Testimonios para la Iglesia, Vol. 5, p. 140-148, día 278

Cuando la luz divina resplandece en el corazón con claridad y poder inusitados, el egoísmo habitual pierde su asidero y hay disposición a dar para la causa de Dios. Nadie puede contar con que se le dejará cumplir las promesas hechas entonces sin que Satanás proteste. No le agrada ver fortalecido el reino del Redentor en la tierra. El sugiere que la promesa hecha era excesiva, que lo estorbará a uno en sus esfuerzos para adquirir propiedades, o satisfacer los deseos de su familia. Es asombroso el poder que Satanás tiene sobre la mente humana. Trabaja muy asiduamente para mantener al corazón embargado por el yo.

El único medio que Dios ha dispuesto para hacer progresar su causa consiste en bendecir a los hombres con propiedades. Les da la luz del sol y la lluvia; hace florecer la vegetación; les da salud y capacidad de adquirir recursos. Todas nuestras bendiciones provienen de su mano bondadosa. En retribución, quiere él que los hombres y las mujeres manifiesten su gratitud devolviéndole una porción en diezmos y ofrendas: ofrendas de agradecimiento, ofrendas voluntarias, y ofrendas por el pecado.

Los corazones humanos se endurecen por el egoísmo, y como en el caso de Ananías y Safira, se sienten tentados a retener parte del precio, aunque simulando cumplir con las reglas del diezmo. ¿Robará el hombre a Dios? Si los recursos afluyesen a la tesorería en conformidad exacta con el plan de Dios, en la proporción de un diezmo de toda ganancia, abundarían para llevar adelante su obra.

Bien, dice uno, siguen llegando los pedidos de dar para la causa. Estoy cansado de dar. ¿Es verdad? Entonces, permítame preguntarle: ¿Está usted cansado de recibir de la benéfica mano de Dios? Mientras él no cese de bendecirle, no cesará usted de estar bajo la obligación de devolverle la porción que exige. El le bendice a usted para que esté en situación de beneficiar a otros. Cuando usted esté cansado de recibir, entonces podrá decir: Estoy cansado de tantas invitaciones a dar. Dios reserva para sí una porción de todo lo que recibimos. Cuando se la devolvemos, bendice el resto, pero si la retenemos, tarde o temprano el conjunto resulta maldito. Primero viene el derecho de Dios; todo otro derecho es secundario. 

En toda iglesia debe establecerse un fondo para los pobres. Luego cada miembro presentará una ofrenda de agradecimiento a Dios cada semana o cada mes, según resulte más conveniente. Esta ofrenda expresará nuestra gratitud por los dones de la salud, el alimento y las ropas cómodas. Y en la medida en que Dios nos haya bendecido con estas comodidades, apartaremos recursos para los pobres, los dolientes y los angustiados. Quisiera llamar especialmente la atención de los hermanos a este punto. Recordemos a los pobres. Privémonos de algunos de nuestros lujos; sí, aun de comodidades, y ayudemos a aquellos que pueden obtener solamente la más escasa alimentación e indumentaria. Al obrar en su favor, obramos para Jesús en la persona de sus santos. El se identifica con la humanidad doliente. No aguardemos hasta que hayan sido satisfechas todas nuestras necesidades imaginarias. No confiemos en nuestros sentimientos para dar cuando nos sintamos dispuestos a ello, y retener cuando no nos inclinemos a dar. Demos regularmente, sea diez, veinte o cincuenta centavos por semana, según lo que quisiéramos ver anotado en el registro celestial en el día de Dios. 

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Queremos agradeceros por vuestros buenos deseos, pero los pobres no pueden vivir cómodamente sólo con buenos deseos. Deben recibir alimentos y ropas como pruebas tangibles de vuestra bondad. Dios no quiere que ninguno de sus seguidores mendigue su pan. Os ha dado en abundancia para que podáis suplir las necesidades que ellos no alcanzan a suplir con su laboriosidad y estricta economía. No aguardéis a que llamen vuestra atención a sus necesidades. Obrad como Job. Lo que él no sabía, lo averiguaba. Haced una gira de inspección, y ved lo que se necesita, y cómo puede suplirse mejor. 

