Las reuniones campestres
Cuando eran cerca de las ocho de la tarde del viernes llegamos a Boston. A la mañana siguiente tomaríamos el primer tren hacia Groveland. Cuando llegamos al campamento, literalmente, diluviaba. El hermano Haskell había trabajado incesantemente hasta ese momento y se esperaban unas reuniones magníficas. En el campamento había cuarenta y siete tiendas, además de tres grandes carpas, una de las cuales estaba destinada a la congregación y tenía unas dimensiones de veinticinco por treinta y ocho metros. Las reuniones del sábado eran del máximo interés. La iglesia revivía y se fortalecía y los pecadores y los que se habían apartado se hacían conscientes del peligro que corrían.
El domingo por la mañana el cielo todavía estaba nublado; pero antes de que llegara la hora para que las personas se reunieran, salió el sol. Los barcos y los trenes vertieron en el campamento su carga viviente de millares. El hermano [Urías] Smith habló por la mañana sobre la Cuestión Oriental.1 El tema era de especial interés y la audiencia prestó una viva atención. Por la tarde me fue difícil abrirme paso para alcanzar el estrado entre la multitud de personas que se agolpaban. Cuando lo alcancé, ante mí se abría un mar de cabezas. La carpa estaba llena y miles se habían quedado fuera, formando un muro viviente de varios metros de grosor. Los pulmones y la garganta me afligían mucho, aunque creía que Dios me ayudaría en una ocasión tan importante como esa. Cuando empecé a hablar, me olvidé de mis dolores y fatiga porque me di cuenta de que me dirigía a unas personas que no consideraban que mis palabras fuesen historias ociosas. El discurso duró más de una hora sin que la atención decayera un instante. Cuando se hubo cantado el himno de clausura, los dirigentes del Club de Reforma y Temperancia de Haverhill me solicitaron, como también me solicitaron el año anterior, que hablara ante su Asociación el lunes por la tarde. Me vi obligada a declinar la invitación porque ya me había comprometido a hablar en Danvers.
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El lunes por la mañana tuvimos una sesión de oración en la tienda para interceder por mi esposo. Presentamos su caso al gran Médico. Fue una sesión maravillosa y la paz del cielo descendió sobre nosotros. A mi mente acudieron estas palabras: “Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe”. 1 Juan 5:4. Todos sentimos la bendición de Dios que descendía sobre nosotros. Luego nos reunimos en la gran tienda; mi esposo se nos unió y habló durante un corto espacio de tiempo, pronunciando preciosas palabras que provenían de su corazón, suavizado e iluminado por un profundo sentimiento de la misericordia y la bondad de Dios. Se esforzó por hacer que los creyentes de la verdad se dieran cuenta de que recibir la seguridad de la gracia de Dios en el corazón es un privilegio y que las grandes verdades que creemos deben santificar la vida, ennoblecer el carácter y ejercer una influencia salvífica en el mundo. Los ojos llenos de lágrimas de los oyentes mostraban que sus consejos habían tocado e impregnado sus corazones.
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Después retomamos el trabajo en el punto en que lo habíamos dejado el sábado y la mañana transcurrió dedicada al trabajo especial en favor de los pecadores y los que se habían apartado, de los cuales doscientos habían avanzado para orar; sus edades iban desde niños de diez años hasta hombres y mujeres de cabeza plateada. Más de una veintena ponían por primera vez los pies en la senda de la vida. Por la tarde se bautizaron treinta y ocho personas y un gran número demoraron el bautismo hasta su regreso a sus casas.
