Nuestro Maestro conoció el dolor y la aflicción, y los que sufran con él reinarán con él. Cuando el Señor se le apareció a Saulo en ocasión de su conversión, no se propuso mostrarle todo el bien de que podría disfrutar, sino los grandes sufrimientos que tendría que padecer en su nombre. El sufrimiento ha sido la suerte del pueblo de Dios desde los días del mártir Abel. Los patriarcas sufrieron por ser leales a Dios y obedientes a sus mandamientos. La gran Cabeza de la iglesia sufrió por nosotros; sus primeros apóstoles y la iglesia primitiva también sufrieron; los millones de mártires sufrieron y sufrieron también los reformadores. ¿Y por qué habríamos nosotros—que tenemos la bendita esperanza de la inmortalidad, que se convertirá en realidad en el momento de la venida de Cristo, la cual no demorará mucho—, de acobardarnos a causa de una vida de sufrimiento? Si fuera posible tener acceso al árbol de la vida que está en medio del paraíso de Dios, sin experimentar antes sufrimientos, no disfrutaríamos de una recompensa tan valiosa por no haber sufrido por ella. Nos apartaríamos de la gloria; nos sobrecogería la vergüenza ante la presencia de los que pelearon la buena batalla, que corrieron la carrera con paciencia y que se aferraron a la vida eterna. Pero no habrá allí nadie que no haya elegido, como Moisés, padecer aflicciones con el pueblo de Dios. El profeta Juan vio la multitud de los redimidos, y preguntó quiénes eran. Recibió esta respuesta: “Estos son los que han salido de gran tribulación, y han lavado sus ropas, y las han emblanquecido en la sangre del Cordero”. Apocalipsis 7:14.
Cuando comenzamos a presentar la luz acerca de la cuestión del sábado, no teníamos una idea claramente definida acerca del mensaje del tercer ángel de Apocalipsis 14:9-12. El énfasis mayor del testimonio que dábamos a la gente consistía en que el gran movimiento que anunciaba la segunda venida era de Dios, que los mensajes del primer y segundo ángeles ya habían sido dados y que el mensaje del tercer ángel debía darse. Vimos que el mensaje del tercer ángel concluía con esta palabras: “Aquí está la paciencia de los santos, los que guardan los mandamientos de Dios y la fe de Jesús”. Apocalipsis 14:12. Y vimos tan claramente entonces, como ahora lo vemos, que esas palabras proféticas sugieren una reforma acerca del día de reposo. Pero no teníamos una posición definida acerca de lo que era la adoración de la bestia mencionada en ese pasaje ni del significado de la imagen y la marca de la bestia.
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Dios utilizó su Santo Espíritu para hacer brillar la luz sobre sus siervos, y con eso el tema se fue aclarando poco a poco en sus mentes. Su investigación requirió mucho estudio y gran cuidado para desentrañar eslabón tras eslabón. Gracias a la preocupación, la ansiedad y el trabajo incesante, ha avanzado la obra hasta que las grandes verdades de nuestro mensaje han llegado a constituir un todo claro, eslabonado y perfecto, que se ha predicado al mundo.
Hablé anteriormente de mi relación con el pastor Bates. Encontré que se trataba de un caballero cristiano genuino, cortés y bondadoso. Me trató con gran ternura, como si hubiera sido su hija. La primera vez que me oyó hablar manifestó gran interés. Cuando terminé mi discurso, se levantó y dijo: “Yo tengo mis dudas, como Tomás. No creo en visiones. Pero si pudiera creer que el testimonio que la hermana ha presentado esta noche es en realidad la voz de Dios para nosotros, sería el hombre más feliz. He quedado profundamente conmovido. Creo que la oradora es una persona sincera, pero no puedo explicar cómo es posible que a ella se le hayan mostrado las cosas admirables que acaba de presentarnos”.
Pocos meses después de mi casamiento, asistí con mi esposo a unas reuniones llevadas a cabo en Topsham, Maine, a las que también asistió el pastor Bates. Por entonces aún no creía que mis visiones procedieran de Dios. Esa reunión fue una ocasión de mucho interés. El Espíritu de Dios descendió sobre mí y recibí una visión de la gloria de Dios, y por primera vez pude contemplar otros planetas. Cuando salí de la visión, relaté lo que había visto. Entonces el pastor Bates me preguntó si había estudiado astronomía. Contesté que no recordaba haber leído ni estudiado nada sobre astronomía. El dijo: “Esto procede del Señor”. Nunca antes lo había visto tan aliviado y feliz. Su rostro brillaba con la luz del cielo, y exhortaba poderosamente a la iglesia.
