Testimonios para la Iglesia, Vol. 3, p. 320-329, día 170

Esa noche un mensajero despertó al cansado profeta y le transmitió las palabras de Jezabel, dadas en el nombre de sus dioses paganos, que ella, en la presencia de Israel, le haría a Elías lo que él les había hecho a los sacerdotes de Baal. Elías debería haber enfrentado esta amenaza y juramento de Jezabel implorando protección al Dios del Cielo, quien lo había comisionado para hacer la obra que había hecho. Debería haberle dicho al mensajero que el Dios en quien confiaba lo protegería contra el odio y las amenazas de Jezabel. Pero la fe y el valor de Elías parecen abandonarlo. Se levanta aturdido de su sueño. Cae la lluvia del cielo y por todos lados hay tinieblas. Pierde de vista a Dios y huye por su vida como si la vengadora que buscaba su sangre estuviera cerca de él. Deja a su siervo tras sí en el camino, y a la mañana está lejos de donde vive la gente, solo en un desierto lúgubre. 

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“Viendo, pues, el peligro, se levantó y se fue para salvar su vida, y vino a Beerseba, que está en Judá, y dejó allí a su criado. Y él se fue por el desierto un día de camino, y vino y se sentó debajo de un enebro; y deseando morirse, dijo: Basta ya, oh Jehová, quítame la vida, pues no soy yo mejor que mis padres. Y echándose debajo del enebro, se quedó dormido; y he aquí luego un ángel le tocó, y le dijo: Levántate, come. Entonces él miró, y he aquí a su cabecera una torta cocida sobre las ascuas, y una vasija de agua; y comió y bebió, y volvió a dormirse. Y volviendo el ángel de Jehová la segunda vez, lo tocó, diciendo: Levántate y come, porque largo camino te resta. Se levantó, pues, y comió y bebió; y fortalecido con aquella comida caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta Horeb, el monte de Dios. Y allí se metió en una cueva, donde pasó la noche. Y vino a él palabra de Jehová, el cual le dijo: ¿Qué haces aquí, Elías?” 1 Reyes 19:3-9.

Elías debería haber confiado en Dios, quien le había advertido cuándo huir y dónde encontrar asilo del odio de Jezabel, seguro contra la búsqueda diligente de Acab. Esta vez el Señor no le había indicado que huyera. Él no había esperado que el Señor le hablara. Actuó precipitadamente. Si hubiera esperado con fe y paciencia, el Señor habría escudado a su siervo y le habría dado otra notable victoria en Israel al enviar sus juicios contra Jezabel.

Cansado y postrado, Elías se sienta para descansar. Está desanimado y con disposición para murmurar. Dice: “Basta ya, oh Jehová, quítame la vida, pues no soy yo mejor que mis padres”. Siente que la vida ya no es deseable. Después del notable despliegue del poder de Dios en la presencia de Israel, esperaba que ellos serían leales y fieles a Dios. Esperaba que Jezabel ya no tendría influencia sobre el espíritu de Acab y que se produciría un cambio general en el reino de Israel. Y cuando se le entregó el mensaje amenazador de Jezabel, olvidó que Dios era el mismo Dios todopoderoso y compasivo que cuando le oró pidiendo fuego del cielo, vino, y cuando pidió lluvia, vino. Dios había concedido cada pedido; sin embargo Elías es un fugitivo lejos de las moradas de los hombres, deseoso de no volver a ver rostro humano alguno. 