La tarde del lunes, en compañía del hermano Canright y otros, viajé a Danvers. Mi esposo no pudo acompañarme. Cuando desapareció la presión de la reunión de campo me di cuenta de que estaba enferma y apenas tenía fuerzas a pesar de que los coches nos llevaban rápidamente a mi cita en Danvers. Allí me recibirían personas completamente desconocidas cuyas mentes estaban sesgadas por falsos informes y perversas difamaciones. Pensé que si era capaz de recuperar la fuerza de mis pulmones y la claridad de la voz, si podía liberarme del dolor que me oprimía el pecho, estaría muy agradecida a Dios. Me guardé esos pensamientos y, llena de angustia, invoqué a Dios. Estaba demasiado fatigada para poner mis pensamientos en palabras que tuvieran sentido; pero sentía que necesitaba ayuda y la pedí de todo corazón. Pedí la fuerza física y mental que debía tener si esa noche tenía que hablar. Una y otra vez repetí mi oración silenciosa: “Pongo mi desvalida alma en ti, oh Dios, que eres mi Libertador. No me abandones en esta hora de necesidad”.
A medida que transcurría el tiempo antes de la reunión, mi espíritu luchaba en una agonía de oración, pidiendo la fuerza y la energía de Dios. Mientras se cantaba el último himno, subí al estrado. Me mantuve en pie con gran esfuerzo, sabiendo que si con mi labor conseguía algún éxito, éste se debería a la fuerza del Todopoderoso. El Espíritu del Señor descendió sobre mí cuando comencé a hablar. Sentí como una descarga eléctrica en el corazón y todo el dolor desapareció al instante. Mis nervios también habían sufrido mucho para centrar la mente; ese sufrimiento también desapareció. Sentí cómo se aliviaban mi garganta irritada y mis pulmones cargados. Había perdido casi por completo el gobierno del brazo izquierdo a causa del dolor de pecho, pero en ese momento las sensaciones naturales se habían restaurado. Tenía la mente clara; mi alma estaba llena de luz y amor de Dios. Parecía que tenía a los ángeles del cielo formando un muro de fuego a mi alrededor.
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La tienda estaba llena; alrededor de doscientas personas permanecían fuera de la lona porque no pudieron encontrar lugar en el interior. Hablé de las palabras de Cristo en respuesta al escriba, al respecto de cuál era el mayor mandamiento de la ley: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente”. Mateo 22:37. La bendición de Dios descendió sobre mí y el dolor y la debilidad desaparecieron. Ante mí estaban unas personas con las que nunca más me volvería a encontrar hasta el día del juicio; el deseo de su salvación me impulsó a hablar con sinceridad y temor de Dios, de modo que su sangre no recayera sobre mí. Mis esfuerzos alcanzaron gran libertad y se prolongaron durante una hora y diez minutos. Jesús me ayudó, para su nombre sea la gloria. El público estaba muy atento.
El martes regresamos a Groveland para clausurar la acampada porque ya se estaban desmontando las tiendas y los hermanos se despedían, prontos a subir a los coches para regresar a sus hogares. Fue una de las mejores reuniones de campo a las que jamás había asistido. Antes de abandonar el campamento, los hermanos Canright y Haskell, mi esposo, la hermana Ings y yo buscamos un lugar apartado y nos unimos en oración para pedir abundante bendición de salud y la gracia de Dios para mi esposo. Todos sentíamos la profunda necesidad de ayuda de mi esposo ya que de todas partes nos llegaban urgentes llamadas para predicar. Esa sesión de oración fue preciosa y la dulce paz y el gozo que invadieron nuestros corazones fue la confirmación de que Dios había escuchado nuestras peticiones. Por la tarde, el hermano Haskell nos llevó en su carruaje hasta su casa en South Lancaster para que reposáramos durante un tiempo. Preferimos esa forma de viajar porque creímos que sería beneficioso para nuestra salud.