Se me ha mostrado que muchos de nuestros hermanos están robando al Señor en los diezmos y las ofrendas, y como resultado la obra se perjudica grandemente. La maldición de Dios descansará sobre los que están viviendo de las bondades de Dios, y sin embargo cierran su corazón y nada o casi nada hacen para que progrese su causa. Hermanos y hermanas, ¿cómo puede el Padre benéfico continuar haciéndoos sus mayordomos y daros recursos que debéis usar para él, si lo retenéis todo, aseverando egoístamente que es vuestro? 

En vez de devolver a Dios los medios que él ha puesto en sus manos, muchos los invierten en más tierras. Este mal está creciendo entre nuestros hermanos. Tenían antes todo lo que podían atender, pero el amor al dinero o un deseo de ser tenidos por tan ricos como sus vecinos, los induce a enterrar sus recursos en el mundo, y retener lo que deben con justicia a Dios. ¿Podemos sorprendernos si no son prosperados, y si Dios no bendice sus cosechas y se ven chasqueados? 

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Si nuestros hermanos pudiesen recordar que Dios puede bendecir veinte hectáreas de tierra y hacerlas producir tanto como cien, no continuarían sepultándose en más tierras, sino que dejarían fluir sus recursos a la tesorería de Dios. “Mirad por vosotros -dice Cristo-, que vuestros corazones no sean cargados de glotonería y embriaguez, y de los cuidados de esta vida”. Lucas 21:34. Le agrada a Satanás haceros ensanchar vuestras granjas e invertir vuestros recursos en empresas mundanas, porque al obrar así, no sólo impedís que la causa progrese, sino que por la ansiedad y el recargo del trabajo, reducís vuestras perspectivas de obtener la vida eterna. 

Debiéramos prestar ahora atención a la orden de nuestro Salvador: “Vended lo que poseéis, y dad limosna; haceos bolsas que no se envejecen, tesoro en los cielos que nunca falta; donde ladrón no llega, ni polilla corrompe”. Lucas 12:33. Ahora es cuando nuestros hermanos debieran estar reduciendo sus propiedades en vez de aumentarlas. Estamos por trasladarnos a una patria mejor, a saber la celestial. No seamos, pues, moradores de la tierra, sino más bien reduzcamos nuestras cosas a la menor cantidad posible.

Se acerca el tiempo en que no podremos vender a ningún precio. Pronto se promulgará el decreto que prohibirá a los hombres comprar o vender si no tienen la marca de la bestia. Hace poco nos vimos cerca de que esto sucediese en California; pero resultó ser un simulacro del soplo de los cuatro vientos. Por lo pronto éstos son detenidos por los cuatro ángeles. No estamos del todo listos todavía. Aún queda una obra por hacer, y luego los ángeles recibirán la orden de soltar los cuatro vientos para que soplen sobre la tierra. Para los hijos de Dios ese será un momento decisivo, un tiempo de angustia tal como nunca lo hubo desde que hubo nación sobre la tierra. Ahora es la oportunidad de trabajar. 

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Entre muchos de los que profesan la verdad reina un espíritu de inquietud. Algunos quieren marcharse a otro condado o Estado, comprar extensos terrenos, y llevar a cabo grandes negocios; otros anhelan irse a la ciudad. De esta manera se deja a las iglesias pequeñas en un estado moribundo, débiles y desanimadas, cuando si los que las dejan se hubieran conformado con trabajar en una escala menor haciendo su pequeña parte fielmente, hubiesen complacido a sus familias y quedado libres para mantener sus propias almas en el amor de Dios. Pierden la poca propiedad que tenían, pierden su salud, y finalmente abandonan la verdad. 

El Señor viene. Que cada cual manifieste su fe por medio de sus obras. La fe en el pronto advenimiento de Jesús está muriendo en las iglesias, y el egoísmo los conduce a robar a Dios y atender sus propios intereses. Cuando Cristo more en nosotros, seremos abnegados como él lo fue. 

En tiempos pasados hubo gran liberalidad de parte de nuestro pueblo. No han sido mezquinos al responder a los pedidos de ayuda en los diversos ramos de la obra, pero últimamente se ha notado un cambio. Ha habido retención de los recursos, particularmente de parte de nuestros hermanos en el este, mientras que a la vez la mundanalidad y el amor por las cosas materiales han ido en aumento. Hay un creciente olvido de las promesas hechas para ayudar a nuestras diferentes instituciones y empresas. Las promesas de ayuda para la construcción de una iglesia, para la dotación de un colegio o para asistir en la obra misionera, se consideran como promesas que las personas no están bajo la obligación de cumplir si no les parece conveniente. Estas promesas fueron hechas bajo las sagradas impresiones del Espíritu de Dios. Por lo tanto, no le robéis reteniendo lo que justamente le pertenece. Hermanos y hermanas, repasad vuestra vida pasada y ved si habéis sido rectos en vuestro trato con Dios. ¿Tenéis algunas promesas que no habéis cumplido? Si es así, resolved que las pagaréis si es que podéis. 