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¿Cómo consideraba Dios a su siervo sufriente? ¿Se olvidó de él a causa del desaliento y la desesperación que lo dominaban? Oh, no. Elías estaba postrado por el desánimo. Todo el día se había afanado sin comer. Cuando guió el carro de Acab, corriendo delante de él hasta la puerta de la ciudad, su valor era grande. Tenía elevadas esperanzas de que Israel como nación retornara a su lealtad a Dios y gozara nuevamente del favor divino. Pero una reacción como la que con frecuencia sigue a una exaltación de la fe y a un éxito notable y glorioso, oprimía a Elías. Había sido exaltado a la cumbre del Pisga, para ser humillado al valle más humilde en su fe y sentimientos. Pero la mirada de Dios estaba aún sobre su siervo. El Señor no lo amó menos cuando se sintió con el corazón quebrantado y abandonado de Dios y de los hombres, que cuando, en respuesta a su oración, el fuego fulguró desde el cielo iluminando el monte Carmelo. 

Los que no han llevado responsabilidades pesadas, o que no han estado habituados a sentir profundo [celo por la causa de Dios], no pueden entender los sentimientos de Elías y no están en condiciones de prodigarle la compasiva ternura que él merece. Dios conoce y puede leer la dolorosa angustia del corazón bajo la tentación y el arduo conflicto.

Mientras Elías duerme bajo un enebro, un toque suave y una voz agradable lo despiertan. Se sobresalta inmediatamente aterrorizado, disponiéndose a huir, como si el enemigo que estaba en busca de su vida ciertamente lo hubiera encontrado. Pero en el rostro compasivo y lleno de amor que se inclina sobre él no ve la faz de un enemigo, sino la de un amigo. Un ángel ha sido enviado desde el Cielo con alimento para sustentar al fiel siervo de Dios. Su voz le dice a Elías: “Levántate, come”. 1 Reyes 19:5. Después que Elías hubo participado del refrigerio preparado para él, volvió a dormirse. Por segunda vez el ángel de Dios atiende las necesidades de Elías. Toca al hombre cansado, agotado, y con compasiva ternura le dice: “Levántate y come, porque largo camino te resta”. 1 Reyes 19:7. Elías fue fortalecido y prosiguió su camino a Horeb. Estaba en un desierto. Por la noche se alojó en una cueva para resguardarse de las bestias salvajes.

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Allí Dios, mediante uno de sus ángeles, se encontró con Elías y le preguntó: “¿Qué haces aquí, Elías?” 1 Reyes 19:9. Te envié al arroyo de Querit, te envié a la viuda de Sarepta, te envié a Samaria con un mensaje para Acab, ¿pero quién te envió a hacer este largo viaje hasta el desierto? ¿Y qué diligencia tienes que hacer aquí? Elías le expresa al Señor la amargura de su alma: “Él respondió: He sentido un vivo celo por Jehová Dios de los ejércitos; porque los hijos de Israel han dejado tu pacto, han derribado tus altares, y han matado a espada a tus profetas; y sólo yo he quedado, y me buscan para quitarme la vida. Él le dijo: Sal fuera, y ponte en el monte delante de Jehová. Y he aquí Jehová que pasaba, y un grande y poderoso viento que rompía los montes, y quebraba las peñas delante de Jehová; pero Jehová no estaba en el viento. Y tras el viento un terremoto; pero Jehová no estaba en el terremoto. Y tras el terremoto un fuego; pero Jehová no estaba en el fuego. Y tras el fuego un silbo apacible y delicado. Y cuando lo oyó Elías, cubrió su rostro con su manto, y salió, y se puso a la puerta de la cueva. Y he aquí vino a él una voz, diciendo: ¿Qué haces aquí, Elías? Él respondió: He sentido un vivo celo por Jehová Dios de los ejércitos; porque los hijos de Israel han dejado tu pacto, han derribado tus altares, y han matado a espada a tus profetas; y sólo yo he quedado, y me buscan para quitarme la vida”. 1 Reyes 19:10-14. 

Luego el Señor se manifiesta a Elías, mostrándole que la serena confianza en Dios y la firme dependencia de él siempre hallarán en él un pronto auxilio en tiempo de necesidad.

