Testimonios para la Iglesia, Vol. 1, p. 105-113, día 011

“Me ha parecido cosa dura el que mis motivos hayan sido mal juzgados, y que mis mejores esfuerzos por ayudar, animar y fortalecer a mis hermanos se hayan vuelto contra mí una vez tras otra. Pero debiera haber recordado a Jesús y sus frustraciones. Su alma fue afligida porque no fue apreciado por la gente a quien vino a bendecir. Debiera haberme espaciado en la misericordia y la amante bondad de Dios, alabándolo más, y quejándome menos de la ingratitud de mis hermanos. Si hubiera depositado todas mis preocupaciones en el Señor, pensando menos en lo que otros decían y hacían contra mí, hubiera disfrutado de más paz y gozo. En adelante evitaré ofender por palabra o acción y ayudaré a mis hermanos a establecer caminos rectos para sus pies. No me detendré a lamentarme por ningún mal que se me haya infligido. He esperado de los hombres más de lo que debiera. Amo a Dios y su obra, y también amo a mis hermanos”.

A medida que continuábamos nuestro camino, no me imaginaba que ése sería el último viaje que haríamos juntos. El tiempo cambió repentinamente de un calor opresivo a un frío intenso. Mi esposo se enfrió, pero pensó que debido a su salud tan buena no recibiría un daño permanente. Se esforzó en las reuniones llevadas a cabo en Charlotte y presentó la verdad con mucha claridad y poder. Habló del placer que sentía al dirigirse a un grupo de personas que manifestaban un interés tan profundo en los temas que él mismo tanto apreciaba. “El Señor en verdad ha refrescado mi alma -dijo-, mientras he estado compartiendo con otros el pan de vida. En todo Míchigan la gente pide ansiosamente que se la ayude. ¡Cuánto anhelo consolarlos, animarlos y fortalecerlos con las preciosas verdades aplicables a este tiempo!”

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A nuestro regreso al hogar, mi esposo se quejó de una leve indisposición, y sin embargo se dedicó a su trabajo como lo hacía normalmente. Todas las mañanas nos dirigíamos a un bosquecillo cercano a fin de unirnos en oración. Sentíamos gran preocupación por saber cuál era nuestro deber. Recibíamos continuamente cartas de distintos lugares en las que se nos instaba a asistir a las reuniones campestres de reavivamiento espiritual. A pesar de nuestra determinación de dedicarnos a escribir, resultaba difícil rehusar reunirnos con nuestros hermanos en esas importantes convocaciones. Orábamos fervientemente pidiendo sabiduría para discernir cuál era el curso que debíamos seguir.

El sábado de mañana, como de costumbre, fuimos juntos al bosquecillo, y mi esposo oró fervientemente tres veces. Se resistía a dejar de rogar a Dios pidiendo su conducción y bendiciones especiales. Sus oraciones fueron escuchadas, y la paz y la luz invadieron nuestros corazones. Alabó a Dios y dijo: “Ahora lo dejo todo en manos de Jesús. Siento una dulce paz celestial, y la seguridad de que el Señor nos mostrará cuál es nuestro deber, porque deseamos hacer su voluntad”. Me acompañó al Tabernáculo, e inició los servicios con canto y oración. Era la última vez que me acompañaría en el púlpito.

El lunes siguiente tuvo mucha fiebre, y al día siguiente yo también padecí del mismo mal. Nos llevaron a ambos al sanatorio para darnos tratamiento. El viernes disminuyeron mis síntomas. El médico me informó que mi esposo sentía deseos de dormir y que su condición era muy grave. Me llevaron inmediatamente a su cuarto, y en cuanto le ví la cara me di cuenta que estaba muriendo. Procuré despertarlo. El comprendió todo lo que se le decía y respondió con sí o no a todas las preguntas que pudo contestar, pero fue incapaz de decir más. Cuando le dije que me parecía que estaba muriendo, no manifestó ninguna sorpresa. Le pregunté si encontraba consuelo en Jesús. Contestó: “Sí, oh, sí”. “¿No tienes deseos de vivir?”, pregunté. El contestó: “No”.

