Testimonios para la Iglesia, Vol. 6, p. 340-350, día 372

La obra del colportor. El colportor debe llevar consigo folletos y libritos para regalar a los que no puedan comprarle. De esta manera se puede introducir la verdad en muchos hogares. 

Diligencia. Una vez que el colportor haya iniciado su trabajo no debiera permitirse distracción alguna, sino que debería sabiamente y con toda diligencia ir al punto. Sin embargo, mientras está colportando no debe descuidar las oportunidades de ayudar a las almas que procuran luz y necesitan el consuelo de las Escrituras. Si el colportor anda con Dios, si pide en oración sabiduría celestial para hacer el bien, y solamente el bien en su labor, estará alerta para ver sus oportunidades y las necesidades de las almas con las cuales trata y aprovechará toda ocasión para atraerlas a Cristo. Con su Espíritu, estará listo para dirigir una palabra al cansado. 

Por su diligencia en el trabajo, el colportor duplica sus posibilidades de ser útil al presentar fielmente a la gente la cruz del Calvario. 

Pero mientras presentamos los métodos de trabajo, no podemos trazar lineamientos invariables que todos deban seguir; porque las circunstancias alteran los casos. Dios impresionará los corazones de quienes están abiertos a la verdad y que anhelan ser guiados. Él dirá a su agente humano: “Habla a éste o a aquél del amor de Jesús”. Apenas se menciona el nombre de Jesús con amor y ternura, los ángeles de Dios se acercan para ablandar y subyugar el corazón. 

Sean los colportores estudiantes fieles, aprendiendo a hacer un trabajo exitoso. Mientras trabajan, mantengan sus ojos, oídos y capacidades bien dispuestos para recibir sabiduría de Dios, a fin de saber ayudar a los que perecen por falta del conocimiento de Cristo. Concentre cada obrero sus energías y use sus facultades para el servicio más elevado, que consiste en rescatar a los hombres de las trampas de Satanás y vincularlos con Dios, amarrando la cadena de su dependencia de Jesucristo al trono rodeado por el arco iris de la promesa.

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Seguridad del éxito. Puede hacerse una obra grande y buena con el colportaje evangélico. El Señor ha dado a los hombres tacto y capacidad. Las personas que poseen los talentos que él les confió para que le tributen honra y gloria, y entretejan con su vida los principios bíblicos, tendrán éxito. Tenemos que trabajar, orar y colocar nuestra confianza en Aquel que nunca fracasará.

Sométanse los colportores evangélicos a la dirección del Espíritu Santo para que obre por su medio. Por la oración perseverante, echen mano del poder que proviene de Dios y confíen en él con fe viva. Su vasta y eficaz influencia acompañará a todo obrero fiel y veraz. 

Así como Dios bendice al ministro y al evangelista en sus fervorosos esfuerzos por presentar la verdad a la gente, bendecirá al colportor fiel. 

El obrero humilde y eficiente, que responde obedientemente al llamamiento de Dios, puede tener la seguridad de que recibirá la asistencia divina. Sentir una responsabilidad tan grande y santa eleva el carácter; pone en acción las mejores cualidades interiores, y su ejercicio continuo fortalece y purifica la mente y el corazón. La influencia ejercida sobre la vida de uno, como sobre la de los demás, es incalculable.

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Los espectadores descuidados tal vez no aprecian su trabajo ni ven su importancia. Pueden pensar que se trata de un negocio que reporta pérdidas, una vida de labor ingrata y de sacrificio. Pero el siervo de Jesús la ve de acuerdo con la luz que emana de la cruz. Su sacrificio le parece pequeño en comparación con el de su bendito Maestro, y se alegra de seguir en sus pisadas. El éxito de lo que hace le proporciona el gozo más puro y es la más rica recompensa de una vida de trabajo paciente. 