Día tras día habíamos tenido conflictos con las potencias de las tinieblas pero no rendimos nuestra fe ni nos desalentamos en lo más mínimo. A causa de su enfermedad, mi esposo desmayaba y las tentaciones de Satanás parecían alterar grandemente su mente. Sin embargo, no tuvimos ningún pensamiento de haber sido vencidos por el enemigo. No menos de tres veces al día presentábamos su caso al gran Médico que puede curar cuerpo y alma. Cada sesión de oración era preciosa; en todas las ocasiones teníamos manifestaciones especiales de la luz y el amor de Dios. Una tarde, en casa del hermano Haskell, mientras suplicábamos en favor de mi esposo, pareció que el Señor mismo estaba entre nosotros. Fue una sesión que nunca olvidaré. La estancia parecía iluminada con la presencia de los ángeles. Alabamos al Señor con todo nuestro corazón y nuestra voz. Una hermana que era ciega dijo: “¿Es una visión? ¿Es esto el cielo?” Nuestros corazones estaban en comunión tan estrecha con Dios que creímos que las horas nocturnas eran demasiado sagradas para dormir. Nos retiramos para descansar, pero pasamos casi toda la noche conversando y meditando sobre la bondad y el amor de Dios, y glorificándolo con regocijo.
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Decidimos que emplearíamos un medio de transporte privado durante una parte del viaje a la reunión de campo de Vermont. Pensábamos que sería beneficioso para la salud de mi esposo. A mediodía nos detuvimos en la cuneta, encendimos una hoguera, preparamos el almuerzo y tuvimos una sesión de oración. Nunca olvidaré esas preciosas horas transcurridas junto al hermano y la hermana Haskell, la hermana Ings y la hermana Huntley. Nuestras oraciones ascendieron a Dios durante todo el viaje desde South Lancaster hasta Vermont. Al cabo de tres días, tomamos el ferrocarril y terminamos así nuesro viaje.
Esa reunión fue especialmente beneficiosa para la causa en Vermont. El Señor me dio fuerzas para hablar a las personas al menos una vez al día. Cito la narración que el hermano Urias Smith hace de la reunión, publicada en la Review and Herald:
“Para gran regocijo de los presentes, el hermano y la hermana White y el hermano Haskell asistieron a la reunión. En el campamento se observó, el sábado 8 de septiembre, el día de ayuno establecido con especial referencia al estado de salud del hermano White. Hubo libertad en la oración y tuvimos buenas muestras de que las oraciones no eran en vano. La bendición del Señor descendió sobre su pueblo en gran medida. La tarde del sábado, la hermana White habló con mucha libertad y efecto. Alrededor de cien personas se adelantaron para orar, manifestando un profundo sentimiento y un sincero propósito de buscar al Señor”.
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De Vermont fuimos directamente a la reunión de campo de Nueva York. El Señor me dio gran libertad para hablar al pueblo. Sin embargo, algunos no estaban preparados para recibir los beneficios de la reunión. No se dieron cuenta de su condición y no buscaron sinceramente al Señor, confesando sus transgresiones y dejando sus pecados. Uno de los grandes objetivos de las reuniones de campo es que nuestros hermanos sientan el peligro que corren al sobrecargarse con las preocupaciones de la vida. Cuando estos privilegios no se mejoran, se produce una gran pérdida.
Regresamos a Míchigan y, al cabo de unos día fuimos a Lansing para asistir a la reunión de campo que se celebraba en ese lugar y continuó durante dos semanas. Allí trabajé muy intensamente y el Espíritu del Señor me sostuvo. Fui muy bendecida al hablar a los alumnos y trabajar para su salvación. Fue una reunión notable. El Espíritu de Dios estuvo presente desde el principio hasta el final. Ciento treinta personas fueron bautizadas como resultado de esa reunión. Después de pasar unas semanas en Battle Creek, decidimos cruzar las praderas y dirigirnos a California.
Trabajos en California
Mi esposo trabajó poco en California. Parecía que su recuperación se demoraba. Nuestras oraciones ascendían al cielo un mínimo de tres o incluso cinco veces al día, y la paz de Dios descendía con frecuencia sobre nosotros. Yo no me desalenté en absoluto. Puesto que por las noches no podía dormir mucho, una gran parte del tiempo transcurría en oración y alabanza agradecida a Dios por su misericordia. Sentía que la paz de Dios inundaba mi corazón constantemente y podría decirse que mi paz era como un río. Me alcanzaron pruebas inesperadas e imprevistas que, junto con la enfermedad de mi esposo, estuvieron a punto de postrarme. Pero mi confianza en Dios no se conmovió. En verdad, era una ayuda presente en todos los momentos de necesidad.