A continuación nos arrodillamos a su lado y oramos por él. Una expresión de paz invadió su rostro. Le dije: “Jesús te ama. Estás sostenido por los brazos eternos”. Respondió: “Sí”.

Luego el hermano Smith y otros hermanos oraron junto a su lecho, y se retiraron para pasar gran parte de la noche en oración. Mi esposo dijo que no sentía dolor, pero era evidente que se iba debilitando con rapidez. El Dr. Kellogg y sus ayudantes hicieron todo lo posible para arrancarlo de la muerte. Revivió levemente pero siguió muy débil.

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A la mañana siguiente pareció revivir, pero alrededor de mediodía tuvo unos escalofríos que lo dejaron inconsciente. El sábado 6 de agosto de 1881, a las cinco de la tarde, dejó de existir sin ninguna manifestación física de lucha y sin ningún quejido.

El impacto de la muerte de mi esposo, tan repentina e inesperada, me sobrecogió como un peso abrumador. En mi débil condición había hecho uso de todas mis fuerzas para mantenerme a su lado hasta el último momento; pero cuando vi sus ojos cerrados en la muerte, cedió mi naturaleza agotada y caí completamente postrada. Durante un tiempo vacilé entre la vida y la muerte. La llama vital ardía tan baja que un soplo hubiera podido extinguirla. En la noche se debilitaba mi pulso y la respiración se me hacía progresivamente más débil, a tal punto que parecía que en cualquier momento iba a cesar. Solamente por la bendición de Dios y los cuidados incansables de los atentos médicos y ayudantes se preservó mi vida.

Aunque no me había levantado de mi lecho de enferma después de la muerte de mi esposo, el sábado siguiente me llevaron al Tabernáculo para asistir a su funeral. Al terminar el sermón sentí el deber de testificar acerca del valor de la esperanza del cristiano en la hora de aflicción y duelo. Al levantarme se me concedieron fuerzas, y hablé unos diez minutos exaltando la misericordia y el amor de Dios, en presencia de una congregación numerosa. Al final de los servicios seguí a mi esposo al cementerio de Oak Hill, donde lo dejamos descansando hasta la mañana de la resurrección.

Este golpe consumió mis energías físicas; sin embargo, el poder de la gracia divina me sostuvo en mi gran aflicción. Cuando vi que mi esposo dejaba de respirar, sentí que Jesús era para mí más precioso de lo que nunca antes había sido. Cuando me encontraba junto a mi primer hijo y le cerraba los ojos en la muerte, pude decir: “El Señor me lo dio y el Señor me lo ha quitado; alabado sea el nombre del Señor”. Entonces sentí que tenía un consolador en Jesús. Y cuando mi hijo menor fue arrancado de mis brazos por la muerte y ya no vi más su cabecita en la almohada junto a mí, entonces pude decir: “El Señor me lo dio y el Señor me lo quitó; sea alabado el nombre del Señor”. Y cuando me fue quitado el que me había servido de apoyo con su gran cariño, y con quien había trabajado durante 36 años, coloqué mis manos sobre sus ojos y dije: “Señor, a ti encomiendo mi tesoro hasta la mañana de la resurrección”.

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Cuando vi que estaba muriendo y contemplé a los muchos amigos que simpatizaban conmigo, pensé: ¡Qué contraste con la muerte de Jesús cuando pendía de la cruz! ¡Qué contraste! En la hora de su agonía los escarnecedores se burlaban de él y lo insultaban. Pero él murió y pasó por la tumba para iluminarla a fin de que nosotros tuviéramos gozo y esperanza aun en el momento de la muerte; para que pudiéramos decir cuando encomendamos a nuestros amigos muertos al reposo en Jesús: Volveremos a encontrarlos.

