Testimonios para la Iglesia, Vol. 2, p. 189-197, día 092

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Jesús unido con el Padre, había hecho el mundo. Frente a los sufrimientos agonizantes del Hijo de Dios, únicamente los hombres ciegos y engañados permanecieron insensibles. Los príncipes de los sacerdotes y ancianos vilipendiaban al amado Hijo de Dios, mientras éste agonizaba y moría. Pero la naturaleza inanimada gemía y simpatizaba con su Autor que sangraba y perecía. La tierra tembló. El sol se negó a contemplar la escena. Los cielos se cubrieron de tinieblas. Los ángeles presenciaron la escena del sufrimiento hasta que no pudieron mirarla más, y apartaron sus rostros del horrendo espectáculo. ¡Cristo moría en medio de la desesperación! Había desaparecido la sonrisa de aprobación del Padre, y a los ángeles no se les permitía aliviar la lobreguez de esta hora atroz. Sólo podían contemplar con asombro a su amado General, la Majestad del cielo, que sufría la penalidad que merecía la transgresión del hombre. 

Aun las dudas asaltaron al moribundo Hijo de Dios. No podía ver a través de los portales de la tumba. Ninguna esperanza resplandeciente le presentaba su salida del sepulcro como vencedor ni la aceptación de su sacrificio de parte de su Padre. El Hijo de Dios sintió hasta lo sumo el peso del pecado del mundo en todo su espanto. El desagrado del Padre por el pecado y la penalidad de éste, la muerte, era todo lo que podía vislumbrar a través de esas pavorosas tinieblas. Se sintió tentado a temer que el pecado fuese tan ofensivo para los ojos de Dios que no pudiese reconciliarse con su Hijo. La fiera tentación de que su propio Padre le había abandonado para siempre, le arrancó ese clamor angustioso en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” 

Cristo experimentó mucho de lo que los pecadores sentirán cuando las copas de la ira de Dios sean derramadas sobre ellos. La negra desesperación envolverá como una mortaja sus almas culpables, y comprenderán en todo su sentido la pecaminosidad del pecado. La salvación ha sido comprada para ellos por los sufrimientos y la muerte del Hijo de Dios. Podría ser suya si la aceptaran voluntaria y gustosamente; pero ninguno está obligado a obedecer la ley de Dios. Si niegan el beneficio celestial y prefieren los placeres y el engaño del pecado, consumarán su elección, pero al fin recibirán su salario: la ira de Dios y la muerte eterna. Estarán para siempre separados de la presencia de Jesús, cuyo sacrificio han despreciado. Habrán perdido una vida de felicidad y sacrificado la vida eterna por los placeres momentáneos del pecado. 

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La fe y la esperanza temblaron en medio de la agonía mortal de Cristo, porque Dios ya no le aseguró su aprobación y aceptación, como hasta entonces. El Redentor del mundo había confiado en las evidencias que le habían fortalecido hasta allí, de que su Padre aceptaba sus labores y se complacía en su obra. En su agonía mortal, mientras entregaba su preciosa vida, tuvo que confiar por la fe solamente en Aquel a quien había obedecido con gozo. No le alentaron claros y brillantes rayos de esperanza que iluminasen a diestra y siniestra. Todo lo envolvía una lobreguez opresiva. En medio de las espantosas tinieblas que la naturaleza formó por simpatía, el Redentor apuró la misteriosa copa hasta las heces. Mientras se le denegaba hasta la brillante esperanza y confianza en el triunfo que obtendría en lo futuro, exclamó con fuerte voz: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Lucas 23:46. Conocía el carácter de su Padre, su justicia, misericordia y gran amor, y sometiéndose a él se entregó en sus manos. En medio de las convulsiones de la naturaleza, los asombrados espectadores oyeron las palabras del moribundo del Calvario.

La naturaleza simpatizó con los sufrimientos de su Autor. La tierra convulsa y las rocas desgarradas proclamaron que era el Hijo de Dios quien moría. Hubo un gran terremoto. El velo del templo se rasgó en dos. El terror se apoderó de los verdugos y de los espectadores, cuando las tinieblas velaron al sol, la tierra tembló bajo sus pies y las rocas se partieron. Las burlas y los escarnios de los príncipes de los sacerdotes y ancianos cesaron cuando Cristo entregó su espíritu en las manos de su Padre. La asombrada muchedumbre empezó a retirarse y a buscar a tientas, en las tinieblas, el camino de regreso a la ciudad. Se golpeaban el pecho mientras iban, y con terror cuchicheaban entre sí: “Asesinaron a un inocente. ¿Qué será de nosotros, si verdaderamente él fuera, como lo afirmó, el Hijo de Dios?”

