Testimonios para la Iglesia, Vol. 2, p. 171-180, día 090

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Su esposa ha sido demasiado orgullosa y egoísta. Dios la ha hecho pasar por el horno de la aflicción, para eliminar las manchas de su carácter. Debería ser cuidadosa para que los fuegos de la aflicción no ardan en vano con respecto a ella. Estos deberían eliminar la escoria y acercarla a Dios, para que sea más espiritual. Su amor al mundo debe morir. El amor a sí misma debe ser vencido; y su voluntad sometida a la voluntad de Dios. 

Se me mostró que el amor al mundo ha alejado en gran medida a Jesús de la iglesia. Dios quiere que se produzca un cambio: una entrega total a él. A menos que la mente sea educada para que se espacie en temas religiosos, será débil en este sentido. Pero cuando se dedica a empresas mundanales es fuerte, porque se la ha cultivado en ese sentido, y se ha fortalecido con el ejercicio. La razón por la cual les resulta tan difícil vivir vidas religiosas a los hombres y mujeres, es que no ejercitan la mente para la piedad. Se la ha entrenado para que discurra en la dirección opuesta. A menos que la mente se ejercite constantemente para obtener conocimiento espiritual, y trate de comprender el misterio de la piedad, será incapaz de apreciar las cosas eternas, porque no tiene experiencia en ese sentido. Esa es la razón por la cual casi todos consideran que es tan cuesta arriba servir al Señor. 

Cuando el corazón está dividido, y se dedica principalmente a las cosas del mundo y muy poco a las cosas de Dios, no puede haber un incremento especial de la fortaleza espiritual. Las empresas mundanales reclaman una porción grande de la mente, y requieren el uso de sus facultades; por lo tanto, en ese sentido hay fortaleza y poder, que absorben más y más de los intereses y afectos, mientras cada vez queda menos para dedicarlo a Dios. Es imposible que el alma florezca mientras la oración no es un ejercicio especial de la mente. La oración familiar o pública solamente no es suficiente. La oración secreta es muy importante; en la soledad el alma comparece desnuda ante el ojo escrutador de Dios, y se examina todo motivo. ¡La oración secreta! ¡Cuán preciosa es! ¡El alma en comunión con Dios! La oración secreta sólo debe ser oída por Dios. Ningún oído curioso debe enterarse del contenido de esa petición. En la oración secreta el alma está libre de las influencias circundantes, libre de excitación. Con calma, pero con fervor, buscará a Dios. La oración secreta a menudo resulta pervertida, y se pierde su dulce propósito, al orar en voz alta. En lugar de la confianza tranquila y serena, y la fe en Dios, con el alma expresándose en voz baja y humilde, la voz se eleva a las alturas, se produce exaltación, y la oración secreta pierde su influencia suavizadora y sagrada. Se produce una tormenta de sentimientos, una tormenta de palabras, de modo que resulta imposible discernir esa vocecita queda que habla al alma cuando ésta se entrega a su devoción secreta, verdadera y sentida. La oración secreta, cuando se la práctica adecuadamente, produce mucho bien. Pero cuando el contenido de la oración llega a oídos de toda la familia e incluso de todo el vecindario, no es oración secreta aunque se crea que lo es, y no se recibe de ella fortaleza divina. Dulce y permanente será la influencia que emana de Aquel que ve en secreto, y cuyo oído está abierto para responder la plegaria que surge del corazón. Mediante una fe serena y sencilla, el alma mantiene comunión con Dios, y reúne para sí misma rayos de luz divina que fortalecen y la sostienen para resistir los conflictos que tendrá que librar contra Satanás. Dios es la torre de nuestra fortaleza.

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Jesús nos ha dejado esta palabra: “Velad, pues, porque no sabéis cuándo vendrá el Señor de la casa; si al anochecer, o a la medianoche, o al canto del gallo, o a la mañana; para que cuando venga de repente, no os halle durmiendo. Y lo que a vosotros digo, a todos lo digo: Velad”. Marcos 13:35-37. Estamos esperando y velando con la mira puesta en el regreso del Maestro, que traerá el amanecer, no sea que viniendo de repente nos encuentre durmiendo. ¿A qué tiempo se refiere aquí? No a la manifestación de Cristo en las nubes del cielo para encontrar un pueblo dormido. No; sino cuando regrese de su ministerio en el lugar santísimo del santuario celestial, cuando deponga sus atuendos sacerdotales y se revista de atavíos de venganza, y cuando se promulgue el decreto que dice: “El que es injusto, sea injusto todavía; y el que es justo, practique la justicia todavía; y el que es santo, santifíquese todavía”. Apocalipsis 22:11. 