En algunos momentos me parecía insoportable la idea de que mi esposo pudiera morir; pero entonces estas palabras surgían en mi mente: “Estad quietos, y conoced que yo soy Dios”. Salmos 46:10. Siento agudamente mi pérdida, pero no me atrevo a entregarme a la aflicción inútil. Esto no traerá de vuelta al que ha muerto. Y no soy tan egoísta para desear, si pudiera, sacarlo de su sueño pacífico para lanzarlo nuevamente a las batallas de la vida. Como un cansado guerrero, se ha acostado para dormir. Miraré con placer su lugar de descanso. La mejor forma en que yo y mis hijos podemos honrar la memoria del que ha caído, consiste en proseguir la obra en el lugar en que él la dejó, y con la fortaleza de Jesús llevarla adelante hasta completarla. Estaremos agradecidos por los años de utilidad que se le concedieron, y por amor a él y por amor a Cristo aprenderemos de su muerte una lección que nunca olvidaremos. Permitiremos que esta aflicción nos haga más bondadosos y benévolos, más perdonadores, pacientes y considerados con los que viven.

Vuelvo a tomar sola la obra de mi vida, plenamente confiada en que mi Redentor me acompañará. Disponemos sólo de poco tiempo para pelear la batalla; después de eso Cristo vendrá y esta escena de conflicto llegará a su final. Entonces habremos hecho nuestros últimos esfuerzos por trabajar con Cristo, y por hacer progresar su reino. Algunos que han estado en el frente de batalla, resistiendo celosamente los avances del enemigo, caen en el puesto del deber; los que viven contemplan con aflicción a los héroes caídos, pero no hay tiempo para dejar de trabajar. Hay que estrechar las filas, tomar la bandera de la mano paralizada por la muerte, y con renovada energía vindicar la verdad y el honor de Cristo. Como nunca antes hay que resistir contra el pecado y contra los poderes de las tinieblas. El tiempo exige una actividad enérgica y decidida de parte de los que creen en la verdad presente. Si la espera de la venida de nuestro Libertador parece larga; si postrados por la aflicción y fatigados por el trabajo nos sentimos impacientes de recibir una exoneración honrosa que nos aleje del campo de batalla, recordemos -y que ese recuerdo acalle toda queja- que hemos sido dejados sobre la tierra para hacer frente a tormentas y conflictos, para perfeccionar el carácter cristiano, para conocer mejor a Dios nuestro Padre, y a Cristo nuestro Hermano mayor, y para hacer la obra del Maestro y ganar muchas almas para Cristo. “Los entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamento; y los que enseñan la justicia a la multitud, como las estrellas a perpetua eternidad”. Daniel 12:3.

Número 1—Testimonio para la iglesia

Eres guardián de tu hermano

El 20 de noviembre de 1855, mientras me hallaba en oración, el Espíritu de Dios bajó repentina y poderosamente sobre mí, y fui arrebatada en visión.

Vi que el Espíritu del Señor ha estado apartándose de la iglesia. Los siervos del Señor han confiado demasiado en la fuerza de los argumentos y no han tenido la firme confianza en Dios que debieran haber tenido. Vi que los argumentos de la verdad sin adulteración no inducirán a la gente a alinearse con el pueblo remanente, porque la verdad es impopular. Los siervos de Dios deben atesorar la verdad en el alma. Dijo el ángel: “Deben recibirla cálida de la gloria, llevarla en su seno y derramarla con calor y fervor del alma a los oyentes”. Unas pocas personas concienzudas están dispuestas a decidirse por el peso de la evidencia; pero es imposible conmover a muchos con una simple teoría de la verdad. Debe haber un poder que acompañe la verdad, un testimonio vivo que los conmueva.

Vi que el enemigo está atareado en la destrucción de las almas. El ensalzamiento ha penetrado en las filas; debe haber más humildad. Existe demasiada independencia de espíritu entre los mensajeros. Esta actitud debe ser puesta a un lado, y los siervos de Dios deben unirse. Han manifestado demasiado el espíritu que induce a preguntar: “¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?” Génesis 4:9. Dijo el ángel: “Sí, eres guardián de tu hermano. Debes cuidar constantemente a tu hermano, interesarte en su bienestar, y manifestar un espíritu bondadoso y amante hacia él. Uníos, uníos”. Dios se propuso que el hombre fuese de corazón abierto y sincero, sin afectación, humilde, manso y sencillo. Tal es el principio del Cielo; Dios lo ordenó así. Pero el pobre y frágil ser humano ha buscado algo diferente: la prosecución de sus propios caminos y la atención cuidadosa a sus propios intereses.

