Testimonios para la Iglesia, Vol. 5, p. 415-424, día 307

Los deberes del médico

“El principio de la sabiduría es el temor de Jehová”. Proverbios 1:7. Los profesionales, cualquiera que sea su vocación, necesitan sabiduría divina. Pero el médico necesita especialmente esa sabiduría para tratar con toda clase de mentes y enfermedades. Ocupa un puesto de responsabilidad aun mayor que la del ministro del Evangelio. Está llamado a ser colaborador con Cristo, y necesita sólidos principios religiosos, y una firme relación con el Dios de la sabiduría. Si recibe consejo de Dios, el gran Médico colaborará con sus esfuerzos; y procederá con la mayor cautela, no sea que por su trato equivocado perjudique a algunas de las criaturas de Dios. Será tan fiel a los principios como una roca, aunque bondadoso y cortés con todos. Sentirá la responsabilidad de su cargo, y su práctica de la medicina indicará que le mueven motivos puros y abnegados, y un deseo de adornar la doctrina de Cristo en todas las cosas. Un médico tal poseerá una dignidad nacida del cielo, y será en el mundo un agente poderoso para el bien. Aunque no lo aprecien los que no estén relacionados con Dios, será honrado del cielo. A la vista de Dios será más precioso que el oro de Ofir. 

El médico debe ser un hombre estrictamente temperante. Las dolencias físicas son innumerables y él tiene que tratar la enfermedad en sus diversas manifestaciones. Debe darse cuenta de que mucho del sufrimiento que él procura aliviar es el resultado de la intemperancia y otras formas de complacencia propia. Le toca atender tanto a jóvenes, adultos en el apogeo de su vida como a personas de edad avanzada, que se han acarreado a sí mismos la enfermedad por el uso del tabaco. Si es un médico inteligente, podrá averiguar la causa de la enfermedad; pero a menos que él mismo no use tabaco, vacilará en poner el dedo sobre la llaga y revelarfielmente a sus pacientes la causa de su enfermedad. No logrará convencer a los jóvenes de la necesidad de vencer el hábito antes de que se arraigue. Si él mismo usa la mala hierba, ¿cómo le será posible presentar ante la juventud inexperta sus efectos nocivos, no solamente en ellos, sino también en quienes los rodean? 

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En esta época, el uso de tabaco es casi universal. Mujeres y niños sufren teniendo que respirar la atmósfera que ha sido contaminada por la pipa, el cigarro o el aliento fétido del que usa tabaco. Los que viven en este ambiente siempre estarán achacosos, y el médico fumador está siempre recetando alguna medicina para curar las dolencias que podrían remediarse si se descartara el tabaco. 

Los médicos no pueden cumplir sus deberes con fidelidad hacia Dios o a su prójimo mientras se inclinen ante el ídolo del tabaco. ¡Cómo ofende al enfermo el aliento del que usa tabaco! ¡Cómo lo rehuyen! Es tan inconsecuente de parte de hombres que se han graduado en escuelas de medicina, y se dicen capaces de ayudar a la humanidad doliente, llevar constantemente con ellos un narcótico tóxico a los cuartos de pacientes enfermos. Y sin embargo, muchos mascan y fuman hasta que la sangre se contamina y el sistema nervioso queda afectado. Es especialmente ofensivo ante la vista de Dios que los médicos que son capaces de hacer mucho bien, y que profesan creer la verdad de Dios para este tiempo, cedan a este hábito tan repugnante. Las palabras del apóstol Pablo se aplican a ellos: “Así que, amados, puesto que tenemos estas promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios”. 2 Corintios 7:1. “Así que, hermanos, os exhorto por las misericordias de Dios, a que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro servicio de adoración espiritual”. Romanos 12:1. 

Los que usan tabaco no pueden ser obreros aceptables en la causa de la temperancia debido a que no hay consecuencia alguna en su afirmación de que son hombres temperantes. ¿Cómo pueden hablarle al hombre que está destruyendo su razón y su vida por medio del consumo del licor, cuando sus propios bolsillos están llenos de tabaco, y anhelan estar desocupados para mascar, fumar y escupir a sus anchas? ¿Cómo pueden con consecuencia alguna implorar por reformas morales ante consejos de sanidad y desde tribunas de temperancia, cuando ellos mismos están bajo el estímulo del tabaco? Si han de tener poder para influir sobre el pueblo para que venzan el amor por los estimulantes, sus palabras tendrán que brotar con aliento sano de labios limpios. 

