La ley es el fundamento de toda reforma duradera. Debemos presentar ante el mundo de una manera clara e inequívoca la necesidad de obedecer esta ley. La obediencia de la ley de Dios es el mayor incentivo para la industria, la economía, la veracidad, y el trato justo entre los hombres.
La ley de Dios debe ser el medio de educación en la familia. Los padres están bajo la solemne obligación de obedecer esta ley, dándoles ejemplo a sus hijos de una integridad de lo más estricta. Los hombres que ocupan puestos de responsabilidad, cuya influencia es de largo alcance, han de cuidar sus caminos y sus obras, teniendo presente el temor de Dios. “El principio de la sabiduría es el temor de Jehová”. Salmos 111:10. Los que escuchan atentamente la voz del Señor y gozosamente guardan sus mandamientos estarán en el número de los que verán a Dios. “Y nos mandó Jehová que cumplamos todos estos estatutos, y que temamos a Jehová nuestro Dios, para que nos vaya bien todos los días, y para que nos conserve la vida, como hasta hoy. Y tendremos justicia cuando cuidemos de poner por obra todos estos mandamientos delante de Jehová nuestro Dios, como él nos ha mandado”. Deuteronomio 6:24, 25.
Nuestra obra como creyentes en la verdad es la de presentar ante el mundo la inmutabilidad de la ley de Dios. Ministros y maestros, médicos y enfermeras, están comprometidos por su pacto con Dios a exponer la importancia de obedecer su ley. Hemos de distinguimos como un pueblo que guarda los mandamientos. El Señor ha declarado explícitamente que él tiene una obra que debe hacerse en favor del mundo. ¿Cómo será hecha? Procuremos encontrar la mejor manera de hacerlo y luego llevemos a cabo la voluntad del Señor.
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Este mundo es una escuela de adiestramiento para la escuela más alta; esta vida es una preparación para la vida del porvenir. Aquí tenemos que prepararnos para la entrada en los atrios celestiales. Aquí necesitamos recibir y creer y practicar la verdad hasta que estemos listos para el hogar de los santos en luz.
Nuestros sanatorios deben establecerse con un solo objetivo: proclamar la verdad para este tiempo. Y han de manejarse de tal manera que se deje una impresión favorable de la verdad en las mentes de los que acuden a ellos en busca de tratamiento. La conducta de cada obrero ha de ser eficaz en favor de la verdad. Tenemos un mensaje de advertencia que llevar al mundo, y nuestro fervor, nuestra devoción al servicio de Dios, han de dar testimonio de la verdad.
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Una visión más amplia
Santa Helena, California,
30 de octubre de 1903.
A los misioneros médicos
Cristo, el gran Médico misionero, vino a nuestro mundo como el ideal de toda verdad. La verdad nunca languideció en sus labios, nunca sufrió daño en sus manos. De sus labios brotaban palabras de verdad con la frescura y el poder de una nueva revelación. Desplegó los misterios del reino de los cielos, revelando joya tras joya de verdad.
Cristo habló con autoridad. Toda verdad esencial para el pueblo fue proclamada con el aplomo de un conocimiento certero. No proclamó nada imaginario ni sentimental. No expuso sofismas ni opiniones humanas. No salían de sus labios cuentos ociosos o falsas teorías expresadas en lenguaje engalanado. Sus declaraciones eran verdades establecidas por el conocimiento personal. Él previó las doctrinas engañosas que llenarían el mundo, pero no las explicó. Concentraba sus enseñanzas en los principios inmutables de la Palabra de Dios. Magnificaba las verdades sencillas y prácticas que el pueblo pudiera entender e incorporar a sus vidas diarias.