Pregunté al ángel por qué la sencillez había desaparecido de la iglesia, y por qué habían entrado en ella el orgullo y el ensalzamiento. Vi que ésta es la razón por la cual hemos sido casi entregados en manos del enemigo. Dijo el ángel: “Mira y verás que este sentimiento prevalece: ‘¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?’” Volvió a decir el ángel: “Eres guarda de tu hermano. Tu profesión y tu fe exigen de ti que te niegues a ti mismo y que te ofrendes a Dios, o serás indigno de la vida eterna; porque fue comprada para ti a gran precio, a saber, por la agonía, los sufrimientos y la sangre del amado Hijo de Dios”. Vi que muchos en diferentes lugares, en los Estados del este y del oeste, están añadiendo una propiedad a otra, un terreno a otro, una casa a otra, y se excusan diciendo que lo hacen para poder ayudar a la causa. Se encadenan a sí mismos, de manera que pueden ser de muy poco beneficio para la causa. Algunos compran un terreno y trabajan con toda su fuerza para pagarlo. Su tiempo está tan ocupado que casi no pueden dedicar un momento para orar y servir a Dios, ni para obtener de él fuerzas para vencer las tentaciones. Se hallan endeudados, y cuando la causa necesita su ayuda, no se la pueden prestar, porque deben primero librarse de las deudas. Pero tan pronto como se libran de una deuda se hallan más imposibilitados de ayudar a la causa que antes, porque vuelven a contraer obligaciones aumentando sus propiedades. Se lisonjean de que su conducta es correcta porque emplearán los créditos en la causa, cuando, en realidad están acumulando tesoros aquí. Aman la verdad en palabra, pero no en obra. Aman la causa precisamente en la medida en que sus obras lo demuestran. Aman más al mundo, y menos a la causa de Dios. La atracción de la tierra se robustece más, y se debilita la atracción del cielo. Su corazón está con su tesoro. Por su ejemplo, indican a los que los rodean que su intención es permanecer aquí, pues este mundo es su patria. Dijo el ángel: “Eres guarda de tu hermano”.

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Muchos han hecho gastos inútiles, tan sólo para complacer los sentimientos, el gusto y los ojos, mientras la causa necesitaba los mismos recursos que así usaban, y mientras algunos de los siervos de Dios iban mal vestidos y se veían estorbados en su labor por falta de recursos. Dijo el ángel: “Pronto habrá pasado su tiempo de trabajar. Sus obras demuestran que el yo es su ídolo y que le ofrecen sacrificios”. Primero debe complacerse el yo; su sentimiento es: “¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?” Muchos han recibido amonestación tras amonestación, pero no las han oído. El yo es el fin principal, y a él debe someterse todo lo demás.

Vi que la iglesia ha perdido casi completamente el espíritu de abnegación y sacrificio; sus miembros ponen en primer lugar el yo y los intereses propios, y luego hacen por la causa lo que creen que no les cuesta nada. Un sacrificio tal es defectuoso, y no es acepto a Dios. Todos deben interesarse por hacer cuanto puedan para promover la causa. Vi que los que no tienen propiedades, pero tienen fuerza corporal, son responsables delante de Dios por su fuerza. Debieran ser diligentes en los negocios y fervientes en espíritu; no deben dejar que realicen todos los sacrificios los que tienen posesiones. Vi que ellos también pueden sacrificarse, y que el hacerlo es deber suyo tanto como de los que tienen propiedades. Pero muchas veces los que no tienen posesiones no se dan cuenta de que ellos pueden negarse a sí mismos de muchas maneras; pueden gastar menos para sus cuerpos y para complacer sus gustos y apetitos, y ahorrar mucho para la causa, para así hacerse tesoros en los cielos. Vi que hay hermosura y belleza en la verdad; pero si se le quita el poder de Dios, se vuelve impotente.

