“Sin embargo—añadió—, soy un simple hombre, y no Dios; por consiguiente me defenderé como lo hizo Jesucristo al decir: ‘Si he hablado mal, dadme testimonio del mal’. […] Os conjuro por el Dios de las misericordias, a vos, serenísimo emperador y a vosotros, ilustres príncipes, y a todos los demás, de alta o baja alcurnia, a que me probéis, por los escritos de los profetas y de los apóstoles, que he errado. Así que me hayáis convencido, retractaré todos mis errores y seré el primero en echar mano de mis escritos para arrojarlos a las llamas.
“Lo que acabo de decir muestra claramente que he considerado y pesado bien los peligros a que me expongo; pero lejos de acobardarme, es para mí motivo de gozo ver que el evangelio es hoy día lo que antes, una causa de disturbio y de discordia. Este es el carácter y el destino de la Palabra de Dios. ‘No vine a traeros paz, sino guerra,’ dijo Jesucristo. Dios es admirable y terrible en sus juicios; temamos que al pretender reprimir las discordias, persigamos la Palabra de Dios, y hagamos caer sobre nosotros un diluvio de irresistibles peligros, desastres presentes y desolaciones eternas […]. Yo pudiera citar ejemplos sacados de la Sagrada Escritura, y hablaros de Faraón, de los reyes de Babilonia y de los de Israel, quienes jamás obraron con más eficacia para su ruina, que cuando por consejos en apariencia muy sabios, pensaban consolidar su imperio. Dios ‘remueve las montañas y las derriba antes que lo perciban’” (ibíd.).
Lutero había hablado en alemán; se le pidió que repitiera su discurso en latín. Y aunque rendido por el primer esfuerzo, hizo lo que se le pedía y repitió su discurso en latín, con la misma energía y claridad que la primera vez. La providencia de Dios dirigió este asunto. La mente de muchos de los príncipes estaba tan cegada por el error y la superstición que la primera vez no apreciaron la fuerza de los argumentos de Lutero; pero al repetirlos el orador pudieron darse mejor cuenta de los puntos desarrollados por él.
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Aquellos que cerraban obstinadamente los ojos para no ver la luz, resueltos ya a no aceptar la verdad, se llenaron de ira al oír las poderosas palabras de Lutero. Tan luego como hubo dejado de hablar, el que tenía que contestar en nombre de la dieta le dijo con indignación: “No habéis respondido a la pregunta que se os ha hecho […]. Se exige de vos una respuesta clara y precisa. ¿Queréis retractaros, sí o no?”
El reformador contestó: “Ya que su serenísima majestad y sus altezas exigen de mí una respuesta sencilla, clara y precisa, voy a darla, y es esta: Yo no puedo someter mi fe ni al papa ni a los concilios, porque es tan claro como la luz del día que ellos han caído muchas veces en el error así como en muchas contradicciones consigo mismos. Por lo cual, si no se me convence con testimonios bíblicos, o con razones evidentes, y si no se me persuade con los mismos textos que yo he citado, y si no sujetan mi conciencia a la Palabra de Dios, yo no puedo ni quiero retractar nada, por no ser digno de un cristiano hablar contra su conciencia. Heme aquí; no me es dable hacerlo de otro modo. ¡Que Dios me ayude! ¡Amén!” (ibíd.).
Así se mantuvo este hombre recto en el firme fundamento de la Palabra de Dios. La luz del cielo iluminaba su rostro. La grandeza y pureza de su carácter, el gozo y la paz de su corazón eran manifiestos a todos los que le oían dar su testimonio contra el error, y veían en él esa fe que vence al mundo.
La asamblea entera quedó un rato muda de asombro. La primera vez había hablado Lutero en tono respetuoso y bajo, en actitud casi sumisa. Los romanistas habían interpretado todo esto como prueba evidente de que el valor empezaba a faltarle. Se habían figurado que la solicitud de un plazo para dar su contestación equivalía al preludio de su retractación. Carlos mismo, al notar no sin desprecio el hábito raído del fraile, su actitud tan llana, la sencillez de su oración, había exclamado: “Por cierto no será este monje el que me convierta en hereje”. Empero el valor y la energía que esta vez desplegara, así como la fuerza y la claridad de sus argumentaciones, los dejaron a todos sorprendidos. El emperador, lleno de admiración, exclamó entonces: “El fraile habla con un corazón intrépido y con inmutable valor”. Muchos de los príncipes alemanes veían con orgullo y satisfacción a este representante de su raza.
Los partidarios de Roma estaban derrotados; su causa ofrecía un aspecto muy desfavorable. Procuraron conservar su poderío, no por medio de las Escrituras, sino apelando a las amenazas, como lo hace siempre Roma en semejantes casos. El orador de la dieta dijo: “Si no te retractas, el emperador y los estados del imperio verán lo que debe hacerse con un hereje obstinado”.
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Los amigos de Lutero, que habían oído su noble defensa, poseídos de sincero regocijo, temblaron al oír las palabras del orador oficial; pero el doctor mismo, con toda calma, repuso: “¡Dios me ayude! porque de nada puedo retractarme” (ibíd.).
