Testimonios para la Iglesia, Vol. 1, p. 346-353, día 038

La obra en el este

Se me ha mostrado que ha llegado el momento de realizar una obra más eficaz en el este. Por fin se ha sentido allá la necesidad de organización y orden. Ahora los ministros no se sentirán obligados a trabajar bajo las circunstancias desanimadoras que imperaban antes. El ángel de la misericordia bate sus alas sobre el este. Dijo el ángel: “Fortaleced las cosas que quedan. Proclamad el mensaje a quienes no lo han oído”. Hay algunos en el este que correrán peligro de ir a extremos cuando el Señor reavive su obra entre ellos. Debieran recordar que el Señor alejó su obra de ellos y la llevó al oeste para humillarlos, y para subyugar el espíritu de independencia y rebelión que habían manifestado, y ayudarles a apreciar mejor los esfuerzos de sus fieles siervos.

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Número 10—Testimonio para la iglesia

Peligros de la juventud

El 6 de junio de 1863 me fueron mostrados algunos de los peligros que corre la juventud. Satanás está dominando las mentes de los jóvenes y extraviando sus pies inexpertos. Ellos ignoran sus designios y, en estos tiempos peligrosos, los padres deben despertar y trabajar con perseverancia y laboriosidad para rechazar el primer ataque del enemigo. Deben instruir a sus hijos, cuando salen, cuando entran, cuando se levantan y cuando se sientan, dándoles renglón tras renglón, precepto tras precepto, un poco aquí y un poco allá.

El trabajo de la madre empieza con el niño lactante. Ella debe conquistar la voluntad y el genio de su hijo, ponerlo en sujeción y enseñarle a obedecer. Y a medida que el niño crezca, no relaje la disciplina. Cada madre debe tomarse tiempo para razonar con sus hijos, para corregir sus errores y enseñarles pacientemente el buen camino. Los padres cristianos deben saber que están construyendo y preparando a sus hijos para ser hijos de Dios. Toda la experiencia religiosa de los niños queda afectada por las instrucciones dadas en la niñez, y por el carácter formado en esa etapa. Si la voluntad no se subyuga entonces, ni se la hace someter a la voluntad de los padres, será tarea muy difícil enseñarles la lección en los años ulteriores. ¡Qué lucha intensa, qué conflicto costará someter a los requisitos de Dios esa voluntad que nunca fue subyugada! Los padres que descuidan esa obra importante, cometen un grave error y pecan contra sus pobres hijos y contra Dios.

Sucederá a veces que los hijos que se hallan bajo una disciplina estricta se sentirán descontentos. Se volverán impacientes bajo las restricciones, y querrán hacer su voluntad, e ir y venir como les plazca. Especialmente entre los diez y dieciocho años, creerán a menudo que no habría ningún perjuicio en tomar parte en paseos campestres y en otras reuniones con la participación de gente joven; pero sus padres experimentados pueden ver el peligro. Ellos conocen los temperamentos peculiares de sus hijos, conocen la influencia que sobre sus mentes ejercen esas cosas, y porque desean salvarlos, les evitan estas diversiones excitantes.

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Cuando estos hijos deciden por su cuenta abandonar los placeres del mundo, y hacerse discípulos de Cristo, ¡qué carga desaparece de los corazones de los padres cuidadosos y fieles! Y sin embargo, aun entonces no debe cesar la labor de los padres. No se debe dejar a los niños que elijan su propio proceder, ni tampoco que hagan siempre sus propias decisiones. Han empezado tan sólo a luchar en serio contra el pecado, el orgullo, las pasiones, la envidia, los celos, el odio y todos los males del corazón natural. Los padres deben velar y aconsejar a sus hijos, decidir por ellos y mostrarles que si no prestan una obediencia alegre y voluntaria a sus padres, no pueden obedecer voluntariamente a Dios y será para ellos imposible ser cristianos.

Los padres deben animar a sus hijos a confiar en ellos, a presentarles las penas de su corazón, sus pequeñas molestias y pruebas diarias. Así podrán los padres aprender a simpatizar con sus hijos y podrán orar con ellos y para ellos, para que Dios los escude y los guíe. Deben revelarles a su Amigo y Consejero infaltable, que se compadecerá de sus flaquezas, porque fue tentado en todo como nosotros, aunque sin pecar.

Satanás tienta a los niños a ser reservados con sus padres, y a elegir sus confidentes entre sus compañeros jóvenes e inexpertos, entre aquellos que no les pueden ayudar, sino que les darán malos consejos. Los niños y las niñas se reúnen y conversan, ríen y bromean, y ahuyentan a Cristo de sus corazones y a los ángeles de su presencia por sus insensateces. La conversación ociosa, relativa a los actos ajenos, las habladurías acerca de ese joven o de aquella niña, agostan los pensamientos y sentimientos nobles, arrancan del corazón los deseos buenos y santos, dejándolo frío y despojándolo del verdadero amor hacia Dios y su verdad.