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Cuado Jesús deje de interceder por el hombre, los casos de todos estarán decididos para siempre. Este es el momento cuando sus siervos deben rendir cuentas. Para los que no se han preparado en pureza y santidad, que los capacitaría para encontrarse entre los que aguardan para dar la bienvenida a su Señor, el sol se pone en medio de pesar y tinieblas, para no salir nunca más. El tiempo de prueba termina; la intercesión de Cristo cesa en el cielo. Ese momento por fin llega repentinamente sobre todos, y los que no purificaron sus almas por la obediencia a la verdad, estarán durmiendo. Se cansaron de esperar y velar; se volvieron indiferentes con respecto al regreso de su Maestro. No anhelaban si aparición, y creyeron que no era necesaria esa vigilancia constante y perseverante. Se han sentido desilusionados en sus espectativas, y eso podría ocurrirles de nuevo. Llegaron a la conclusión de que aún había tiempo para que se despertaran. Querían estar seguros de no perder la oportunidad de obtener un tesoro terrenal. Sería prudente obtener todo lo posible de este mundo. Y al tratar de lograr ese objetivo, perdieron todo su deseo y su interés en la aparición de su Maestro. Se volvieron indiferentes, y descuidados, como si su venida estuviera todavía muy lejos. Pero mientras su interés quedaba sepultado debajo de las ganancias mundanales, la obra terminó en el santuario celestial, y ellos no estaban preparados. 

Si los tales hubieran sabido que la obra de Cristo en el santuario celestial iba a terminar tan pronto, ¡qué diferente habría sido su comportamiento! ¡Con cuánto fervor habrían velado! El Maestro, al anticipar todo esto, les dio una oportuna advertencia en la orden de velar. Definidamente describe cuán repentina será su venida. No nos da la fecha, para que no descuidemos nuestra preparación, y en nuestra indolencia esperemos el momento cuando nos parece que va a venir, para postergar nuestra preparación. “Velad, pues, porque no sabéis”. Mateo 24:42. Y a pesar de que esta incertidumbre fue predicha, junto con el carácter repentino de su venida, no salimos de nuestro sopor para dedicarnos a una ferviente vigilancia, y para acentuar nuestra disposición a esperar al Maestro. Los que no estén esperando y vigilando, serán sorprendidos finalmente en su infidelidad. El Maestro viene, y en lugar de estar listos para abrirle la puerta inmediatamente, están sumidos en un sopor mundano, y finalmente se perderán.

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Se me presentó otro grupo que contrastaba con el que acabo de describir. Estos estaban esperando y velando. Sus ojos se dirigían al cielo, y las palabras de su Maestro brotaban de sus labios: “Y lo que a vosotros digo, a todos lo digo: Velad”. Marcos 13:37. “Velad, pues, porque no sabéis cuándo vendrá el Señor de la casa; si al anochecer, o a la medianoche, o al canto del gallo, o a la mañana; para que cuando venga de repente, no os halle durmiendo”. Marcos 13:35-36. El Señor sugiere que habrá una demora antes que finalmente amanezca. Pero no quiere que den lugar a la fatiga, ni que disminuya la intensidad de su ferviente vigilancia, porque la mañana no llega tan pronto como la habían esperado. Se me presentó a los que esperaban con la mirada dirigida hacia lo alto. Se animaban mutuamente al repetir estas palabras: “Ya pasaron la primera y la segunda vigilias. Estamos en la tercera vigilia, esperando el regreso del Maestro, y velando. Lo que nos queda de esta vigilia es muy poco ya”. Vi que algunos se cansaban; tenían la mirada dirigida hacia abajo; estaban absortos por las cosas terrenales y no eran fieles en su vigilia. Decían: “Esperamos que el Maestro viniera en la primera vigilia, pero sufrimos una desilusión. Estábamos seguros de que vendría en la segunda, pero ésta pasó, y no vino. De nuevo podemos sufrir un chasco. No es necesario que seamos tan estrictos. Es posible que no venga tampoco en la siguiente vigilia. Estamos en la tercera vigilia, y creemos que es mejor que depositemos nuestro tesoro en la tierra, para estar seguros de que no vamos a pasar necesidad”. Muchos estaban durmiendo, adormilados por los cuidados de esta vida, y seducidos por el engaño de las riquezas para abandonar su actitud de espera y vigilancia. 