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Visitamos Healdsburg, St. Helena, Vacaville y Pacheco. Mi esposo me acompañaba cuando el tiempo era favorable. El invierno era muy duro y cuando la salud de mi esposo mejoró y el tiempo en Míchigan se suavizó, regresó para ingresar en el sanatorio. Allí mejoró mucho y volvió a escribir para nuestras publicaciones con la fuerza y la claridad que le eran habituales.
No me atreví a acompañar a mi esposo y cruzar las praderas. Las constantes preocupaciones y ansiedad, y la incapacidad de dormir, me causaron preocupantes problemas de corazón. A medida que se acercaba la hora de separarnos nuestra inquietud aumentaba. Nos era imposible contener las lágrimas; no sabíamos si volveríamos a encontrarnos en este mundo. Mi esposo regresaba a Míchigan y habíamos decidido que era aconsejable que yo visitara Oregon y diera mi testimonio a aquellos que nunca me habían oído.
Salí de Healdsburg hacia Oakland el 7 de junio. Me reuní con las iglesias de San Francisco y Oakland en la gran tienda de San Francisco, en la cual había trabajado el hermano Healey. Sentí la carga del testimonio y la gran necesidad de esfuerzos personales perseverantes que esas iglesias tenían para atraer a otros al conocimiento de la verdad. Se me había mostrado que San Francisco y Oakland eran, y serían siempre, campos misioneros. Su crecimiento sería lento pero, si todos los que están en esas iglesias fueran miembros vivientes e hicieran lo que estuviera en su mano para llevar la luz a otros, muchos más serían atraídos a las filas de los que obedecen la verdad. Los creyentes en la verdad presente no estaban tan interesados en la salvación de los demás como debieran. La inactividad y la indolencia en la causa de Dios resultaría en que ellos mismos se apartarían de Dios y, con su ejemplo, impedirían que otros avanzaran. Las acciones abnegadas, perseverantes y activas darían el mejor resultado. Quise grabar en su mente que el Señor me ha revelado que los obreros sinceros y activos presentarán la verdad a otros, no los que sólo profesan creerla. No deben presentar la verdad únicamente con palabras, sino con una vida prudente, siendo representantes vivos de la verdad.
Se me mostró que los miembros de esas iglesias debían ser alumnos de la Biblia. Estudiando la voluntad de Dios con sinceridad para aprender a ser obreros de la causa de Dios. Deben mostrar los frutos de la verdad dondequiera que estén: en el hogar, en el taller, en el mercado y también en la casa de reunión. Para familiarizarse con la Biblia deben leerla con atención y en oración. Para depositar su carga, y ellos mismos, en Cristo deben empezar de una vez a estudiar para entender el valor de la cruz de Cristo y aprender a llevarla. Si hubieran vivido vidas santificadas, ahora tendrían ante ellos el temor de Dios.
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Las pruebas nos hacen ver qué somos. Las tentaciones nos permiten atisbar nuestro carácter real y la necesidad de cultivar los buenos rasgos. Al confiar en la bendición de Dios el cristiano está a salvo de cualquier peligro. En la ciudad no será corrompido. En la tesorería será destacado por sus hábitos de estricta integridad. En el taller mecánico cada operación será llevada a cabo con fidelidad, con el ojo puesto en la gloria de Dios. Cuando los miembros de una iglesia siguen esa conducta, la iglesia tiene éxito. La prosperidad nunca alcanzará a las iglesias hasta que se unan estrechamente a Dios y tengan un interés abnegado por la salvación de los hombres. Los ministros pueden predicar sermones agradables y vigorosos y esforzarse mucho para construir la iglesia y hacer que prospere, pero si sus miembros no desempeñan su papel como siervos de Jesucristo, la iglesia siempre estará en tinieblas y sin fuerzas. Tan cierto como que el mundo es difícil y tenebroso, la influencia de un ejemplo realmente coherente será poder para el bien.
