Una estaca más iba a levantarse en Constanza. La sangre de otro mártir iba a testificar por la misma verdad. Jerónimo al decir adiós a Hus, cuando este partiera para el concilio, le exhortó a ser valiente y firme, declarándole que si caía en algún peligro él mismo volaría en su auxilio. Al saber que el reformador se hallaba encarcelado, el fiel discípulo se dispuso inmediatamente a cumplir su promesa. Salió para Constanza con un solo compañero y sin proveerse de salvoconducto. Al llegar a la ciudad, se convenció de que solo se había expuesto al peligro, sin que le fuera posible hacer nada para libertar a Hus. Huyó entonces pero fue arrestado en el camino y devuelto a la ciudad cargado de cadenas, bajo la custodia de una compañía de soldados. En su primera comparecencia ante el concilio, sus esfuerzos para contestar los cargos que le arrojaban se malograban entre los gritos: “¡A la hoguera con él! ¡A las llamas!” Bonnechose 2:256. Fue arrojado en un calabozo, lo encadenaron en una postura muy penosa y lo tuvieron a pan y agua. Después de algunos meses, las crueldades de su prisión causaron a Jerónimo una enfermedad que puso en peligro su vida, y sus enemigos, temiendo que se les escapase, le trataron con menos severidad aunque dejándole en la cárcel por un año.
La muerte de Hus no tuvo el resultado que esperaban los papistas. La violación del salvoconducto que le había sido dado al reformador, levantó una tempestad de indignación, y como medio más seguro, el concilio resolvió que en vez de quemar a Jerónimo se le obligaría, si posible fuese, a retractarse. Fue llevado ante el concilio y se le instó para que escogiera entre la retractación o la muerte en la hoguera. Haberle dado muerte al principio de su encarcelamiento hubiera sido un acto de misericordia en comparación con los terribles sufrimientos a que le sometieron; pero después de esto, debilitado por su enfermedad y por los rigores de su prisión, detenido en aquellas mazmorras y sufriendo torturas y angustias, separado de sus amigos y herido en el alma por la muerte de Hus, el ánimo de Jerónimo decayó y consintió en someterse al concilio. Se comprometió a adherirse a la fe católica y aceptó el auto de la asamblea que condenaba las doctrinas de Wiclef y de Hus, exceptuando, sin embargo, las “santas verdades” que ellos enseñaron. Ibíd., 3:156.
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Por medio de semejante expediente Jerónimo trató de acallar la voz de su conciencia y librarse de la condena; pero, vuelto al calabozo, a solas consigo mismo percibió la magnitud de su acto. Comparó el valor y la fidelidad de Hus con su propia retractación. Pensó en el divino Maestro a quien él se había propuesto servir y que por causa suya sufrió la muerte en la cruz. Antes de su retractación había hallado consuelo en medio de sus sufrimientos, seguro del favor de Dios; pero ahora, el remordimiento y la duda torturaban su alma. Harto sabía que tendría que hacer otras retractaciones para vivir en paz con Roma. El sendero que empezaba a recorrer le llevaría infaliblemente a una completa apostasía. Resolvió no volver a negar al Señor para librarse de un breve plazo de padecimientos.
Pronto fue llevado otra vez ante el concilio, pues sus declaraciones no habían dejado satisfechos a los jueces. La sed de sangre despertada por la muerte de Hus, reclamaba nuevas víctimas. Solo la completa abjuración podía salvar de la muerte al reformador. Pero este había resuelto confesar su fe y seguir hasta la hoguera a su hermano mártir.