Se me ha mostrado que mi esposo ha errado al dar paso al desánimo y la desconfianza en Dios. Vez tras vez Dios se le ha revelado mediante evidencias notables de su cuidado, amor y poder. Pero cuando él ha visto que su interés y celo por Dios y su causa no han sido comprendidos o apreciados, a veces ha dado lugar al desaliento y la desesperación. Dios nos ha dado a mi esposo y a mí un trabajo especial e importante que hacer en su causa: reprender y aconsejar a su pueblo. Cuando vemos que se menosprecian nuestras reprensiones y que se nos paga con odio en vez de comprensión, entonces frecuentemente nos desprendemos de nuestra fe y confianza en el Dios de Israel; y, como Elías, hemos cedido al abatimiento y la desesperación. Éste ha sido el gran error en la vida de mi esposo: desanimarse porque sus hermanos lo han abrumado con pruebas en vez de ayudarle. Y cuando sus hermanos ven, en la tristeza y desaliento de mi esposo, el efecto de su incredulidad y falta de comprensión, algunos están listos para gozarse por haberlo derrotado y aprovecharse de su estado de desaliento, y sienten que, después de todo, Dios no puede estar con el hermano White o de lo contrario él no manifestaría debilidad en esta situación. Les recomiendo a estas personas que consideren la obra de Elías y su abatimiento y desánimo. Elías, aunque un profeta de Dios, fue un hombre de pasiones semejantes a las nuestras. Tenemos que contender contra las debilidades de los sentimientos mortales. Pero si confiamos en Dios, él nunca nos desamparará ni dejará. Bajo todas las circunstancias podemos confiar firmemente en Dios de que él nunca nos dejará ni abandonará mientras preservemos nuestra integridad. 

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Mi esposo puede cobrar ánimo en su aflicción sabiendo que tiene un compasivo Padre celestial que lee los motivos y comprende los propósitos del alma. Aquellos que están al frente del conflicto y que son guiados por el Espíritu de Dios para hacer una obra especial para él, frecuentemente sentirán una reacción cuando desaparece la presión, y a veces puede presionarles duramente el desaliento y sacudir la fe más heroica y debilitar la mente más firme. Dios comprende todas nuestras debilidades. Él puede compadecerse y amar cuando los corazones de los hombres pueden ser tan duros como el pedernal. Esperar pacientemente y confiar en Dios cuando todo parece oscuro es la lección que mi esposo debe aprender más plenamente. Dios no le fallará en su integridad. 

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Moisés y Aarón

Aarón murió y fue enterrado sobre el monte Hor. Moisés, hermano de Aarón, y Eleazar, su hijo, lo acompañaron al monte. Se le impuso a Moisés el doloroso deber de quitarle a su hermano Aarón las túnicas sacerdotales y de colocárselas a Eleazar, porque Dios había dicho que él sucedería a Aarón en el sacerdocio. Moisés y Eleazar presenciaron la muerte de Aarón, y Moisés lo enterró en el monte. Esta escena sobre el monte Hor nos hace recordar algunos de los eventos más notables de la vida de Aarón.

Aarón era un hombre de disposición afable, a quien Dios escogió para estar con Moisés y hablar en su nombre; en síntesis, para ser el portavoz de Moisés. Dios podría haber elegido a Aarón como líder, pero el que conoce los corazones, que comprende el carácter, sabía que Aarón era complaciente y que carecía de valor moral para mantenerse en defensa de lo correcto bajo toda circunstancia, al margen de las consecuencias. El deseo de Aarón de tener la buena voluntad del pueblo lo condujo a veces a cometer grandes errores. Demasiado frecuentemente cedió a sus ruegos, y al hacerlo deshonró a Dios. La misma falta de firmeza en favor de lo recto en su familia resultó en la muerte de dos de sus hijos. Aarón se destacaba por su piedad y utilidad, pero descuidó la disciplina de su familia. En vez de cumplir el deber de demandar el respeto y la reverencia de sus hijos, les permitió seguir sus inclinaciones. No los disciplinó para que fueran abnegados, sino que cedió a sus deseos. No fueron disciplinados para respetar y reverenciar la autoridad paterna. El padre era el justo soberano de su familia mientras viviera. Su autoridad no debía cesar, aun después que sus hijos crecieran y tuvieran sus propias familias. Dios mismo era el monarca de la nación, y reclamaba obediencia y honor del pueblo.

