Ahora es el tiempo de usar recursos para Dios. Ahora es el tiempo de ser rico en buenas obras, depositando para nosotros un buen fundamento contra el tiempo que se avecina, para que podamos asirnos de la vida eterna. Un alma salvada en el reino de Dios es de más valor que todas las riquezas terrenales. Somos responsables ante Dios por las almas de aquellos con quienes hemos sido puestos en contacto, y cuanto más cercanas sean nuestras relaciones con nuestros semejantes mayor será nuestra responsabilidad. Somos una gran hermandad, y el bienestar de nuestros semejantes debiera ser nuestro gran interés. No tenemos un momento que perder. Si hemos sido descuidados en este asunto, ya es hora de que procuremos fervientemente redimir el tiempo, no sea que la sangre de las almas se encuentre en nuestras ropas. Como hijos de Dios, ninguno de nosotros está eximido de tomar parte en la gran obra de Cristo en la salvación de nuestros semejantes.
Será un trabajo difícil vencer el prejuicio y convencer a los incrédulos de que nuestros esfuerzos para ayudarlos son desinteresados. Pero esto no debiera obstruir nuestra labor. No hay ningún precepto en la Palabra de Dios que nos diga que hagamos el bien sólo a aquellos que aprecian y responden a nuestros esfuerzos, y beneficiemos sólo a los que nos agradecen por ello. Dios nos ha enviado a trabajar en su viña. Es nuestra tarea hacer todo lo que podemos. “Por la mañana siembra tu semilla, y a la tarde no dejes reposar tu mano; porque no sabes cuál es lo mejor, si esto o aquello, o si lo uno y lo otro es igualmente bueno”. Eclesiastés 11:6. Tenemos demasiada poca fe. Limitamos al Santo de Israel. Debiéramos estar agradecidos de que Dios condesciende para usar a cualquiera de nosotros como su instrumento. Por cada oración ferviente ofrecida con fe por algo, llegarán respuestas. Puede que no vengan precisamente como esperábamos, pero vendrán; quizás no como hemos pensado, pero [llegarán] en el tiempo preciso cuando más las necesitamos. Pero, ¡oh cuán pecaminosa es nuestra incredulidad! “Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho”. Juan 15:7.
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Los jóvenes que están ocupados en esta obra no debieran confiar demasiado en sus propias aptitudes. No tienen experiencia y debieran tratar de buscar sabiduría de aquellos que han tenido una larga experiencia en la obra y que han tenido oportunidades para estudiar el carácter.
En vez de que nuestros hermanos que ministran trabajen entre las iglesias, Dios quiere que nos esparzamos en países extranjeros y que nuestro trabajo misionero se extienda por tanto territorio como podamos ocupar en forma provechosa, yendo en toda dirección para levantar nuevas compañías. Siempre debiéramos dejar en la mente de nuevos discípulos una impresión sobre la importancia de nuestra misión. Cuando hombres capaces se convierten a la verdad, no debieran pedir obreros para mantener viva su débil fe; pero se debiera impresionar a estos hombres con la necesidad de trabajar en la viña. Mientras las iglesias dependan de obreros del extranjero para fortalecer y alentar su fe, no llegarán a ser fuertes por ellas mismas. Se les debe instruir que su fuerza aumentará en proporción a sus esfuerzos personales. Cuanto más de cerca se siga el plan del Nuevo Testamento en la obra misionera, más éxito tendrán los esfuerzos que se hagan.
Debiéramos trabajar como lo hizo nuestro divino Maestro, sembrando las semillas de verdad con cuidado, ansiedad y abnegación. Debemos tener la mente de Cristo si no queremos cansarnos en el bien hacer. La vida de él fue una vida de continuo sacrificio por el bien de otros. Debemos seguir su ejemplo. Debemos sembrar la semilla de verdad y confiar que Dios la vivificará. La preciosa semilla puede yacer dormida por algún tiempo, mientras la gracia de Dios logre convencer el corazón y la semilla que ha sido sembrada sea despertada a la vida y brote y lleve fruto para la gloria de Dios. Se necesitan misioneros en esta gran obra para trabajar desinteresada, ferviente y perseverantemente como colaboradores con Cristo y con los ángeles celestiales en la salvación de sus semejantes.
