Codicia entre el pueblo de Dios
Vi que muchos que profesan estar guardando los mandamientos de Dios se están apropiando para su propio uso de los medios que el Señor les ha confiado y que debieran entrar en su tesorería. Le roban a Dios en los diezmos y las ofrendas. Encubren y retienen lo que es de Dios para su propio perjuicio. Acarrean escasez y pobreza para sí y oscuridad sobre la iglesia debido a su codicia, su encubrimiento y el hecho de robar a Dios en los diezmos y en las ofrendas.
Vi que muchas almas se hundirán en tinieblas a causa de su codicia. El testimonio claro y directo debe vivir en la iglesia, o la maldición de Dios descansará sobre su pueblo tan seguramente como lo hizo sobre el antiguo Israel debido a sus pecados. Dios considera a su pueblo como un cuerpo, responsable por los pecados que existen en los individuos que están entre ellos. Si los dirigentes de la iglesia descuidan la investigación diligente de los pecados que traen el desagrado de Dios sobre el cuerpo, llegan a ser responsables por estos pecados. Pero el trato con las mentes es la obra más delicada en la que jamás se hayan ocupado los hombres. No todos son idóneos para corregir a los que yerran. No tienen sabiduría para tratar el caso justamente, al mismo tiempo que aman la misericordia. No están inclinados a ver la necesidad de mezclar el amor y la tierna compasión con las reprensiones fieles. Algunos son siempre innecesariamente severos, y no sienten la necesidad de la orden del apóstol: “A algunos que dudan, convencedlos. A otros salvad, arrebatándolos del fuego; y de otros tened misericordia con temor”. Judas 22, 23.
Hay muchos que no tienen la discreción de Josué ni sienten obligación especial de investigar errores y tratar prestamente con los pecados que hay entre ellos. Que los tales no estorben a los que tienen la carga de esta obra sobre ellos; que no se interpongan en el camino de los que tienen que cumplir este deber. Algunos hacen hincapié en cuestionar y dudar y encontrar faltas porque otros hacen la obra que Dios no ha depositado sobre ellos. Los tales se interponen directamente en el camino para estorbar a aquellos sobre quienes Dios ha puesto la carga de reprender y corregir los pecados prevalecientes a fin de que el desagrado divino se aparte de su pueblo. Si un caso como el de Acán estuviera entre nosotros, habría muchos que acusarían de tener un espíritu perverso y criticón a los que pudieran desempeñar el papel de Josué de investigar el error. No se debe jugar con Dios, y un pueblo perverso no debe menospreciar con impunidad sus advertencias.
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Se me mostró que la manera en que Acán hizo su confesión fue similar a las confesiones que algunos entre nosotros han hecho y harán. Ocultan sus errores y rehúsan hacer una confesión voluntaria hasta que Dios los descubre, y entonces reconocen sus pecados. Unas pocas personas siguen adelante en un curso de conducta equivocado hasta que se endurecen. Incluso pueden saber que la iglesia está afligida, así como Acán sabía que Israel se había debilitado ante sus enemigos debido a su culpa. Sin embargo sus conciencias no los condenan. No desagraviarán a la iglesia humillando ante Dios sus corazones orgullosos y rebeldes y poniendo a un lado sus errores. El desagrado de Dios está sobre su pueblo, y él no manifestará su poder en medio de ellos mientras existan pecados entre ellos que sean incitados por aquellos que están en puestos de responsabilidad.
Aquellos que trabajan en el temor de Dios para liberar a la iglesia de estorbos y para corregir errores penosos, a fin de que el pueblo de Dios pueda ver la necesidad de aborrecer el pecado y prosperar en pureza, y para que el nombre de Dios pueda ser glorificado, siempre enfrentarán influencias opuestas por parte de los no consagrados. Sofonías describe así la verdadera condición de esta clase y los juicios terribles que vendrán sobre ellos.