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Sección 6—Precauciones y consejos

“Entonces tus oídos oirán a tus espaldas palabra que diga: Este es el camino andad por él; y no echéis a la mano derecha, ni tampoco torzáis a la mano izquierda.”La hospitalidadLa Biblia atribuye mucha importancia a la práctica de la hospitalidad. No sólo ordena la hospitalidad como un deber, sino ademas presenta numerosos ejemplos del ejercicio de esta gracia y las bendiciones que reporta. Entre ellos se destaca el caso de Abraham. 

En el libro de Génesis, encontramos al patriarca de Mamre descansando a la sombra de las encinas durante la cálida tarde veraniega. Tres viajeros se acercan. No solicitan albergue ni favor alguno; pero Abraham no les permite seguir su viaje sin refrigerio. El patriarca es un anciano digno y rico, muy honrado, y acostumbrado a dar órdenes; sin embargo, al ver a los forasteros “salió corriendo de la puerta de su tienda a recibirlos, y se postró en tierra”. Dirigiéndose hacia el que encabezaba el grupo, dijo: “Señor, si ahora he hallado gracia en tus ojos, te ruego que no pases de tu siervo”. Génesis 18:2, 3. Él mismo trajo agua para que pudieran lavarse el polvo que había ensuciado sus pies durante el viaje; eligió la comida y dispuso su preparación. Mientras ellos descansaban a la fresca sombra, su esposa Sara preparó los alimentos y Abraham permaneció respetuosamente junto a ellos mientras disfrutaban de su hospitalidad. Les manifestó esta bondad simplemente como a viajeros comunes, como a forasteros a quienes tal vez no volvería a ver. Pero terminado el agasajo, sus huéspedes se dieron a conocer. Abraham no sólo había atendido a ángeles celestiales, sino a su glorioso Comandante, Creador, Redentor y Rey. Entonces se le revelaron los secretos del cielo, y lo llamaron “amigo de Dios”. 

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Lot, sobrino de Abraham, aunque se había establecido en Sodoma, poseía el mismo espíritu bondadoso y hospitalario del patriarca. Cuando al anochecer vio a los forasteros en la puerta de la ciudad, y como conocía los peligros que con toda seguridad los asediarían en ese lugar impío, insistió en llevarlos a su casa. No pensó en el peligro que correrían él y los suyos. Era parte de su vida proteger a los que estaban en peligro y cuidar de los que no tenían hogar; el acto bondadoso realizado en favor de dos viajeros desconocidos trajo ángeles a su hogar. Los visitantes a quienes trataba de proteger, lo protegieron a él. Al anochecer los había introducido en su casa para alejarlos del peligro; al amanecer, ellos llevaron a él y a su familia a un lugar seguro fuera de las puertas de la ciudad condenada a la destrucción. 

Dios atribuyó suficiente importancia a estos actos de cortesía para registrarlos en su Palabra; y más de mil años después un apóstol inspirado los mencionó: “No os olvidéis de la hospitalidad, porque por ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles”. Hebreos 13:2. 

El privilegio concedido a Abraham y a Lot no se nos niega. Cuando mostramos hospitalidad a los hijos de Dios, también nosotros podemos recibir a seres celestiales en nuestras moradas. Aun en la actualidad los ángeles entran en forma humana en los hogares de la gente, y son agasajados. Los cristianos que viven a la luz del rostro de Dios están siempre acompañados por ángeles invisibles, y estos seres santos dejan tras sí una bendición en nuestros hogares. 

“Amante de la hospitalidad” es una de las cualidades que el Espíritu Santo establece que deben poseer los que tienen responsabilidad en la iglesia. Y a toda la iglesia se da esta orden: “Hospedaos los unos a los otros sin murmuraciones. Cada uno según el don que ha recibido, minístrelo a los otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios”. 1 Pedro 4:9, 10. 

