El Gran Conflicto – Día 018

De esta manera por segunda vez un gran ejército despachado por las más poderosas naciones de Europa, una hueste de valientes guerreros, disciplinados y bien pertrechados, huyó sin asestar un solo golpe, ante los defensores de una nación pequeña y débil. Era una manifestación del poder divino. Los invasores fueron heridos por un terror sobrenatural. El que anonadó los ejércitos de Faraón en el Mar Rojo, e hizo huir a los ejércitos de Madián ante Gedeón y los trescientos, y en una noche abatió las fuerzas de los orgullosos asirios, extendió una vez más su mano para destruir el poder del opresor. “Allí se sobresaltaron de pavor donde no había miedo; porque Dios ha esparcido los huesos del que asentó campo contra ti: los avergonzaste, porque Dios los desechó”. Salmos 53:5.

Los caudillos papales desesperaron de conseguir nada por la fuerza y resolvieron a usar la diplomacia. Se adoptó una transigencia que, aparentando conceder a los bohemios libertad de conciencia, los entregaba al poder de Roma. Los bohemios habían especificado cuatro puntos como condición para hacer la paz con Roma, a saber: La predicación libre de la Biblia; el derecho de toda la iglesia a participar de los elementos del pan y vino en la comunión, y el uso de su idioma nativo en el culto divino; la exclusión del clero de los cargos y autoridad seculares; y en casos de crímenes, su sumisión a la jurisdicción de las cortes civiles que tendrían acción sobre clérigos y laicos. Al fin, las autoridades papales “convinieron en aceptar los cuatro artículos de los husitas, pero estipularon que el derecho de explicarlos, es decir, de determinar su exacto significado, pertenecía al concilio o, en otras palabras, al papa y al emperador” (Wylie, lib. 3, cap. 18). Sobre estas bases se ajustó el tratado y Roma ganó por medio de disimulos y fraudes lo que no había podido ganar en los campos de batalla; porque, imponiendo su propia interpretación de los artículos de los husitas y de la Biblia, pudo adulterar su significado y acomodarlo a sus propias miras.

En Bohemia, muchos, al ver así defraudada la libertad que ya disfrutaban, no aceptaron el convenio. Surgieron disensiones y divisiones que provocaron contiendas y derramamiento de sangre entre ellos mismos. En esta lucha sucumbió el noble Procopio y con él sucumbieron también las libertades de Bohemia.

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Por aquel tiempo, Segismundo, el traidor de Hus y de Jerónimo, llegó a ocupar el trono de Bohemia, y a pesar de su juramento de respetar los derechos de los bohemios, procedió a imponerles el papismo. Pero muy poco sacó con haberse puesto al servicio de Roma. Por espacio de veinte años su vida no había sido más que un cúmulo de trabajos y peligros. Sus ejércitos y sus tesoros se habían agotado en larga e infructuosa contienda; y ahora, después de un año de reinado murió dejando el reino en vísperas de la guerra civil y a la posteridad un nombre manchado de infamia.

Continuaron mucho tiempo las contiendas y el derramamiento de sangre. De nuevo los ejércitos extranjeros invadieron a Bohemia y las luchas intestinas debilitaron y arruinaron a la nación. Los que permanecieron fieles al evangelio fueron objeto de encarnizada persecución.

En vista de que, al transigir con Roma, sus antiguos hermanos habían aceptado sus errores, los que se adherían a la vieja fe se organizaron en iglesia distinta, que se llamó de “los Hermanos Unidos”. Esta circunstancia atrajo sobre ellos toda clase de maldiciones; pero su firmeza era inquebrantable. Obligados a refugiarse en los bosques y las cuevas, siguieron reuniéndose para leer la Palabra de Dios y para celebrar culto.

Valiéndose de mensajeros secretos que mandaron a varios países, llegaron a saber que había, diseminados en varias partes, “algunos sostenedores de la verdad, unos en esta, otros en aquella ciudad, siendo como ellos, objeto de encarnizada persecución; supieron también que entre las montañas de los Alpes había una iglesia antigua que se basaba en las Sagradas Escrituras, y que protestaba contra la idólatra corrupción de Roma” (ibíd., cap. 19). Recibieron estos datos con gran regocijo e iniciaron relaciones por correspondencia con los cristianos valdenses.