“Acontecerá en aquel tiempo que yo escudriñaré a Jerusalén con linterna, y castigaré a los hombres que reposan tranquilos como el vino asentado, los cuales dicen en su corazón: Jehová ni hará bien ni hará mal”. Sofonías 1:12. “Cercano está el día grande de Jehová, cercano y muy próximo; es amarga la voz del día de Jehová; gritará allí el valiente. Día de ira aquel día, día de angustia y de aprieto, día de alboroto y de asolamiento, día de tiniebla y de oscuridad, día de nublado y de entenebrecimiento, día de trompeta y de algazara sobre las ciudades fortificadas, y sobre las altas torres. Y atribularé a los hombres, y andarán como ciegos, porque pecaron contra Jehová; y la sangre de ellos será derramada como polvo, y su carne como estiércol. Ni su plata ni su oro podrá librarlos en el día de la ira de Jehová, pues toda la tierra será consumida con el fuego de su celo; porque ciertamente destrucción apresurada hará de todos los habitantes de la tierra”. cap. 1:14-18.
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Confesiones hechas demasiado tarde
Cuando finalmente venga una crisis, como seguramente ocurrirá, y Dios hable en favor de su pueblo, aquellos que han pecado, que han sido una nube de oscuridad y que se han interpuesto directamente en el camino de las providencias de Dios por su pueblo, pueden llegar a alarmarse ante el extremo al que han ido murmurando y acarreando desánimo sobre la causa; y, como Acán, aterrorizarse, reconociendo que han pecado. Pero sus confesiones son demasiado tardías y no son del tipo correcto para beneficiarlos, aunque pueden desagraviar a la causa de Dios. Los tales no hacen sus confesiones como resultado de una convicción de su verdadero estado y un sentido de cuánto ha desagradado a Dios su curso de conducta. Dios puede darle a este grupo otra prueba, y hacerles ver que no están mejor preparados para subsistir libres de toda rebelión y pecado que antes que fueran hechas sus confesiones. Siempre se inclinan por estar del lado de lo malo. Y cuando se les hace un llamado a los que estarán del lado del Señor para que den un paso resuelto a fin de vindicar lo correcto, ellos manifestarán su verdadera posición. Aquellos que casi toda su vida han estado controlados por un espíritu tan ajeno al Espíritu de Dios como el de Acán tendrán una actitud muy pasiva cuando llegue el momento de una acción decidida de parte de todos. No afirmarán estar en ninguno de los dos lados. El poder de Satanás los ha retenido por tanto tiempo que parecerán ciegos y sin ninguna inclinación a colocarse en defensa de lo correcto. Si no toman un decidido curso de conducta de parte del lado equivocado, no es porque tengan un sentido claro de lo correcto, sino porque no se atreven a hacerlo.
Dios no será burlado. Es en la hora de lucha cuando los verdaderos colores debieran lanzarse al viento. Es entonces cuando los portadores de las normas necesitan ser firmes y permitir que se conozca su verdadera posición. Es entonces cuando se pone a prueba la habilidad de cada verdadero soldado en favor de lo correcto. Los que esquivan el deber jamás podrán exhibir los laureles de la victoria. Aquellos que son fieles y leales no encubrirán el hecho de serlo, sino que pondrán corazón y fuerza en el trabajo, y arriesgarán todo lo que tengan en la lucha, no importa el resultado de la batalla. Dios es un Dios que odia el pecado. Y a aquellos que animan al pecador diciendo: Todo está bien contigo, Dios los maldecirá.
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Dios aceptará las confesiones de pecado hechas en el momento correcto para auxiliar a su pueblo. Pero hay entre nosotros aquellos que harán confesiones, como lo hizo Acán, demasiado tarde como para salvarse. Dios puede probarlos y darles otra prueba con el propósito de evidenciar a su pueblo que los tales no soportarán una prueba que viene de Dios. No están en armonía con lo correcto. Desprecian el testimonio directo que llega al corazón, y se regocijarían de ver silenciado a todo el que reprende.
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Elías reprende al rey Acab
El pueblo de Israel había perdido gradualmente su temor y reverencia hacia Dios hasta que no le dieron importancia a su palabra dada mediante Josué. “En su tiempo [de Acab] Hiel de Bet-el reedificó a Jericó. A precio de la vida de Abiram su primogénito echó el cimiento, y a precio de la vida de Segub su hijo menor puso sus puertas, conforme a la palabra que Jehová había hablado por Josué hijo de Nun”. 1 Reyes 16:34.