El orden y la prosperidad del reino dependían del buen orden de la iglesia. Y la prosperidad, armonía y orden de la iglesia dependían del buen orden y la disciplina cabal de las familias. Dios castiga la infidelidad de los padres, a quienes ha confiado el deber de mantener los principios del gobierno paterno, que yacen en el fundamento de la disciplina de la iglesia y la prosperidad de la nación. Un hijo indisciplinado frecuentemente ha malogrado la paz y la armonía de una iglesia, e incitado a una nación a la murmuración y la rebelión. De modo muy solemne el Señor ha prescrito a los hijos su deber de respetar y honrar afectuosamente a sus padres. Y por otra parte les requiere a los padres que disciplinen a sus hijos y los eduquen con diligencia incesante respecto a las demandas de la Ley divina y los instruyan en el conocimiento y el temor de Dios. Estos preceptos que Dios colocó sobre los judíos con tanta solemnidad, descansan con igual peso sobre los padres cristianos. Los que descuidan la luz y la instrucción que Dios ha dado en su Palabra respecto a que eduquen a sus hijos y que manden a los de su casa después de ellos, tendrán una terrible cuenta que arreglar. El descuido criminal de Aarón en demandar el respeto y la reverencia de sus hijos resultó en la muerte de ellos. 

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Dios distinguió a Aarón eligiéndolo a él y a su posteridad masculina para el sacerdocio. Sus hijos ministraron en el oficio sagrado. Nadab y Abiú fallaron en reverenciar la orden de Dios de ofrecer fuego sagrado sobre sus incensarios con el incienso ante él. Dios les había prohibido, so pena de muerte, presentar el fuego común ante él con el incienso. 

Pero aquí se ve el resultado de una disciplina laxa. Como estos hijos de Aarón no habían sido educados para respetar y reverenciar las órdenes de su padre, como ellos hacían caso omiso de la autoridad paterna, no comprendieron la necesidad de seguir explícitamente los requerimientos de Dios. Al complacer su apetito por el vino y estar bajo su estímulo excitante, su razón estaba nublada y no podían discernir la diferencia entre lo sagrado y lo común. Contrariamente a la instrucción expresa de Dios, lo deshonraron ofreciendo fuego común en vez del sagrado. Dios los visitó con su ira; salió fuego de su presencia y los destruyó. 

Aarón sobrellevó su severa aflicción con paciencia y sumisión humilde. La tristeza y una aguda agonía torturaban su alma. Fue convencido de su descuido del deber. Era sacerdote del Dios Altísimo para hacer expiación por los pecados del pueblo. Era sacerdote de su casa, sin embargo se había inclinado a no tomar en cuenta la insensatez de sus hijos. Había descuidado su deber de instruirlos y educarlos en la obediencia, la abnegación y la reverencia hacia la autoridad paterna. A través de los sentimientos de una compasión errada, falló en moldear sus caracteres con una reverencia elevada por las cosas eternas. Aarón no percibió, como tampoco lo ven ahora muchos padres cristianos, que su amor equivocado y la indulgencia de sus hijos en el error, los estaba preparando para el seguro desagrado de Dios y para que su ira se descargara sobre ellos para su destrucción. En vista de que Aarón descuidó el ejercicio de su autoridad, la justicia de Dios se despertó contra ellos. Aarón tuvo que aprender que su suave reconvención sin un ejercicio firme de restricción paterna, y su ternura imprudente hacia sus hijos, eran una manifestación extrema de crueldad. Dios tomó en sus manos el trabajo de hacer justicia y destruyó a los hijos de Aarón. 