Cristo pudo haber expuesto ante los hombres las verdades más profundas de la ciencia. Pudo haber desatado misterios que han tomado siglos de esfuerzo y estudio para penetrar. Pudo haber hecho sugerencias en el ramo científico, que hubieran dado mucho que pensar y estimulado la facultad inventiva del hombre hasta el fin del tiempo. Pero no hizo nada de esto. No dijo nada que pudiera satisfacer la curiosidad o las ambiciones del hombre y abrir paso a la fama mundanal. En toda su enseñanza, Cristo puso las mentes de los hombres en contacto con la Mente Infinita. No le indicaba al pueblo que estudiara las teorías humanas acerca de Dios, su Palabra, o sus obras. Les enseñaba a contemplar a Dios según lo manifestaban sus obras, su Palabra, y sus providencias.
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La victoria de Cristo sobre la incredulidad
Mientras estuvo en la tierra, el Hijo de Dios era el Hijo del Hombre; sin embargo, había ocasiones cuando se reflejaba su divinidad. Así sucedió cuando le dijo al paralítico: “Ten ánimo, hijo; tus pecados te son perdonados”. Mateo 9:2.
“Estaban allí sentados algunos de los escribas, los cuales cavilaban -no abiertamente, mas- en sus corazones”… “¿Quién es este que habla blasfemias? ¿Quién puede perdonar pecados, sino sólo Dios!” Marcos 2:6; Lucas 5:21.
“Y conociendo Jesús los pensamientos de ellos, dijo: ¿Por qué pensáis mal en vuestros corazones? Porque, ¿qué es más fácil, decir: Los pecados te son perdonados, o decir: Levántate y anda? Pues para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados (dice entonces al paralítico): Levántate, toma tu cama, y vete a tu casa”. Mateo 9:4-6.
El gran Médico misionero quitó los pecados del paralítico y luego lo presentó ante Dios perdonado. Y también lo sanó físicamente. Dios le había dado poder a su Hijo para acudir al trono eterno. Aunque Cristo actuaba con su propia personalidad, reflejaba el lustre de la posición de honor que había tenido en medio de la espléndida luz del trono eterno.
En otra ocasión, Cristo solicitó: “Padre, glorifica tu nombre”. Y en respuesta “vino una voz del cielo: Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez”. Juan 12:28.
Si esta voz no conmovió a los impenitentes, si el poder que Cristo manifestó en sus poderosos milagros no hizo que los judíos creyeran, no debiera sorprendemos demasiado descubrir que los hombres y mujeres de ahora están en peligro, por causa del roce continuo con los incrédulos, de manifestar la misma incredulidad que demostraron los judíos, y de cultivar el mismo entendimiento pervertido.
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No hay palabra para describir mi tristeza al considerar lo que se me ha presentado concerniente a la situación que prevalece en Battle Creek y otros centros de nuestra obra, donde ha estado brillando gran luz. En el pasado, cuando se ha demostrado que las cosas no marchan bien, ha habido un reconocimiento del mal, seguido de la confesión y el arrepentimiento y una reforma cabal. Pero últimamente no ha habido fieles mayordomos que repriman los males que necesitaban ser reprimidos. ¿Podemos nosotros entonces sorprendemos de que haya una gran ceguera espiritual?
Los que están empeñados en el ministerio evangélico necesitan aprender la mansedumbre y humildad de Cristo, y estar cabalmente convertidos, para que sus vidas puedan dar testimonio a un mundo muerto en delitos y pecados, de que han nacido de nuevo. Los obreros médicos misioneros también necesitan estar convertidos. Cuando se conviertan, su influencia será una fuerza en favor del bien en el mundo. Estarán dispuestos a recibir consejos y ayudar a sus hermanos, porque han sido santificados en la verdad. Diariamente recibirán ricas provisiones de gracia del cielo para impartir a los demás.
A cada uno de los que el Señor ha designado como sus agentes, les envía el mensaje:
“Asumid vuestra posición en vuestro puesto del deber, y luego manteneos firmes en el bien”. A todos se me manda decir: “Hallad vuestro lugar. No aceptéis las opiniones antojadizas de hombres que no son enseñados por Dios. Cristo espera daros una mejor comprensión de las cosas celestiales, para acelerar vuestro pulso espiritual dándole nuevos bríos. Dejad ya de subordinar las demandas de los intereses eternos futuros a los asuntos comunes de esta vida. “Ninguno puede servir a dos señores”. Mateo 6:24. ¡Despertad, hermanos, despertad!
