El Gran Conflicto – Día 019

Lutero fue ordenado sacerdote y se le llamó del claustro a una cátedra de la universidad de Wittenberg. Allí se dedicó al estudio de las Santas Escrituras en las lenguas originales. Comenzó a dar conferencias sobre la Biblia, y de este modo, el libro de los Salmos, los Evangelios y las epístolas fueron abiertos al entendimiento de multitudes de oyentes que escuchaban aquellas enseñanzas con verdadero deleite. Staupitz, su amigo y superior, le instaba a que ocupara el púlpito y predicase la Palabra de Dios. Lutero vacilaba, sintiéndose indigno de hablar al pueblo en lugar de Cristo. Solo después de larga lucha consigo mismo se rindió a las súplicas de sus amigos. Era ya poderoso en las Sagradas Escrituras y la gracia del Señor descansaba sobre él. Su elocuencia cautivaba a los oyentes, la claridad y el poder con que presentaba la verdad persuadía a todos y su fervor conmovía los corazones.

Lutero seguía siendo hijo sumiso de la iglesia papal y no pensaba cambiar. La providencia de Dios le llevó a hacer una visita a Roma. Emprendió el viaje a pie, hospedándose en los conventos que hallaba en su camino. En uno de ellos, en Italia, quedó maravillado de la magnificencia, la riqueza y el lujo que se presentaron a su vista. Dotados de bienes propios de príncipes, vivían los monjes en espléndidas mansiones, se ataviaban con los trajes más ricos y preciosos y se regalaban en suntuosa mesa. Consideró Lutero todo aquello que tanto contrastaba con la vida de abnegación y de privaciones que el llevaba, y se quedó perplejo.

Finalmente vislumbró en lontananza la ciudad de las siete colinas. Con profunda emoción, cayó de rodillas y, levantando las manos hacia el cielo, exclamó: “¡Salve Roma santa!” (ibíd., cap. 6). Entró en la ciudad, visitó las iglesias, prestó oídos a las maravillosas narraciones de los sacerdotes y de los monjes y cumplió con todas las ceremonias de ordenanza. Por todas partes veía escenas que le llenaban de extrañeza y horror. Notó que había iniquidad entre todas las clases del clero. Oyó a los sacerdotes contar chistes indecentes y se escandalizó de la espantosa profanación de que hacían gala los prelados aun en el acto de decir misa. Al mezclarse con los monjes y con el pueblo descubrió en ellos una vida de disipación y lascivia. Doquiera volviera la cara, tropezaba con libertinaje y corrupción en vez de santidad. “Sin verlo—escribió él—, no se podría creer que en Roma se cometan pecados y acciones infames; y por lo mismo acostumbran decir: ‘Si hay un infierno, no puede estar en otra parte que debajo de Roma; y de este abismo salen todos los pecados’” (ibíd.).

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Por decreto expedido poco antes prometía el papa indulgencia a todo aquel que subiese de rodillas la “escalera de Pilato” que se decía ser la misma que había pisado nuestro Salvador al bajar del tribunal romano, y que, según aseguraban, había sido llevada de Jerusalén a Roma de un modo milagroso. Un día, mientras estaba Lutero subiendo devotamente aquellas gradas, recordó de pronto estas palabras que como trueno repercutieron en su corazón: “El justo vivirá por la fe”. Romanos 1:17. Se puso de pronto de pie y huyó de aquel lugar sintiendo vergüenza y horror. Ese pasaje bíblico no dejó nunca de ejercer poderosa influencia en su alma. Desde entonces vio con más claridad que nunca el engaño que significa para el hombre confiar en sus obras para su salvación y cuán necesario es tener fe constante en los méritos de Cristo. Sus ojos se habían abierto y ya no se cerrarían jamás para dar crédito a los engaños del papado. Al apartarse de Roma sus miradas, su corazón se apartó también, y desde entonces la separación se hizo más pronunciada, hasta que Lutero concluyó por cortar todas sus relaciones con la iglesia papal.