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De todos los hombres del mundo, el médico y el ministro deben practicar hábitos estrictamente temperantes. El bienestar de la sociedad requiere de ellos una abstinencia total, porque su influencia en todo momento cuenta en favor o en contra de la reforma moral y del mejoramiento de la sociedad. Es pecado deliberado de parte de ellos ignorar las leyes de salud o mostrarse indiferentes a ellas, porque se los tiene como hombres más sabios que los demás. Esto se aplica especialmente al médico en cuyas manos se encomienda la vida humana. Se espera que no tenga ningún hábito que debilite sus fuerzas vitales. 

¿Cómo puede un ministro o médico que usa tabaco criar a sus hijos en disciplina y amonestación del Señor? ¿Cómo puede desaprobar en su niño lo que él mismo hace? Si realiza la obra que el Soberano del universo le ha encomendado, se opondrá a la iniquidad en todas sus formas y niveles; ejercerá su autoridad e influencia en favor de la abnegación y de una estricta y constante obediencia a los justos requerimientos de Dios. Su propósito será colocar a sus hijos en las condiciones más favorables para asegurar la felicidad en esta vida y una mansión en la ciudad de Dios. ¿Cómo podrá hacer esto mientras cede a la complacencia del apetito? ¿Cómo podrá colocar los pies de los demás en la escala del progreso mientras él mismo transita por el camino descendente? 

Nuestro Salvador nos dejó un ejemplo de abnegación. En su oración por los discípulos dijo: “Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos estén santificados en la verdad”. Juan 17:19. Si un hombre que asume una responsabilidad tan seria como lo es la de un médico, peca contra su propia persona al no conformarse a las leyes de la naturaleza, cosechará las consecuencias de sus propios hechos y tendrá que someterse a su justo fallo, contra el cual no hay apelación posible. La causa produce el efecto; y en muchos casos el médico, que debe tener una mente clara y despierta, y nervios estables para poder discurrir con rapidez y ejecutar con precisión, tiene en cambio nervios alterados y su cerebro empañado por los narcóticos. Sus capacidades para hacer el bien quedan disminuidas. Conducirá a otros por el sendero que sus propios pies recorren. Centenares seguirán el ejemplo de un médico intemperante, pensando que están seguros al hacer lo que hace el médico. Y en el día del Señor, éste hará frente al registro de su procedimiento y se le pedirá que rinda cuenta del bien que pudo haber hecho pero que no hizo, porque por causa de su propia acción voluntaria, debilitó sus facultades físicas y mentales por medio de su complacencia egoísta. 

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La pregunta no es qué está haciendo el mundo, sino qué están haciendo los profesionales acerca de la maldición difundida y prevaleciente del uso de tabaco. ¿Seguirán en pos de la razón inteligente los hombres a quienes Dios ha dotado de inteligencia y que ocupan puestos de confianza sagrada? ¿Están dispuestos a dar buen ejemplo estos hombres responsables que tienen bajo su cuidado a personas que por influencia de ellos pueden ser dirigidas por un camino bueno o malo? ¿Enseñarán la obediencia hacia las leyes que gobiernan el organismo físico por medio del precepto y el ejemplo? Si no le dan un uso práctico al conocimiento que tienen de las leyes que gobiernan nuestro ser, si prefieren la gratificación del momento a la sanidad de la mente y el cuerpo, no son aptos para que sean encomendadas en sus manos las vidas de otros. Están bajo el deber de mantener en alto la dignidad de la hombría que Dios les ha dado, libres de la esclavitud del apetito o la pasión. El hombre que masca tabaco y fuma se hace daño no sólo a sí mismo, sino a todos los que caen bajo el círculo de su influencia. Si es menester extender un llamado a un médico, pásese por alto al que usa tabaco. No será buen consejero. Si bien la enfermedad tiene su origen en el tabaco, se verá tentado a prevaricar y atribuirla a otra causa, porque ¿cómo va a incriminarse a sí mismo en el ejercicio diario de su profesión?

Hay muchas maneras de practicar el arte de sanar; pero hay una sola que el cielo aprueba. Los remedios de Dios son los simples agentes de la naturaleza, que no recargarán ni debilitarán el organismo por la fuerza de sus propiedades. El aire puro y el agua, el aseo y la debida alimentación, la pureza en la vida y una firme confianza en Dios, son remedios por cuya falta millares están muriendo; sin embargo, estos remedios están pasando de moda porque su uso hábil requiere trabajo que la gente no aprecia. El aire puro, el ejercicio, el agua pura y un ambiente limpio y amable, están al alcance de todos con poco costo; mientras que las drogas son costosas, tanto en recursos como en el efecto que producen sobre el organismo. 

