Dios y del cielo”, y la ciudad descendió y se estableció sobre la llanura en la que nos encontrábamos. Luego comenzamos a contemplar las cosas gloriosas que había dentro de ella. Vi casas muy hermosas que parecían de plata, soportadas por cuatro columnas engarzadas con perlas, algo muy hermoso a la vista, que debían ser habitadas por los santos y que tenían una repisa de oro. Vi a numerosos santos entrar en las casas, quitarse sus brillantes coronas y colocarlas en la repisa, y luego salir al campo que rodeaba las casas para hacer algo con la tierra; pero no era nada semejante a lo que hacemos con la tierra aquí. Una luz gloriosa brillaba alrededor de su cabeza y alababan continuamente a Dios.

Vi además otro campo lleno de flores, y al cortarlas exclamé: “¡No se marchitarán!” Luego vi un campo de pasto alto, cuya contemplación causaba gran alegría; era un verde intenso con reflejos plateados y dorados mientras ondeaba orgullosamente para gloria del rey Jesús. Luego entramos en un campo lleno de toda clase de animales: leones, corderos, leopardos y lobos, todos juntos en perfecta armonía. Pasamos en medio de ellos y nos siguieron pacíficamente. Luego penetramos en un bosque, que no era semejante a los bosques que conocemos aquí en la tierra; en cambio era un lugar iluminado y lleno de gloria; las ramas de los árboles se mecían, y todos exclamamos: “Y habitarán en el desierto con seguridad, y dormirán en los bosques” (Ezequiel 34:25). Pasamos a través de los bosques porque íbamos en camino al monte de Sión.

Durante nuestro recorrido nos encontramos con un grupo que también contemplaba las glorias del lugar. Noté que sus vestidos tenían una franja roja en el borde, sus coronas eran brillantes y su ropa era de color blanco puro. Al saludarlos, le pregunté a Jesús quiénes eran. Contestó que eran mártires que habían muerto por él. Los acompañaba un grupo muy numeroso de niños, y también ellos tenían sus vestidos con una franja roja. El monte Sión se encontraba justamente frente a nosotros, y en él se alzaba un glorioso templo y alrededor del monte había otras siete montañas, cubiertas de rosales y lirios. Vi a los niños subir a esas montañas si así lo deseaban, usar sus alitas y volar a la cumbre de las montañas, y allí cortar flores que nunca se marchitaban. Había toda clase de árboles alrededor del templo para hermosear el lugar, los bojes, los pinos, los abetos, los olivos, los mirtos, los granados; y las higueras se inclinaban con el peso de los higos; todo esto hacía que el lugar se viera magnífico. Y cuando estábamos por entrar en el templo, Jesús elevó su hermosa voz y dijo: “Solamente los 144.000 entran en este lugar”, y todos exclamamos: “¡Aleluya!”

-70-

Este templo estaba sostenido por siete magníficas columnas, todas ellas de oro transparente y engarzadas con perlas. No puedo describir las cosas hermosas que vi allí. Oh, si pudiera hablar en el lenguaje de Canaán, entonces podría describir algo de la gloria del mundo mejor. Vi allí mesas de piedra en las que los nombres de los 144.000 se encontraban esculpidos con letras de oro.

Después de contemplar la gloria del templo, salimos y Jesús nos dejó para ir a la ciudad. Pronto escuchamos nuevamente su hermosa voz que decía: “Venid, pueblo mío, porque habéis pasado por gran tribulación y habéis hecho mi voluntad y sufrido por mí; venid a la cena. Yo me ceñiré y os serviré”. Exclamamos: “¡Aleluya!” y entramos en la ciudad. Vi allí una mesa de plata pura que tenía muchos kilómetros de longitud, y sin embargo nuestros ojos podían ver hasta el extremo. Vi el fruto del árbol de la vida, el maná, almendras, higos, granadas, uvas y muchas otras frutas. Le dije a Jesús que me dejara comer. El me contestó: “Ahora, no. Los que comen de esta fruta no vuelven más a la tierra. Pero dentro de poco tiempo, si eres fiel, comerás del fruto del árbol de la vida y beberás del agua de la fuente. Tú debes volver a la tierra y relatar a otros lo que te he revelado”. Luego un ángel me condujo suavemente a este mundo oscuro. A veces pienso que ya no puedo permanecer durante más tiempo aquí en la tierra, porque todas las cosas me parecen tan tristes y deprimentes. Me siento muy sola aquí, porque he visto una tierra mejor. Ojalá pudiera tener alas como una paloma, porque entonces podría volar lejos al lugar de reposo.

