La travesía fue agitada hasta que sobrepasamos el obstáculo y entramos al río Columbia. A partir de ese momento, el agua se calmó y pareció un espejo.2 Me condujeron a la cubierta. Era una hermosa mañana, y los pasajeros se precipitaron en cubierta como un enjambre de abejas. Al principio todos tenían un aspecto lastimoso. Pero el aire vigorizador y el sol que siguen a las tormentas pronto despertaron la alegría y las risas.
La última noche que pasamos a bordo me sentí agradecida al Padre celestial. Aprendí una lección que nunca olvidaré. En la tormenta y el oleaje, y en la calma que siguió, Dios había hablado a mi corazón. ¿Acaso lo desobedeceremos? ¿Acaso el hombre opondrá su voluntad a la de Dios? ¿Acaso desobedeceremos los mandamientos de un Gobernante tan poderoso? ¿Tendremos contienda con el Altísimo, el cual es la fuente de todo poder y de cuyo corazón fluyen amor infinito y bendiciones para todas sus criaturas?
Mi visita a Oregon fue de especial interés. Tras una separación de cuatro años, me encontré con mis queridos amigos, el hermano y la hermana Van Horn, a quienes consideramos como unos hijos. Los informes que había enviado el hermano Van Horn no eran tan completos ni favorables como, en justicia, merecían ser. Quedé muy gratamente sorprendida por ver que la causa de Dios en Oregon se encontraba en una situación tan próspera. Gracias a los infatigables esfuerzos de esos fieles misioneros ha surgido una asociación de adventistas del séptimo día, así como varios ministros que operan en tan amplio campo.
La tarde del jueves 18 de junio me reuní con un buen número de los observadores del sábado de ese estado. El Espíritu de Dios llenó mi corazón. Di mi testimonio por Jesús y expresé mi gratitud por el dulce privilegio que tenemos de confiar en su amor y reclamar su poder para unir nuestros esfuerzos y salvar de la perdición a los pecadores. Si queremos que la obra de Dios prospere, Cristo debe permanecer en nosotros: en pocas palabras, debemos hacer las obras de Cristo. Miremos donde miremos, la mies está lista para la siega pero los obreros son muy pocos. Sentí que mi corazón se llenaba de la paz de Dios y de amor por ese amado pueblo suyo con el cual yo estaba adorándolo por primera vez.
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El domingo 23 de junio hablé en la iglesia metodista de Salem sobre el tema de la temperancia. La asistencia fue inusualmente buena y gocé de libertad para tratar sobre mi tema favorito. Se me pidió que volviera a hablar en el mismo lugar el domingo siguiente a la reunión de campo, pero la afonía me lo impidió. La tarde del siguiente martes3, sin embargo, hablé de nuevo en esa iglesia. Recibí muchas invitaciones para hablar sobre la temperancia en varias ciudades y poblaciones de Oregón, pero el estado de mi corazón me impidió dar cumplimiento a los requerimientos. Las constantes charlas y el cambio de clima me habían provocado una grave, aunque transitoria, afonía.
Entramos en la reunión de campo sintiendo un profundo interés. El Señor me dio fuerza y gracia para permanecer delante de la multitud. Al contemplar ese público inteligente, mi corazón se quebrantó ante Dios. Esa era la primera reunión de campo que tenía lugar en el estado. Quise hablar, pero la emoción quebró mi voz. Me sentía inquieta por la escasa salud de mi esposo. Mientras hablaba, me vino a la mente una reunión en Battle Creek, con mi esposo en el centro, con la suave luz del Señor que descendía sobre él y lo rodeaba. Su faz era la viva expresión de la salud y parecía muy feliz.
Quise presentar a la audiencia la gratitud que debemos sentir por la tierna compasión y el gran amor de Dios. Su bondad y su gloria impresionaron mi mente de modo muy especial. Me vencía el sentimiento de su misericordia sin parangón y la obra que llevaba a cabo, no sólo en Oregón, sino en California y en Míchigan, donde se encuentran nuestras importantes instituciones, así como en el extranjero. Jamás seré capaz de describir a otros la imagen que en esa ocasión impresionó vívidamente mi mente. Por un momento se me mostró la extensión de la obra y perdí de vista mi entorno. El momento y las personas a las que me dirigía se desvanecieron. La luz, la preciosa luz del cielo, brillaba con gran esplendor sobre las instituciones que se han enrolado en la solemne y elevada tarea de reflejar los rayos que el cielo envía sobre ellas.
