“Los buenos efectos de semejante cambio no tardaron en dejarse sentir fuera del monasterio de San Isidoro del Campo. Por medio de sus pláticas y de la circulación de libros, aquellos diligentes monjes difundieron el conocimiento de la verdad por las comarcas vecinas y la dieron a conocer a muchos que vivían en ciudades bastante distantes de Sevilla” (M’Crie, cap. 6).
Por deseable que fuese “la reforma introducida por los monjes de San Isidoro en su convento, […] no obstante ella los puso en situación delicada a la par que dolorosa. No podían deshacerse del todo de las formas monásticas sin exponerse al furor de sus enemigos; no podían tampoco conservarlas sin incurrir en culpable inconsecuencia”.
Todo bien pensado, resolvieron que no sería cuerdo tratar de fugarse del convento, y que lo único que podían hacer era “quedarse donde estaban y encomendarse a lo que dispusiera una Providencia omnipotente y bondadosa”. Acontecimientos subsiguientes les hicieron reconsiderar el asunto, llegando al acuerdo de dejar a cada cual libre de hacer, según las circunstancias, lo que mejor y más prudente le pareciera. “Consecuentemente, doce de entre ellos abandonaron el monasterio y, por diferentes caminos, lograron ponerse a salvo fuera de España, y a los doce meses se reunieron en Ginebra” (ibíd.).
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Hacía unos cuarenta años que las primeras publicaciones que contenían las doctrinas reformadas habían penetrado en España. Los esfuerzos combinados de la Iglesia Católica romana no habían logrado contrarrestar el avance secreto del movimiento, y año tras año la causa del protestantismo se había robustecido, hasta contarse por miles los adherentes a la nueva fe. De cuando en cuando se iban algunos a otros países para gozar de la libertad religiosa. Otros salían de su tierra para colaborar en la obra de crear toda una literatura especialmente adecuada para fomentar la causa que amaban más que la misma vida. Otros aún, cual los monjes que abandonaron el monasterio de San Isidoro, se sentían impelidos a salir debido a las circunstancias peculiares en que se hallaban.
La desaparición de estos creyentes, muchos de los cuales se habían destacado en la vida política y religiosa, había despertado, desde hacía mucho tiempo, las sospechas de la Inquisición y andando el tiempo, algunos de los ausentes fueron descubiertos en el extranjero, desde donde se afanaban por fomentar la causa protestante en España. Esto indujo a creer que había muchos protestantes en España. Sin embargo los creyentes habían sido tan discretos, que ninguno de los familiares de la Inquisición podía ni siquiera fijar el paradero de ellos.
Fue entonces cuando una serie de circunstancias llevó al descubrimiento de los centros del movimiento en España, y de muchos creyentes. En 1556 Juan Pérez, que vivía a la sazón en Ginebra, terminó su versión castellana del Nuevo Testamento. Esta edición, junto con ejemplares del catecismo español que preparó el año siguiente y con una traducción de los Salmos, deseaba mandarla a España, pero durante algún tiempo le fué imposible encontrar a nadie que estuviese dispuesto a acometer tan arriesgada empresa. Finalmente, Julián Hernández, el fiel colportor, se ofreció a hacer la prueba. Colocando los libros dentro de dos grandes barriles, logró burlar los esbirros de la Inquisición y llegó a Sevilla, desde donde se distribuyeron rápidamente los preciosos volúmenes. Esta edición del Nuevo Testamento fue la primera versión protestante que alcanzara circulación bastante grande en España.*
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“Durante su viaje, Hernández había dado un ejemplar del Nuevo Testamento a un herrero en Flandes. El herrero enseñó el libro a un cura que obtuvo del donante una descripción de la persona que se lo había dado a él, y la transmitió inmediatamente a los inquisidores de España. Merced a estas señas, los esbirros inquisitoriales “le acecharon a su regreso y le prendieron cerca de la ciudad de Palma”. Le volvieron a conducir a Sevilla, y le encerraron entre los muros de la Inquisición, donde durante más de dos años se hizo cuanto fue posible para inducirle a que delatara a sus amigos, pero sin resultado alguno. Fiel hasta el fin, sufrió valientemente el martirio de la hoguera, gozoso de haber sido honrado con el privilegio de “introducir la luz de la verdad divina en su descarriado país, “y seguro de que el día del juicio final, al comparecer ante su Hacedor, oiría las palabras de aprobación divina que le permitirían vivir para siempre con su Señor.