No se puede esperar una cosecha allí donde no se ha sembrado, o conocimiento allí donde no se ha buscado, como la salvación cuando se ha sido indolente. El ocioso y perezoso nunca conseguirá derrotar el orgullo ni vencer el poder de la tentación que lo lleva a las pecaminosas complacencias que lo mantienen alejado de su Salvador. La luz de la verdad, cuando santifica la vida, descubrirá al que la recibe las pecaminosas pasiones de su corazón que luchan por el dominio y hacen necesario que para resistir a Satanás ponga en tensión todos los nervios y todas las fuerzas que ha conquistado por los méritos de Cristo. Cuando se encuentre rodeado por influencias premeditadas para apartarlo de Dios, debe pedir incesantemente ayuda y fuerza de Jesús para poder vencer los engaños de Satanás.
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Algunas de las iglesias de California se encuentran en constante peligro porque las preocupaciones de esta vida y los pensamientos mundanos ocupan tanto la mente que no piensan en Dios o el cielo y las necesidades de sus propias almas. Ocasionalmente salen de su estupor pero vuelven a caer en un sueño aún más profundo. A menos que salgan de su sueño, Dios retirará la luz y las bendiciones que les ha otorgado. Lleno de ira, retirará su candelabro. Dios ha hecho que esas iglesias sean depositarias de su ley. Si rechazan el pecado y, con piedad activa y sincera, demuestran firmeza y sumisión a los preceptos de la palabra de Dios, si son fieles en el desempeño de los deberes religiosos, conseguirán que el candelabro vuelva a su sitio. Así tendrán la prueba de que el Señor de los ejércitos está con ellas y el Dios de Jacob es su refugio.
Visita a Oregón
El domingo 10 de junio, el día que teníamos previsto partir hacia Oregón, tuve que quedarme postrada en cama a causa de un ataque de corazón. Mis amigos creyeron que era demasiado arriesgado que tomara el vapor, pero yo pensé que podría resistir subir a bordo del barco. Hice los arreglos necesarios para poder dedicarme a escribir mucho durante la travesía.
En compañía de una amiga y del hermano J. N. Lughborough, dejé San Francisco la tarde de ese mismo día a bordo del vapor “Oregón”. El capitán Conner, al mando de esa espléndida nave, era muy atento con sus pasajeros. Cuando cruzamos el Golden Gate para dirigirnos a mar abierto la mar estaba muy alterada. Teníamos viento de proa y el vapor cabeceaba terriblemente a la vez que el viento enfurecía el océano. Observé el cielo nublado, las olas gigantescas y las gotas de agua pulverizada que reflejaban los colores del arco iris. La visión era terriblemente grandiosa y me sentí llena de temor reverencial mientras contemplaba los misterios de las profundidades, terriblemente enfurecidas. Había una tremenda belleza en la elevación de aquellas orgullosas olas rugientes que luego se desplomaban en sollozos de congoja. Podía ver la exhibición del poder de Dios en el movimiento de las aguas inquietas, que gemían bajo la acción de los vientos despiadados,los cuales arrojaban las olas hacia las alturas como si estuvieran en las convulsiones de una agonía.
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Nos encontrábamos en un precioso barco, a la merced de olas siempre agitadas, pero había un poder invisible que retenía las aguas con firmeza. Sólo Dios tiene el poder de mantenerlas en sus límites establecidos. Es capaz de encerrar las aguas en la palma de su mano. El abismo obedece a la voz de su Creador: “Hasta aquí llegarás, y no pasarás adelante, y ahí parará el orgullo de tus olas”. Job 38:11.
¡Qué maravilloso tema de reflexión era el grandioso océano Pacífico! Su aspecto era todo lo contrario a pacífico: furia y agitación. Si contemplamos la superficie de las aguas, nada parece tan terriblemente ingobernable, sin ley ni orden, como el gran abismo. Pero el océano obedece las leyes de Dios, el cual nivela sus aguas y marca su lecho. Mirando al cielo que nos cubría y a las aguas sobre las que navegábamos me dije: “¿Dónde estoy? ¿Hacia dónde voy? Estoy rodeada por las aguas sin límite. Cuántos se han embarcado para cruzar los mares y no han vuelto a ver las verdes praderas de sus felices hogares. Terminaron sus vidas arrojados al fondo del abismo como granos de arena”.