Se me presentaron algunos ángeles que velaban con intenso interés mientras observaban el aspecto de los cansados pero fieles vigilantes, a fin de que la prueba no fuera demasiado dura, y no desfallecieran por causa del esfuerzo y las dificultades duplicadas por el hecho de que sus hermanos habían dejado de velar y se habían embriagado con los cuidados mundanales y estaban engañados por la prosperidad terrenal. Estos ángeles celestiales se sentían apenados por causa de los que una vez estuvieron velando y que ahora, por su indolencia e infidelidad, aumentaban las pruebas y preocupaciones de los que con fervor y perseverancia estaban tratando de mantener su actitud de espera y vigilancia. 

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Vi que era imposible que los afectos e intereses estuvieran dedicados a los cuidados mundanales, para acrecentar las posesiones terrenales, y tener al mismo tiempo una actitud de espera y vigilancia, como el Salvador lo ha mandado. Dijo el ángel: “Pueden conseguir un solo mundo. Para lograr el tesoro celestial, deben sacrificar el terrenal. No pueden tener ambos mundos”. Vi cuán necesario era que la fidelidad en la vigilancia fuera permanente para poder huir de las trampas engañosas de Satanás. Este induce a los que esperan y velan a que den un paso en dirección del mundo; no tenían la intención de avanzar más, pero ese paso los separó de Jesús, y les facilitó la tarea de dar el segundo; y así se da un paso tras otro en dirección del mundo, hasta que la única diferencia que hay entre ellos y éste es una profesión de fe, un mero nombre. Han perdido su carácter peculiar y santo, y nada, salvo su profesión de fe, los diferencia de los amadores del mundo que están en torno de ellos. 

Vi que las sucesivas vigilias eran cosa del pasado. Por causa de esto, ¿debería haber falta de vigilancia? ¡Oh, no! Hay ahora una mayor necesidad de velar incesantemente, porque nos queda menos tiempo que cuando se produjo la primera vigilia. Ahora el período de espera es necesariamente más corto que antes. Si esperamos con una vigilancia inquebrantable entonces, con cuánto mayor interés deberíamos velar el doble que antes durante la segunda vigilia. El transcurso de esta segunda vigilia nos ha traído a la tercera y ahora no hay excusa ninguna para disminuir nuestra vigilancia. La tercera vigilia reclama una triple dedicación. Ponernos impacientes ahora implicaría perder toda nuestra ferviente y perseverante vigilancia anterior. La larga noche de pesar nos somete a prueba, pero la mañana se posterga misericordiosamente, porque si el Maestro viniera ahora, hallaría a tantos sin preparación. La actitud de Dios de no permitir que su pueblo perezca ha sido la razón de tan larga demora. Pero la venida de la mañana para los fieles, y de la noche para los infieles, está a punto de producirse. Al esperar y velar, el pueblo de Dios debe manifestar su carácter peculiar, su separación del mundo. Mediante nuestra actitud vigilante debemos demostrar que somos verdaderamente extranjeros y peregrinos sobre la tierra. La diferencia entre los que aman al mundo y los que aman a Cristo es tan clara que resulta inconfundible. Mientras los mundanos dedican todo su entusiasmo y su ambición a obtener los tesoros terrenales, el pueblo de Dios no se conforma a este mundo, sino que manifiesta, mediante su actitud fervorosa de vigilia y espera, que ha sido transformado; que su hogar no está en el mundo, sino que está buscando una patria mejor: la celestial. Espero, mis queridos hermanos y hermanas, que ustedes no leerán estas palabras sin ponderar cuidadosamente su importancia. Así como los hombres de Galilea permanecieron con los ojos fijos en el cielo para captar, si fuera posible, una vislumbre de su Salvador que ascendía, dos hombres vestidos de blanco, ángeles celestiales encargados de consolarlos por la pérdida de la presencia de su Salvador, se pusieron de pie junto a ellos y les dijeron: “Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo”. Hechos 1:11. 

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El propósito de Dios es que su pueblo fije sus ojos en el cielo, para aguardar la gloriosa aparición de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Mientras la atención de los mundanos se concentra en diversas empresas, la nuestra debería fijarse en el cielo; nuestra fe debería penetrar más y más en los gloriosos misterios del tesoro celestial, para que los preciosos y divinos rayos del santuario celestial resplandezcan en nuestros corazones, como resplandecen en el rostro de Jesús. Los burladores se mofan de los que esperan y velan, y preguntan: “¿Donde está la promesa de su advenimiento? Os habéis chasqueado. Uníos a nosotros y prosperaréis en las cosas terrenales. Ganad dinero, y seréis honrados por el mundo”. Los que aguardan miran hacia lo alto y responden: “Estamos velando”. Y al apartarse de los placeres terrenales y la fama mundanal, y del engaño de las riquezas, demuestran que han asumido esa actitud. Al velar, se fortalecen; vencen la negligencia, el egoísmo y el amor a la comodidad. Los fuegos de la aflicción arden sobre ellos, y el tiempo de espera parece largo. A veces se entristecen y la fe flaquea; pero se unen de nuevo, vencen sus temores y dudas, y mientras sus ojos están dirigidos al cielo, le dicen a sus adversarios: “Estamos velando, estamos esperando el regreso de nuestro Señor. Nos gloriaremos en la tribulación, en la aflicción, en las necesidades”. 