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Estas amonestaciones han sido extrañamente descuidadas. Aun entre los que profesan ser cristianos se ejercita poco la verdadera hospitalidad. Entre nuestro propio pueblo la oportunidad de manifestar hospitalidad no se considera como debiera ser: un privilegio y una bendición. La sociabilidad es escasa y la disposición poca para hacer lugar para dos o tres más en la mesa familiar. Algunos aducen que es “demasiado trabajo”. No sería así si dijéramos: “No hemos hecho preparativos especiales, pero le ofrecemos gustosos lo que tenemos”. El huésped inesperado aprecia una bienvenida tal mucho más que la más elaborada preparación para recibirlo. 

Hacer preparativos para las visitas que requieren tiempo que legítimamente pertenece al Señor, equivale a negar a Cristo. En esto robamos a Dios. También perjudicamos a otros. Al preparar un agasajo elaborado, muchos privan a su propia familia de la atención necesaria, y su ejemplo induce a otros a seguir la misma conducta.

El deseo de hacer ostentación para agasajar a las visitas crea inútiles congojas y cargas. A fin de preparar gran variedad de manjares para la mesa, la dueña de casa trabaja demasiado; y debido a los muchos platos preparados, los huéspedes comen en exceso; la enfermedad y los padecimientos son el resultado del trabajo excesivo por un lado y el comer demasiado por el otro. Estos elaborados festines son una carga y un perjuicio. 

Pero el Señor quiere que cuidemos los intereses de nuestros hermanos y hermanas. El apóstol Pablo presenta una ilustración de esto. Dice a la iglesia de Roma: “Os recomiendo además nuestra hermana Febe, la cual es diaconisa de la iglesia en Cencrea; que la recibáis en el Señor, como es digno a los santos, y que la ayudéis en cualquier cosa que necesite de vosotros; porque ella ha ayudado a muchos, y a mí mismo”. Romanos 16:1, 2. Febe había atendido al apóstol, y se destacaba por su hospitalidad para los forasteros que necesitaban cuidados. Su ejemplo debe ser imitado por las iglesias de hoy.

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A Dios le desagrada el interés egoísta tan a menudo manifestado cuando se dice: “Para mí y mi familia”. Cada familia que alberga este espíritu necesita ser convertida por los principios puros ejemplificados en la vida de Cristo. Los que se encierran en sí mismos, que no están dispuestos a atender visitas, pierden muchas bendiciones. 

Algunos de nuestros obreros trabajan donde es necesario atender con frecuencia a visitas, sean nuestros hermanos o forasteros. Algunos insisten en que la Asociación debiera tomar nota de ello, y que además de su sueldo regular se les debiera conceder una cantidad suficiente para cubrir estos gastos adicionales. Pero el Señor ha encomendado la obra de la hospitalidad a todo su pueblo. La orden divina no es que una o dos personas hagan toda la obra hospitalaria de una Asociación o una iglesia, o que se pague a los obreros para alojar y alimentar a sus hermanos. Esto es algo inventado por el egoísmo, y los ángeles de Dios toman nota de estas cosas. 

Los que viajan de lugar en lugar como evangelistas o misioneros en cualquier ramo, deben recibir hospitalidad de los miembros de las iglesias con quienes trabajen. Hermanos y hermanas, dad albergue a estos obreros, aun cuando sea a costa de considerable sacrificio personal. 

Cristo lleva cuenta de todo gasto en que se incurre al ser hospitalarios por su causa. Él provee todo lo necesario para esta obra. Los que por amor a Cristo alojan y alimentan a sus hermanos, haciendo lo mejor que pueden para que la visita sea provechosa tanto para los huéspedes como para sí mismos, son anotados en el cielo como dignos de bendiciones especiales. 

Cristo dio en su propia vida una lección de hospitalidad. Cuando estaba rodeado por la muchedumbre hambrienta junto al mar, no la mandó a sus hogares sin alimentarla. Dijo a sus discípulos: “Dadles vosotros de comer”. Mateo 14:16. Y por un acto de su poder creador proporcionó suficiente alimento para suplir sus necesidades. Sin embargo, ¡cuán sencillo fue! No había lujo. El que tenía todos los recursos del cielo a su disposición podría haber presentado a la gente una comida suculenta. Pero proveyó solamente lo que bastaba para su necesidad, lo que era el alimento diario de los pescadores a orillas del mar. 