Los hijos quedarían a salvo de muchos males si fuesen más familiares con sus padres. Estos deben estimular en sus hijos la disposición a manifestarse confiados y francos con ellos, a acudir a ellos con sus dificultades, a presentarles el asunto tal cual lo ven y a pedirles consejo cuando están confundidos acerca de qué proceder es acertado. ¿Quiénes pueden ver y señalarles los peligros mejor que sus padres piadosos? ¿Quién puede comprender tan bien como ellos el temperamento peculiar de sus hijos? La madre que ha vigilado todo el desarrollo de la mente desde la infancia, y conoce su disposición natural, es la que está mejor preparada para aconsejar a sus hijos. ¿Quién puede decir como la madre, ayudada por el padre, cuáles son los rasgos de carácter que deben ser refrenados y mantenidos en jaque?

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Los hijos cristianos preferirán el amor y la aprobación de sus padres temerosos de Dios a toda bendición terrenal. Amarán y honrarán a sus padres. Hacer a sus padres felices debe ser una de las principales preocupaciones de su vida. En esta era de rebelión, los hijos no han recibido la debida instrucción y disciplina, y tienen poca conciencia de sus obligaciones hacia sus padres. Sucede a menudo que cuanto más hacen sus padres por ellos, tanto más ingratos son, y menos los respetan. Los niños que han sido mimados y rodeados de cuidados, esperan siempre un trato tal; y si su expectativa no se cumple, se chasquean y desalientan. Esa misma disposición se verá en toda su vida. Serán incapaces, dependerán de la ayuda ajena, y esperarán que los demás los favorezcan y cedan a sus deseos. Y si encuentran oposición, aun en la edad adulta, se creen maltratados; y así recorren su senda por el mundo, acongojados, apenas capaces de llevar su propio peso, murmurando e irritándose a menudo porque no todo les sale a pedir de boca.

Los padres que siguen una conducta errónea enseñan a sus hijos lecciones que les resultarán dañosas, y también siembran espinas para sus propios pies. Piensan que satisfaciendo los deseos de sus hijos y dejándoles seguir sus inclinaciones, obtendrán su amor. ¡Qué error! Los niños así consentidos se crían sin ver restringidos sus deseos, sin saber dominar sus disposiciones, y se vuelven egoístas, exigentes e intolerantes; serán una maldición para sí mismos y para cuantos los rodeen. En gran medida los padres tienen en sus propias manos la felicidad futura de sus hijos. A ellos les incumbe la obra importante de formar el carácter de estos hijos. Las instrucciones que les dieron en la niñez los seguirán durante toda la vida. Los padres siembran la semilla que brotará y dará fruto para bien o mal. Pueden hacer a sus hijos idóneos para la felicidad o para la desgracia.

Desde muy temprano se debe enseñar a los hijos a ser útiles, a ayudarse a sí mismos y a otros. En nuestra época, muchas hijas pueden, sin remordimiento de conciencia, ver a sus madres trabajar, cocinar, lavar o planchar, mientras ellas permanecen en la sala leyendo cuentos, o haciendo crochet o bordados. Sus corazones son tan insensibles como una piedra. Pero, ¿dónde está el origen de este mal? ¿Quiénes son generalmente los más culpables? Los pobres y engañados padres. Ellos pasan por alto el bien futuro de sus hijas, y en su ternura equivocada las dejan en la ociosidad, o les permiten hacer cosas que tienen poca utilidad o no requieren ejercicio de la mente o de los músculos, y luego disculpan a sus hijas indolentes porque son débiles. Pero, ¿qué es lo que las ha debilitado? En muchos casos ha sido la conducta errónea de los padres. Una cantidad apropiada de ejercicio en la casa mejoraría tanto su mente como su cuerpo. Pero, debido a ideas erróneas, las niñas son privadas de dicho ejercicio, hasta que llegan a profesar aversión al trabajo; éste les desagrada, y no concuerda con sus ideas de la finura. Creen que es indigno de una dama, y hasta grosero, lavar los platos, planchar o inclinarse sobre la artesa de lavar ropa. Tal es la instrucción que está de moda dar a las hijas en esta época desdichada.

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Los hijos de Dios deben ser gobernados por principios superiores a los de los mundanos, que tratan de medir todo su proceder por la moda. Los padres que temen a Dios deben educar a sus hijos para una vida de utilidad. No deben permitir que sus principios de gobierno estén mancillados por las nociones extravagantes que prevalecen en esta época. Tampoco deben conformarse a las modas ni ser gobernados por las opiniones de los mundanos. No deben permitir a sus hijos que elijan sus compañeros. Enseñadles que es vuestro deber elegirlos por ellos. Preparadlos para llevar cargas mientras son jóvenes.