Escuchad el consejo de Dios: “Traed todos los diezmos al alfolí y haya alimento en mi casa; y probadme ahora en esto, dice Jehová de los ejércitos, si no os abriré las ventanas de los cielos, y derramaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde. Reprenderé también por vosotros al devorador, y no os destruirá el fruto de la tierra, ni vuestra vid en el campo será estéril…” “Y todas las naciones os dirán bienaventurados; porque seréis tierra deseable”. Malaquías 3:10-12.

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¿No estáis dispuestos a aceptar las promesas que el Señor hace aquí, dejar el egoísmo a un lado y comenzar a trabajar con ahínco para el adelanto de su causa? No os aferréis a este mundo aprovechándoos del prójimo menos próspero, porque Dios os ve; él lee cada motivo y os pesa en las balanzas del santuario.

Vi que muchos se abstienen de dar para la causa y procuran acallar la conciencia diciendo que serán caritativos al morir; ni siquiera se atreven a ejercitar fe y confianza en Dios contribuyendo algo mientras tienen vida. Sin embargo, esta caridad de último momento no es lo que Cristo requiere de sus seguidores; no excusa de ninguna manera el egoísmo de los vivos. Aquellos que se aferran a su propiedad hasta el último momento, la entregan más bien a la muerte que a la causa. Continuamente se experimentan pérdidas. Los bancos quiebran y la propiedad se consume de mil maneras. Muchos se proponen hacer algo, pero dilatan el asunto, y Satanás obra para evitar que los recursos entren del todo en la tesorería. Se pierden antes de ser devueltos a Dios, y Satanás se regocija porque así ocurre. 

Si queréis hacer algún bien con vuestros recursos, hacedlo en seguida antes que Satanás se apodere de ellos y estorbe así la obra de Dios. Muchas veces cuando el Señor ha abierto el camino para que los hermanos manejen sus recursos de tal manera que puedan adelantar su causa, los agentes de Satanás han suscitado alguna otra empresa que ellos estaban seguros iba a duplicar sus recursos. Se tragan la carnada; invierten el dinero, y la causa -y a menudo ellos mismos-, nunca gana ni siquiera un dólar. 

Hermanos, recordad la causa; y cuando tengáis recursos a vuestra disposición, aseguraos bien para el día de mañana para que podáis echar mano de la vida eterna. Fue por vosotros que Jesús se hizo pobre para que por medio de su pobreza vosotros os hagáis ricos con el tesoro celestial. ¿Qué le daréis a Jesús, el cual lo dio todo por vosotros? 

No es correcto que os conforméis con hacer vuestros donativos y legados testamentarios al morir. No podéis determinar ni con el menor grado de certeza que la causa se verá alguna vez beneficiada por ellos. Satanás obra con suma destreza para incitar a los familiares, y busca todo falso pretexto para ganar en favor del mundo lo que fue solemnemente prometido a la causa de Dios. Siempre se recibe una suma menor que la que se prometió en el testamento. Satanás hasta inculca en el corazón de los hombres y mujeres que se opongan a que los familiares hagan lo que quieran en relación con la dotación de su propiedad. Al parecer estiman que todo lo que se dé al Señor representa un robo hecho a los familiares de los finados. Si deseáis que vuestros recursos sean dedicados a la causa, entregadlos, o por lo menos todo lo que realmente no os hace falta para vuestra mantención, mientras vivís. Unos pocos de los hermanos están haciéndolo así y disfrutan de la satisfacción de ser ejecutores de su propio testamento. Por su avaricia, ¿tendrán los hombres que ser privados de la vida para que lo que Dios les ha prestado no permanezca inservible para siempre? Que ninguno de vosotros atraiga sobre sí el destino del siervo inútil que ocultó bajo tierra el dinero de su Señor. 