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Después de esas reuniones mi esposo y yo regresamos a Gorham, lugar donde mis padres vivían. Allí enfermé de gravedad y sufrí muchísimo. Mis padres, mi esposo y mis hermanas se unieron en oración por mí, pero continué sufriendo durante tres semanas. Con frecuencia caía desmayada, como si estuviera muerta; pero revivía como respuesta a las oraciones. Mi agonía era tan intensa que rogaba a los que se encontraban junto a mí que no siguieran orando por mi restablecimiento, porque pensaba que sus oraciones sólo prolongaban mis sufrimientos. Nuestros vecinos me dieron por muerta. Al Señor le pareció bien probar nuestra fe durante un tiempo. Un día, mientras mis amigos nuevamente se encontraban reunidos para orar en mi favor, un hermano que se encontraba presente y manifestaba una gran preocupación por mí, con el poder de Dios descansando sobre él se levantó de sus rodillas, vino hasta donde yo me encontraba y colocando las manos sobre mi cabeza, dijo: “Hermana Elena, Jesucristo te sana”; luego cayó hacia atrás postrado por el poder de Dios. Acepté que ese acto procedía de Dios y me abandonó el dolor. Me llené de agradecimiento y de paz. En mi corazón tenía este pensamiento: “No existe ayuda para nosotros fuera de Dios. Podemos disfrutar de paz únicamente cuando descansamos en él y esperamos su salvación”.
Al día siguiente sobrevino una fuerte tormenta, por lo que ninguno de nuestros vecinos vino a visitarnos. Me levanté y me fui a la sala de la casa. Cuando algunos vecinos vieron que las ventanas de mi cuarto estaban abiertas, supusieron que había muerto. No sabían que el gran Médico había entrado misericordiosamente en nuestra morada, había reprochado a la enfermedad y me había librado de ella. Al día siguiente viajamos casi sesenta kilómetros hasta Topsham. Algunas personas le preguntaron a mi padre cuándo realizarían el funeral. Mi padre preguntó: “¿De qué funeral hablan?” “Del funeral de su hija”, fue la respuesta. Mi padre respondió: “Ella ha sido sanada por la oración de fe y ahora va en camino hacia Topsham”.
Algunas semanas después de esto, mientras viajábamos hacia Boston, tomamos el barco de vapor en Portland. Se levantó una fuerte tormenta y corríamos un tremendo riesgo. El barco se balanceaba peligrosamente y las olas se estrellaban contra las ventanas de los camarotes. Reinaba mucho temor en el sector de las damas. Muchas confesaban sus pecados y clamaban a Dios pidiendo misericordia. Algunas invocaban a la Virgen María para que las protegiera, mientras otras hacían solemnes promesas a Dios de que si llegaban a tierra a salvo dedicarían sus vidas a su servicio. Era una escena de terror y confusión. Mientras el barco cabeceaba, una dama se volvió hacia mí y me dijo: “¿Usted no siente miedo? Considero que es un hecho que nunca llegaremos a tierra”. Le dije que había buscado refugio en Cristo y que si yo había terminado mi obra podía muy bien descansar en el fondo del océano como en cualquier otro lugar; pero si mi obra todavía no había concluido, todas las aguas del océano no bastarían para ahogarme. Tenía mi confianza puesta en Dios, y él nos llevaría a salvo hasta nuestro destino, si eso contribuía a su gloria.
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En ese momento aprecié la esperanza cristiana. La escena que se desarrollaba ante mí trajo a mi mente vívidos pensamientos acerca del día terrible de la ira divina, cuando los pobres pecadores serán sobrecogidos por la tormenta de su ira. Entonces habrá amargas exclamaciones de reconvención y lágrimas, confesiones de los pecados cometidos y ruegos pidiendo misericordia; pero será demasiado tarde. “Por cuanto llamé y no quisisteis oír, extendí mi mano, y no hubo quien atendiese, sino que desechasteis todo consejo mío y mi reprensión no quisisteis, también yo me reiré en vuestra calamidad”. Proverbios 1:24-26.
Por la misericordia divina todos llegamos a salvo a tierra. Pero algunos de los pasajeros que habían manifestado gran temor durante la tormenta, hablaron despreocupadamente de ella y dijeron que sus temores habían sido infundados. Una dama que había prometido solemnemente que se haría cristiana si se le salvaba la vida y podía ver tierra nuevamente, al salir del barco exclamó burlonamente: “¡Gloria a Dios, me alegro de volver a pisar tierra!” Le pedí que retrocediera en su pensamiento algunas horas, y recordara la promesa que había hecho. Se alejó de mí con una expresión de desprecio.