Permaneciendo firmes en el evangelio, los bohemios, a través de las tinieblas de la persecución y aun en la hora más sombría, volvían la vista hacia el horizonte como quien espera el rayar del alba. “Les tocó vivir en días malos, pero […] recordaban las palabras pronunciadas por Hus y repetidas por Jerónimo, de que pasaría un siglo antes de que se viera despuntar la aurora. Estas palabras eran para los husitas lo que para las tribus esclavas en la tierra de servidumbre aquellas palabras de José: ‘Yo voy a morir, pero Dios ciertamente os visitará y os hará subir de esta tierra’” (ibíd.). “La última parte del siglo XV vio el crecimiento lento pero seguro de las iglesias de los Hermanos. Aunque distaban mucho de no ser molestados, gozaron sin embargo de relativa tranquilidad. A principios del siglo XVI se contaban doscientas de sus iglesias en Bohemia y en Moravia” (T. H. Gilett, Life and Times of John Huss, tomo 2, p. 570). “Tan numeroso era el residuo, que sobrevivió a la furia destructora del fuego y de la espada y pudo ver la aurora de aquel día que Hus había predicho” (Wylie, lib. 3, cap. 19).

Capítulo 7—En la encrucijada de los caminos

El más distinguido de todos los que fueron llamados a guiar a la iglesia de las tinieblas del papado a la luz de una fe más pura, fue Martín Lutero. Celoso, ardiente y abnegado, sin más temor que el temor de Dios y sin reconocer otro fundamento de la fe religiosa que el de las Santas Escrituras, fue Lutero el hombre de su época. Por su medio realizó Dios una gran obra para reformar a la iglesia e iluminar al mundo.

A semejanza de los primeros heraldos del evangelio, Lutero surgió del seno de la pobreza. Sus primeros años transcurrieron en el humilde hogar de un aldeano de Alemania, que con su oficio de minero ganara los medios necesarios para educar al niño. Quería que ese hijo fuese abogado, pero Dios se había propuesto hacer de él un constructor del gran templo que venía levantándose lentamente en el transcurso de los siglos. Las contrariedades, las privaciones y una disciplina severa constituyeron la escuela donde la Infinita Sabiduría preparara a Lutero para la gran misión que iba a desempeñar.

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El padre de Lutero era hombre de robusta y activa inteligencia y de gran fuerza de carácter, honrado, resuelto y franco. Era fiel a las convicciones que le señalaban su deber, sin cuidarse de las consecuencias. Su propio sentido común le hacía mirar con desconfianza el sistema monástico. Le disgustó mucho ver que Lutero, sin su consentimiento, entrara en un monasterio, y pasaron dos años antes que el padre se reconciliara con el hijo, y aun así no cambió de opinión.

Los padres de Lutero velaban con gran esmero por la educación y el gobierno de sus hijos. Procuraban instruirlos en el conocimiento de Dios y en la práctica de las virtudes cristianas. Muchas veces oía el hijo las oraciones que su padre dirigía al cielo para pedir que Martín tuviera siempre presente el nombre del Señor y contribuyese un día a propagar la verdad. Los padres no desperdiciaban los medios que su trabajo podía proporcionarles, para dedicarse a la cultura moral e intelectual. Hacían esfuerzos sinceros y perseverantes para preparar a sus hijos para una vida piadosa y útil. Siendo siempre firmes y fieles en sus propósitos y obrando a impulsos de su sólido carácter, eran a veces demasiado severos; pero el reformador mismo, si bien reconoció que se habían equivocado en algunos respectos, no dejó de encontrar en su disciplina más cosas dignas de aprobación que de censura.

En la escuela a la cual le enviaran en su tierna edad, Lutero fue tratado con aspereza y hasta con dureza. Tanta era la pobreza de sus padres que al salir de su casa para la escuela de un pueblo cercano, se vio obligado por algún tiempo a ganar su sustento cantando de puerta en puerta y padeciendo hambre con mucha frecuencia. Las ideas religiosas lóbregas y supersticiosas que prevalecían en su tiempo le llenaban de pavor. A veces se iba a acostar con el corazón angustiado, pensando con temor en el sombrío porvenir, y viendo en Dios a un juez inexorable y un cruel tirano más bien que un bondadoso Padre celestial.

Mas a pesar de tantos motivos de desaliento, Lutero siguió resueltamente adelante, puesta la vista en un dechado elevado de moral y de cultura intelectual que le cautivaba el alma. Tenía sed de saber, y el carácter serio y práctico de su genio le hacía desear lo sólido y provechoso más bien que lo vistoso y superficial.

Cuando a la edad de dieciocho años ingresó en la universidad de Erfurt, su situación era más favorable y se le ofrecían perspectivas más brillantes que las que había tenido en años anteriores. Sus padres podían entonces mantenerle más desahogadamente merced a la pequeña hacienda que habían logrado con su laboriosidad y sus economías. Y la influencia de amigos juiciosos había borrado un tanto el sedimento de tristeza que dejara en su carácter su primera educación. Se dedicó a estudiar los mejores autores, atesorando con diligencia sus maduras reflexiones y haciendo suyo el tesoro de conocimientos de los sabios. Aun bajo la dura disciplina de sus primeros maestros, dio señales de distinción; y ahora, rodeado de influencias más favorables, vio desarrollarse rápidamente su talento. Por su buena memoria, su activa imaginación, sus sólidas facultades de raciocinio y su incansable consagración al estudio vino a quedar pronto al frente de sus condiscípulos. La disciplina intelectual maduró su entendimiento y la actividad mental despertó una aguda percepción que le preparó convenientemente para los conflictos de la vida.