Después de su regreso de Roma, recibió Lutero en la universidad de Wittenberg el grado de doctor en teología. Tenía pues mayor libertad que antes para consagrarse a las Santas Escrituras, que tanto amaba. Había formulado el voto solemne de estudiar cuidadosamente y de predicar con toda fidelidad y por toda la vida la Palabra de Dios, y no los dichos ni las doctrinas de los papas. Ya no sería en lo sucesivo un mero monje, o profesor, sino el heraldo autorizado de la Biblia. Había sido llamado como pastor para apacentar el rebaño de Dios que estaba hambriento y sediento de la verdad. Declaraba firmemente que los cristianos no debieran admitir más doctrinas que las que tuviesen apoyo en la autoridad de las Sagradas Escrituras. Estas palabras minaban los cimientos en que descansaba la supremacía papal. Contenían los principios vitales de la Reforma.

Lutero advirtió que era peligroso ensalzar las doctrinas de los hombres en lugar de la Palabra de Dios. Atacó resueltamente la incredulidad especulativa de los escolásticos y combatió la filosofía y la teología que por tanto tiempo ejercieran su influencia dominadora sobre el pueblo. Denunció el estudio de aquellas disciplinas no solo como inútil sino como pernicioso, y trató de apartar la mente de sus oyentes de los sofismas de los filósofos y de los teólogos y de hacer que se fijasen más bien en las eternas verdades expuestas por los profetas y los apóstoles.

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Era muy precioso el mensaje que Lutero daba a las ansiosas muchedumbres que pendían de sus palabras. Nunca antes habían oído tan hermosas enseñanzas. Las buenas nuevas de un amante Salvador, la seguridad del perdón y de la paz por medio de su sangre expiatoria, regocijaban los corazones e inspiraban en todos una esperanza de vida inmortal. Encendióse así en Wittenberg una luz cuyos rayos iban a esparcirse por todas partes del mundo y que aumentaría en esplendor hasta el fin de los tiempos.

Pero la luz y las tinieblas no pueden conciliarse. Entre el error y la verdad media un conflicto inevitable. Sostener y defender uno de ellos es atacar y vencer al otro. Nuestro Salvador ya lo había declarado: “No vine a traer paz, sino espada”. Mateo 10:34 (VM). Y el mismo Lutero dijo pocos años después de principiada la Reforma: “No me conducía Dios, sino que me impelía y me obligaba; yo no era dueño de mí mismo; quería permanecer tranquilo, y me veía lanzado en medio de tumultos y revoluciones” (D’Aubigné, lib. 5, cap. 2). En aquella época de su vida estaba a punto de verse obligado a entrar en la contienda.

La iglesia romana hacía comercio con la gracia de Dios. Las mesas de los cambistas (Mateo 21:12) habían sido colocadas junto a los altares y llenaba el aire la gritería de los que compraban y vendían. Con el pretexto de reunir fondos para la erección de la iglesia de San Pedro en Roma, se ofrecían en venta pública, con autorización del papa, indulgencias por el pecado. Con el precio de los crímenes se iba a construir un templo para el culto divino, y la piedra angular se echaba sobre cimientos de iniquidad. Empero los mismos medios que adoptara Roma para engrandecerse fueron los que hicieron caer el golpe mortal que destruyó su poder y su soberbia. Aquellos medios fueron lo que exasperó al más abnegado y afortunado de los enemigos del papado, y le hizo iniciar la lucha que estremeció el trono de los papas e hizo tambalear la triple corona en la cabeza del pontífice.