Eso me hizo recordar el arrepentimiento que algunos sienten cuando están en el lecho de muerte. Algunas personas se sirven a sí mismas y a Satanás durante toda su vida, y luego caen afligidas por la enfermedad, lo cual las hunde en la incertidumbre; manifiestan cierto grado de aflicción por el pecado, y tal vez se muestran dispuestas a morir, y sus amigos les hacen creer que se han convertido genuinamente y están listas para el cielo. Pero si estas personas recuperan la salud, siguen siendo tan rebeldes como siempre. Acuden a mi mente las palabras de (Proverbios 1:27-28): “Cuando viniere como una destrucción lo que teméis, y vuestra calamidad llegare como un torbellino; cuando sobre vosotros viniere tribulación y angustia, entonces me llamarán, y no responderé; me buscarán de mañana, y no me hallarán”.
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Nuestro hijo mayor, Enrique Nicolás White, nació en Gorham, Maine, el 26 de agosto de 1847. En octubre, los esposos Howland, de Topsham, nos ofrecieron bondadosamente una parte de su casa, lo que aceptamos con gozo y comenzamos nuestra vida de hogar con muebles prestados. Eramos pobres y pasamos por grandes estrecheces económicas. Habíamos resuelto no depender de los demás y sostenernos por nuestra propia cuenta, además de tener algo para ayudar a otros. Pero no fuimos prosperados. Mi esposo trabajaba duramente acarreando piedras para el ferrocarril; pero no logró recibir lo que le correspondía por su trabajo. Los hermanos Howland compartían bondadosamente con nosotros todo lo que podían; pero también ellos vivían en necesidad. Creían plenamente el primer y segundo mensajes, y habían compartido generosamente sus bienes para adelantar la obra, hasta quedar reducidos a lo que les proporcionaba su trabajo diario.
Mi esposo dejó de trabajar en el ferrocarril, y se fue con su hacha a cortar leña al bosque. Aunque sentía continuamente un dolor en el costado, trabajaba desde temprano en la mañana hasta el oscurecer, para ganar cincuenta centavos de dólar al día. Algunas noches no podía dormir debido al intenso dolor que experimentaba. Nos esforzamos por mantener buen ánimo y confiar en el Señor. Yo no me quejaba. En la mañana sentía gratitud a Dios porque nos había preservado durante una noche más, y en la noche agradecía porque nos había cuidado durante otra jornada. Un día, cuando nuestras provisiones se habían terminado, mi esposo fue a ver a su empleador para recibir dinero o provisiones. Era un día tormentoso y tuvo que caminar casi cinco kilómetros de ida y otros tantos de vuelta, en medio de la lluvia. Volvió a casa trayendo sobre la espalda un saco de provisiones atadas en diferentes compartimientos, pasó con esa carga por la aldea de Brunswick, un lugar donde había presentado mensajes espirituales con frecuencia. Cuando entró en casa, muy cansado, sentí un gran desánimo. Mi primer pensamiento fue que Dios nos había abandonado. Le dije a mi esposo: “¿A esto hemos llegado? ¿Nos ha abandonado el Señor?” No pude contener mis lágrimas. Lloré y me lamenté durante horas, hasta que me desmayé. Se elevaron oraciones en mi favor. Cuando volví en mí, experimenté la influencia alentadora del Espíritu de Dios, y lamenté haberme dejado dominar por el desánimo. Deseamos seguir a Cristo y ser como él; pero a veces vacilamos a causa de las pruebas, y nos alejamos un tanto de él. Los sufrimientos y las pruebas nos acercan a Jesús. El horno encendido consume la escoria y hace brillar el oro.
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Esta vez se me mostró que el Señor nos había estado probando para nuestro propio bien, y preparándonos para trabajar en favor de otros; que nos había estado sacudiendo para impedir que nos estableciéramos cómodamente. Nuestro deber consistía en trabajar por las almas; si hubiéramos sido prosperados, el hogar nos hubiera parecido tan placentero que no nos habríamos sentido inclinados a abandonarlo. Por eso Dios había permitido que nos sobrevinieran pruebas, a fin de prepararnos para enfrentar conflictos todavía más grandes, a los que tendríamos que hacer frente en nuestros viajes. Pronto recibimos cartas de hermanos que vivían en diferentes estados que nos invitaban a visitarlos; pero carecíamos de medios para trasladarnos a esos lugares. Nuestra respuesta fue que no había forma de hacerlo. Pensé que sería imposible para mí viajar con mi hijo. No deseábamos depender de los demás y poníamos gran cuidado en vivir de acuerdo con nuestros recursos. Estábamos resueltos a sufrir antes que a endeudarnos. Disponía de medio litro de leche para mí y para mi hijo. Una mañana al salir mi esposo al trabajo, me dejó nueve centavos. Con ellos podría comprar leche para tres mañanas. Pasé un largo rato tratando de decidirme si comprar leche para mí y mi bebé o comprar una prenda de ropa que él necesitaba. Finalmente abandoné la idea de comprar leche y en cambio adquirí la tela necesaria para confeccionar la prenda que cubriría los brazos desnudos de mi hijito.