Desvirtuó su anterior retractación, y a punto de morir, exigió que se le diera oportunidad para defenderse. Temiendo los prelados el efecto de sus palabras, insistieron en que él se limitara a afirmar o negar lo bien fundado de los cargos que se le hacían. Jerónimo protestó contra tamaña crueldad e injusticia. “Me habéis tenido encerrado—dijo—, durante trescientos cuarenta días, en una prisión horrible, en medio de inmundicias, en un sitio malsano y pestilente, y falto de todo en absoluto. Me traéis hoy ante vuestra presencia y tras de haber prestado oídos a mis acérrimos enemigos, os negáis a oírme […]. Si en verdad sois sabios, y si sois la luz del mundo, cuidaos de pecar contra la justicia. En cuanto a mí, no soy más que un débil mortal; mi vida es de poca importancia, y cuando os exhorto a no dar una sentencia injusta, hablo más por vosotros que por mí”. Ibíd., 162, 163.
Al fin le concedieron a Jerónimo lo que pedía. Se arrodilló en presencia de sus jueces y pidió que el Espíritu divino guíara sus pensamientos y le diese palabras para que nada de lo que iba a decir fuese contrario a la verdad e indigno de su Maestro. En aquel día se cumplió en su favor la promesa del Señor a los primeros discípulos: “Seréis llevados ante gobernadores y reyes por mi causa […]. Cuando os entregaren, no os afanéis sobre cómo o qué habéis de decir; porque en aquella misma hora os será dado lo que habéis de decir; porque no sois vosotros quienes habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros”. Mateo 10:18-20 (VM).
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Las palabras de Jerónimo produjeron sorpresa y admiración aun a sus enemigos. Por espacio de todo un año había estado encerrado en un calabozo, sin poder leer ni ver la luz siquiera, sufriendo físicamente a la vez que dominado por terrible ansiedad mental; y no obstante, supo presentar sus argumentos con tanta claridad y con tanta fuerza como si hubiera podido estudiar constantemente. Llamó la atención de sus oyentes a la larga lista de santos varones que habían sido condenados por jueces injustos. En casi todas las generaciones hubo hombres que por más que procuraban levantar el nivel moral del pueblo de su época, eran despreciados y rechazados, pero que en tiempos ulteriores fueron reconocidos dignos de recibir honor. Cristo mismo fue condenado como malhechor, por un tribunal inicuo.
Al retractarse Jerónimo había declarado justa la sentencia condenatoria que el concilio lanzara contra Hus; pero esta vez declaró que se arrepentía de ello y dio un valiente testimonio a la inocencia y santidad del mártir. Expresóse en estos términos: “Conocí a Juan Hus desde su niñez. Era el hombre más excelente, justo y santo; pero no por eso dejó de ser condenado […]. Y ahora yo también estoy listo para morir. No retrocederé ante los tormentos que hayan preparado para mí mis enemigos, los testigos falsos, los cuales tendrán que ser llamados un día a cuentas por sus imposturas, ante el gran Dios a quien nadie puede engañar”. Bonnechose 3:167.
Al censurarse a sí mismo por haber negado la verdad, dijo Jerónimo: “De todos los pecados que he cometido desde mi juventud, ninguno pesa tanto sobre mí ni me causa tan acerbos remordimientos, como el que cometí en este funesto lugar, cuando aprobé la inicua sentencia pronunciada contra Wiclef y contra el santo mártir, Juan Hus, maestro y amigo mío. Sí, lo confieso de todo corazón, y declaro con verdadero horror que desgraciadamente me turbé cuando, por temor a la muerte, condené las doctrinas de ellos. Por tanto, ruego […] al Dios todopoderoso se digne perdonarme mis pecados y este en particular, que es el más monstruoso de todos”. Señalando a los jueces, dijo con entereza: “Vosotros condenasteis a Wiclef y a Juan Hus no porque hubieran invalidado las doctrinas de la iglesia, sino sencillamente por haber denunciado los escándalos provenientes del clero, su pompa, su orgullo y todos los vicios de los prelados y sacerdotes. Las cosas que aquellos afirmaron y que son irrefutables, yo también las creo y las proclamo”.
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Sus palabras fueron interrumpidas. Los prelados, temblando de ira, exclamaron: “¿Qué necesidad hay de mayores pruebas? ¡Contemplamos con nuestros propios ojos el más obstinado de los herejes!”