El encargado de la venta de indulgencias en Alemania, un monje llamado Tetzel, era reconocido como culpable de haber cometido las más viles ofensas contra la sociedad y contra la ley de Dios; pero habiendo escapado del castigo que merecieran sus crímenes, recibió el encargo de propagar los planes mercantiles y nada escrupulosos del papa. Con atroz cinismo divulgaba las mentiras más desvergonzadas y contaba leyendas maravillosas para engañar al pueblo ignorante, crédulo y supersticioso. Si hubiese tenido este la Biblia no se habría dejado engañar. Pero para poderlo sujetar bajo el dominio del papado, y para acrecentar el poderío y los tesoros de los ambiciosos jefes de la iglesia, se le había privado de la Escritura (véase Gieseler, A Compendium of Ecclesiastical History, período 4, sec. I, párr. 5).

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Cuando entraba Tetzel en una ciudad, iba delante de él un mensajero gritando: “La gracia de Dios y la del padre santo están a las puertas de la ciudad” (D’Aubigné, lib. 3, cap. 1). Y el pueblo recibía al blasfemo usurpador como si hubiera sido el mismo Dios que hubiera descendido del cielo. El infame tráfico se establecía en la iglesia, y Tetzel ponderaba las indulgencias desde el púlpito como si hubiesen sido el más precioso don de Dios. Declaraba que en virtud de los certificados de perdón que ofrecía, quedábanle perdonados al que comprara las indulgencias aun aquellos pecados que desease cometer después, y que “ni aun el arrepentimiento era necesario” (ibíd.). Hasta aseguraba a sus oyentes que las indulgencias tenían poder para salvar no solo a los vivos sino también a los muertos, y que en el instante en que las monedas resonaran al caer en el fondo de su cofre, el alma por la cual se hacía el pago escaparía del purgatorio y se dirigiría al cielo. Véase Hagenbach, History of the Reformation 1:96.

Cuando Simón el Mago intentó comprar a los apóstoles el poder de hacer milagros, Pedro le respondió: “Tu dinero perezca contigo, porque has pensado que el don de Dios se obtiene con dinero”. Hechos 8:20 (RV95). Pero millares de personas aceptaban ávidamente el ofrecimiento de Tetzel. Sus arcas se llenaban de oro y plata. Una salvación que podía comprarse con dinero era más fácil de obtener que la que requería arrepentimiento, fe y un diligente esfuerzo para resistir y vencer el mal (véase el Apéndice).

La doctrina de las indulgencias había encontrado opositores entre hombres instruidos y piadosos del seno mismo de la iglesia de Roma, y eran muchos los que no tenían fe en asertos tan contrarios a la razón y a las Escrituras. Ningún prelado se atrevía a levantar la voz para condenar el inicuo tráfico, pero los hombres empezaban a turbarse y a inquietarse, y muchos se preguntaban ansiosamente si Dios no obraría por medio de alguno de sus siervos para purificar su iglesia.

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Lutero, aunque seguía adhiriéndose estrictamente al papa, estaba horrorizado por las blasfemas declaraciones de los traficantes en indulgencias. Muchos de sus feligreses habían comprado certificados de perdón y no tardaron en acudir a su pastor para confesar sus pecados esperando de él la absolución, no porque fueran penitentes y desearan cambiar de vida, sino por el mérito de las indulgencias. Lutero les negó la absolución y les advirtió que como no se arrepintiesen y no reformasen su vida morirían en sus pecados. Llenos de perplejidad recurrieron a Tetzel para quejarse de que su confesor no aceptaba los certificados; y hubo algunos que con toda energía exigieron que les devolviese su dinero. El fraile se llenó de ira. Lanzó las más terribles maldiciones, hizo encender hogueras en las plazas públicas, y declaró que “había recibido del papa la orden de quemar a los herejes que osaran levantarse contra sus santísimas indulgencias” (D’Aubigné, lib. 3, cap. 4).

Lutero inició entonces resueltamente su obra como campeón de la verdad. Su voz se oyó desde el púlpito en solemne exhortación. Expuso al pueblo el carácter ofensivo del pecado y enseñóle que le es imposible al hombre reducir su culpabilidad o evitar el castigo por sus propias obras. Solo el arrepentimiento ante Dios y la fe en Cristo podían salvar al pecador. La gracia de Cristo no podía comprarse; era un don gratuito. Aconsejaba a sus oyentes que no comprasen indulgencias, sino que tuviesen fe en el Redentor crucificado. Refería su dolorosa experiencia personal, diciéndoles que en vano había intentado por medio de la humillación y de las mortificaciones del cuerpo asegurar su salvación, y afirmaba que desde que había dejado de mirarse a sí mismo y había confiado en Cristo, había alcanzado paz y gozo para su corazón.