El pequeño Enrique enfermó de gravedad, y empeoró con tanta rapidez que nos alarmamos mucho. Cayó en un estado de estupor; tenía la respiración rápida y pesada. Le dimos remedios sin ningún resultado positivo. Luego llamamos a una persona que conocía de enfermedades, quien nos dijo que era dudoso que se recuperara. Habíamos convertido al niño en una excusa para no trabajar por el bien de los demás, y temíamos que el Señor nos lo quitara. Una vez más nos postramos delante del Señor, y le pedimos que tuviera compasión de nosotros y salvara la vida del niño: y le prometimos solemnemente avanzar confiando en él dondequiera que él nos enviara.
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Nuestras peticiones fueron fervientes y llenas de agonía. Por fe reclamamos las promesas de Dios y creímos que él escucharía nuestro clamor. La luz del cielo comenzó a brillar sobre nosotros abriéndose paso entre las nubes y nuestras oraciones fueron misericordiosamente contestadas. Desde ese momento el niño comenzó a recuperarse.
Mientras nos encontrábamos en Topsham recibimos una carta del hermano Chamberlain, de Connecticut, instándonos a asistir a la conferencia que se llevaría a cabo en ese Estado en abril de 1848. Decidimos asistir si podíamos encontrar el dinero. Mi esposo arregló las cuentas con su empleador y recibió diez dólares que se le debían. Con cinco dólares compramos ropa que mucho necesitábamos, y luego parché el abrigo de mi esposo, y aun tuve que colocar un parche sobre otro, lo que hacía difícil distinguir la tela original de las mangas. Nos quedaron cinco dólares para ir a Dorchester, Massachusetts. Nuestro baúl contenía casi todo lo que poseíamos en esta tierra, pero disfrutábamos de paz mental y de tranquilidad en la conciencia, y esto lo considerábamos de más valor que la comodidad terrenal. En Dorchester visitamos la casa del hermano Nichols, y al irnos, la hermana Nichols le dio a mi esposo cinco dólares, con los que él pagó el pasaje hasta Middletown, Connecticut. Eramos forasteros en esa ciudad y nunca habíamos visto a los hermanos de ese Estado. Nos quedaban solamente cincuenta centavos. Mi esposo no se atrevió a usar ese dinero para alquilar un coche, de manera que dejó el baúl sobre un montón de madera y salimos caminando en busca de alguien que fuera de nuestra misma fe. Pronto encontramos al hermano C., quien nos llevó a su casa.
La conferencia se llevó a cabo en Rocky Hill, en un extenso aposento sin terminar de la casa del hermano Belden. Se reunieron como cincuenta hermanos, pero no todos ellos estaban plenamente en la verdad. Nuestra reunión fue interesante. El hermano Bates presentó los mandamientos en una luz clara, y su importancia fue destacada por poderosos testimonios. La predicación de la Palabra tuvo como efecto afirmar a los que ya estaban en la verdad y despertar a los que no se habían decidido plenamente por ella.
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Fuimos invitados a reunirnos con los hermanos del Estado de Nueva York el verano siguiente. Los creyentes eran pobres y no podían prometer hacer mucho para pagar nuestros gastos. Carecíamos de recursos para el viaje. La salud de mi esposo era deficiente, pero se le presentó la oportunidad de trabajar en un campo de heno, y él decidió hacer el trabajo. Entonces parecía que debíamos vivir por fe. Cuando nos levantábamos por la mañana nos arrodillábamos junto a nuestra cama y le pedíamos a Dios que nos concediera fuerzas para trabajar durante el día. No quedábamos satisfechos a menos que tuviéramos la seguridad de que el Señor había escuchado nuestra oración. Después de eso mi esposo salía a segar el heno con la guadaña, no con sus propias fuerzas, sino con las fuerzas del Señor. En la noche, cuando regresaba a casa, nuevamente orábamos a Dios pidiéndole fuerzas a fin de ganar los medios necesarios para esparcir su verdad. Con frecuencia nos bendecía abundantemente. En una carta al hermano Howland, de julio de 1848, mi esposo escribió: “Dios me concede la fuerza necesaria para trabajar duramente durante todo el día. ¡Alabado sea su nombre! Espero recibir unos pocos dólares para usar en su causa. He sufrido fatiga, dolor, hambre, frío y calor a causa del trabajo, mientras me esfuerzo por hacer el bien a nuestros hermanos, y estamos listos para sufrir aún más si Dios así lo requiere. Hoy me regocijo porque la comodidad, el placer y el bienestar de esta vida son un sacrificio sobre el altar de mi fe y esperanza. Si nuestra felicidad consiste en hacer felices a otros, entonces ciertamente nos sentimos felices. El verdadero discípulo no vivirá para gratificar su amado yo, sino para honrar a Cristo y para el bien de sus hijos. Debe sacrificar su comodidad, su placer, su bienestar, su conveniencia, su voluntad y sus propios deseos egoístas por la causa de Cristo, porque en caso contrario nunca reinará con él en su trono”.