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Dios llamó a Moisés para que ascendiera al monte seis días antes de recibirlo en la nube, en la presencia inmediata de Dios. La cumbre de la montaña estaba radiante con la gloria de Dios. Y sin embargo, aunque los hijos de Israel tenían a la vista esta gloria, la incredulidad les era tan natural que comenzaron a murmurar con descontento, porque Moisés estaba ausente. Mientras la gloria de Dios significaba su presencia sagrada sobre la montaña, y su dirigente estaba en estrecha conversación con Dios, ellos tendrían que haberse santificado mediante un íntimo escudriñamiento de corazón, humillación y piadoso temor. Dios había dejado a Aarón y Hur para que tomaran el lugar de Moisés. En su ausencia el pueblo debía consultar y buscar el consejo de estos hombres designados por Dios.

Aquí se ve la deficiencia de Aarón como dirigente o gobernante de Israel. El pueblo lo acosa para que les haga dioses que vayan delante de ellos a Egipto. Aquí Aarón tenía una oportunidad para mostrar su fe y confianza inamovible en Dios, y para enfrentar con firmeza y decisión la propuesta del pueblo. Pero su deseo natural de agradar y de ceder [ante la presión del] pueblo lo condujeron a sacrificar el honor de Dios. Les pidió que le trajeran sus ornamentos, y les hizo un becerro de oro y proclamó ante el pueblo: “Israel, estos son tus dioses, que te sacaron de la tierra de Egipto”. Éxodo 32:4. Y él hizo un altar a este dios sin sentido y proclamó que el día siguiente sería un día de fiesta al Señor. Parecía que toda restricción había sido quitada del pueblo. Ofrecieron holocaustos al becerro de oro y se apoderó de ellos un espíritu de frivolidad. Cayeron en un desenfreno vergonzoso y en borrachera; comieron, bebieron y se levantaron a jugar.

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Sólo habían pasado unas pocas semanas desde que habían hecho un pacto solemne con Dios de obedecer su voz. Habían escuchado las palabras de la Ley de Dios, pronunciadas con terrible grandeza desde el monte Sinaí, en medio de truenos, relámpagos y terremotos. Habían oído la declaración de los labios del mismo Dios: “Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre. No tendrás dioses ajenos delante de mí. No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas, ni las honrarás; porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen, y hago misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos”. Éxodo 20:2-6. 

Aarón y también sus hijos habían sido exaltados al ser llamados al monte para presenciar allí la gloria de Dios. “Y vieron al Dios de Israel; y había debajo de sus pies como un embaldosado de zafiro, semejante al cielo cuando está sereno”. Éxodo 24:10. 

Dios había designado a Nadab y Abiú para una obra muy sagrada, por lo tanto los honró en una manera sumamente maravillosa. Les dio una visión de su gloria excelente para que las escenas que presenciaran en el monte quedasen con ellos y los capacitaran mejor para ministrar en su servicio y para rendirle ese exaltado honor y reverencia ante el pueblo, lo que les daría una concepción más clara de su carácter y despertaría en ellos la debida obediencia y reverencia a todos sus requerimientos.

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Antes que Moisés dejara a su pueblo para ir al monte, les leyó las palabras del pacto que Dios había hecho con ellos, y ellos a una voz contestaron: “Todo lo que Jehová ha dicho, haremos”. Éxodo 19:8. ¡Cuán grande debe haber sido el pecado de Aarón, cuán grave a la vista de Dios!

Cuando Moisés estaba recibiendo la ley de Dios en el monte, el Señor le informó en cuanto al pecado del rebelde Israel y le pidió que los dejara ir, para que pudiera destruirlos. Pero Moisés intercedió ante Dios en favor del pueblo. Aunque Moisés fue el hombre más manso que haya vivido, sin embargo cuando estuvieron en juego los intereses del pueblo sobre el cual Dios lo había nombrado como dirigente, perdió su timidez natural y con singular persistencia y audacia maravillosa intercedió ante Dios en favor de Israel. No consentiría en que Dios destruyera a su pueblo, aunque Dios prometió que al destruirlos exaltaría a Moisés y levantaría a un pueblo mejor que Israel. 