Viendo que Tetzel seguía con su tráfico y sus impías declaraciones, resolvió Lutero hacer una protesta más enérgica contra semejantes abusos. Pronto ofreciósele excelente oportunidad. La iglesia del castillo de Wittenberg era dueña de muchas reliquias que se exhibían al pueblo en ciertos días festivos, en ocasión de los cuales se concedía plena remisión de pecados a los que visitasen la iglesia e hiciesen confesión de sus culpas. De acuerdo con esto, el pueblo acudía en masa a aquel lugar. Una de tales oportunidades, y de las más importantes por cierto, se acercaba: la fiesta de “todos los santos”. La víspera, Lutero, uniéndose a las muchedumbres que iban a la iglesia, fijó en las puertas del templo un papel que contenía noventa y cinco proposiciones contra la doctrina de las indulgencias. Declaraba además que estaba listo para defender aquellas tesis al día siguiente en la universidad, contra cualquiera que quisiera rebatirlas.

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Estas proposiciones atrajeron la atención general. Fueron leídas y vueltas a leer y se repetían por todas partes. Fue muy intensa la excitación que produjeron en la universidad y en toda la ciudad. Demostraban que jamás se había otorgado al papa ni a hombre alguno el poder de perdonar los pecados y de remitir el castigo consiguiente. Todo ello no era sino una farsa, un artificio para ganar dinero valiéndose de las supersticiones del pueblo, un invento de Satanás para destruir las almas de todos los que confiasen en tan necias mentiras. Se probaba además con toda evidencia que el evangelio de Cristo es el tesoro más valioso de la iglesia, y que la gracia de Dios revelada en él se otorga de balde a los que la buscan por medio del arrepentimiento y de la fe.

Las tesis de Lutero desafiaban a discutir; pero nadie osó aceptar el reto. Las proposiciones hechas por él se esparcieron luego por toda Alemania y en pocas semanas se difundieron por todos los dominios de la cristiandad. Muchos devotos romanistas, que habían visto y lamentado las terribles iniquidades que prevalecían en la iglesia, pero que no sabían qué hacer para detener su desarrollo, leyeron las proposiciones de Lutero con profundo regocijo, reconociendo en ellas la voz de Dios. Les pareció que el Señor extendía su mano misericordiosa para detener el rápido avance de la marejada de corrupción que procedía de la sede de Roma. Los príncipes y los magistrados se alegraron secretamente de que iba a ponerse un dique al arrogante poder que negaba todo derecho a apelar de sus decisiones.

Pero las multitudes supersticiosas y dadas al pecado se aterrorizaron cuando vieron desvanecerse los sofismas que amortiguaban sus temores. Los astutos eclesiásticos, al ver interrumpida su obra que sancionaba el crimen, y en peligro sus ganancias, se airaron y se unieron para sostener sus pretensiones. El reformador tuvo que hacer frente a implacables acusadores, algunos de los cuales le culpaban de ser violento y ligero para apreciar las cosas. Otros le acusaban de presuntuoso, y declaraban que no era guiado por Dios, sino que obraba a impulso del orgullo y de la audacia. “¿Quién no sabe—respondía él—que rara vez se proclama una idea nueva sin ser tildado de orgulloso, y sin ser acusado de buscar disputas? […] ¿Por qué fueron inmolados Jesucristo y todos los mártires? Porque parecieron despreciar orgullosamente la sabiduría de su tiempo y porque anunciaron novedades, sin haber consultado previa y humildemente a los órganos de la opinión contraria”.

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Tatiana Patrasco