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A lo largo de toda la reunión de campo sentí que el Señor estaba muy cerca de mí. Cuando se clausuró yo me sentía excesivamente fatigada, aunque libre en el Señor. Fue un tiempo de trabajo provechoso que fortaleció la iglesia para que siguiera en su lucha por la verdad. Justo antes de que comenzara la reunión, durante la noche, muchas cosas me fueron abiertas en visión, pero se me ordenó que guardara silencio y no mencionara el asunto a nadie en ese momento. Después de que se clausurara la reunión, de noche, tuve otra importante manifestación del poder de Dios.
La tarde del domingo que siguió a la reunión de campo hablé en la plaza pública. Mi corazón estaba lleno del amor de Dios y abordé la sencillez de la religión del evangelio. Mi corazón se había fundido y rebosaba del amor de Jesús y ansiaba presentarlo de tal manera que todos pudieran quedar hechizados por la amabilidad de su carácter.
Durante mi estancia en Oregón visité la prisión de Salem acompañada del hermano y la hermana Carter y la hermana Jordan. Cuando llegó la hora del servicio de culto, fuimos conducidos a la capilla. La abundancia de luz y el aire puro y fresco hacían de ella un lugar agradable. A una señal dada por la campana, dos hombres abrieron las grandes puertas de acero y los prisioneros entraron en grupo. Tras ellos las puertas se volvieron a cerrar y quedaron atrancadas. Por primera vez en la vida estaba encerrada tras los muros de una prisión.
Esperaba ver un grupo de hombres de aspecto repulsivo pero quedé desconcertada. Muchos parecían inteligentes, y algunos parecían hábiles. Vestían el uniforme de la prisión, áspero aunque pulcro. Su cabello estaba peinado y sus botas cepilladas. A medida que contemplaba las variadas fisonomías que tenía ante mí, pensé: “Cada uno de estos hombres ha recibido dones específicos, o talentos, para que los usara para gloria de Dios y en provecho del mundo; pero ellos han menospreciado esos dones del cielo y han hecho un mal uso de ellos”. Mientras miraba a los jóvenes de unos dieciocho o veinte a treinta años de edad, pensé en sus desdichadas madres y en el sufrimiento y el remordimiento que amargaban sus vidas. La mala conducta de sus hijos había partido el corazón de muchas de ellas. ¿Habían cumplido con su deber ante sus hijos? ¿Acaso no se habrían abandonado a sus deseos y habían descuidado enseñarles los estatutos de Dios y sus exigencias?
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Cuando se reunió toda la compañía, el hermano Carter leyó un himno. Todos tenían himnarios y se unieron al canto de corazón. Uno que era músico competente, tocaba el órgano. Entonces abrí la reunión con una oración y, una vez más, se nos unieron en el canto. Hablé de las palabras de Juan: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios; por esto el mundo no nos conoce, porque no lo conoció a él. Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es”. 1 Juan 3:1-2.
Exalté el infinito sacrificio que hizo el Padre al dar a su amado Hijo por los hombres caídos, para que así ellos pudieran ser transformados por medio de la obediencia y convertirse en hijos de Dios. La iglesia y el mundo son llamados a admirar un amor que expresado de esa manera sobrepasa la comprensión, y ante el cual aun los ángeles del cielo quedan estupefactos. Ese amor es tan profundo, tan amplio y tan alto que el apóstol inspirado, sin palabras para poder describirlo, pide a la iglesia y al mundo que lo contemplen, que hagan de él tema de contemplación y admiración.