No obstante, aunque desafortunados en sus esfuerzos para conseguir de Hernández datos que llevaran al descubrimiento de los amigos de este, “al fin llegaron los inquisidores a conocer el secreto que tanto deseaban saber” (M’Crie, cap. 7). Por aquel entonces, uno de sus agentes secretos consiguió informes análogos referentes a la iglesia de Valladolid.
Inmediatamente los que estaban a cargo de la Inquisición en España “despacharon mensajeros a los diferentes tribunales inquisitoriales del reino, ordenándoles que hicieran investigaciones con el mayor sigilo en sus respectivas jurisdicciones, y que estuvieran listos para proceder en común tan pronto como recibieran nuevas instrucciones” (ibíd.). Así, silenciosamente y con presteza, se consiguieron los nombres de centenares de creyentes, y al tiempo señalado y sin previo aviso, fueron estos capturados simultáneamente y encarcelados. Los miembros nobles de las prósperas iglesias de Valladolid y de Sevilla, los monjes que permanecieron en el monasterio de San Isidoro del Campo, los fieles creyentes que vivían lejos en el norte, al pie de los Pirineos, y otros más en Toledo, Granada, Murcia y Valencia, todos se vieron de pronto encerrados entre los muros de la Inquisición, para sellar luego su testimonio con su sangre.
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“Las personas convictas de luteranismo […] eran tan numerosas que alcanzaron a abastecer con víctimas cuatro grandes y tétricos autos de fe en el curso de los dos años subsiguientes […]. Dos se celebraron en Valladolid, en 1559; uno en Sevilla, el mismo año, y otro el 22 de diciembre de 1560” (B. B. Wiffen, nota en su reimpresión de la Epístola consolatoria, de Juan Pérez, p. 17).
Entre los primeros que fueron apresados en Sevilla figuraba el Dr. Constantino Ponce de la Fuente, que había trabajado tanto tiempo sin despertar sospechas. “Cuando se le dio la noticia a Carlos V, el cual se encontraba entonces en el monasterio de Yuste, de que se había encarcelado a su capellán favorito, exclamó: ‘¡Si Constantino es hereje, gran hereje es!’ y cuando más tarde un inquisidor le aseguró que había sido declarado reo, replicó suspirando: ‘¡No podéis condenar a otro mayor!’” (Sandoval, Historia del Emperador Carlos V, tomo 2, 829; citado por M’Crie, cap. 7).
No obstante no fue fácil probar la culpabilidad de Constantino. En efecto, parecían ser incapaces los inquisidores de probar los cargos levantados contra él, cuando por casualidad “encontraron, entre otros muchos, un gran libro, escrito todo de puño y letra del mismo Constantino, en el cual, abiertamente y como si escribiese para sí mismo, trataba en particular de estos capítulos (según los mismos inquisidores declararon en su sentencia, publicada después en el cadalso), a saber: del estado de la iglesia; de la verdadera iglesia y de la iglesia del papa, a quien llamaba anticristo; del sacramento de la eucaristía y del invento de la misa, acerca de todo lo cual, afirmaba él, estaba el mundo fascinado a causa de la ignorancia de las Sagradas Escrituras; de la justificación del hombre; del purgatorio, al que llamaba cabeza de lobo e invento de los frailes en pro de su gula; de las bulas e indulgencias papales; de los méritos de los hombres; de la confesión […]”. Al enseñársele el volumen a Constantino, este dijo: “Reconozco mi letra, y así confieso haber escrito todo esto, y declaro ingenuamente ser todo verdad. Ni tenéis ya que cansaros en buscar contra mí otros testimonios: tenéis aquí ya una confesión clara y explícita de mi creencia: obrad pues, y haced de mí lo que queráis”. R. Gonzales de Montes, 320-322; 289, 290.