Si vuestros hijos no se han acostumbrado al trabajo, pronto se cansarán. Se quejarán de dolores en los costados y en los hombros, y de que tienen los miembros cansados; y vuestra simpatía os hará correr el riesgo de hacer el trabajo vosotros mismos más bien que verlos sufrir un poco. Sea muy ligera al principio la carga impuesta a los niños, y luego vaya aumentando un poco cada día, hasta que puedan hacer la debida cantidad de trabajo sin cansarse. La inactividad es la causa principal de los dolores en los costados y los hombros de los niños.

Hay en esta época una clase de señoritas que son seres sencillamente inútiles, pues sirven solamente para respirar, comer, lucir vestidos y hablar sandeces, mientras sostienen entre los dedos algún tejido o bordado. Pero pocas jóvenes manifiestan juicio sano y buen sentido común. Llevan una vida de mariposas, sin propósito especial. Cuando esta clase de compañías mundanas se reúnen, todo lo que se puede oír son unas pocas observaciones tontas acerca de los vestidos, o algún asunto frívolo; y luego se ríen de sus propias observaciones que consideran muy inteligentes. Esto lo hacen frecuentemente en presencia de personas mayores, que no pueden sino entristecerse ante tal falta de respeto por sus años. Estas jóvenes parecen haber perdido todo sentido de modestia y de buenos modales. Sin embargo, la manera en que han sido instruidas las induce a pensar que su conducta es un dechado de gentileza.

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Este espíritu es como una enfermedad contagiosa. El pueblo de Dios debe elegir la compañía que han de frecuentar sus hijos, y enseñarles a evitar la de los mundanos. Las madres deben llevar a sus hijas consigo a la cocina y educarlas pacientemente. Su constitución se beneficiará con este trabajo; sus músculos adquirirán tono y fortaleza, y sus meditaciones serán más sanas y elevadas al fin del día. Tal vez se cansen; pero ¡cuán dulce es el reposo después de trabajar como es debido! El sueño, dulce restaurador natural, vigoriza el cuerpo cansado y lo prepara para los deberes del día siguiente. No causéis en vuestros hijos la impresión de que no importa que trabajen o no. Enseñadles que se necesita su ayuda, que su tiempo es valioso y que contáis con su trabajo.

Se me ha mostrado que mucho pecado es resultado de la ociosidad. Las manos y las mentes activas no hallan tiempo para ceder a toda tentación que el enemigo sugiere; pero las manos y los cerebros ociosos están totalmente preparados para ser dominados por Satanás. Cuando la mente no está debidamente ocupada, se espacia en cosas impropias. Los padres deben enseñar a sus hijos que la ociosidad es pecado. Se me mencionó lo que se dice en Ezequiel 16:49: “He aquí que esta fue la maldad de Sodoma tu hermana: soberbia, saciedad de pan, y abundancia de ociosidad tuvieron ella y sus hijas; y no fortaleció la mano del afligido y del menesteroso”.

Los hijos deben sentir que tienen una deuda con sus padres que los han vigilado durante su infancia, y cuidado en tiempos de enfermedad. Deben darse cuenta de que sus padres han sufrido mucha ansiedad por ellos. Los padres piadosos y concienzudos han sentido especialmente el más profundo interés en que sus hijos eligiesen el buen camino. ¡Cuánta tristeza sintieron en sus corazones al ver defectos en sus hijos! Si éstos, que causaron tanto dolor a esos corazones, pudiesen ver el efecto de su conducta, se arrepentirían ciertamente de ella. Si pudiesen ver las lágrimas de su madre, y oír sus oraciones a Dios en su favor, si pudiesen escuchar sus reprimidos y entrecortados suspiros, sus corazones se conmoverían, y prestamente confesarían sus pecados y pedirían perdón. Tanto los de más edad como los jóvenes tienen una obra que hacer. Los padres deben prepararse mejor para desempeñar su deber con sus hijos. Algunos padres no los comprenden a éstos, ni los conocen verdaderamente. A menudo hay una gran distancia entre padres e hijos. Si los padres quisieran compenetrarse plenamente de los sentimientos de sus hijos, y desentrañar lo que hay en sus corazones, se beneficiarían ellos mismos.