Presenté ante mis oyentes el pecado de Adán al transgredir los mandamientos explícitos del Padre. Dios creó al hombre honorable, perfectamente santo y feliz; pero él perdió el favor divino y destruyó su felicidad desobedeciendo la ley del Padre. El pecado de Adán sumergió a toda la raza en la miseria y la desesperación. Pero Dios, movido por un amor maravilloso y compasivo, no permitió que los hombres perecieran en un estado caído y sin esperanza. Dio a su muy amado Hijo para su salvación. Cristo entró en el mundo cubriendo su divinidad de humanidad y superó la prueba que Adán no supo vencer; se sobrepuso a todas las tentaciones de Satanás y así redimió la desdichada caída de Adán.
Luego me referí al largo ayuno de Cristo en el desierto. Nunca nos apercibiremos de la influencia que el pecado de la indulgencia en el apetito ejerce sobre la naturaleza humana, a menos que estudiemos y entendamos ese largo ayuno de Cristo mientras contendía mano a mano con el príncipe de los poderes de las tinieblas. La salvación del hombre estaba en juego. ¿Quién saldría vencedor, Satanás o el Redentor? Es imposible que concibamos el intenso interés con que los ángeles de Dios observaron la prueba de su amado Comandante.
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Jesús fue tentado en todos los aspectos como nosotros somos tentados. De ese modo sabría cómo socorrer a los que iban a ser tentados. Su vida es nuestro ejemplo. Con su obediencia siempre dispuesta nos muestra que el hombre puede guardar la ley de Dios y que la transgresión de la ley, no su obediencia, lo lleva a la esclavitud. El Salvador estaba lleno de compasión y amor; nunca desdeñó al penitente sincero por grave que fuera su pecado aunque siempre denunció cualquier tipo de hipocresía. Conoce los pecados de los hombres, sabe todas sus acciones y lee sus motivos más secretos; aun así, no se aparta de ellos, a pesar de sus iniquidades. Suplica y razona con el pecador y, en cierto sentido, porque él mismo sufrió las debilidades de la humanidad, se pone a su mismo nivel. “‘Venid luego,’ dice Jehová, ‘y estemos a cuenta: Si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí. Vendrán a ser como blanca lana’”. Isaías 1:18.
El hombre, que en su alma, con una vida corrupta, ha desfigurado la imagen de Dios, con el esfuerzo humano no puede operar un cambio radical en sí mismo. Debe aceptar las provisiones del evangelio; se debe reconciliar con Dios con la obediencia a su ley y la fe en Jesucristo. A partir de ese momento, su vida bebe estar sometida al gobierno de un nuevo principio. Mediante el arrepentimiento, la fe y las buenas obras puede perfeccionar un carácter justo y, por los méritos de Cristo, reclamar para sí los privilegios de los hijos de Dios. Si aceptamos los principios de la verdad divina, y les damos un lugar en el corazón, nos llevarán a una altura tal de excelencia moral que jamás hubiéramos siquiera imaginado. “Aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro”. 1 Juan 3:2.
Aquí el hombre tiene una tarea. Debe mirar de frente al espejo, la ley de Dios, discernir los defectos de su carácter moral y dejar a un lado sus pecados, lavando las vestiduras de su carácter en la sangre del Cordero. El corazón que sea un recipiente del amor de Cristo y abrigue la esperanza de ser hecho a su semejanza cuando lo vea tal como él es, será purificado de la envidia, el orgullo, la malicia, el engaño, la contienda y el delito. La religión de Cristo refina y dignifica a quien la posee, sean cuales sean sus relaciones o el momento en que se encuentre su vida. Los hombres que llegan a ser cristianos ilustrados se levantan por encima del nivel de su antiguo carácter con una fuerza moral y mental mayor. Por los méritos del Salvador, los que cayeron y se degradaron en el pecado y el crimen, pueden ser exaltados a una posición semejante a la de los ángeles, aunque un poco inferior.
Sin embargo, la influencia del evangelio de esperanza no llevará al pecador a ver la salvación de Cristo como un mero asunto de gracia gratuita que le permite seguir viviendo en la transgresión de la ley de Dios. Cuando en su mente rompa el alba de la luz de la verdad y entienda completamente las exigencias de Dios, cuando se dé cuenta de la magnitud de sus transgresiones, reformará sus actos, se hará leal a Dios mediante la fuerza que obtenga de su Salvador y vivirá una vida nueva y más pura.