Los recursos obtenidos con el trabajo en el campo de heno fueron suficientes para satisfacer nuestras necesidades del momento y también para pagar nuestros gastos de viaje de ida y vuelta a Nueva York.
Nuestra primera conferencia en Nueva York se llevó a cabo en Volney, en el galpón de un hermano. Había presentes unas treinta y cinco personas, todas las que se pudieron reunir en esa parte del Estado. Pero entre ellas difícilmente había dos que estuvieran de acuerdo. Algunos creían en errores serios y todos se esforzaban por imponer sus propios puntos de vista, declarando que estaban de acuerdo con las Escrituras.
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Estas extrañas diferencias de opinión me afligieron mucho, porque veía que deshonraban a Dios. Esta situación me provocó una preocupación tan grande que me desmayé. Algunos temían que estuviera muriendo, pero el Señor escuchó las oraciones de sus siervos y reviví. La luz del cielo descansó sobre mí y pronto perdí el contacto con las cosas terrenas. Mi ángel acompañante presentó delante de mí algunos de los errores de las personas que nos acompañaban, y también la verdad en contraste con esos errores. Los conceptos discordantes que ellos pretendían que estaban de acuerdo con la Biblia, estaban únicamente de acuerdo con la opinión que ellos tenían de la Biblia, por lo que debían abandonar esos errores y unirse en el mensaje del tercer ángel. Nuestra reunión tuvo un final triunfante. La verdad ganó la victoria. Los hermanos renunciaron a sus errores y se unieron en el mensaje del tercer ángel. Dios los bendijo abundantemente y añadió nuevos conversos.
De Volney viajamos a Port Gibson para asistir a una reunión en el galpón del hermano Edson. Había presente personas que amaban la verdad, pero que habían prestado atención al error y lo habían creído. El Señor manifestó su poder entre nosotros antes de la finalización de la reunión. Nuevamente se me mostró en visión la importancia de que los hermanos del sector este del Estado de Nueva York abandonaran sus diferencias y se unieran en la verdad bíblica.
Regresamos a Middletown, donde habíamos dejado a nuestro hijo durante nuestro viaje por el oeste. Y ahora tuvimos que hacer frente a un penoso deber. Por el bien de las almas consideramos que debíamos sacrificar la compañía de nuestro pequeño Enrique, a fin de entregarnos sin reservas a la obra. Mi salud era deficiente y era inevitable que tendría que dedicar una buena parte de mi tiempo a su cuidado. Fue una prueba muy severa, y sin embargo no me atreví a convertir al niño en un estorbo para el cumplimiento de mi deber. Yo creía que el Señor le había salvado la vida cuando había estado enfermo, y que si yo permitía que él me estorbara en el cumplimiento de mi deber, Dios me lo quitaría. Sola ante el Señor, con sentimientos de dolor y muchas lágrimas, hice el sacrificio y renuncié a mi hijo único, que entonces tenía un año de edad, entregándolo a otra mujer para que hiciera las veces de madre y lo amara como una madre. Lo dejamos con la familia del hermano Howland, en quien teníamos completa confianza. Estaban dispuestos a aumentar sus cargas con tal de dejarnos tan libres como fuera posible para que trabajáramos en la causa de Dios. Sabíamos que ellos podían cuidar mejor a Enrique de lo que yo podría hacer mientras viajaba, y que era para su propio bien tener un hogar y una buena disciplina. Me resultó muy duro alejarme de mi hijo. Noche y día veía su carita triste, y sin embargo con la fuerza del Señor pude sacarlo de mi mente y procurar trabajar por el bien de otros. La familia del hermano Howland estuvo a cargo de Enrique durante cinco años.