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La hora en que comienza el día de reposo*

Vi que todavía sigue siendo así: “De tarde en tarde guardaréis vuestro reposo”. Levítico 23:32. El ángel dijo: “Tomad la Palabra de Dios, leedla, comprendedla y así no podréis errar. Leed cuidadosamente y en ella encontraréis qué significa tarde, y cuándo es”. Le pregunté al ángel que si Dios sentía desagrado por su pueblo por comenzar el sábado en la forma como lo habían hecho. Fui llevada hacia atrás al primer sábado observado y seguí al pueblo de Dios hasta este tiempo, pero no ví que Dios estuviera disgustado con ellos. Pregunté cómo era que a estas alturas tuviéramos que cambiar la hora de comenzar el sábado. El ángel dijo: “Vosotros comprenderéis, pero no todavía, no todavía”. El ángel dijo: “Si se recibe luz, y esa luz se pone de lado o se rechaza, entonces viene la condenación y el desagrado de Dios; pero antes que se reciba la luz no hay pecado, porque no hay luz que ellos puedan rechazar”. Vi que algunos pensaban que el Señor había mostrado que el sábado debía comenzar a las seis de la tarde, cuando yo había visto únicamente que comenzaba en la “tarde”, y se supuso que tarde significaba seis. Vi que los siervos de Dios debían unirse y avanzar juntos.

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Opositores de la verdad*

Se me presentó el caso de Stephenson y Hall, de Wisconsin. Vi que mientras nos encontrábamos en Wisconsin en junio de 1854, ellos habían tenido la convicción de que las visiones procedían de Dios; pero las examinaron y las compararon con sus conceptos de la Epoca Futura, y como las visiones no concordaban con éstos, sacrificaron las visiones y mantuvieron sus ideas acerca de la Epoca Futura. Mientras se encontraban de viaje en el este la primavera pasada, ambos actuaron mal y fueron intrigantes. Han tropezado en la teoría de la Epoca Futura, y están listos a tomar cualquier iniciativa que perjudique a la Review. Los amigos de la revista deben despertarse y hacer todo lo posible por salvar del engaño a los hijos de Dios. Estos hombres se están vinculando con gente mentirosa y corrompida. Han tenido evidencia de eso. Y mientras profesan simpatía y unidad con mi esposo, ellos (especialmente Stephenson) caían como víboras a su espalda. Mientras hablaban suavemente con él, al mismo tiempo estaban inflamando Wisconsin contra la Review y sus directores. Especialmente Stephenson participaba activamente en este asunto. Su objeto era conseguir que la Review publicara la teoría de la Edad Futura, y en caso contrario destruir su influencia. Y mientras mi esposo actuaba con sinceridad y sin sospechar nada, procurando encontrar la forma de deshacer sus celos, y mostrándoles francamente los asuntos de la oficina, y procurando ayudarles, ellos observaban en busca de algo que estuviera mal y miraban todo con ojos celosos. Mientras los contemplaba, el ángel dijo: “¿Piensan ustedes, hombres débiles, que podrán detener la obra de Dios? Hombres débiles, un toque de su dedo puede dejaros postrados. Os soportará solamente por poco tiempo”.

Se me señaló el comienzo de la doctrina adventista, y aun antes de ese tiempo, y vi que no había habido nada semejante al engaño, la tergiversación y la falsedad que habían sido practicados por el grupo que publicaba el Messenger (Mensajero), y una asociación semejante de corazones corrompidos bajo la toga de la religión. Algunos corazones sinceros han sido influidos por ellos, y han concluido que deben tener por lo menos alguna razón que justifique sus declaraciones, pensando que estas personas son incapaces de pronunciar falsedades tan evidentes. Vi que tales individuos tendrían evidencia de la verdad en estos asuntos. La iglesia de Dios debiera avanzar directamente, como si no existiera esta gente en el mundo.

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Tatiana Patrasco