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Nuestros ministros debieran precaverse en forma especial contra la indolencia y el orgullo, que pueden originarse por saber que tenemos la verdad y poseemos argumentos fuertes que nuestros opositores no pueden rebatir; y mientras las verdades que manejamos son poderosas para derribar los baluartes de los poderes de las tinieblas, hay peligro de descuidar la piedad personal, la pureza de corazón y una consagración completa a Dios. Hay peligro de que sientan que son ricos y que se han enriquecido, aunque carecen de los requisitos esenciales de los cristianos. Pueden ser miserables, pobres, ciegos y desnudos. No sienten la necesidad de vivir en obediencia a Cristo cada día y cada hora. El orgullo espiritual roe las partes esenciales de la religión. A fin de preservar la humildad, sería bueno recordar qué aspecto ofrecemos a la vista de un Dios santo, que lee cada secreto del alma, y qué aspecto daríamos a la vista de nuestros semejantes si todos nos conocieran tan bien como Dios nos conoce. Por esta razón, para humillarnos, se nos instruye a confesar nuestras faltas y a aprovechar esta oportunidad para someter nuestro orgullo.
Los ministros no debieran descuidar el ejercicio físico. Debieran tratar de hacerse útiles y de ser de ayuda cuando dependen de la hospitalidad de otros. No debieran permitir que los otros les sirvan como criados, sino más bien alivianar las cargas de las personas que, teniendo gran respeto por el ministerio evangélico, estarían dispuestos a pasar por grandes molestias para hacer por los ministros lo que ellos debieran hacer personalmente. La salud pobre de algunos de nuestros ministros se debe a su descuido de hacer ejercicio físico en el trabajo útil.
Como las cosas han resultado, se me mostró que habría sido mejor si los hermanos J hubieran hecho lo que pudieran en la preparación de folletos que circulen entre los franceses. Si estos trabajos no se prepararon en toda su perfección, habría sido mejor que hubieran circulado [como estaban], para que los franceses pudieran haber tenido una oportunidad de investigar las evidencias de nuestra fe. Hay grandes riesgos en la demora. Los franceses debieran haber tenido libros que expusieran las razones de nuestra fe. Los hermanos J no estaban preparados para trabajar como lo merecían estas obras, porque necesitaban ser refinados y vivificados o los libros preparados llevarían la estampa de sus mentes. Necesitaban ser corregidos, no fuera que su predicación y lo que escribieran fuese tedioso. Ellos necesitaban educarse para llegar inmediatamente al punto [que querían exponer] y destacar claramente ante la gente los aspectos esenciales de nuestra fe. Satanás ha obstruido la obra, y se ha perdido mucho porque estos trabajos no fueron preparados cuando tendrían que haber sido hechos. Estos hermanos pueden hacer mucho bien si están consagrados a la obra y si siguen la luz que Dios les ha dado.
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Efecto de las discusiones
El 10 de diciembre de 1871 se me mostraron los peligros del hermano K. Su influencia sobre la causa de Dios no es lo que debiera ser o lo que podría ser. Parece estar ciego respecto del resultado de su conducta; no discierne qué clase de estela deja tras sí. No trabaja de un modo que Dios pueda aceptar. Vi que estaba en un peligro tan serio como Moses Hull antes que dejara la verdad. Él confiaba en sí mismo. Pensaba que era de un valor tan grande para la causa de la verdad que ésta no podía prescindir de él. El hermano K ha sentido en gran medida lo mismo. Confía demasiado en su propia fuerza y sabiduría. Si pudiera ver su debilidad como Dios la ve nunca se envanecería o sentiría en lo más mínimo que ha triunfado. Y a menos que dependa de Dios y se aferre a él como la fuente de su fuerza, naufragará en la fe tan seguramente como lo hizo Moses Hull.
En sus labores él no extrae la fuerza de Dios. Depende de una excitación para despertar su ambición. Al trabajar con unos pocos, donde no hay una excitación especial que lo estimule, pierde su valor. Cuando el trabajo se vuelve difícil y él no es sostenido por esta excitación especial, entonces no se aferra con más firmeza a Dios ni es más ferviente para perseverar en medio de la oscuridad y ganar la victoria. Hermano K, usted frecuentemente se vuelve infantil, débil e ineficiente precisamente cuando debería ser más fuerte. Esto debiera indicarle que su celo y animación no siempre provienen de la fuente correcta.
Se me mostró que éste es el peligro de los ministros jóvenes que se ocupan en discusiones. Dirigen sus mentes al estudio de la Palabra para reunir las cosas agudas, y se vuelven sarcásticos y, en sus esfuerzos por enfrentar a un oponente, demasiado frecuentemente dejan a Dios fuera de la cuestión. La excitación del debate disminuye su interés en reuniones donde esta excitación especial no existe. Aquellos que se ocupan en debates no son los obreros más exitosos y que mejor se adaptan para edificar la causa. Algunos desean las discusiones, y prefieren esta clase de trabajo por encima de cualquier otro. No estudian la Biblia con humildad de mente, con el fin de conocer cómo alcanzar el amor de Dios; como dice Pablo: “Que habite Cristo por la fe en vuestros corazones, a fin de que, arraigados y cimentados en amor, seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios”. Efesios 3:17-19.