Mientras Israel estaba apostatando, Elías permanecía como un profeta de Dios leal y verdadero. Su alma fiel se angustiaba grandemente al ver que la incredulidad y la infidelidad estaban separando rápidamente a los hijos de Israel de Dios, y oraba que Dios salvara a su pueblo. Imploraba que el Señor no desechara completamente a su pueblo pecador, sino que los despertara al arrepentimiento aunque fuese necesario mediante juicios y que no les permitiera ir todavía a mayores extremos en el pecado, provocando así a Dios para destruirlos como nación.
Elías recibió el mensaje del Señor de ir ante Acab para denunciar los juicios de Dios a causa de los pecados de Israel. Elías viajó día y noche hasta que llegó al palacio de Acab. No solicitó ser admitido en el palacio, ni aguardó que se lo anunciara formalmente. En forma completamente inesperada para Acab, Elías comparece ante el asombrado rey de Samaria con la burda vestimenta usada generalmente por los profetas. No pide disculpas por su abrupta aparición, sin ser invitado; pero, levantando sus manos al cielo, afirma solemnemente por el Dios viviente que hizo los cielos y la tierra, los juicios que vendrían sobre Israel: “No habrá lluvia ni rocío en estos años, sino por mi palabra”. 1 Reyes 17:1.
Esta sorprendente denuncia de los juicios de Dios debido a los pecados de Israel cayó como un rayo sobre el rey apóstata. Parecía estar paralizado de asombro y terror; y antes que el rey pudiera recuperarse de su sorpresa, Elías, sin aguardar para ver el efecto de su mensaje, desapareció tan abruptamente como había venido. Su obra fue hablar la palabra de infortunio de parte de Dios, e instantáneamente se retiró. Su palabra había encerrado los tesoros del cielo, y su palabra era la única llave que podría abrirlos nuevamente.
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El Señor sabía que no habría seguridad para su siervo entre los hijos de Israel. No lo pondría bajo la custodia del Israel apóstata, pero lo envió a encontrar refugio en una nación pagana. Lo guió a la casa de una mujer viuda, que estaba en tal pobreza que apenas podía sostenerse con vida con la comida más escasa. Una mujer pagana que vivía a la altura de la mejor luz que tenía, estaba en una condición más aceptable ante Dios que las viudas de Israel, que habían sido bendecidas con privilegios especiales y gran luz, y que sin embargo no vivían de acuerdo con la luz que Dios les había dado. Como los hebreos habían rechazado la luz, fueron dejados en tinieblas, y Dios no confiaría a su siervo entre su pueblo que había provocado la ira divina.
Ahora el apóstata Acab y la pagana Jezabel tienen una oportunidad para probar el poder de sus dioses y demostrar que la palabra de Elías es falsa. Los profetas de Jezabel se cuentan por centenares. Contra ellos permanece Elías, solo. Su palabra ha cerrado el cielo. Si Baal puede dar rocío y lluvia, y hacer que la vegetación prospere; si puede hacer que los arroyos y corrientes de agua corran como de costumbre, independiente de los tesoros del cielo en las lluvias, entonces que el rey de Israel lo adore y el pueblo lo declare Dios.
Elías era un hombre sujeto a pasiones semejantes a las nuestras. Su misión ante Acab y la terrible denuncia que le hizo de los juicios de Dios, requirieron valor y fe. En su camino a Samaria las corrientes de aguas que fluían sin cesar, los cerros cubiertos de verdor, los bosques de árboles imponentes y florecientes—todo aquello sobre lo cual descansaba su vista florecía en belleza y gloria—, sugerían en forma natural sentimientos de incredulidad. ¿Cómo pueden todas estas cosas en la naturaleza, ahora tan florecientes, ser quemadas por la sequía? ¿Cómo pueden secarse estos arroyos que riegan la tierra y que, por lo que se sabe, nunca han dejado de correr? Pero Elías no dio cabida a la incredulidad. Emprendió su misión con peligro de su vida. Creía plenamente que Dios humillaría a su pueblo apóstata y que a través de la aflicción de sus juicios los conduciría a la humillación y el arrepentimiento. Todo lo arriesgó en la misión que tenía delante de sí.