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La caridad que se manifiesta en el lecho de muerte no puede sustituir a la benevolencia que se ejerce mientras se está lleno de vida. Muchos les dejan a sus amigos y parientes todo menos una parte insignificante de su propiedad. Eso es lo que le dejan a su Amigo supremo, que se empobreció por causa de ellos, que sufrió insultos, burlas y muerte para que ellos pudieran llegar a ser hijos e hijas de Dios. Y sin embargo, esperan que, cuando los justos muertos surjan a la vida inmortal, ese Amigo los lleve a las habitaciones eternas. 

Robamos a la causa de Cristo, no por un mero pensamiento pasajero, no por un acto impremeditado. No. Usted hizo su testamento como una acción deliberada, colocando su propiedad a la disposición de incrédulos. Después de haberle robado a Dios durante su vida, usted sigue robándole después de su muerte, y lo hace con el pleno consentimiento de todas sus facultades mentales, en un documento llamado “testamento” o “última voluntad”. ¿Cuál cree usted que será la voluntad de su Maestro con respecto a usted, por haberse apropiado así de los bienes de él? ¿Qué dirá usted cuando le pidan cuenta de su mayordomía? 

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Hermanos, despertad de vuestra vida egoísta, y actuad como cristianos consecuentes. El Señor requiere de vosotros que economicéis vuestros medios y que hagáis llegar a la tesorería cada dólar que no necesitéis para vuestra legítima comodidad. Hermanas, tomad esos diez centavos, esos veinte centavos, ese dólar que estábais por gastar en dulces, en cintas o encajes, y donadlo a la causa de Dios. Muchas de nuestras hermanas obtienen buenas entradas, pero lo gastan casi todo en la gratificación de su orgullo en el vestir.

Las necesidades de la causa aumentarán continuamente a medida que nos acercamos al fin del tiempo. Se necesitan medios para proveer breves cursos de estudio para los jóvenes en nuestras escuelas, para prepararlos para la obra eficiente en el ministerio y en diferentes ramos de la causa. En este punto, no estamos poniéndonos a la altura de nuestros privilegios. Pronto todas las escuelas que tenemos serán cerradas. ¡Cuánto más se podría haber logrado si los hombres hubieran obedecido a los requerimientos de Cristo en la beneficencia cristiana! ¡Qué influencia habría tenido sobre el mundo nuestra presteza para entregarlo todo por Cristo! Habría sido uno de los argumentos más convincentes en favor de la verdad que profesamos creer; un argumento que el mundo no podría comprender mal, ni contradecir. El Señor nos habría distinguido con sus bendiciones aun ante los ojos del mundo. 

La primera iglesia cristiana no tuvo los privilegios y oportunidades que nosotros tenemos. Eran un pueblo pobre, pero sentían el poder de la verdad. El blanco que tenían por delante era suficiente para llevarlos a invertirlo todo. Sentían que la salvación o la perdición del mundo dependía de sus medios. Lo entregaron todo, y se mantuvieron listos para ir o venir a las órdenes de su Señor. 

Nosotros profesamos estar gobernados por los mismos principios, bajo la influencia del mismo espíritu. Pero en vez de darlo todo por Cristo, muchos han tomado el lingote de oro, y el codiciable manto babilónico, y los han escondido en el campamento. Si la presencia de un solo Acán bastó para debilitar todo el campamento de Israel, ¿podemos sorprendernos ante el escaso éxito que corona nuestros esfuerzos, ahora que cada iglesia, y casi cada familia, tiene su Acán? Vayamos individualmente a trabajar para estimular a otros por nuestro ejemplo de benevolencia desinteresada. La obra podría haber avanzado con mucho mayor poder, si todos hubieran hecho lo posible por proveer medios para la tesorería.

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El poder de la verdad

En los primeros días, la palabra de Dios fue predicada por sus ministros “con demostración del Espíritu y de poder”. 1 Corintios 2:4. Los corazones de los hombres se conmovían por la proclamación del Evangelio. ¿A qué obedece que la predicación de la verdad hoy día tenga tan poco poder para conmover a la gente? ¿Está Dios menos dispuesto a otorgar sus bendiciones a los obreros de su causa en estos tiempos que en los días de los apóstoles? 