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Los predicadores jóvenes debieran evitar las discusiones, porque no aumentan la espiritualidad o la humildad de mente. En algunos casos puede ser necesario enfrentar en un debate abierto a un orgulloso presumido que se opone a la verdad de Dios; pero generalmente estas discusiones, ya sea en forma oral o escrita, acarrean más daño que bien. Después de una discusión la mayor responsabilidad descansa sobre el ministro para mantener el interés. Debiera ser consciente de la reacción que puede ocurrir después de una excitación religiosa, y no ceder al desánimo.
Los hombres que no admiten las demandas de la Ley de Dios, que son muy claras, generalmente toman un rumbo sin leyes; porque por tanto tiempo se han puesto del lado del gran rebelde en luchar contra la Ley de Dios, que es el fundamento de su gobierno en el cielo y en la tierra, que están entrenados en esta labor. En esta guerra no abrirán sus ojos o conciencias a la luz. Cierran los ojos, no sea que lleguen a ser iluminados. Su caso es tan desesperado como el de los judíos que no veían la luz que Cristo les trajo. Las evidencias maravillosas que él les dio de su carácter mesiánico en los milagros que realizó, sanando a los enfermos, resucitando a los muertos y haciendo las obras que ningún otro hombre había hecho o podía hacer, en vez de ablandar y subyugar sus corazones, y de superar sus prejuicios malvados, los inspiró con odio y furia satánicos como los que Satanás mostró cuando fue expulsado del cielo. Cuanto mayor era la luz y la evidencia que tenían, más grande era su odio. Estaban decididos a extinguir la luz quitando la vida a Cristo.
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Los que odian la Ley de Dios, que es el fundamento de su gobierno en el cielo y en la tierra, ocupan el mismo terreno que los judíos incrédulos. Su poder desafiante perseguirá a los que guardan los Mandamientos de Dios, y ellos rechazarán cualquier cantidad de luz. Han violado por tanto tiempo sus conciencias, y sus corazones se han endurecido tanto al escoger las tinieblas antes que la luz, que sienten que es una virtud en ellos, a fin de obtener su objetivo, dar falso testimonio o rebajarse para cometer casi cualquier tipo de subterfugio o engaño, como hicieron los judíos en su rechazo de Cristo. Razonan que el fin justifica los medios. Virtualmente crucifican la Ley del Padre, como los judíos crucificaron a Cristo.
Nuestro trabajo debiera abarcar toda oportunidad para presentar la verdad en su pureza y sencillez donde hay algún deseo o interés para oír las razones de nuestra fe. Aquellos que se han explayado mayormente en las profecías y en los puntos teóricos de nuestra fe debieran sin demora convertirse en estudiantes de la Biblia sobre temas prácticos. Debieran tomar un sorbo más profundo en la fuente de la verdad divina. Debieran estudiar cuidadosamente la vida de Cristo y sus lecciones de piedad práctica, dadas para beneficio de todos y para que sean la norma del correcto vivir para todos los que crean en su nombre. Debieran estar imbuidos con el Espíritu de su gran Ejemplo y tener un alto sentido de la vida sagrada de un seguidor de Cristo.
Cristo enfrentó el caso de cada clase [de personas] en los temas y en la manera de su enseñanza. Comió y se hospedó con los ricos y los pobres, y se familiarizó con los intereses y ocupaciones de los hombres, para poder ganar acceso a sus corazones. Los instruidos y los más intelectuales se complacían y encantaban con sus discursos, y sin embargo eran tan claros y sencillos como para ser entendidos por las mentes más humildes. Cristo se valió de toda oportunidad para instruir a la gente sobre esas doctrinas y preceptos celestiales que debían incorporarse a sus vidas y que los distinguirían de todos los demás religiosos debido a su carácter santo y elevado. Estas lecciones de instrucción divina no se presentan como se debería para llegar a las conciencias de los hombres. Estos sermones de Cristo les proporcionan a los ministros que creen en la verdad presente discursos que serán apropiados para casi cualquier ocasión. Éste es un campo de estudio para el estudiante de la Biblia, en el cual no puede interesarse sin tener en su propio corazón el Espíritu del Maestro celestial. Aquí hay temas que Cristo presentó para todas las clases sociales. Miles de personas de todo tipo de carácter y de cada estrato de la sociedad se sintieron atraídas y encantadas con el tema que les era presentado.