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Si los hombres fueran hoy sencillos en sus costumbres y vivieran en armonía con las leyes de la naturaleza, habría abundante provisión para todas las necesidades de la familia humana, menos carencias imaginarias y más oportunidad de trabajar de acuerdo con los métodos de Dios. 

Cristo no trató de atraer a los hombres hacia él por la satisfacción del amor al lujo. El menú sencillo que proveyó era una garantía no sólo de su poder sino de su amor, de su tierno cuidado por ellos en las necesidades de la vida. Y a la vez que los alimentaba con panes de cebada, también les dio a comer el pan de vida. Él es nuestro ejemplo. Nuestro menú también puede ser sencillo, y hasta escaso. Nuestra suerte puede estar ligada con la pobreza. Nuestros recursos pueden no ser mayores que los del niño que tenía sólo cinco panes y dos pececillos. Sin embargo, al ponernos en relación con los necesitados, Cristo nos ordena: “Dadles vosotros de comer”. Debemos compartir lo que tenemos; y a medida que demos, Cristo se preocupará de que nuestra necesidad sea satisfecha. 

En relación con esto leamos la historia de la viuda de Sarepta. Dios pidió a su siervo Elías que visitara a esta mujer que vivía entre paganos en un tiempo de hambre y le pidiera comida. “Y ella respondió: Vive Jehová tu Dios, que no tengo pan cocido; solamente un puñado de harina tengo en la tinaja, y un poco de aceite en una vasija; y ahora recogía dos leños para entrar y prepararlo para mí y para mi hijo, para que lo comamos, y nos dejemos morir. Elías le dijo: No tengas temor; ve, haz como has dicho; pero hazme a mí primero de ello una pequeña torta cocida debajo de la ceniza, y tráemela; y después harás para ti y para tu hijo. Porque Jehová Dios de Israel ha dicho así: La harina de la tinaja no escaseará, ni el aceite de la vasija disminuirá, hasta el día en que Jehová haga llover sobre la faz de la tierra. Entonces ella fue, e hizo como le dijo Elías; y comió él, y ella y su casa, muchos días”. 1 Reyes 17:12-15. 

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La hospitalidad que esta mujer fenicia manifestó al profeta de Dios fue admirable, y su fe y generosidad fueron recompensadas en forma asombrosa. “Y comió él, y ella, y su casa, muchos días. Y la harina de la tinaja no escaseó, ni el aceite de la vasija menguó, conforme a la palabra que Jehová había dicho por Elías. Después de estas cosas aconteció que cayó enfermo el hijo del ama de la casa, y la enfermedad fue tan grave, que no quedó en él aliento. Y ella dijo a Elías: ¿Qué tengo yo contigo, varón de Dios? ¿Has venido a mí para traer a memoria mis iniquidades, y para hacer morir a mi hijo? Y él le dijo: Dame acá tu hijo. Entonces él lo tomó de su regazo, y lo llevó al aposento donde él estaba, y lo puso sobre su cama… Y se tendió sobre el niño tres veces, y clamó a Jehová… Y Jehová oyó la voz de Elías, y el alma del niño volvió a él, y revivió. Tomando luego Elías al niño, lo trajo del aposento a la casa, y lo dio a su madre, y le dijo Elías: Mira, tu hijo vive. Entonces la mujer dijo a Elías: Ahora conozco que tú eres varón de Dios, y que la palabra de Jehová es verdad en tu boca”. vers. 15-24. 

Dios no ha cambiado. Su poder no es menor hoy que en los días de Elías. Y la promesa que Cristo hizo no es menos segura que cuando fue pronunciada por nuestro Salvador: “El que recibe a un profeta por cuanto es profeta, recompensa de profeta recibirá”. Mateo 10:41. 