La amonestación que nosotros proclamamos al mundo tiene que resultar para los hombres como sabor de vida para vida, o de muerte para muerte. ¿Acaso enviaría el Señor a sus siervos a proclamar este formidable y solemne mensaje reteniendo de ellos el Espíritu Santo? ¿Se atreverán los hombres débiles y errantes a interponerse entre los vivos y los muertos para proclamar palabras de vida eterna sin la gracia y el poder especial de Dios? Nuestro Señor es rico en gracia, grande en poder; abundantemente otorgará sus dones sobre todos aquellos que vienen a él con fe. Está más dispuesto a dar el Espíritu Santo a los que se lo pidan, que los padres a dar buenas dádivas a sus hijos. La razón porque la preciosa e importante verdad para este tiempo no tiene poder para salvar, es que no trabajamos con fe.

Debemos orar por el derramamiento del Espíritu con tanto ahínco como lo hicieron los discípulos en el día del Pentecostés. Si ellos lo necesitaban en aquel tiempo, nosotros lo necesitamos más hoy día. La oscuridad moral, cual paño mortuorio, cubre la tierra. Toda clase de falsas doctrinas, herejías y engaños satánicos están desviando las mentes de los hombres. Sin el Espíritu y el poder de Dios, trabajaremos en vano por presentar la verdad. 

Es por medio de la contemplación de Cristo, ejerciendo fe en él, experimentando por nosotros mismos su gracia salvadora, que estaremos calificados para presentarlo ante el mundo. Si hemos aprendido de él, Jesús será nuestro tema; su amor, ardiendo sobre el altar de nuestros corazones, llegará al corazón de las personas. La verdad será presentada, no como una teoría fría y muerta, sino con la demostración del Espíritu.

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En sus discursos, muchos de nuestros ministros se concentran demasiado en la teoría y poco en la religión práctica. Tienen un conocimiento intelectual de la verdad, pero sus corazones no han sido tocados con el ardor genuino del amor de Cristo. Por medio del estudio de nuestras publicaciones muchos han obtenido un conocimiento más profundo y extenso del plan de la salvación según está revelado en las Escrituras. Les predican a los demás, pero son ellos mismos enanos con respecto al crecimiento religioso. No se presentan a menudo ante Dios para rogar por su Espíritu y su gracia, con el fin de presentar a Cristo correctamente ante el mundo. 

La fuerza humana es debilidad; la sabiduría humana es locura. Nuestro éxito no depende de nuestros talentos o preparación, sino de nuestra conexión vital con Dios. A la verdad se le resta poder cuando es predicada por hombres que procuran exhibir su propio conocimiento y aptitud. Los tales también dan a entender que saben muy poco acerca de la religión experimental, que no son consagrados de corazón y vida, y que están llenos de orgullo vano. No aprenden de Jesús. No pueden presentar a otros un Salvador a quienes ellos mismos no conocen. Sus propios corazones no han sido suavizados ni subyugados por una visión clara del gran sacrificio hecho por Cristo para salvar al hombre perdido. No reconocen que es un privilegio negarse a sí mismos y sufrir por su bendita causa. Algunos se ensoberbecen y hablan de sí mismos; preparan sermones y artículos para llamar la atención del pueblo hacia el ministro, temiendo que no recibirán el honor que se merecen. Si hubiera habido más exaltación de Jesús y menos del ministro, más adoración dada al Autor de la verdad y menos a los mensajeros, ocuparíamos una posición más favorable ante Dios que la que ocupamos hoy.

No se presenta el plan de la salvación en su sencillez debido a que pocos ministros saben lo que es una fe sencilla. No basta tener un conocimiento intelectual de la verdad; es preciso que conozcamos su poder sobre nuestros propios corazones y vidas. Los ministros necesitan venir a Cristo como niños pequeños. Hermanos, buscad a Jesús; confesad vuestros pecados, rogad ante Dios día y noche, hasta que sepáis que en el nombre de Cristo habéis sido perdonados y aceptados. Entonces amaréis mucho porque se os habrá perdonado mucho. Entonces podréis dirigir a otros a Cristo como Redentor que perdona los pecados. Entonces podréis presentar la verdad como algo que procede de un corazón que ha sentido su poder santificador. Temo por vosotros, mis hermanos. Os aconsejo que asentéis en Jerusalén, como lo hicieron los primeros discípulos, hasta que como ellos recibáis el bautismo del Espíritu Santo. Nunca os sintáis libres para subir al púlpito hasta que por fe os hayáis asido del brazo que os imparte fuerza. 

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