Al observar el rugiente mar cubierto de espuma me acordé de la escena de la vida de Cristo en la que los discípulos, obedeciendo la orden de su Maestro, fueron en sus barcas hacia la orilla más alejada del mar. Entonces se desencadenó una terrible tormenta. Las naves no respondían a sus deseos y eran bamboleados de un lado a otro hasta tal punto que, presos de la desesperanza, dejaron de remar. Tenían la certeza de que iban a morir. Sin embargo, mientras la tormenta y el oleaje conversaban con la muerte, Cristo, que se había quedado en tierra, se les apareció, andando tranquilo sobre las turbulentas y agitadas aguas. Estaban perplejos porque sus esfuerzos habían sido vanos y su situación era, en apariencia, desesperada; por eso lo habían dado todo por perdido. Cuando vieron a Jesús, que estaba delante de ellos, encima de las aguas, su terror aumentó. Lo tomaron por un seguro precursor de su muerte inmediata. Clamaron, presa del pánico. Sin embargo, a pesar de que su aparición fuese tenida como un presagio de muerte, él acudía como mensajero de vida. Su voz se escuchó por encima del fragor de los elementos: “Yo soy; no temáis”. Juan 6:20. La escena cambió rápidamente del horror y la desesperación al gozo y la esperanza. Era el amado Maestro. Los discípulos ya no sintieron más angustia ni temor de la muerte porque Cristo estaba con ellos.
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¿Desobedeceremos a la Fuente de todo poder, cuya ley obedecen incluso las olas y el mar? ¿Temeré ponerme bajo la protección del que dice que ni un gorrión cae al suelo sin que lo sepa nuestro Padre celestial?
Cuando casi todos ya se hubieron retirado a sus cabinas yo permanecí en la cubierta. El capitán me había facilitado una silla reclinable y algunas mantas para protegerme del aire helado. Sabía que si me encerraba en el camarote me marearía. Llegó la noche, la oscuridad cubrió el mar y las grandes olas hacían que el barco cabeceara terriblemente. Esa gran nave era un cascarón en medio de las aguas despiadadas; aun así, los ángeles del cielo, enviados por Dios para que cumplieran sus órdenes, la guardaban y protegían su marcha. De no ser así, habríamos sido engullidos en un momento sin que quedara rastro de ese espléndido navío. Pero el Dios que alimenta a los cuervos, que cuenta los cabellos de nuestras cabezas, no nos olvidó.
El capitán pensó que hacía demasiado frío para que yo permaneciera en cubierta. Le dije que, en lo se refería a mi seguridad, prefería permanecer allí toda la noche que ir a mi camarote, en el que había dos mujeres mareadas y donde no podría respirar aire puro. Él respondió: “No le pido que vaya a su camarote. Procuraré que tenga un lugar adecuado donde dormir. Los camareros me acompañaron al salón superior y se dispuso un colchón de aire en el suelo. Aunque todo se hizo en el menor tiempo posible, no tardé en marearme. Me tumbé en la improvisada cama y no me levanté hasta el jueves por la mañana. Durante ese tiempo sólo comí una vez; fueron unas pocas cucharadas de caldo de ternera y galletas saladas.
Durante ese viaje de cuatro días, pocas fueron las personas que, pálidas, débiles y tambaleantes, se aventuraron a salir de sus cabinas para dirigirse a la cubierta. La miseria estaba escrita en todas las caras. La vida no parecía deseable. Todos ansiábamos el reposo que no podíamos encontrar y deseábamos ver algo que se mantuviera firme e inmóvil. La importancia de las personas no servía de mucho. He aquí una gran lección que podemos aprender sobre la pequeñez del hombre.