-71-

El Hno. Hyde, quien se encontraba presente durante esta visión, compuso los siguientes versos, que han sido publicados muchas veces e incluidos en varios himnarios. Quienes los han publicado, leído y cantado, probablemente no saben que se originaron en una visión de una niña que era perseguida por su humilde testimonio.

Hemos oído hablar de la tierra santa y radiante; hemos escuchado y nuestros corazones se regocijan; porque éramos un grupo solitario de peregrinos, fatigados, rendidos y tristes. Nos dicen que los santos tienen allí su morada. Ya no hay quienes no tienen hogar; y sabemos que la buena tierra es hermosa, donde corre el límpido río del agua de la vida.

Dicen que allí ondean los campos verdes que nunca serán dañados por la plaga; y que los desiertos florecen con hermosura, y allí crecen las rosas de Sarón. En los verdes bosques hay bellas aves, de cantos alegres y dulces; y sus trinos brotan siempre nuevos, saludan la música de arpa de los ángeles. Hemos oído de las palmas, los vestidos y las coronas, banda blanca de plateado resplandor; de la hermosa ciudad con puertas perlinas, radiantes de luz. Hemos oído de los ángeles que allí moran, los santos, con sus arpas de oro, y cómo cantan; del monte, con el árbol de la vida y sus frutos, de las hojas que dan sanidad.

El Rey de ese país, es hermoso, es el gozo y la luz del lugar; allí lo contemplaremos en su hermosura, y nos complaceremos viendo su rostro sonriente. Estaremos allí, estaremos allí dentro de poco, nos uniremos con los puros y los bendecidos; tendremos la palma, el vestido y la corona, y reposaremos para siempre.

-72-

Rehusando presentar la reprensión

Por este tiempo fui sometida a una severa prueba. Si el Espíritu de Dios descendía sobre una persona durante una reunión, y ésta glorificaba a Dios alabándolo, algunos sostenían que se trataba de mesmerismo; y si al Señor le placía concederme una visión durante una reunión, algunos afirmaban que era el efecto de la agitación y el mesmerismo. Afligida y desanimada, con frecuencia me retiraba a algún lugar solitario para derramar mi alma delante de Aquel que invita a los cansados y cargados a encontrar descanso. Cuando reclamaba las promesas por fe, Jesús me parecía estar muy cercano. La dulce luz del cielo brillaba a mi alrededor y me parecía estar rodeada por los brazos de mi Salvador, y se me concedía una visión. Pero cuando relataba lo que Dios me había revelado a mí sola, donde ninguna influencia terrenal podía afectarme, me sentía afligida y asombrada al escuchar que algunos sugerían que los que vivían más cerca de Dios estaban más expuestos a ser engañados por Satanás.

De acuerdo con esta enseñanza, nuestra única seguridad contra el engaño consistía en permanecer distantes de Dios, en una condición de pecado. Oh, pensé yo, ¿hemos llegado al punto de que los que honradamente van solos en busca de Dios para rogar por el cumplimiento de sus promesas, y para reclamar su salvación, tengan que ser acusados de encontrarse bajo la influencia contaminadora del mesmerismo? ¿Le pedimos pan a nuestro bondadoso Padre celestial, solamente para recibir una piedra o un escorpión? Estas cosas me herían el espíritu y me afligían el alma con profunda angustia que casi bordeaba en la desesperación. Muchas personas querían que yo creyera que no existía el Espíritu Santo y que todas las manifestaciones experimentadas por los santos hombres de Dios eran únicamente el efecto del mesmerismo o del engaño de Satanás.

Algunos habían torcido mucho ciertos textos de la Escritura, al punto de abstenerse completamente de todo trabajo, y de rechazar a todos los que no recibían sus ideas acerca de esto y de otros puntos relativos al deber religioso. Dios me reveló estos errores en visión y me envió a instruir a sus hijos que habían caído en el error; pero muchos de ellos rechazaron completamente el mensaje, me acusaron de fanatismo, y me presentaron falsamente como líder del fanatismo que me esforzaba constantemente por contrarrestar.