Debido a los rigores de su encierro, Constantino no llegó a vivir dos años desde que entró en la cárcel. Hasta sus últimos momentos se mantuvo fiel a la fe protestante y conservó su serena confianza en Dios. Providencialmente fue encerrado en el mismo calabozo de Constantino uno de los jóvenes monjes del monasterio de San Isidoro del Campo, al cual le cupo el privilegio de atenderle durante su última enfermedad y de cerrarle los ojos en paz (M’Crie, cap. 7).
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El Dr. Constantino no fue el único amigo y capellán del emperador que sufriera a causa de sus relaciones con la causa protestante. El Dr. Agustín Cazalla, tenido durante muchos años por uno de los mejores oradores sagrados de España, y que había oficiado a menudo ante la familia real; se encontraba entre los que habían sido apresados y encarcelados en Valladolid. En el momento de su ejecución pública volvióse hacia la princesa Juana, ante quien había predicado muchas veces, y señalando a su hermana que había sido también condenada, dijo: “Os suplico, Alteza, tengáis compasión de esa mujer inocente que tiene trece hijos huérfanos”. No obstante no se la absolvió, si bien su suerte es desconocida. Pero se sabe que los esbirros de la Inquisición, en su insensata ferocidad, no estando contentos aún con haber condenado a los vivos, entablaron juicio contra la madre de aquella, Doña Leonor de Vivero, que había muerto años antes, acusándola de que su casa había servido de “templo a los luteranos”. “Se falló que había muerto en estado de herejía, que su memoria era digna de difamación y que se confiscaba su hacienda, y se mandaron exhumar sus huesos y quemarlos públicamente junto con su efigie; ítem más que se arrasara su casa, que se esparramara sal sobre el solar y que se erigiera allí mismo una columna con una inscripción que explicara el motivo de la demolición. Todo lo cual fue hecho”, y el monumento ha permanecido en pie durante cerca de tres siglos.*
Fue durante ese auto cuando la fe sublime y la constancia inquebrantable de los protestantes quedaron realzadas en el comportamiento de “Antonio Herrezuelo, jurisconsulto sapientísimo, y de doña Leonor de Cisneros, su mujer, dama de veinticuatro años, discreta y virtuosa a maravilla y de una hermosura tal que parecía fingida por el deseo”.
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“Herrezuelo era hombre de una condición altiva y de una firmeza en sus pareceres, superior a los tormentos del ‘Santo’ Oficio. En todas las audiencias que tuvo con sus jueces, […] se manifestó desde luego protestante, y no solo protestante, sino dogmatizador de su secta en la ciudad de Toro, donde hasta entonces había morado. Exigiéronle los jueces de la Inquisición que declarase uno a uno los nombres de aquellas personas llevadas por él a las nuevas doctrinas; pero ni las promesas, ni los ruegos, ni las amenazas bastaron a alterar el propósito de Herrezuelo en no descubrir a sus amigos y parciales. ¿Y qué más? ni aun los tormentos pudieron quebrantar su constancia, más firme que envejecido roble o que soberbia peña nacida en el seno de los mares.