A sus fieles siervos de hoy se aplican las palabras de Cristo dirigidas a sus primeros discípulos: “El que a vosotros recibe, a mí me recibe; y el que me recibe a mí, recibe al que me envió”. vers. 40. Ningún acto de bondad realizado en su nombre dejará de ser reconocido y recompensado. Y en el mismo tierno reconocimiento Cristo incluye aun a los más débiles y humildes de la familia de Dios. “Y cualquiera que dé a uno de estos pequeñitos? los que son como niños en su fe y conocimiento? un vaso de agua fría solamente, por cuanto es discípulo, de cierto os digo que no perderá su recompensa”. vers. 42. 

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La pobreza no necesita privarnos de manifestar hospitalidad. Hemos de compartir lo que tenemos. Hay quienes luchan para ganarse la vida, otros tienen grandes dificultades para suplir sus necesidades; pero todos ellos aman a Jesús en la persona de sus santos y están listos para mostrar hospitalidad a creyentes e incrédulos, tratando de hacer provechosas sus visitas. En la mesa y en el culto de la familia, dan la bienvenida a los huéspedes. El momento de oración impresiona a quienes reciben su hospitalidad, y aun una visita puede significar la salvación de un alma de la muerte. El Señor toma nota diciendo: “Te lo pagare”. 

Hermanos y hermanas, invitad a vuestros hogares a las personas que necesitan compañía y bondadosa atención. Sin ostentación, al ver su necesidad, acogedlos y manifestadles verdadera hospitalidad cristiana. Hay preciosos privilegios en el intercambio social. 

“No sólo de pan vivirá el hombre” (Mateo 4:4), y a medida que compartimos con otros nuestro alimento temporal, debemos compartir también esperanza, valor y amor cristiano. Debemos “consolar a los que están en cualquiera tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados de Dios” 2 Corintios 1:4. Y se nos asegura que “poderoso es Dios para hacer que abunde en vosotros toda gracia, a fin de que, teniendo siempre en todas las cosas todo lo suficiente, abundéis para toda buena obra”. 2 Corintios 9:8. Vivimos en un mundo de pecado y tentación; en nuestro derredor hay personas que perecen sin Cristo; y Dios quiere que trabajemos por ellas de toda manera posible. Si tenemos un hogar agradable, invitemos a los jóvenes que no tienen hogar, que necesitan ayuda, que anhelan simpatía, palabras bondadosas, respeto y cortesía. Si deseáis traerlos a Cristo, debéis mostrarles que los amáis y respetáis como comprados por su sangre. 

En la providencia de Dios estamos en relación con los que no tienen experiencia, con muchos que necesitan compasión y piedad. Necesitan socorro, porque son débiles. Los jóvenes necesitan ayuda. Con la fuerza de Aquel cuya amante bondad se ejercita con los indefensos, los ignorantes y los que son contados como los menores de sus pequeñuelos, debemos trabajar para su futuro bienestar, para que adquieran un carácter cristiano. Los mismos que necesitan más ayuda, a veces serán los que probarán nuestra paciencia. “Mirad que no menospreciéis a uno de estos pequeños;—dice Cristo—porque os digo que sus ángeles en los cielos ven siempre el rostro de mi Padre que está en los cielos”. Mateo 18:10. Y a los que atienden a estas almas, el Salvador declara: “De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis”. Mateo 25:40. 

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Las sienes de las personas que hacen esta obra llevarán la corona del sacrificio; pero recibirán su recompensa. En el cielo veremos a los jóvenes a quienes ayudamos, a los que invitamos a nuestras casas, a los que apartamos de la tentación. Veremos sus rostros reflejar la radiante gloria de Dios. “Y verán su rostro, y su nombre estará en sus frentes”. Apocalipsis 22:4. 

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