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Los alcances de la obra médica misionera evangélica no se entienden debidamente. La obra médica misionera que se requiere ahora es la que fue delineada en la comisión que Cristo dio a sus discípulos poco antes de su ascensión. “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra dijo él. Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Mateo 28:18-20.
Estas palabras designan nuestro campo de acción y nuestra labor. Nuestro campo es el mundo; nuestra obra, la proclamación de las verdades que Cristo vino al mundo a proclamar. A hombres y mujeres ha de brindárseles la oportunidad de obtener un conocimiento de la verdad presente, la oportunidad de saber que Cristo es su Salvador; que “de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”. Juan 3:16.
Advertencia en contra de la centralización
Cristo abarcó el mundo en su obra misionera, y el Señor me ha mostrado por revelación que no es su designio que se formen grandes centros, que se funden grandes instituciones, y que los fondos de nuestro pueblo en todas partes del mundo se agoten por el apoyo dado a unas pocas instituciones grandes, cuando las necesidades de estos tiempos requieren que se haga algo, Dios mediante, en muchos lugares. Se deben establecer instalaciones en varios lugares por todo el mundo. Primero una, luego otra parte de la viña ha de ser penetrada, hasta que todo se haya cultivado. Se deben hacer esfuerzos doquiera exista la mayor necesidad. Pero no podemos llevar a cabo esta lucha agresiva y a la misma vez gastar recursos en forma extravagante en unos pocos lugares.
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El Sanatorio de Battle Creek es demasiado grande. Para atender a los pacientes que vienen, se necesitará una gran cantidad de trabajadores. El número máximo que se puede atender con buenos resultados en un centro médico misionero es la décima parte de los pacientes que acuden a esa institución. Se deben establecer centros en todas las ciudades que desconocen la gran obra que el Señor desearía que se hiciera para advertirle al mundo que el fin de todas las cosas se acerca. Dijo el Gran Maestro: “Hay demasiada concentración en un solo lugar”.
Que los que se han preparado para dedicarse a la obra médica misionera en países extranjeros vayan a los lugares que esperan hacer su campo de labor, y empiecen a trabajar correctamente entre la gente, aprendiendo a la misma vez el idioma del país. Muy pronto descubrirán que pueden enseñar las verdades sencillas de la Palabra de Dios en ese idioma.
Un campo cercano descuidado
Hay en este país un gran campo no trabajado. La raza de color, que asciende a muchos millares de personas, llama la atención y simpatía de todo creyente leal y práctico en Cristo. Esta gente no vive en un país extranjero, y no se inclinan ante ídolos de madera y piedra. Viven entre nosotros, y vez tras vez, por medio de testimonios de su Espíritu, Dios nos ha llamado la atención sobre ellos, diciéndonos que aquí tenemos seres humanos que han sido descuidados.
Tenemos por delante este amplio campo, no explotado, necesitado de recibir la luz que Dios nos ha encomendado a nosotros.
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Cristo, nuestro ejemplo
Santa Helena, California,
30 de octubre de 1903.
A todos los misioneros médicos
Lo que más necesitan los médicos misioneros es la dirección del Espíritu del Señor. Los que trabajan como Cristo, el gran Médico misionero, deben ser personas espirituales. Pero no todos los que hacen la obra médica misionera exaltan a Dios y su verdad. No todos se someten a la dirección del Espíritu Santo. Algunos están poniendo paja y hojarasca en el fundamento: material que no resistirá la prueba del fuego.
Ruego que pueda yo tener sabiduría y poder de Dios para presentaros lo que constituye la verdadera obra médica misionera. Esta es una rama grande e importante de nuestra obra denominacional. Pero muchos han perdido de vista los principios puros y ennoblecedores que son el fundamento de la obra médica misionera.
En mi diario de apuntes encuentro lo siguiente, escrito hace un año:
“29 de octubre de 1902. Esta mañana desperté temprano. Después de orar con mucho fervor, pidiendo sabiduría y claridad mental para poder expresar de una manera apropiada los asuntos a los cuales se me había llamado la atención con urgencia, escribí como unas diez páginas de instrucciones. Yo sé que el Señor me ayudó a expresar por escrito el importante asunto que debe ser presentado a su pueblo”.