-73-

Se fijaron varias fechas para la venida del Señor, las que se presentaron con insistencia a los hermanos. Pero el Señor me reveló que éstas no se cumplirían, porque primero debía transcurrir el tiempo de angustia antes de la venida de Cristo, y me mostró, además, que cada fecha que se fijaba sin que se cumpliera debilitaría la fe del pueblo de Dios. Debido a esto me acusaron de ser el siervo malo que dijo: “Mi Señor se tarda en venir” (Mateo 24:48).

Estas declaraciones referentes a la fijación del tiempo fueron impresas hace unos treinta años, y los libros que las contienen han circulado en todas partes; sin embargo, algunos ministros que pretenden conocerme bien, declaran que yo he establecido una fecha tras otra para la venida del Señor, y que esas fechas han pasado sin cumplirse, y que por lo tanto mis visiones son falsas. Indudablemente que estas falsas declaraciones son recibidas por muchas personas como si fueran verdad; pero nadie que me conoce o que conoce mis trabajos podría honradamente presentar un informe semejante. Este es el testimonio que he dado siempre, desde cuando no se cumplió la fecha en 1844: “Una fecha tras otra será fijada por diferentes personas, y no se cumplirán; y la influencia de esta fijación de fechas tenderá a destruir la fe del pueblo de Dios”. Si yo hubiera visto una fecha definida en visión y hubiera dado mi testimonio acerca de ello, no hubiera podido escribir y publicar, en vista de este testimonio, que todas las fechas que se establezcan pasarán sin que se cumpla el acontecimiento esperado, porque el tiempo de angustia debe venir antes de la segunda venida de Cristo. Por cierto que durante los últimos treinta años, es decir, desde la publicación de esta declaración, no me he sentido inclinada a establecer una fecha para la venida de Cristo, con lo cual me hubiera colocado a mí misma bajo la misma condenación que las personas a las que estaba reprochando. Y no recibí visión sino hasta 1845, después de haber pasado la fecha de 1844 cuando esperábamos la venida del Señor, que pasó sin cumplirse. Entonces se me mostró lo que he declarado aquí.

¿Y acaso no se ha cumplido este testimonio en todos sus detalles? Los adventistas del primer día han establecido una fecha tras otra, y a pesar de los repetidos fracasos, han reunido valor para fijar nuevas fechas. Dios no los ha guiado en esto. Muchos de ellos han rechazado el verdadero tiempo profético y han ignorado el cumplimiento de la profecía, debido a que la fecha de la venida fijada para 1844 pasó sin cumplirse, y no trajo el acontecimiento esperado. Rechazaron la verdad, y el enemigo ha tenido poder para traer sobre ellos poderosos engaños a fin de que crean una mentira. La gran prueba del tiempo ocurrió en 1843 y en 1844, y todos los que han fijado una fecha para la segunda venida a partir de entonces se han estado engañando a sí mismos, y engañando a los demás.

-74-

Hasta el momento de mi primera visión no podía escribir, porque me temblaba la mano y era incapaz de sostener firmemente el lápiz. Mientras me encontraba en visión, un ángel me encargó que escribiera lo que veía. Obedecí y escribí sin dificultad. Mis nervios fueron fortalecidos y mi mano se afirmó.

Fue para mí una penosa cruz referir a las personas que se encontraban en error lo que se me había mostrado acerca de ellas. Me causaba un gran pesar ver a otros preocupados o afligidos. Y cuando me veía obligada a declarar los mensajes, con frecuencia los suavizaba y los hacía aparecer tan favorables para la persona como me era posible, y luego me retiraba y lloraba en agonía de espíritu. Consideraba a los que debían preocuparse únicamente por sus propias almas, y pensaba que si yo me encontrara en su condición no me quejaría. Me resultaba difícil dar los testimonios claros y cortantes que Dios me había encargado que presentara. Observaba ansiosamente para ver cuáles serían los resultados, y si las personas reprochadas se rebelaban contra la reprensión, y después de eso se oponían a la verdad, estos interrogantes se presentaban en mi mente: ¿Presenté el mensaje en la forma debida? ¿No habría podido encontrarse alguna forma de salvarlos? Y después de eso una gran aflicción se apoderaba de mi alma, y con frecuencia pensaba que la muerte sería una mensajera bienvenida y el sepulcro un dulce lugar de descanso.