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La obra del médico cristiano no acaba al curar las dolencias del cuerpo; sus esfuerzos deben extenderse a las enfermedades de la mente, a salvar el alma. Tal vez no tenga el deber de presentar los puntos teóricos de la verdad a menos que se lo pidan, pero puede conducir a sus pacientes a Cristo. Las lecciones del divino Maestro son siempre apropiadas. Debe llamar la atención a los quejosos a los indicios siempre renovados del amor y el cuidado de Dios, a su sabiduría y bondad según se manifiestan en sus obras creadas. La mente puede entonces ser conducida por la naturaleza al Dios de la naturaleza, y concentrarse en el cielo que él ha preparado para los que le aman. 

El médico debe saber orar. En muchos casos debe intensificar el dolor para salvar la vida; y sea el paciente cristiano o no, siente mayor seguridad si sabe que su médico teme a Dios. La oración dará a los enfermos una confianza permanente; y muchas veces, si sus casos son presentados al gran Médico con humilde confianza, esto hará más para ellos que todas las drogas que se les puedan administrar. 

Satanás es el originador de la enfermedad; y el médico lucha contra su obra y poder. Por doquiera prevalece la enfermedad mental. Los nueve décimos de las enfermedades que sufren los hombres tienen su fundamento en esto. Puede ser que alguna aguda dificultad del hogar esté royendo como un cáncer el alma y debilitando las fuerzas vitales. A veces el remordimiento por el pecado mina la constitución y desequilibra la mente. Hay también doctrinas erróneas, como la de un infierno que arde eternamente y el tormento sin fin de los impíos, que, al presentar ideas exageradas y distorsionadas del carácter de Dios han producido el mismo resultado en las mentes sensibles. Los incrédulos han sacado partido de estos casos desgraciados para atribuir la locura a la religión. Pero ésta es una grosera calumnia, y no les agradará tener que arrostrarla algún día. Lejos de ser causa de locura, la religión de Cristo es uno de sus remedios más eficaces; porque es un calmante poderoso para los nervios. 

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El médico necesita sabiduría y poder más que humanos para saber atender a los muchos casos aflictivos de enfermedades de la mente y del corazón que está llamado a tratar. Si ignora el poder de la gracia divina, no puede ayudar al afligido, sino que agravará la dificultad; pero si tiene firme confianza en Dios, podrá ayudar a la mente enferma y perturbada. Podrá dirigir sus pacientes a Cristo, enseñarles a llevar todos sus cuidados y perplejidades al gran Portador de cargas. 

Dios ha señalado la relación que hay entre el pecado y la enfermedad. Ningún médico puede ejercer durante un mes sin ver esto ilustrado. Tal vez pase por alto el hecho; su mente puede estar tan ocupada en otros asuntos que no fije en ello su atención; pero si quiere observar sinceramente, no podrá menos que reconocer que el pecado y la enfermedad llevan entre sí una relación de causa a efecto. El médico debe reconocer esto prestamente y actuar de acuerdo con ello. Al conquistar la confianza de los afligidos al aliviar sus sufrimientos, y rescatarlos del borde de la tumba, puede enseñarles que la enfermedad es el resultado del pecado; y que es el enemigo caído el que procura inducirlos a seguir prácticas que destruyen la salud y el alma. Puede inculcar en sus mentes la necesidad de abnegación y de obedecer a las leyes de la vida y la salud. Especialmente en la mente de los jóvenes puede implantar los principios correctos. 

Dios ama a sus criaturas con un amor a la vez tierno y fuerte. Ha establecido las leyes de la naturaleza; pero sus leyes no son exigencias arbitrarias. Cada: “No harás”, sea en la ley física o moral, contiene o implica una promesa. Si obedecemos, las bendiciones acompañarán nuestros pasos; si desobedecemos, habrá como resultado peligro y desgracia. Las leyes de Dios están destinadas a acercar más a sus hijos a él. Los salvará del mal y los conducirá al bien, si quieren ser conducidos; pero nunca los obligará. No podemos discernir los planes de Dios, pero debemos confiar en él y mostrar nuestra fe por nuestras obras.