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Algunos ministros que han estado ocupados por largo tiempo en la obra de predicar la verdad presente han cometido grandes fracasos en sus labores. Se han educado para ser polemistas. Han elaborado temas argumentativos como objetos de discusión, y les encanta usar esos temas que han preparado. La verdad de Dios es sencilla, clara y convincente. Es armoniosa y, en contraste con el error, resplandece con claridad y belleza. Su coherencia la recomienda al juicio de cada corazón que no está lleno de prejuicio. Nuestros predicadores presentan los argumentos sobre la verdad, que han sido preparados para ellos y, si no hay obstáculos, la verdad se lleva la victoria. Pero se me mostró que en muchos casos el pobre instrumento se toma el crédito de la victoria obtenida, y la gente, que es más terrenal que espiritual, alaba y honra al instrumento, mientras que la verdad de Dios no es exaltada por la victoria que ganó.
Aquellos a quienes les encanta ocuparse en discusiones generalmente pierden su espiritualidad. No confían en Dios como debieran. Tienen la teoría de la verdad preparada para vapulear a un oponente. Los sentimientos de sus propios corazones no santificados han preparado muchas cosas cortantes, secretas, para usarlas como un azote a fin de irritar y provocar a su oponente. El espíritu de Cristo no tiene parte en esto. Mientras está provisto de argumentos decisivos, el polemista pronto piensa que es suficientemente fuerte como para triunfar sobre su oponente, y a Dios se lo excluye del asunto. Algunos de nuestros ministros han hecho de la discusión su principal actividad. Cuando están en medio de la excitación suscitada por la discusión, parecen animados y se sienten fuertes y hablan fuertemente; y en la excitación se transmiten a la gente muchas cosas como correctas, aunque en realidad están decididamente equivocadas y son una vergüenza para él, quien fue culpable de declarar palabras tan indignas de un ministro cristiano.
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Estas cosas ejercen una mala influencia sobre ministros que están manejando verdades sagradas y elevadas, verdades que han de ser sabor de vida para vida, o de muerte para muerte, para aquellos que las escuchan. Generalmente la influencia de las discusiones sobre nuestros ministros tiende a volverlos autosuficientes y exaltados en su propia estima. Eso no es todo. Aquellos que aman discutir no son idóneos para ser pastores del rebaño. Han educado sus mentes para enfrentar a opositores y para decir cosas sarcásticas, y no pueden descender [de su nivel] para enfrentar corazones que están tristes y necesitan consuelo. También se han detenido tanto en los puntos argumentativos que han descuidado los temas prácticos que el rebaño de Dios necesita. Tienen poco conocimiento de los sermones de Cristo, que forman parte de la vida cotidiana del cristiano, y tienen poca disposición para estudiarlos. Se han elevado por encima de la sencillez del trabajo. Cuando eran pequeños en su propia opinión, Dios los ayudaba; ángeles de Dios los ministraban y hacían sus labores altamente exitosas en convencer de la verdad a hombres y mujeres. Pero al entrenar sus mentes para la discusión frecuentemente se vuelven ordinarios y rudos. Pierden el interés y la compasiva ternura que siempre debiera acompañar los esfuerzos de un pastor de Cristo.
Los ministros polemistas generalmente están descalificados para ayudar al rebaño donde más lo necesita. Habiendo descuidado la religión práctica en sus propios corazones y vidas, no pueden enseñarla a la grey. A menos que haya algo emocionante, no saben cómo trabajar; parece que se los ha despojado de su fuerza. Y si tratan de hablar, parece que no saben cómo presentar un tema apropiado para la ocasión. Cuando debieran presentar un tema que alimente al rebaño de Dios, y que alcance y enternezca los corazones, vuelven a algunos de los viejos temas estereotipados y examinan los argumentos ya dispuestos, que son secos y sin interés. Así, en vez de luz y vida, traen oscuridad al rebaño y también a sus propias almas.
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Algunos de nuestros ministros fallan en cultivar la espiritualidad, pero fomentan un despliegue de celo y cierta actividad que descansa sobre un fundamento dudoso. En esta época se necesitan ministros que cultiven una serena contemplación, ministros de reflexión y devoción, de conciencia y fe combinadas con actividad y celo. Las cualidades, reflexión y devoción, actividad y celo, debieran ir juntas.