“Su esposa […] presa también en los calabozos de la Inquisición; al fin débil como joven de veinticuatro años [después de cerca de dos años de encarcelamiento], cediendo al espanto de verse reducida a la estrechez de los negros paredones que formaban su cárcel, tratada como delincuente, lejos de su marido a quien amaba aun más que a su propia vida, […] y temiendo todas las iras de los inquisidores, declaró haber dado franca entrada en su pecho a los errores de los herejes, manifestando al propio tiempo con dulces lágrimas en los ojos su arrepentimiento […].*
“Llegado el día en que se celebraba el auto de fe con la pompa conveniente al orgullo de los inquisidores, salieron los reos al cadalso y desde él escucharon la lectura de sus sentencias. Herrezuelo iba a ser reducido a cenizas en la voracidad de una hoguera: y su esposa doña Leonor a abjurar las doctrinas luteranas, que hasta aquel punto había albergado en su alma, y a vivir, a voluntad del ‘Santo’ Oficio, en las casas de reclusión que para tales delincuentes estaban preparadas. En ellas, con penitencias y sambenito recibiría el castigo de sus errores y una enseñanza para en lo venidero desviarse del camino de su perdición y ruina”. De Castro, 167, 168.
Al ir Herrezuelo al cadalso “lo único que le conmovió fue el ver a su esposa en ropas de penitente; y la mirada que echó (pues no podía hablar) al pasar cerca de ella, camino del lugar de la ejecución, parecía decir: ‘¡Esto sí que es difícil soportarlo!’ Escuchó sin inmutarse a los frailes que le hostigaban con sus importunas exhortaciones para que se retractase, mientras le conducían a la hoguera. ‘El bachiller Herrezuelo—dice Gonzalo de Illescas en su Historia pontifical—se dejó quemar vivo con valor sin igual. Estaba yo tan cerca de él que podía verlo por completo y observar todos sus movimientos y expresiones. No podía hablar, pues estaba amordazado: […] pero todo su continente revelaba que era una persona de extraordinaria resolución y fortaleza, que antes que someterse a creer con sus compañeros lo que se les exigiera, resolvió morir en las llamas. Por mucho que lo observara, no pude notar ni el más mínimo síntoma de temor o de dolor; eso sí, se reflejaba en su semblante una tristeza cual nunca había yo visto’” (M’Crie, cap. 7).
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Su esposa no olvidó jamás su mirada de despedida. “La idea—dice el historiador—de que había causado dolor a su corazón durante el terrible conflicto por el que tuvo que pasar, avivó la llama del afecto que hacia la religión reformada ardía secretamente en su pecho; y habiendo resuelto, confiada en el poder que se perfecciona en la flaqueza”, seguir el ejemplo de constancia dado por el mártir, “interrumpió resueltamente el curso de penitencia a que había dado principio”. En el acto fue arrojada en la cárcel, donde durante ocho años resistió a todos los esfuerzos hechos por los inquisidores para que se retractara, y por fin murió ella también en la hoguera como había muerto su marido. Quién no será del mismo parecer que su paisano, De Castro, cuando exclama: “¡Infelices esposos, iguales en el amor, iguales en las doctrinas e iguales en la muerte! ¿Quién negará una lágrima a vuestra memoria y un sentimiento de horror y de desprecio a unos jueces que, en vez de encadenar los entendimientos con la dulzura de la Palabra divina, usaron como armas del raciocinio, los potros y las hogueras?” De Castro, 171.
Tal fue la suerte que corrieron muchos que en España se habían identificado íntimamente con la Reforma protestante en el siglo XVI, pero de esto “no debemos sacar la conclusión de que los mártires españoles sacrificaran sus vidas y derramaran su sangre en vano. Ofrecieron a Dios sacrificios de grato olor. Dejaron en favor de la verdad un testimonio que no se perdió del todo” (M’Crie, Prefacio).
Al través de los siglos este testimonio hizo resaltar la constancia de los que prefirieron obedecer a Dios antes que a los hombres; y subsiste hoy día para inspirar aliento a quienes decidan mantenerse firmes, en la hora de prueba, en defensa de las verdades de la Palabra de Dios, y para que con su constancia y fe inquebrantable sean testimonios vivos del poder transformador de la gracia redentora.