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Los médicos que aman y temen a Dios son pocos en comparación con los que son incrédulos y abiertamente irreligiosos. De preferencia se debiera apoyar a los creyentes en vez de los otros. Con sobrada razón debemos desconfiar del médico profano. Está expuesto a la tentación, el astuto diablo le insinuará pensamientos y acciones bajos y solamente el poder de la gracia divina podrá amortiguar la tumultuosa pasión y fortalecer contra el pecado. No faltará la oportunidad a los pervertidos moralmente de corromper mentes puras. Pero, ¿cómo aparecerá el médico lascivo en el día del Señor? A la vez que profesa cuidar de los enfermos, traiciona una comisión de confianza sagrada. Degrada tanto el alma como el cuerpo de las criaturas de Dios y las encamina por el sendero que lleva a la perdición. ¡Qué terrible es encomendar nuestros seres queridos al cuidado de un hombre impuro que es capaz de envenenar la moral y causar la ruina del alma! ¡Cuán fuera de lugar está el médico incrédulo al pie de la cama de los que mueren!

El médico se ve casi diariamente frente a frente con la muerte. Está, por así decirlo, pisando el umbral de la tumba. En muchos casos, la familiaridad con las escenas de sufrimiento y muerte resulta en descuido e indiferencia para con la desgracia humana y temeridad en el tratamiento de los enfermos. Los tales médicos parecen no tener tierna simpatía. Son duros y abruptos, y los enfermos temen su trato. Esos hombres, por grande que sea su conocimiento y habilidad, beneficiarán poco a los dolientes; pero si el médico combina el conocimiento del ramo con el amor y la simpatía que Jesús manifestó para con los enfermos, su misma presencia será una bendición. No considerará al paciente como una simple pieza de mecanismo humano, sino como un alma que se puede salvar o perder. 

Los deberes del médico son arduos. Pocos se dan cuenta del esfuerzo mental y físico al cual está sometido. Debe alistar toda energía y capacidad con la más intensa ansiedad en la batalla contra la enfermedad y la muerte. A menudo sabe que un movimiento torpe de la mano, que la desvíe en la mala dirección el espacio de un cabello, puede enviar a la eternidad un alma que no está preparada para ella. ¡Cuánto necesita el médico fiel la simpatía y las oraciones del pueblo de Dios! Sus requerimientos en este sentido no son inferiores a los del ministro o misionero más consagrado. Como está muchas veces privado del descanso y del sueño necesarios, y aun de los privilegios religiosos del sábado, necesita una doble porción de gracia, una nueva provisión diaria de ella, o perderá su confianza en Dios, y el peligro de hundirse en las tinieblas espirituales será mayor para él que para los hombres de otras vocaciones. Y sin embargo, con frecuencia, se le hace objeto de reproches inmerecidos, se lo deja solo, sujeto a las más fieras tentaciones de Satanás, y se siente incomprendido, traicionado por sus amigos.

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Muchos, sabiendo cuán penosos son los deberes del médico, y cuán pocas oportunidades tienen los médicos de verse aliviados de cuidados, aun en sábado, no quieren elegir esta carrera. El gran enemigo está procurando constantemente destruir la obra de las manos de Dios, y hombres de cultura y de inteligencia están llamados a combatir este cruel poder. Se necesita que un número mayor de la debida clase de hombres se dedique a esta profesión. Debe hacerse un esfuerzo esmerado para inducir a hombres idóneos a que se preparen para esta obra. Deben ser hombres cuyo carácter se base en los amplios principios de la Palabra de Dios, hombres que posean energía natural, fuerza y perseverancia que los capacitará para alcanzar una alta norma de excelencia. No cualquiera puede llegar a tener éxito como médico. Muchos han asumido los deberes de esta profesión sin estar preparados en todo sentido. No tienen el conocimiento requerido; tampoco la habilidad ni el tacto, ni el cuidado y la inteligencia necesarios para asegurar el éxito.

Un médico puede hacer una obra mucho mejor si tiene fuerza física. Si es débil, no puede soportar el trabajo agotador que acompaña su vocación. Un hombre que tenga una constitución física débil, que sea dispéptico, o que no tenga perfecto dominio propio, no puede ser idóneo para tratar con toda clase de enfermedades. Debe ejercerse gran cuidado de no alentar a que estudien medicina, con gran costo de tiempo y recursos, ciertas personas que podrían ser útiles en alguna posición de menos responsabilidad, pero que no pueden tener esperanza razonable de alcanzar éxito en la profesión médica.