Mientras estuve en Salem entablé amistad con el hermano y la hermana Donaldson, quienes deseaban que su hija regresara a Battle Creek con nosotros y asistiera al colegio. La salud de la joven era precaria y para ellos representaba un gran esfuerzo separarse de ella, su única hija, pero las ventajas espirituales que recibiría los indujeron a hacer el sacrificio. Es para nosotros un motivo de alegría decir aquí que en la última reunión de campo de Battle Creek esa querida muchacha fue sepultada con Cristo en las aguas del bautismo. Esta es otra prueba de la importancia de que los adventistas del séptimo día envíen a sus hijos a nuestra escuela, donde pueden recibir directamente una influencia salvífica.
El viaje desde Oregón fue agitado, pero mi estado era mejor que en la anterior travesía. El barco, “el Idazo”, no cabeceaba, se balanceaba. A bordo nos dispensaron un trato muy amable. Entablamos muchas y gratas amistades y distribuimos nuestras publicaciones a varias personas, lo que dio origen a conversaciones muy provechosas. Cuando llegamos a Oakland descubrimos que habían plantado la tienda y que un gran número había abrazado la verdad gracias al trabajo del hermano Healey. Hablamos varias veces en la tienda. El sábado, el primer día, las iglesias de Oakland y San Francisco se reunieron y tuvimos encuentros muy provechosos e interesantes.
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Estaba muy ansiosa por asistir a la reunión de campo de California pero había asuntos que debía atender en las reuniones de campo de la costa este. Cuando se me presentó el estado de cosas en la costa este supe que tenía que dar mi testimonio especial para los hermanos de la Asociación de Nueva Inglaterra y me sentí forzada a abandonar California.
De viaje hacia el este
El 28 de julio, en compañía de mi hija Emma y Edith Donaldson, partimos de Oakland hacia la costa este. Ese mismo día llegamos a Sacramento y nos recibieron el hermano y la hermana Wilkinson, quienes nos dispensaron una calurosa bienvenida y nos alojaron en su casa. Allí fuimos excelentemente agasajados durante nuestra estancia. Según lo convenido, yo hablé el domingo. La casa estaba repleta de una congregación atenta y el Señor me dio libertad para hablar en su nombre. El lunes volvimos a tomar el ferrocarril y nos detuvimos en Reno, Nevada, donde teníamos una cita para hablar el martes por la tarde en la tienda en que el hermano Loughborough impartía un curso de predicación. Hablé con libertad a aproximadamente cuatrocientos oyentes atentos sobre las palabras de Juan: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios”. 1 Juan 3:1.
Mientras cruzábamos el gran desierto americano, polvoriento y calcinado, a pesar de que disfrutábamos de todas las comodidades y nos deslizábamos rápida y suavemente por los raíles, arrastrados por nuestro purasangre de acero, el paisaje yermo nos fatigó. Me acordé de los antiguos hebreos que anduvieron por roquedales y áridos desiertos durante cuarenta años. El calor, el polvo y la irregularidad del terreno arrancaron quejas y suspiros de fatiga a muchos que pisaron esa fatigosa senda. Pensé que si se nos obligara a viajar a pie por el desierto yermo, pasando sed, calor y fatiga, muchos de nosotros murmuraríamos más que los mismos israelitas.
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Las peculiares características del paisaje montañoso de la ruta transcontinental ya han sido más que suficientemente descritas. Quien quiera deleitarse con la grandiosidad y la belleza de la naturaleza sentirá una súbita alegría cuando contemple las grandiosas y viejas montañas, las hermosas colinas y los salvajes y rocosos cañones. Esto es especialmente cierto para el cristiano. En las rocas de granito y el murmullo de los torrentes ve la obra de la poderosa mano de Dios. Desea subir a las altas colinas, porque le parece que allí estará más cerca del cielo aunque sabe que Dios oye las oraciones de sus hijos tanto en el valle más profundo como en la cima de la más alta montaña.