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Los padres deben obrar fielmente con las almas que les han sido confiadas. No deben estimular en sus hijos el orgullo, el despilfarro y el amor a la ostentación. No deben enseñarles ni permitir que aprendan pequeñas gracias que parecen vivezas en los niños, pero que después tienen que desaprenderse, y que tendrán que corregirse cuando sean mayores. Los hábitos que primero se adquieren no se olvidan fácilmente. Padres, debéis comenzar a disciplinar las mentes de vuestros hijos en la más tierna edad, a fin de que sean cristianos. Tiendan todos vuestros esfuerzos a su salvación. Obrad como que fueron confiados a vuestro cuidado para ser labrados como preciosas joyas que han de resplandecer en el reino de Dios. Cuidad de no estar arrullándolos al borde del abismo de la destrucción, con la errónea idea de que no tienen bastante edad para ser responsables, ni para arrepentirse de sus pecados y profesar a Cristo.

Se me refirió a las muchas promesas preciosas registradas para aquellos que buscan temprano a su Salvador. “Acuérdate de tu Creador en los días de tu juventud, antes que vengan los días malos, y lleguen los años de los cuales digas: No tengo en ellos contentamiento” Eclesiastés 12:1. “Yo amo a los que me aman, y me hallan los que temprano me buscan”. Proverbios 8:17. El gran Pastor de Israel dice, además: “Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de los cielos”. Mateo 19:14. Enseñad a vuestros hijos que la juventud es el mejor tiempo para buscar al Señor. Entonces las cargas de la vida no pesan sobre ellos, y sus mentes juveniles no están agobiadas por las preocupaciones y responsabilidades. Mientras están así libres, deben dedicar lo mejor de su fuerza a Dios.

Estamos viviendo en una época desdichada para los niños. Se siente una fuerte corriente que arrastra hacia abajo, hacia la perdición, y se necesita algo más que la experiencia y las fuerzas de un niño para remontar esa corriente y no ser llevado por ella. Los jóvenes en general parecen cautivos de Satanás, y éste y sus ángeles los llevan a una destrucción segura. Satanás y sus huestes hacen guerra contra el gobierno de Dios. A todos los que tienen deseo de entregar su corazón al Señor y de obedecer sus requerimientos, Satanás tratará de causarles dudas y confusión y de vencerlos con sus tentaciones, a fin de que se desalienten y renuncien a la lucha.

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Padres, ayudad a vuestros hijos. Despertad del letargo que ha pesado sobre vosotros. Velad continuamente para detener la corriente y rechazar el peso del mal que Satanás está echando sobre vuestros hijos. Los niños no pueden hacer esto de por sí, pero los padres pueden hacer mucho. Mediante la oración ferviente y la fe viva, ganarán grandes victorias. Algunos padres no se han dado cuenta de las responsabilidades que pesan sobre ellos, y han descuidado la educación religiosa de sus hijos. Por la mañana, los primeros pensamientos del cristiano deben fijarse en Dios. Los trabajos mundanales y el interés personal deben ser secundarios. Debe enseñarse a los niños a respetar y reverenciar la hora de oración. Antes de salir de la casa para ir a trabajar, toda la familia debe ser convocada, y el padre, o la madre en ausencia del padre, debe rogar con fervor a Dios que los guarde durante el día. Acudid con humildad, con un corazón lleno de ternura, presintiendo las tentaciones y peligros que os acechan a vosotros y a vuestros hijos, y por la fe atad a estos últimos sobre el altar, solicitando para ellos el cuidado del Señor. Los ángeles ministradores guardarán los niños así dedicados a Dios. Es el deber de los padres creyentes levantar así, mañana y tarde, por ferviente oración y fe perseverante, una valla en derredor de sus hijos. Deben instruirlos con paciencia, enseñándoles bondadosa e incansablemente a vivir de tal manera que agraden a Dios.

La impaciencia de los padres excita la de los hijos. La ira manifestada por los padres, crea ira en los hijos, y despierta lo malo de su naturaleza. Algunos padres corrigen a sus hijos severamente con impaciencia, y muchas veces con ira. Tales correcciones no producen ningún buen resultado. Al tratar de corregir un mal, se crean dos. La censura continua y el castigo corporal endurecen a los niños y los separan de sus padres.

Estos deben aprender primero a dominarse a sí mismos; y entonces podrán dominar con más éxito a sus hijos. Cada vez que pierden el dominio propio, y hablan y obran con impaciencia, pecan contra Dios. Deben primero razonar con sus hijos, señalarles claramente sus equivocaciones, mostrarles su pecado, y hacerles comprender que no sólo han pecado contra sus padres, sino contra Dios. Teniendo vuestro propio corazón subyugado y lleno de compasión y pesar por vuestros hijos errantes, orad con ellos antes de corregirlos. Entonces vuestra corrección no hará que vuestros hijos os odien. Ellos os amarán. Verán que no los castigáis porque os han causado inconvenientes, ni porque queréis desahogar vuestro desagrado sobre ellos, sino por un sentimiento de deber, para beneficio de ellos, a fin de que no se desarrollen en el pecado.

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Tatiana Patrasco