Sin conmoverse ante la tempestad, repuso Jerónimo: “¡Qué! ¿imagináis que tengo miedo de morir? Por un año me habéis tenido encadenado, encerrado en un calabozo horrible, más espantoso que la misma muerte. Me habéis tratado con más crueldad que a un turco, judío o pagano, y mis carnes se han resecado hasta dejar los huesos descubiertos; pero no me quejo, porque las lamentaciones sientan mal en un hombre de corazón y de carácter; pero no puedo menos que expresar mi asombro ante tamaña barbarie con que habéis tratado a un cristiano. Ibíd., 168, 169.
Volvió con esto a estallar la tempestad de ira y Jerónimo fue devuelto en el acto a su calabozo. A pesar de todo, hubo en la asamblea algunos que quedaron impresionados por sus palabras y que desearon salvarle la vida. Algunos dignatarios de la iglesia le visitaron y le instaron a que se sometiera al concilio. Se le hicieron las más brillantes promesas si renunciaba a su oposición contra Roma. Pero, a semejanza de su Maestro, cuando le ofrecieron la gloria del mundo, Jerónimo se mantuvo firme.
“Probadme con las Santas Escrituras que estoy en error—dijo él—y abjuraré de él”.
“¡Las Santas Escrituras!—exclamó uno de sus tentadores—, ¿todo debe ser juzgado por ellas? ¿Quién puede comprenderlas si la iglesia no las interpreta?”
“¿Son las tradiciones de los hombres más dignas de fe que el evangelio de nuestro Salvador?—replicó Jerónimo—. Pablo no exhortó a aquellos a quienes escribía a que escuchasen las tradiciones de los hombres, sino que les dijo: ‘Escudriñad las Escrituras’”. “Hereje—fue la respuesta—, me arrepiento de haber estado alegando contigo tanto tiempo. Veo que es el diablo el que te impulsa” (Wylie, lib. 3, cap. 10).
En breve se falló sentencia de muerte contra él. Le condujeron en seguida al mismo lugar donde Hus había dado su vida. Fue al suplicio cantando, iluminado el rostro de gozo y paz. Fijó en Cristo su mirada y la muerte ya no le infundía miedo alguno. Cuando el verdugo, a punto de prender la hoguera, se puso detrás de él, el mártir exclamó: “Ven por delante, sin vacilar. Prende la hoguera en mi presencia. Si yo hubiera tenido miedo, no estaría aquí”.
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Las últimas palabras que pronunció cuando las llamas le envolvían fueron una oración. Dijo: “Señor, Padre todopoderoso, ten piedad de mí y perdóname mis pecados, porque tú sabes que siempre he amado tu verdad”. Bonnechose 3:185, 186. Su voz dejó de oírse, pero sus labios siguieron murmurando la oración. Cuando el fuego hubo terminado su obra, las cenizas del mártir fueron recogidas juntamente con la tierra donde estaban esparcidas y, como las de Hus, fueron arrojadas al Rin.
Así murieron los fieles siervos que derramaron la luz de Dios. Pero la luz de las verdades que proclamaron—la luz de su heroico ejemplo—no pudo extinguirse. Antes podían los hombres intentar hacer retroceder al sol en su carrera que apagar el alba de aquel día que vertía ya sus fulgores sobre el mundo.
La ejecución de Hus había encendido llamas de indignación y horror en Bohemia. La nación entera se conmovió al reconocer que había caído víctima de la malicia de los sacerdotes y de la traición del emperador. Se le declaró fiel maestro de la verdad, y el concilio que decretó su muerte fue culpado del delito de asesinato. Como consecuencia de esto las doctrinas del reformador llamaron más que nunca la atención. Los edictos del papa condenaban los escritos de Wiclef a las llamas, pero las obras que habían escapado a dicha sentencia fueron sacadas de donde habían sido escondidas para estudiarlas comparándolas con la Biblia o las porciones de ella que el pueblo podía conseguir, y muchos fueron inducidos así a aceptar la fe reformada.