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Mientras Acab se recobra en parte de su asombro ante las palabras de Elías, el profeta ha desaparecido. [El rey] hace investigaciones diligentes en cuanto a él, pero nadie lo ha visto ni puede dar ninguna información sobre él. Acab le informa a Jezabel del mensaje de infortunio que Elías ha declarado en su presencia, y ella expresa a los sacerdotes de Baal el odio que tiene contra el profeta. Ellos se le unen en denunciar y maldecir al profeta de Jehová. Las noticias de las denuncias del profeta se extienden por todo el país, despertando los temores de algunos y la ira de muchos.
Después de unos pocos meses la tierra, al no ser refrigerada por el rocío ni la lluvia, se reseca y la vegetación se marchita. Las corrientes de agua que por lo sabido nunca habían dejado de correr, reducen su cauce, y los arroyos se secan. Los profetas de Jezabel ofrecen sacrificios a sus dioses y los invocan día y noche para refrescar la tierra con el rocío y la lluvia. Pero los encantamientos y los engaños practicados anteriormente por ellos con el objeto de engañar al pueblo no consiguen ahora su propósito. Los sacerdotes han hecho todo lo posible por apaciguar la ira de sus dioses; con una perseverancia y celo digno de mejor causa se han dilatado alrededor de sus altares paganos, mientras que las llamas de los sacrificios arden en todos los lugares altos, y los gritos y ruegos terribles de los sacerdotes de Baal se oyen noche tras noche por toda la Samaria condenada. Pero las nubes no aparecen en el cielo para interceptar los ardientes rayos del sol. La palabra de Elías permanece firme, y nada que puedan hacer los sacerdotes de Baal la cambiará.
Pasa todo un año y comienza otro, y sin embargo no llueve. La tierra parece quemada como por fuego. Campos antes florecientes están como el ardiente desierto. El aire se vuelve seco y sofocante, y las tormentas de polvo ciegan los ojos y casi cortan la respiración. Los bosquecillos de Baal están sin hojas y los árboles del bosque no dan sombra, sino que parecen como esqueletos. El hambre y la sed hacen sus estragos con terrible mortandad entre hombres y bestias.
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Todas estas evidencias de la justicia y los juicios de Dios no despiertan a Israel al arrepentimiento. Jezabel está llena de una locura insana. No se doblegará ni cederá ante el Dios del Cielo. Los profetas de Baal, Acab, Jezabel y casi todo Israel culpan de su calamidad a Elías. Acab ha enviado [mensajeros] a cada reino y nación en busca del extraño profeta y ha exigido un juramento a los reinos y naciones [que rodean a] Israel indicando que no saben nada en cuanto a él. Elías había cerrado el cielo con su palabra y había llevado la llave consigo, y no se lo podía encontrar.
Al no poder hacer sentir a Elías su poder asesino, Jezabel resuelve que se vengará destruyendo a los profetas de Dios en Israel. Ninguno que profese ser un profeta de Dios vivirá. Esta mujer resuelta y enfurecida ejecuta su obra de locura asesinando a los profetas del Señor. Los sacerdotes de Baal y casi todo Israel están tan engañados que piensan que si los profetas de Dios fueran asesinados, se verían libres de la calamidad bajo la cual estaban sufriendo.
Pero transcurre el segundo año, y los cielos sin misericordia no dan lluvia en absoluto. La sequía y el hambre están haciendo su triste obra, y sin embargo los israelitas apóstatas no humillan ante Dios sus corazones orgullosos y pecadores, sino que murmuran y se quejan contra el profeta de Dios que trajo este terrible estado de cosas sobre ellos. Padres y madres ven perecer a sus hijos, incapaces de socorrerlos. Y sin embargo la gente está en una oscuridad tan terrible que no pueden ver que la justicia de Dios se ha despertado contra ellos a causa de sus pecados y que esta terrible calamidad ha sido enviada por misericordia hacia ellos a fin de evitar que nieguen y olviden completamente al Dios de sus padres.