Al escribir así, mis sentimientos son profundos, pero después que la instrucción ha sido registrada, mi mente siente alivio porque entonces sé que el tema que me fue presentado no se perderá, aunque ya no lo tenga en mente.
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Sólo los que se den cuenta de que la cruz es el centro de la esperanza de la familia humana podrán comprender el evangelio que Cristo enseñó. Él vino al mundo con el solo propósito de poner al hombre en una posición ventajosa ante el mundo y ante el universo celestial. Vino a dar testimonio de que los seres humanos caídos, por medio de la fe en su poder y la eficacia del Hijo de Dios, pueden ser participantes de la naturaleza divina. Sólo él podría expiar el pecado y abrirle las puertas del paraíso a la raza caída. Asumió, no la naturaleza de los ángeles, sino la naturaleza humana, y vivió una vida libre de pecado en este mundo. “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad”. “Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios…” Juan 1:14, 12.
Por su vida y muerte Cristo enseñó que sólo obedeciendo los mandamientos de Dios podrá el hombre encontrar la seguridad y la verdadera grandeza. “La ley de Jehová es perfecta, que convierte el alma; el testimonio de Jehová es fiel, que hace sabio al sencillo”. Salmos 19:7. La ley de Dios es un trasunto de su carácter. Fue dada al hombre en el principio como la norma de la obediencia. En los siglos subsiguientes, se perdió de vista esta ley. Centenares de años después del diluvio, Abraham fue llamado, y le fue dada a él la promesa de que sus descendientes exaltarían la ley de Dios. Con el correr del tiempo, los israelitas fueron a Egipto, donde por muchos años soportaron una gravosa opresión a manos de los egipcios. Después de haber vivido en esclavitud durante cuatrocientos años, Dios los liberó por medio de una grandiosa manifestación de su poder. Se reveló a los egipcios como el Regidor del universo, uno que era mayor que todas las deidades paganas.
Sobre el monte Sinaí la ley fue dada por segunda vez. Con pavorosa majestad el Señor pronunció sus preceptos y con su propio dedo grabó el decálogo sobre tablas de piedra.
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Atravesando los siglos, encontramos que llegó el tiempo cuando la ley de Dios debería revelarse de una manera inconfundible como la norma de la obediencia, Cristo vino para vindicar las sagradas exigencias de la ley. Vino a vivir una vida de obediencia a sus requerimientos y así probar la falsedad de la acusación hecha por Satanás de que es imposible para el hombre guardar la ley de Dios. Como hombre, encaró la tentación y venció en el poder que Dios le dio. Al andar haciendo el bien, sanando a todos los que eran afligidos por Satanás, hizo claro a los hombres el carácter de su ley y la naturaleza de su servicio. Su vida atestigua que es posible que nosotros también obedezcamos la ley de Dios.
Cristo nunca se desvió de su lealtad a los principios de la ley divina. Nunca hizo nada contrario a la voluntad de su Padre. Ante ángeles, hombres y demonios hablaba palabras que, si hubieran brotado de otros labios, habrían sido consideradas como blasfemia: “Yo hago siempre lo que le agrada”. Juan 8:29. Día tras día por espacio de tres años sus enemigos lo persiguieron con la intención de encontrar alguna mancha en su carácter. Con toda su confederación maligna, Satanás procuró vencerlo; pero no encontraron nada en él por lo cual pudieran ganar ventaja. Aun los demonios se vieron obligados a confesar: Tú eres “el Santo de Dios”. Marcos 1:24.
La abnegación
¿Qué lenguaje pudo expresar con tanta fuerza el amor de Dios por la familia humana como lo hizo la entrega de su Hijo unigénito para nuestra redención? El Inocente recibió el castigo de un culpable. “Porque de tal manera amó Dios al mundo que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él. El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios”. Juan 3:16-18.