No comprendía el peligro y el pecado de ese proceder, hasta que en visión fui llevada ante la presencia de Jesús. El me miró con desaprobación y me volvió el rostro. Me resulta imposible describir el terror y la agonía que sentí en ese momento. Caí postrada ante él, pero no pude pronunciar ninguna palabra. ¡Cuánto anhelaba encontrarme a cubierto de esa temible expresión de desaprobación! Así pude comprender, en cierto grado, lo que serán los sentimientos de los que se pierdan cuando exclamen: “Montes y peñas: caed sobre nosotros, y escondednos del rostro de Aquel que está sentado sobre el trono, y de la ira del Cordero” (Apocalipsis 6:16). nosotros, y escondednos del rostro de Aquel que está sentado sobre el trono, y de la ira del Cordero”. Apocalipsis 6:16.

-75-

Pronto un ángel me indicó que me levantara, y difícilmente puedo describir lo que vi. Ante mí se encontraba un grupo de personas que tenían el cabello y los vestidos en desorden y rotos, y cuyos rostros eran la imagen misma de la desesperación y el horror. Se aproximaron a mí y frotaron sus vestidos con el mío. Al mirar mi vestido, vi que estaba manchado con sangre. Volví a caer como muerta a los pies de mi ángel acompañante. No pude presentar una sola excusa y anhelé encontrarme lejos de ese lugar santo. El ángel me ayudó a levantarme, y me dijo: “Este no es tu caso en este momento, pero se te ha mostrado esta escena para que sepas lo que llegará a ser tu situación si dejas de declarar a otros lo que el Señor te ha revelado. Pero si eres fiel hasta el fin, comerás del árbol de la vida y beberás de las aguas del río de la vida. Tendrás que sufrir mucho, pero la gracia de Dios te será suficiente”. Después de eso me sentí dispuesta a hacer todo lo que el Señor requiriera de mí, para tener su aprobación y no experimentar el temible desagrado de Jesús.

Matrimonio y esfuerzos subsiguientes

El 30 de agosto de 1846 me uní en matrimonio con el pastor Jaime White. El pastor White había tenido una profunda experiencia en el movimiento adventista, y Dios había bendecido su trabajo relacionado con la proclamación de la verdad. Nuestros corazones se unieron en la gran obra, y juntos viajamos y trabajamos por la salvación de las almas.

Iniciamos nuestra obra sin dinero, con pocos amigos y con mala salud. Mi esposo había heredado un físico fuerte, pero se le había dañado gravemente la salud debido a que en la escuela se había aplicado exageradamente al estudio y luego se había dedicado intensamente a dar conferencias públicas. Yo había sufrido de mala salud desde mi infancia, tal como lo relaté al comienzo de esta obra. En esta condición, sin recursos financieros, con muy pocas personas que simpatizaban con nuestros conceptos, sin una revista y sin libros, comenzamos nuestra obra. En ese tiempo no teníamos iglesias. Y no se nos había ocurrido la idea de utilizar una carpa. La mayor parte de nuestras reuniones las llevábamos a cabo en hogares privados. Nuestras congregaciones eran reducidas. Pocas veces asistían a nuestras reuniones personas que no fueran adventistas, a menos que se sintieran atraídas por la curiosidad de escuchar a una mujer hablar en público.

-76-

Al comienzo actué con timidez en la obra de hablar públicamente. Si manifestaba alguna confianza, era la que me daba el Espíritu Santo. Si hablaba con libertad y poder, era porque Dios me lo concedía. Nuestras reuniones generalmente se conducían de modo que mi esposo y yo pudiéramos hablar. El presentaba un discurso doctrinal, y luego yo seguía con una exhortación bastante más larga, abriéndome camino hacia los sentimientos de la congregación. De modo que mi esposo sembraba, yo regaba la semilla de la verdad, y Dios producía el fruto.