Los asesinos de Hus no permanecieron impasibles al ser testigos del triunfo de la causa de aquel. El papa y el emperador se unieron para sofocar el movimiento, y los ejércitos de Segismundo fueron despachados contra Bohemia.
Pero surgió un libertador, Ziska, que poco después de empezada la guerra quedó enteramente ciego, y que fue no obstante uno de los más hábiles generales de su tiempo, era el que guiaba a los bohemios. Confiando en la ayuda de Dios y en la justicia de su causa, aquel pueblo resistió a los más poderosos ejércitos que fueron movilizados contra él. Vez tras vez el emperador, suscitando nuevos ejércitos, invadió a Bohemia, tan solo para ser rechazado ignominiosamente. Los husitas no le tenían miedo a la muerte y nada les podía resistir. A los pocos años de empeñada la lucha, murió el valiente Ziska; pero le reemplazó Procopio, general igualmente arrojado y hábil, y en varios aspectos jefe más capaz.
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Los enemigos de los bohemios, sabiendo que había fallecido el guerrero ciego, creyeron llegada la oportunidad favorable para recuperar lo que habían perdido. El papa proclamó entonces una cruzada contra los husitas, y una vez más se arrojó contra Bohemia una fuerza inmensa, pero solo para sufrir terrible descalabro. Proclamóse otra cruzada. En todas las naciones de Europa que estaban sujetas al papa se reunió dinero, se hizo acopio de armamentos y se reclutaron hombres. Muchedumbres se reunieron bajo el estandarte del papa con la seguridad de que al fin acabarían con los herejes husitas. Confiando en la victoria, un inmenso número de soldados invadió a Bohemia. El pueblo se reunió para defenderse. Los dos ejércitos se aproximaron uno al otro, quedando separados tan solo por un río que corría entre ellos. “Los cruzados eran muy superiores en número, pero en vez de arrojarse a cruzar el río y entablar batalla con los husitas a quienes habían venido a atacar desde tan lejos, permanecieron absortos y en silencio mirando a aquellos guerreros” (Wylie, lib. 3, cap. 17). Repentinamente un terror misterioso se apoderó de ellos. Sin asestar un solo golpe, esa fuerza irresistible se desbandó y se dispersó como por un poder invisible. Las tropas husitas persiguieron a los fugitivos y mataron a gran número de ellos, y un rico botín quedó en manos de los vencedores, de modo que, en lugar de empobrecer a los bohemios, la guerra los enriqueció.
Pocos años después, bajo un nuevo papa, se preparó otra cruzada. Como anteriormente, se volvió a reclutar gente y a allegar medios de entre los países papales de Europa. Se hicieron los más halagüeños ofrecimientos a los que quisiesen tomar parte en esta peligrosa empresa. Se daba indulgencia plenaria a los cruzados aunque hubiesen cometido los más monstruosos crímenes. A los que muriesen en la guerra se les aseguraba hermosa recompensa en el cielo, y los que sobreviviesen cosecharían honores y riquezas en el campo de batalla. Así se logró reunir un inmenso ejército que cruzó la frontera y penetró en Bohemia. Las fuerzas husitas se retiraron ante el enemigo y atrajeron así a los invasores al interior del país, dejándoles creer que ya habían ganado la victoria. Finalmente, el ejército de Procopio se detuvo y dando frente al enemigo se adelantó al combate. Los cruzados descubrieron entonces su error y esperaron el ataque en sus reales. Al oír el ejército que se aproximaba contra ellos y aun antes de que vieran a los husitas, el pánico volvió a apoderarse de los cruzados. Los príncipes, los generales y los soldados rasos, arrojando sus armas, huyeron en todas direcciones. En vano el legado papal que guiaba la invasión se esforzó en reunir aquellas fuerzas aterrorizadas y dispersas. A pesar de su decididísimo empeño, él mismo se vio precisado a huir entre los fugitivos. La derrota fue completa y otra vez un inmenso botín cayó en manos de los vencedores.