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El temor del Señor moraba en el corazón de Lutero y le habilitó para mantenerse firme en sus propósitos y siempre humilde delante de Dios. Permanentemente dominado por la convicción de que dependía del auxilio divino, comenzaba cada día con oración y elevaba constantemente su corazón a Dios para pedirle su dirección y su auxilio. “Orar bien—decía él con frecuencia—es la mejor mitad del estudio” (D’Aubigné, lib. 2, cap. 2).

Un día, mientras examinaba unos libros en la biblioteca de la universidad, descubrió Lutero una Biblia latina. Jamás había visto aquel libro. Hasta ignoraba que existiese. Había oído porciones de los Evangelios y de las Epístolas que se leían en el culto público y suponía que eso era todo lo que contenía la Biblia. Ahora veía, por primera vez, la Palabra de Dios completa. Con reverencia mezclada de admiración hojeó las sagradas páginas; con pulso tembloroso y corazón turbado leyó con atención las palabras de vida, deteniéndose a veces para exclamar: “¡Ah! ¡si Dios quisiese darme para mí otro libro como este!” (ibíd). Los ángeles del cielo estaban a su lado y rayos de luz del trono de Dios revelaban a su entendimiento los tesoros de la verdad. Siempre había tenido temor de ofender a Dios, pero ahora se sentía como nunca antes convencido de que era un pobre pecador.

Un sincero deseo de librarse del pecado y de reconciliarse con Dios le indujo al fin a entrar en un claustro para consagrarse a la vida monástica. Allí se le obligó a desempeñar los trabajos más humillantes y a pedir limosnas de casa en casa. Se hallaba en la edad en que más se apetecen el aprecio y el respeto de todos, y por consiguiente aquellas viles ocupaciones le mortificaban y ofendían sus sentimientos naturales; pero todo lo sobrellevaba con paciencia, creyendo que lo necesitaba por causa de sus pecados.

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Dedicaba al estudio todo el tiempo que le dejaban libre sus ocupaciones de cada día y aun robaba al sueño y a sus escasas comidas el tiempo que hubiera tenido que darles. Sobre todo se deleitaba en el estudio de la Palabra de Dios. Había encontrado una Biblia encadenada en el muro del convento, y allá iba con frecuencia a escudriñarla. A medida que se iba convenciendo más y más de su condición de pecador, procuraba por medio de sus obras obtener perdón y paz. Observaba una vida llena de mortificaciones, procurando dominar por medio de ayunos y vigilias y de castigos corporales sus inclinaciones naturales, de las cuales la vida monástica no le había librado. No rehuía sacrificio alguno con tal de llegar a poseer un corazón limpio que mereciese la aprobación de Dios. “Verdaderamente—decía él más tarde—yo fui un fraile piadoso y seguí con mayor severidad de la que puedo expresar las reglas de mi orden […]. Si algún fraile hubiera podido entrar en el cielo por sus obras monacales, no hay duda que yo hubiera entrado. Si hubiera durado mucho tiempo aquella rigidez, me hubiera hecho morir a fuerza de austeridades” (ibíd., cap. 3). A consecuencia de esta dolorosa disciplina perdió sus fuerzas y sufrió convulsiones y desmayos de los que jamás pudo reponerse enteramente. Pero a pesar de todos sus esfuerzos, su alma agobiada no hallaba alivio, y al fin fue casi arrastrado a la desesperación.

Cuando Lutero creía que todo estaba perdido, Dios le deparó un amigo que le ayudó. El piadoso Staupitz le expuso la Palabra de Dios y le indujo a apartar la mirada de sí mismo, a dejar de contemplar un castigo venidero infinito por haber violado la ley de Dios, y a acudir a Jesús, el Salvador que le perdonaba sus pecados. “En lugar de martirizarte por tus faltas, échate en los brazos del Redentor. Confía en él, en la justicia de su vida, en la expiación de su muerte […]. Escucha al Hijo de Dios, que se hizo hombre para asegurarte el favor divino”. “¡Ama a quien primero te amó!” (ibíd., cap. 4). Así se expresaba este mensajero de la misericordia. Sus palabras hicieron honda impresión en el ánimo de Lutero. Después de larga lucha contra los errores que por tanto tiempo albergara, pudo asirse de la verdad y la paz reinó en su alma atormentada.

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Tatiana Patrasco