Colorado
De camino entre Denver y Walling’s Mills, el retiro de montaña donde mi esposo pasaba los meses de verano, nos detuvimos en Boulder City y contemplamos con gozo nuestra casa de reuniones de lona. Allí el hermano Cornell dirigía una serie de reuniones. Encontramos un tranquilo retiro en la cómoda casa de la hermana Dartt. Habían plantado la tienda para celebrar reuniones de temperancia. Me invitaron a hablar y accedí. Cuando lo hice, la tienda estaba llena de oyentes atentos. Aunque el viaje me había fatigado, el Señor me ayudó a presentar con éxito la necesidad de practicar una estricta temperancia en todas las cosas.
El lunes 8 de agosto me encontré con mi esposo y vi que su salud había mejorado mucho y que estaba alegre y activo. Me sentí muy agradecida hacia Dios. Por aquellos días, el hermano Canright, que había pasado un tiempo en las montañas con mi esposo, fue llamado a casa por su afligida esposa y el domingo mi esposo y yo lo acompañamos a Boulder City para que tomara el ferrocarril. Por la tarde hablé en la tienda y a la mañana siguiente regresamos a nuestro hogar temporal en Walling’s Mills. El sábado siguiente volví a hablar en la tienda. Siguiendo mis instrucciones, celebramos una asamblea. Se escucharon testimonios excelentes. Algunos guardaban por primera vez el sábado. Hablé la tarde del sábado tras la puesta de sol y también la tarde del domingo.
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Toda nuestra familia excepto nuestro hijo Edson estaba presente en las montañas. Mi esposo e hijos pensaron que, puesto que yo estaba demasiado fatigada por haber trabajado casi sin cesar desde la reunión de campo de Oregón, merecía el privilegio de descansar. Pero en mi mente resonaba el llamamiento a asistir a las reuniones de campo de la costa este, en especial a la de Massachussets. Mi oración era que si era la voluntad de Dios que yo asistiera a esas reuniones, mi esposo consintiera en el viaje.
Cuando regresamos de Boulder City encontré una carta del hermano Haskell pidiéndonos a ambos que asistiéramos a la reunión de campo, pero si a mi esposo le era imposible, prefería que fuera yo sola. Leí la carta a mi esposo y esperé su respuesta. Tras unos momentos de silencio, dijo: “Ellen, tendrás que asistir a la reunión de campo de Nueva Inglaterra”. Al día siguiente, habíamos hecho ya el equipaje. A las dos de la madrugada, bajo la luz de la luna, nos dirigimos a la estación y a las seis y media subimos a bordo del tren. El viaje fue de todo menos placentero: el calor era intenso y yo estaba muy fatigada.
Las reuniones de la costa este
Al llegar a Battle Creek supimos que yo debía hablar la tarde del domingo en la carpa que había sido plantada en los terrenos de la facultad. Estaba llena a rebosar y mi corazón hizo llamamientos sinceros a los presentes.
Me quedé en casa muy poco tiempo y, acompañada por la hermana Mary Smith Abbey y el hermano Farnsworth, alcé otra vez el vuelo en dirección a la costa este. Cuando llegamos a Boston, estaba extenuada. Los hermanos Wood y Haskell nos recibieron en la estación y nos acompañaron hasta Balard Vale, el lugar donde se desarrollaría la reunión. Esos viejos amigos nos dieron la bienvenida con una cordialidad tal, que dadas las condiciones, me dieron reposo. Hacía demasiado calor, el cambio del clima arrullador de Colorado al calor opresivo de Massachussets hizo que éste pareciera aún más insoportable. Quise dirigirme a los asistentes, a pesar de mi gran fatiga, y recibí fuerzas para dar mi testimonio. Las palabras salían directamente del corazón. En esa región se necesitó mucho trabajo. Se habían levantado nuevas iglesias desde la última reunión de campo. Muchas preciosas almas habían aceptado la verdad y necesitaban ser conducidas hacia un conocimiento de la piedad práctica aún más profundo. El Señor me dio libertad para dar mi testimonio.