Se indicó a Lutero que se retirase mientras los príncipes deliberaban. Todos se daban cuenta de que era un momento de gran crisis. La persistente negativa de Lutero a someterse podía afectar la historia de la iglesia por muchos siglos. Se acordó darle otra oportunidad para retractarse. Por última vez le hicieron entrar de nuevo en la sala. Se le volvió a preguntar si renunciaba a sus doctrinas. Contestó: “No tengo otra respuesta que dar, que la que he dado”. Era ya bien claro y evidente que no podrían inducirle a ceder, ni de grado ni por fuerza, a las exigencias de Roma.
Los caudillos papales estaban acongojados porque su poder, que había hecho temblar a los reyes y a los nobles, era así despreciado por un pobre monje, y se propusieron hacerle sentir su ira, entregándole al tormento. Pero, reconociendo Lutero el peligro que corría, había hablado a todos con dignidad y serenidad cristiana. Sus palabras habían estado exentas de orgullo, pasión o falsedad. Se había perdido de vista a sí mismo y a los grandes hombres que le rodeaban, y solo sintió que se hallaba en presencia de Uno que era infinitamente superior a los papas, a los prelados, a los reyes y a los emperadores. Cristo mismo había hablado por medio del testimonio de Lutero con tal poder y grandeza, que tanto en los amigos como en los adversarios despertó pavor y asombro. El Espíritu de Dios había estado presente en aquel concilio impresionando vivamente los corazones de los jefes del imperio. Varios príncipes reconocieron sin embozo la justicia de la causa del reformador. Muchos se convencieron de la verdad; pero en algunos la impresión no fue duradera. Otros aún hubo que en aquel momento no manifestaron sus convicciones, pero que, habiendo estudiado las Escrituras después, llegaron a ser intrépidos sostenedores de la Reforma.
El elector Federico había aguardado con ansiedad la comparecencia de Lutero ante la dieta y escuchó su discurso con profunda emoción. Experimentó regocijo y orgullo al presenciar el valor del fraile, su firmeza y el modo en que se mostraba dueño de sí mismo, y resolvió defenderle con mayor firmeza que antes. Comparó entre sí a ambas partes contendientes, y vio que la sabiduría de los papas, de los reyes y de los prelados había sido anulada por el poder de la verdad. El papado había sufrido una derrota que iba a dejarse sentir en todas las naciones al través de los siglos.
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Al notar el legado el efecto que produjeran las palabras de Lutero, temió, como nunca había temido, por la seguridad del poder papal, y resolvió echar mano de todos los medios que estuviesen a su alcance para acabar con el reformador. Con toda la elocuencia y la habilidad diplomática que le distinguían en gran manera, le pintó al joven emperador la insensatez y el peligro que representaba el sacrificar, en favor de un insignificante fraile, la amistad y el apoyo de la poderosa sede de Roma.
Sus palabras no fueron inútiles. El día después de la respuesta de Lutero, Carlos mandó a la dieta un mensaje en que manifestaba su determinación de seguir la política de sus antecesores de sostener y proteger la religión romana. Ya que Lutero se negaba a renunciar a sus errores, se tornarían las medidas más enérgicas contra él y contra las herejías que enseñaba. “Un solo fraile, extraviado por su propia locura, se levanta contra la fe de la cristiandad. Sacrificaré mis reinos, mi poder, mis amigos, mis tesoros, mi cuerpo, mi sangre, mi espíritu y mi vida para contener esta impiedad. Voy a despedir al agustino Lutero, prohibiéndole causar el más leve tumulto entre el pueblo; en seguida procederé contra él y sus secuaces, como contra herejes declarados, por medio de la excomunión, de la suspensión y por todos los medios convenientes para destruirlos. Pido a los miembros de los estados que se conduzcan como fieles cristianos” (ibíd., cap. 9). No obstante el emperador declaró que el salvoconducto de Lutero debía ser respetado y que antes de que se pudiese proceder contra él, debía dejársele llegar a su casa sano y salvo.
Dos opiniones encontradas fueron entonces propuestas por los miembros de la dieta. Los emisarios y representantes del papa solicitaron que el salvoconducto del reformador fuera violado. “El Rin—decían—debe recibir sus cenizas, como recibió hace un siglo las de Juan Hus” (ibíd.). Pero los príncipes alemanes, si bien papistas y enemigos jurados de Lutero, se opusieron a que se violara así la fe pública, alegando que aquello sería un baldón en el honor de la nación. Recordaron las calamidades que habían sobrevenido por la muerte de Juan Hus y declararon que ellos no se atrevían a acarrearlas a Alemania ni a su joven emperador.
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Carlos mismo dijo, en respuesta a la vil propuesta: “Aun cuando la buena fe y la fidelidad fuesen desterradas del universo, deberían hallar refugio en el corazón de los príncipes” (ibíd.). Pero los enemigos más encarnizados de Lutero siguieron hostigando al monarca para que hiciera con el reformador lo que Segismundo hiciera con Hus: abandonarle a la misericordia de la iglesia; pero Carlos V evocó la escena en que Hus, señalando las cadenas que le aherrojaban, le recordó al monarca su palabra que había sido quebrantada, y contestó: “Yo no quiero sonrojarme como Segismundo”. Lenfant 1:422.