Moisés prevaleció. Dios le concedió su ferviente petición de no destruir a su pueblo. Moisés tomó las tablas del pacto, la Ley de los Diez Mandamientos, y descendió del monte. La jarana tumultuosa y de borrachos de los hijos de Israel llegó a sus oídos mucho antes de arribar al campamento. Cuando vio su idolatría y que habían quebrantado en la manera más manifiesta las palabras del pacto, se sintió abrumado de tristeza e indignación ante su ruin idolatría. Se sintió dominado por la confusión y vergüenza por lo que habían hecho, y allí arrojó las tablas y las rompió. Como ellos habían quebrantado su pacto con Dios, Moisés, al quebrar las tablas, les indicó que así también Dios había roto su pacto con ellos. Las tablas sobre las cuales fue escrita la Ley de Dios fueron rotas.

Aarón, con su disposición amable, tan blando y complaciente, trató de conciliar a Moisés, como si el pueblo no hubiera cometido ningún pecado muy grande por el cual tuviera que disgustarse tan profundamente. Moisés preguntó airado: “¿Qué teha hecho este pueblo, que has traído sobre él tan gran pecado? Y respondió Aarón: No se enoje mi señor; tú conoces al pueblo, que es inclinado a mal. Porque me dijeron: Haznos dioses que vayan delante de nosotros; porque a este Moisés, el varón que nos sacó de la tierra de Egipto, no sabemos qué le haya acontecido. Y yo les respondí: ¿Quién tiene oro? Apartadlo. Y me lo dieron, y lo eché en el fuego, y salió este becerro”. Éxodo 32:21-24. Aarón quería que Moisés pensara que un milagro maravilloso había transformado sus ornamentos de oro en la forma de un becerro. No le contó a Moisés que él, con otros operarios, había hecho esta imagen. 

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Aarón consideró que Moisés había sido demasiado inflexible ante los deseos del pueblo. Pensaba que si Moisés hubiera sido menos firme, menos resuelto a veces, y que si hubiera hecho un compromiso con el pueblo y gratificado sus deseos, habría tenido menos problemas, y habría habido más paz y armonía en el campamento de Israel. Él, por lo tanto, había estado probando este nuevo criterio. Siguió su temperamento natural cediendo a los deseos del pueblo, a fin de evitar insatisfacción y preservar su buena voluntad, y de ese modo impedir una rebelión, que él pensó que ciertamente se produciría si no cedía a sus deseos. Pero si Aarón hubiera permanecido sin vacilar del lado de Dios; si hubiera afrontado la sugerencia del pueblo de que les hiciera dioses para que fuesen delante de ellos a Egipto, con la justa indignación y el horror que su propuesta merecía; si les hubiera mencionado los terrores del Sinaí, donde Dios había declarado su Ley en medio de tal gloria y majestad; si les hubiera recordado su solemne pacto con Dios de obedecer todo lo que él les mandara; si les hubiese dicho que a costa de su vida él no cedería a sus ruegos, habría tenido influencia sobre el pueblo para impedir una terrible apostasía. Pero cuando, en la ausencia de Moisés, se requería su influencia para ser usada en la dirección correcta, cuando tendría que haber permanecido tan firme e inflexible como lo hizo Moisés, para impedir que el pueblo siguiera un camino de pecado, su influencia fue ejercida en el lado equivocado. Fue impotente para hacer que su influencia se ejerciera para vindicar el honor de Dios en la observancia de su santa ley. Pero poniéndose en el lado equivocado ejerció una influencia poderosa. Dirigió y el pueblo obedeció. 

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