A Israel le costó sufrimiento y gran aflicción ser guiados a ese arrepentimiento que era necesario a fin de recuperar su feperdida y un sentido claro de su responsabilidad ante Dios. Su apostasía era más terrible que la sequía o el hambre. Elías esperó y oró con fe a través de los largos años de sequía y hambre para que los corazones de Israel, a través de su aflicción, pudieran volverse de su idolatría a la lealtad a Dios. Pero pese a todos sus sufrimientos, se mantuvieron firmes en su idolatría y consideraban al profeta de Dios como la causa de su calamidad. Y si ellos hubieran podido tener a Elías en sus manos lo habrían entregado a Jezabel, para que ella pudiera satisfacer sus ansias de venganza quitándole la vida. Debido a que Elías se atrevió a declarar la palabra de infortunio que Dios le había ordenado, se convirtió en el objeto de su odio. No podían ver la mano de Dios en los juicios bajo los cuales estaban sufriendo a causa de sus pecados, sino que le echaban la culpa a Elías por ellos. No aborrecían los pecados que los habían puesto bajo la vara de castigo, sino que odiaban al profeta fiel, el instrumento de Dios para denunciar sus pecados y la calamidad.
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“Pasados muchos días, vino palabra de Jehová a Elías en el tercer año, diciendo: Ve, muéstrate a Acab, y yo haré llover sobre la faz de la tierra”. 1 Reyes 18:1. Elías no vacila en emprender su peligroso viaje. Por tres años había sido odiado y buscado de ciudad en ciudad por mandato del rey, y toda la nación había jurado que no se lo había podido encontrar. Y ahora, por la palabra de Dios, él mismo se va a presentar ante Acab.
Durante la apostasía de todo Israel, y si bien su señor es un adorador de Baal, el gobernador de la casa de Acab ha demostrado ser fiel a Dios. Arriesgando su propia vida ha preservado a los profetas de Dios ocultándolos de cincuenta en cincuenta en cuevas y alimentándolos. Mientras el siervo de Acab está buscando por todo el reino manantiales y corrientes de agua, Elías se presenta ante él. Abdías reverenciaba al profeta de Dios, pero cuando Elías lo envía con un mensaje al rey, se siente grandemente aterrorizado. Ve que él mismo y también Elías corren peligro de muerte. Ruega fervientemente que su vida no sea sacrificada; pero Elías le asegura con un juramento que ese día verá a Acab. El profeta no irá donde Acab sino como uno de los mensajeros de Dios, para infundir respeto, y envía un mensaje mediante Abdías: “Aquí está Elías”. 1 Reyes 18:8. Si Acab quiere ver a Elías, ahora tiene la oportunidad de ir a él. Elías no irá ante Acab.
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Con asombro mezclado con terror el rey oye el mensaje de que Elías, a quien teme y odia, está viniendo para encontrarse con él. Por largo tiempo ha buscado al profeta para poder destruirlo, y sabe que Elías no expondría su vida para venir a él a menos que estuviera protegido o que trajese una terrible denuncia. Recuerda el brazo seco de Jeroboam y concluye que no es seguro levantar su mano contra el mensajero de Dios. Y con temor y temblor, y con una comitiva numerosa y un imponente despliegue de ejércitos, se apresura para encontrarse con Elías. Y al encontrarse cara a cara con el hombre a quien ha buscado por tanto tiempo, no se atreve a herirlo. El rey, tan apasionado y tan lleno de odio contra Elías, parece carecer de virilidad y poder en su presencia. Al encontrarse con el profeta no puede refrenarse de hablar el lenguaje de su corazón: “¿Eres tú el que turbas a Israel?” 1 Reyes 18:17. Elías, indignado y con celo por el honor y la gloria de Dios, responde con audacia a la acusación de Acab: “Yo no he turbado a Israel, sino tú y la casa de tu padre, dejando los mandamientos de Jehová, y siguiendo a los baales”. vers. 18.
El profeta, como mensajero de Dios, ha reprendido los pecados del pueblo, denunciándoles los juicios de Dios a causa de su maldad. Y ahora, solo y consciente de su inocencia, firme en su integridad y rodeado por una comitiva de hombres armados, Elías no muestra timidez ni manifiesta la menor reverencia hacia el rey. El hombre con quien Dios ha hablado y que tiene un sentido claro de cómo Dios considera al hombre en su depravación pecaminosa, no tiene por qué disculparse ante Acab ni rendirle homenaje. Como mensajero de Dios, Elías ahora ordena y Acab obedece inmediatamente como si Elías fuera el monarca y él el súbdito.