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Algunos han sido escogidos como hombres que podrían ser útiles como médicos, y se les ha estimulado a que tomasen el curso de medicina. Pero algunos que comenzaron sus estudios como cristianos en las facultades de medicina, no dieron preeminencia a la ley de Dios; sacrificaron los principios y perdieron su confianza en Dios. Les pareció que, solos, no podían guardar el cuarto mandamiento y arrostrar las burlas y el ridículo de los ambiciosos amadores del mundo, superficiales, escépticos e incrédulos. No estaban preparados para arrostrar esta clase de persecución. Tenían ambición de subir más en el mundo, tropezaron en las sombrías montañas de la incredulidad y se volvieron indignos de confianza. Se les presentaron tentaciones de toda clase y no tuvieron fuerza para resistirlas. Algunos de estos hombres se han vuelto deshonestos, maquinadores, y son culpables de graves pecados. 

En esta época hay peligro para cualquiera que inicie el estudio de la medicina. Con frecuencia sus instructores son hombres sabios según el mundo y sus condiscípulos incrédulos, que no piensan en Dios, y corre el peligro de sentir la influencia de esas compañías irreligiosas. Sin embargo, algunos han terminado el curso de medicina, y han permanecido fieles a los principios. No quisieron estudiar en sábado, y demostraron que los hombres pueden prepararse para desempeñar los deberes del médico sin chasquear las expectativas de aquellos que les proporcionaron recursos con que obtener su educación. Como Daniel, honraron a Dios, y él los guardó. Daniel se propuso en su corazón no adoptar las costumbres de las cortes reales; no quiso comer de las viandas del rey ni beber de su vino; buscó en Dios fuerza y gracia, y Dios le dio sabiduría, capacidad y conocimiento sobre los astrólogos, magos y hechiceros del reino. En él se verificó la promesa: “Yo honraré a los que me honran”. 1 Samuel 2:30.

El médico joven tiene acceso al Dios de Daniel. Por la gracia y el poder divinos, puede llegar a ser tan eficiente en su vocación como Daniel en su exaltada posición. Pero es un error hacer de la preparación científica lo de suma importancia y descuidar los principios religiosos que son el mismo fundamento del éxito en el ejercicio de la profesión. A muchos se los alaba como hombres hábiles en su profesión, a pesar de que desprecian la idea de que necesitan confiar en Jesús para obtener sabiduría en su trabajo. Pero si estos hombres que confían en sus conocimientos de la ciencia fuesen iluminados por la luz del cielo, ¡a cuánta mayor excelencia podrían alcanzar! ¡Cuánto más fuertes serían sus facultades, con cuánta mayor confianza podrían atender los casos difíciles! El hombre que se vincula estrechamente con el gran Médico del alma y del cuerpo, tiene a su disposición los recursos del cielo y de la tierra, y puede obrar con una sabiduría y una precisión infalibles, que el impío no puede poseer. 

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Aquellos a quienes se ha encomendado el cuidado de los enfermos, bien sea en calidad de médicos o enfermeras, deben recordar que su obra deberá resistir el escrutinio del ojo penetrante de Jehová. No hay campo misionero más importante que aquel que ocupa el médico fiel y temeroso de Dios. No hay otro campo en el que un hombre pueda realizar mayor bien o ganar más joyas que brillarán en la corona de su gozo. Puede llevar la gracia de Cristo, cual suave perfume, a todos los cuartos de los enfermos que visite; puede llevar el verdadero bálsamo sanador al alma enferma de pecado, dirigir los enfermos y los moribundos al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. No debiera hacer caso a la insinuación de que es peligroso hablar acerca de los intereses eternos con aquellos cuyas vidas corren riesgo, por temor a que empeoren, porque en nueve casos de cada diez el conocimiento de un Salvador que perdona el pecado los mejoraría tanto mental como físicamente. Jesús puede limitar la obra de Satanás. El es el médico en quien el alma enferma de pecado puede confiar para sanar las aflicciones tanto del cuerpo como del alma. 

Los que son frívolos y de mente corrupta dentro de la profesión médica procurarán despertar el prejuicio contra el hombre que fielmente desempeña sus deberes profesionales, poniéndole trabas en el camino, pero estas pruebas servirán solamente para revelar el oro puro de su carácter. Cristo será su refugio contra el embate de las lenguas. Aunque su vida sea dura y abnegada y a los ojos del mundo un fracaso, ante la vista del cielo será tenida como un éxito, y él será contado entre los hombres nobles de Dios. “Los entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamento; y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas a perpetua eternidad”. Daniel 12:3. 

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