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El deseo de nuestro Señor es que vigilemos, de manera que cuando venga y llame le abramos la puerta inmediatamente. Pronuncia una bendición sobre los siervos que estén velando. “Se ceñirá, los hará tomar asiento para que coman, y vendrá a servirles”. ¿Quién entre nosotros en estos últimos días será honrado tan especialmente por el Maestro de las asambleas? ¿Estamos preparados a fin de abrirle la puerta sin demora para darle la bienvenida? ¡Velad, velad, velad! Casi todos han dejado de velar y esperar; no estamos preparados para abrirle la puerta inmediatamente. El amor al mundo ha ocupado de tal manera nuestros pensamientos, que nuestros ojos no están dirigidos hacia lo alto sino hacia abajo, hacia la tierra. Estamos apurados, dedicados con celo y entusiasmo a diferentes empresas, pero Dios ha sido olvidado, y no valoramos el tesoro celestial. No estamos en una actitud de espera y vigilancia. El amor al mundo y el engaño de las riquezas eclipsa nuestra fe, y no anhelamos la aparición de nuestro Salvador, ni la amamos. Tratamos con demasiado interés de preocuparnos por nosotros mismos. Somos intranquilos, y carecemos de una firme confianza en Dios. Muchos se preocupan y trabajan, idean y planifican, temerosos de padecer necesidad. No tienen tiempo para orar o para asistir a reuniones religiosas y, en su preocupación por sí mismos, no le dan a Dios la oportunidad de cuidarlos. Y el Señor no hace mucho por ellos, porque no le dan ocasión. Se preocupan demasiado por sí mismos, y creen y confían poco en Dios.

El amor al mundo ejerce una terrible influencia sobre la gente a la cual el Señor ha mandado velar y orar constantemente, no sea que venga de repente y los encuentre durmiendo. “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo. Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre”. 1 Juan 2:15-17. 

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Se me mostró que el pueblo de Dios que profesa creer la verdad presente no se encuentra en una actitud de espera y vigilancia. Los hijos de Dios están incrementando sus riquezas, y están depositando sus tesoros en la tierra. Se están volviendo ricos en las cosas mundanas, pero no ricos en Dios. No creen que el tiempo sea corto; no creen que el fin de todas las cosas está cerca, que Cristo está a las puertas. Pueden profesar mucha fe, pero se engañan a sí mismos; porque sólo pondrán en práctica la fe que realmente poseen. Sus obras ponen de manifiesto el carácter de su fe, y dan testimonio ante los que los rodean que la venida de Cristo no se va a producir en esta generación. De acuerdo con su fe serán sus obras. Están añadiendo una casa a la otra, y un terreno al otro; son ciudadanos de este mundo. 

La condición del pobre Lázaro, que se alimentaba con las migajas que caían de la mesa del rico, es preferible a la de estos profesos cristianos. Si verdaderamente tuvieran fe, en lugar de aumentar sus tesoros aquí en la tierra, los estarían vendiendo, para librarse de esas cosas terrenales, que estorban, y para transferir sus tesoros al cielo. Entonces el interés de sus corazones estará allá, porque el corazón del hombre estará donde se encuentre su mayor tesoro. Muchos de los que profesan creer la verdad dan testimonio acerca de que lo que más valoran está en este mundo. Por estas cosas se preocupan, manifiestan una ansiedad agotadora, y trabajan. Preservar sus tesoros y acrecentarlos es el motivo de sus vidas. Han transferido tan pocas cosas al cielo, han hecho un depósito tan pequeño en el tesoro celestial, que sus mentes no se sienten especialmente atraídas hacia esa tierra mejor. Han hecho amplios depósitos en las empresas de esta tierra, y esas inversiones, como el imán, atraen sus mentes para separarlas de lo celestial e imperecedero, y dirigirlas hacia lo terrenal y corruptible. “Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará vuestro corazón”. Mateo 6:21. 