Carlos empero había rechazado deliberadamente las verdades expuestas por Lutero. El emperador había declarado: “Estoy firmemente resuelto a seguir el ejemplo de mis antepasados” (D’Aubigné, lib. 7, cap. 9). Estaba decidido a no salirse del sendero de la costumbre, ni siquiera para ir por el camino de la verdad y de la rectitud. Por la razón de que sus padres lo habían sostenido, él también sostendría al papado y toda su crueldad y corrupción. De modo que se dispuso a no aceptar más luz que la que habían recibido sus padres y a no hacer cosa que ellos no hubiesen hecho.
Son muchos los que en la actualidad se aferran a las costumbres y tradiciones de sus padres. Cuando el Señor les envía alguna nueva luz se niegan a aceptarla porque sus padres, no habiéndola conocido, no la recibieron. No estamos en la misma situación que nuestros padres, y por consiguiente nuestros deberes y responsabilidades no son los mismos tampoco. No nos aprobará Dios si miramos el ejemplo de nuestros padres para determinar lo que es nuestro deber, en vez de escudriñar la Biblia por nosotros mismos. Nuestra responsabilidad es más grande que la de nuestros antepasados. Somos deudores por la luz que recibieron ellos y que nos entregaron como herencia, y deudores por la mayor luz que nos alumbra hoy procedente de la Palabra de Dios.
Cristo dijo a los incrédulos judíos: “Si yo no hubiera venido y les hubiera hablado, no hubieran tenido pecado; mas ahora no tienen excusa por su pecado”. Juan 15:22 (VM). El mismo poder divino habló por boca de Lutero al emperador y a los príncipes de Alemania. Y mientras la luz resplandecía procedente de la Palabra de Dios, su Espíritu alegó por última vez con muchos de los que se hallaban en aquella asamblea. Así como Pilato, siglos antes, permitiera que el orgullo y la popularidad le cerraran el corazón para que no recibiera al Redentor del mundo; y así como el cobarde Félix rechazara el mensaje de verdad, diciendo: “Ahora vete; mas en teniendo oportunidad te llamaré”, y así como el orgulloso Agripa confesara: “Por poco me persuades a ser cristiano” (Hechos 24:25; 26:28), pero rechazó el mensaje que le era enviado del cielo, así también Carlos V, cediendo a las instancias del orgullo y de la política del mundo, decidió rechazar la luz de la verdad.
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Corrían por todas partes muchos rumores de los proyectos hostiles a Lutero y despertaban gran agitación en la ciudad. Lutero se había conquistado muchos amigos que, conociendo la traidora crueldad de Roma para con los que se atrevían a sacar a luz sus corrupciones, resolvieron evitar a todo trance que él fuese sacrificado. Centenares de nobles se comprometieron a protegerle. No pocos denunciaban públicamente el mensaje imperial como prueba evidente de humillante sumisión al poder de Roma. Se fijaron pasquines en las puertas de las casas y en las plazas públicas, unos contra Lutero y otros en su favor. En uno de ellos se leían sencillamente estas enérgicas palabras del sabio: “¡Ay de ti, oh tierra, cuyo rey es un niño!” Eclesiastés 10:16 (VM). El entusiasmo que el pueblo manifestaba en favor de Lutero en todas partes del imperio, dio a conocer a Carlos y a la dieta que si se cometía una injusticia contra él bien podrían quedar comprometidas la paz del imperio y la estabilidad del trono.
Federico de Sajonia observó una bien estudiada reserva, ocultando cuidadosamente sus verdaderos sentimientos para con el reformador, y al mismo tiempo lo custodiaba con incansable vigilancia, observando todos sus movimientos y los de sus adversarios. Pero había muchos que no se cuidaban de ocultar su simpatía hacia Lutero. Era este visitado por príncipes, condes, barones y otras personas de distinción, clérigos y laicos. “El pequeño cuarto del doctor—escribía Spalatino—no podía contener a todos los que acudían a verle”. Martyn 1:404. El pueblo le miraba como si fuese algo más que humano. Y aun los que no creían en sus enseñanzas, no podían menos que admirar en él la sublime integridad que le hacía desafiar la muerte antes que violar los dictados de su conciencia.
Se hicieron esfuerzos supremos para conseguir que Lutero consintiera en transigir con Roma. Príncipes y nobles le manifestaron que si persistía en sostener sus opiniones contra la iglesia y los concilios, pronto se le desterraría del imperio y entonces nadie le defendería. A esto respondió el reformador: “El evangelio de Cristo no puede ser predicado sin escándalo […]. ¿Cómo es posible que el temor o aprensión de los peligros me desprenda del Señor y de su Palabra divina, que es la única verdad? ¡No; antes daré mi cuerpo, mi sangre y mi vida!” (D’Aubigné, lib. 7, cap. 10).