Los ministros polemistas son los menos dignos de confianza entre nosotros, porque no se puede depender de ellos cuando el trabajo presenta dificultades. Colóqueselos en un lugar donde hay poco interés, y manifestarán falta de valor, celo y verdadero interés. Para ser vivificados y vigorizados dependen tanto de la excitación creada por el debate o la oposición como el ebrio de su trago. Estos ministros necesitan convertirse nuevamente. Necesitan beber profundamente de las corrientes incesantes que proceden de la Roca eterna.
El bienestar eterno de los pecadores reguló la conducta de Jesús. Anduvo haciendo bienes. La benevolencia fue la vida de su alma. No sólo hacía bien a todos los que acudían a él solicitando su misericordia, sino que los buscaba perseverantemente. Nunca se entusiasmó con el aplauso ni se deprimió por la censura o el chasco. Cuando enfrentaba la mayor oposición y el trato más cruel, estaba de buen ánimo. El discurso más importante que nos ha dado la Inspiración, lo predicó Cristo a sólo un oyente. Cuando se sentó junto al pozo para descansar, porque estaba agotado, una mujer samaritana vino para extraer agua; él vio una oportunidad para alcanzar a su mente, y mediante ella para alcanzar las mentes de los samaritanos, que estaban en gran oscuridad y error. Aunque cansado, él presentó las verdades de su reino espiritual, las que encantaron a la mujer pagana y la llenaron de admiración hacia Cristo. Salió publicando la noticia: “Venid, ved a un hombre que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será éste el Cristo?” Juan 4:29. El testimonio de esta mujer convirtió a muchos para creer en Cristo. A través del informe de ella muchos vinieron a oírlo personalmente y creyeron por la palabra de él.
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No importa cuán pequeño pueda ser el número de oyentes interesados, si se llega al corazón y es convencido el entendimiento, ellos, como la mujer samaritana, pueden transmitir un testimonio que suscitará el interés de centenares para investigar [la verdad] por ellos mismos. Al trabajar en lugares para crear un interés, habrá muchos motivos de desaliento; pero si al principio parece que hay poco interés, esto no es evidencia de que usted se haya equivocado en cuanto a su deber y su lugar de trabajo. Si el interés aumenta firmemente, y la gente obra inteligentemente, no por impulso sino por principio, el interés es mucho más saludable y duradero que donde se crea repentinamente una gran excitación e interés, y se estimulan los sentimientos al escuchar un debate, una aguda contienda entre ambos lados de la cuestión, en favor y en contra de la verdad. Se crea así una fiera oposición, se toman posiciones, y se hacen decisiones rápidas. El resultado es un estado febril de cosas. Faltan un examen y un juicio serenos. Permítase que se calme la excitación, o que tenga lugar una reacción por un manejo indiscreto del asunto, y puede ser que nunca vuelva a levantarse el interés. Fueron agitados los sentimientos y las simpatías de la gente, pero sus conciencias no fueron convencidas, sus corazones no se quebrantaron ni se humillaron ante Dios.
En la presentación de una verdad impopular, que implica una pesada cruz, los predicadores debieran cuidar de que cada palabra sea como Dios la diría. Sus palabras no debieran ser cortantes. Debieran presentar la verdad con humildad, con el amor más profundo por las almas y un ferviente deseo de su salvación, y dejar que la verdad sea la que corte. No deberían desafiar a ministros de otras denominaciones y tratar de provocar un debate. No debieran colocarse en una posición como la de Goliat cuando desafió a los ejércitos de Israel. Israel no desafió a Goliat, sino que Goliat se jactó orgullosamente contra Dios y su pueblo. Los desafíos, las jactancias y los insultos deben venir de los opositores de la verdad, que hacen el papel de Goliat. Pero nada de este espíritu debiera verse en aquellos a quienes Dios ha enviado para proclamar el último mensaje de amonestación a un mundo condenado.
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Goliat confiaba en su armadura. Aterrorizaba a los ejércitos de Israel mediante su jactancia desafiante y salvaje, mientras hacía un despliegue sumamente impresionante de su armadura, que era su fuerza. David, en su humildad y celo por Dios y su pueblo, propuso enfrentar a esta persona jactanciosa. Saúl accedió e hizo que se le colocara a David su propia armadura real. Pero él no consintió en usarla. Dejó a un lado la armadura del rey porque no la había probado. Había probado a Dios y, confiando en él, había ganado victorias especiales. Colocarse la armadura de Saúl daría la impresión de que él era un guerrero, cuando era sólo el pequeño David que cuidaba las ovejas. Él no quería que se le diera crédito a la armadura de Saúl, porque su confianza estaba en el Señor Dios de Israel. Escogió unas pocas piedrecillas del arroyo, y con su honda y cayado, sus únicas armas, fue en el nombre del Dios de Israel para enfrentar al guerrero armado.