El egoísmo encierra a muchos de los que están alrededor de nosotros con bandas de hierro. Es mi campo, son mis bienes, es mi negocio, es mi mercadería. Incluso los clamores de los seres humanos no encuentran eco en ellos. Hombres y mujeres que profesan esperar y amar la aparición de su Señor están enquistados en el yo. Se han apartado de lo noble, de lo semejante a Dios. El amor al mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida los han atado de tal manera que están ciegos. El mundo los ha corrompido, y no se dan cuenta. Hablan de amor a Dios, pero sus frutos no manifiestan el amor al cual se refieren. Le roban a Dios los diezmos y las ofrendas, y la maldición agostadora de Dios recae sobre ellos. La verdad ha estado iluminando su senda a cada lado. Dios ha obrado maravillosamente para la salvación de las almas en sus propios hogares, pero, ¿dónde están sus ofrendas, que deberían haber presentado para agradecerle por todas las muestras de su misericordia? Muchos de ellos son tan desagradecidos como los animales. El sacrificio hecho en favor del hombre fue infinito, más allá de la comprensión de los más poderosos intelectos, no obstante lo cual hombres que pretenden ser participantes de estos beneficios celestiales, que se les concedieron a tan alto costo, son demasiado egoístas como para hacer algún verdadero sacrificio para Dios. Sus mentes están concentradas en el mundo, y sólo en el mundo. En el salmo 49 leemos: “Los que confían en sus bienes, y de la muchedumbre de sus riquezas se jactan, ninguno de ellos podrá en manera alguna redimir al hermano, ni dar a Dios su rescate (porque la redención de su vida es de gran precio, y no se logrará jamás)”. vers. 6-8. Si todos recordaran, y pudieran apreciar algo del inmenso sacrificio hecho por Cristo, se sentirían reprendidos por su temeridad y su supremo egoísmo. “Vendrá nuestro Dios, y no callará; fuego consumirá delante de él, y tempestad poderosa le rodeará. Convocará a los cielos de arriba, y a la tierra, para juzgar a su pueblo. Juntadme mis santos, los que hicieron conmigo pacto con sacrificio”. Salmos 50:3-5. Por causa del egoísmo y el amor al mundo, Dios queda olvidado, y muchos padecen de esterilidad del alma, y claman: “¡Mi debilidad, mi debilidad!” Dios ha proporcionado medios a su pueblo para probarlo, para verificar cuán profundo es su pretendido amor por él. Algunos se apartarán de él, y abandonarán su tesoro celestial, antes que disminuir sus posesiones terrenales y hacer con él un pacto con sacrificio. Los invita a ofrecer sacrificios; pero el amor al mundo cierra sus oídos, y no quieren oír. 

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Observé para ver quiénes de los que profesan aguardar la venida de Cristo estaban dispuestos a ofrecer, de su abundancia, sacrificios a Dios. Pude ver a unos pocos pobres y humildes, que como la viuda, se estaban privando a sí mismos para depositar sus blancas. Cada una de esas ofrendas es considerada por Dios un tesoro precioso. Pero los que están ganando dinero y acumulando posesiones, están muy atrás. No hacen nada en comparación con lo que podrían hacer. Están reteniendo sus bienes y robándole a Dios, por temor de padecer necesidad. No se atreven a confiar en Dios. Esta es una de las razones que nos explica por qué, como pueblo, estamos tan enfermos, y tantos están yendo a la tumba. Hay codiciosos entre nosotros. También hay amadores del mundo y los que han retenido parte del salario de sus trabajadores. Algunos hombres que no poseían absolutamente nada de los bienes de este mundo, pobres, y que dependían únicamente de su trabajo, han sido tratados con tacañería y en forma injusta. El amante del mundo con un rostro duro y un corazón más duro todavía, ha pagado de mala gana la pequeña cantidad de dinero ganada con arduo trabajo. Así están tratando a su Maestro, cuyos discípulos profesan ser. Con la misma tacañería ponen su ofrenda en la tesorería de Dios. El hombre de la parábola no tenía dónde almacenar sus bienes, y el Señor puso fin a su inútil vida. De la misma manera va a obrar con muchos. Cuán difícil es, en esta era corrompida, no caer en la mundanalidad creciente y en el egoísmo. 

Cuán fácil es ser desagradecidos con el Dador de todas nuestras mercedes. Se necesita mucha vigilancia y mucha oración, con toda diligencia, para guardar el alma. “Mirad, velad y orad; porque no sabéis cuándo será el tiempo”. Marcos 13:33. 

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