En el otoño de 1846 comenzamos a observar el sábado bíblico, a enseñarlo y a defenderlo. Entré en contacto por primera vez con la verdad del sábado mientras visitaba la localidad de New Bedford, Massachusetts, en los primeros meses del año mencionado. Conocí en ese lugar al pastor José Bates, quien había aceptado la fe adventista y era un activo obrero en la causa. El pastor Bates observaba el sábado y hablaba de su importancia. Yo no veía cuál podía ser su importancia, y pensaba que el pastor Bates erraba al espaciarse en el cuarto mandamiento más que en cualquiera de los otros nueve. Pero el Señor me dio una visión del santuario celestial. El templo de Dios estaba abierto en el cielo y se mostró el arca de Dios cubierta con el propiciatorio. Había dos ángeles, uno en cada extremo del arca, con sus alas extendidas sobre el propiciatorio y sus rostros vueltos hacia él. Mi ángel acompañante me informó que éstos representaban a toda la hueste celestial que miraba con reverencia la santa ley que había sido escrita por el dedo de Dios. Jesús levantó la cubierta del arca y contemplé las tablas de piedra en las que los Diez Mandamientos se encontraban escritos. Quedé asombrada al ver el cuarto mandamiento en el centro mismo de los otros diez, rodeado por un suave halo de luz. El ángel me dijo: “Es el único de los diez que define al Dios viviente que creó los cielos y la tierra y todas las cosas que en ellos hay. Cuando se colocaron los fundamentos de la tierra también se colocó el fundamento del sábado como día de reposo”.

-77-

Se me mostró que si se hubiera observado siempre el verdadero día de reposo, nunca hubiera existido un infiel o un ateo. La observancia del día de reposo hubiera preservado al mundo de idolatría. El cuarto mandamiento ha sido violado, de modo que todos somos llamados a reparar la brecha que se ha abierto en la ley, y a restablecer el día de reposo que ha sido pisoteado. El hombre de pecado, que se exaltó por encima de Dios, y pensó en cambiar los tiempos y la ley, produjo el cambio del día de reposo del séptimo día al primer día de la semana. Al hacerlo, abrió una brecha en la ley de Dios. Justamente antes del gran día de Dios se envía un mensaje que insta a la gente a que reafirme su lealtad a la ley de Dios quebrantada por el anticristo. Hay que llamar la atención a la brecha abierta en la ley mediante precepto y ejemplo. Se me mostró que el tercer ángel, que proclama los mandamientos de Dios y la fe de Jesús, representa al pueblo que recibe el mensaje y levanta su voz de advertencia al mundo instándolo a observar los mandamientos de Dios en forma muy minuciosa, y que en respuesta a esta amonestación muchos aceptarían el sábado como día de reposo del Señor.

Cuando recibimos la luz acerca del cuarto mandamiento, había unos veinticinco adventistas en Maine que observaban el sábado como día de reposo; pero tenían tantas diferencias acerca de otros puntos doctrinales, y vivían tan alejados unos de otros, que su influencia era escasa. Había más o menos el mismo número, y en condiciones similares, en otros lugares de Nueva Inglaterra. Considerábamos nuestro deber visitar con frecuencia a estas personas en sus hogares, para fortalecerlas en el Señor y en su verdad, y como se encontraban tan alejadas, fue para nosotros necesario dedicarnos a viajar una buena parte del tiempo. Por falta de recursos económicos utilizamos el medio de transporte más barato, vagones de segunda clase y pasaje en la cubierta inferior en los barcos de vapor. A mí me resultaba más cómodo viajar en un medio de transporte privado. Cuando viajaba en vagones de segunda clase generalmente nos envolvía una nube de humo de tabaco, razón por la cual con frecuencia me desmayaba. Cuando viajábamos en la cubierta inferior de los barcos de vapor, también sufríamos a causa del humo del tabaco, y además teníamos que escuchar las maldiciones y la conversación vulgar de la tripulación y de los pasajeros sin educación. En la noche nos acostábamos en el duro piso para dormir, sobre cajones o sobre sacos de grano, utilizábamos nuestras maletas como almohadas y nos tapábamos con nuestros abrigos y chales. Cuando sentíamos mucho frío en el invierno, caminábamos por la cubierta para entrar en calor. Cuando nos oprimía el fuerte calor del verano, subíamos a la cubierta superior para respirar el aire fresco de la noche. Esto me resultaba muy fatigoso, especialmente cuando viajaba con un niño en los brazos. Nosotros no habíamos elegido esta clase de vida. Dios nos llamó en nuestra pobreza y nos condujo a través del horno de la aflicción a fin de concedernos una experiencia que fuera de gran valor para nosotros y un ejemplo para los que se unieran a nuestro trabajo en el futuro.

Posted in

Tatiana Patrasco