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Jesús no entregó su vida hasta que no hubo realizado la obra que había venido a hacer y exclamó con su último aliento: “Consumado es”. Juan 19:30. Satanás estaba entonces derrotado. Sabía que su reino estaba perdido. Los ángeles se regocijaron cuando fueron pronunciadas las palabras: “Consumado es”. El gran plan de redención, que dependía de la muerte de Cristo, había sido ejecutado hasta allí. Y hubo gozo en el cielo porque los hijos de Adán podrían, mediante una vida de obediencia, ser finalmente exaltados al trono de Dios. ¡Oh, qué amor! ¡Qué asombroso amor fue el que trajo al Hijo de Dios a la tierra para que fuese hecho pecado por nosotros a fin de que pudiésemos ser reconciliados con Dios y elevados a vivir con él en sus mansiones de gloria! ¡Oh, qué es el hombre para que se hubiese de pagar un precio tal por su redención! 

Cuando los hombres y las mujeres puedan comprender plenamente la magnitud del gran sacrificio que fue hecho por la Majestad del cielo al morir en lugar del hombre, entonces será magnificado el plan de salvación, y al reflexionar en el Calvario se despertarán emociones tiernas, sagradas y vivas en el corazón del cristiano; vibrarán en su corazón y en sus labios alabanzas a Dios y al Cordero. El orgullo y la estima propia no pueden florecer en los corazones que mantienen frescos los recuerdos de las escenas del Calvario. Este mundo parecerá de poco valor a aquellos que estimen el gran precio de la redención del hombre, la preciosa sangre del amado Hijo de Dios. Todas las riquezas del mundo no tienen suficiente valor para redimir un alma que perece. ¿Quién puede medir el amor que sintió Cristo por el mundo perdido, mientras pendía de la cruz sufriendo por los pecados de los hombres culpables? Este incomprensible amor de Dios fue inconmensurable, infinito. 

Cristo demostró que su amor era más fuerte que la muerte. Estaba cumpliendo la salvación del hombre; y aunque sostenía el más espantoso conflicto con las potestades de las tinieblas, en medio de todo ello su amor se intensificaba. Soportó que se ocultase el rostro de su Padre, hasta sentirse inducido a exclamar con amargura en el alma: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” Su brazo trajo salvación. Pagó el precio para comprar la redención del hombre cuando, en la última lucha de su alma, expresó las palabras bienaventuradas que parecieron repercutir por toda la creación: “Consumado es”. 

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Muchos de los que profesan ser cristianos se entusiasman por empresas mundanales, y se interesan por diversiones nuevas y exitantes, mientras que su corazón parece helado ante la causa de Dios. He aquí, pobre formalista, un tema que tiene suficiente importancia para excitarte. Entraña intereses eternos. Es un pecado permanecer sereno y desapasionado ante él. Las escenas del Calvario despiertan la más profunda emoción. Tendrás disculpa si manifiestas entusiasmo por este tema. Que Cristo, tan excelso e inocente, hubiese de sufrir una muerte tan dolorosa y soportar el peso de los pecados del mundo, es algo que nuestros pensamientos e imaginaciones no podrán nunca comprender plenamente. No podemos medir la longitud, anchura, altura y profundidad de un amor tan asombroso. La contemplación de las profundidades inconmensurables del amor del Salvador debieran llenar la mente, conmover y enternecer el alma, refinar y elevar los afectos, y transformar completamente todo el carácter. El lenguaje del apóstol es: “No me propuse saber algo entre vosotros, sino a Jesucristo, y a éste crucificado”. 1 Corintios 2:2. Nosotros también podemos mirar al Calvario y exclamar: “Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo”. Gálatas 6:14. 

Considerando a qué inmenso costo se compró nuestra redención, ¿cuál será la suerte de los que descuiden tan grande salvación? ¿Cuál será el castigo de los que profesan seguir a Cristo, y sin embargo no se postran en humilde obediencia a los requerimientos de su Redentor, ni toman la cruz como humildes discípulos de Cristo para seguirle desde el pesebre hasta el Calvario? “El que conmigo no recoge -dice Cristo-, desparrama”. Lucas 11:23. 

Algunos tienen opiniones limitadas acerca de la expiación. Piensan que Cristo sufrió tan sólo una pequeña parte de la penalidad de la ley de Dios; suponen que, aunque el amado Hijo soportó la ira de Dios, advertía a través de sus dolorosos sufrimientos el amor y la aceptación del Padre; que los portales de la tumba se iluminaban delante de él con radiante esperanza, y que tenía evidencias constantes de su gloria futura. Este es un gran error. La más punzante angustia de Cristo provenía de que él comprendía el desagrado de su Padre. La agonía que esto le causaba era tan intensa que el hombre puede apreciar tan sólo débilmente. 

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Para muchos, la historia de la condescendencia, la humillación y el sacrificio de nuestro Señor, no despierta interés más profundo ni conmueve más el alma, ni afecta más la vida que la historia de la muerte de los mártires de Jesús. Muchos sufrieron la muerte por torturas lentas; otros murieron crucificados. ¿En qué difiere de estas muertes la del amado Hijo de Dios? Es verdad que murió en la cruz en forma muy cruel; sin embargo, otros por amor a él, han sufrido iguales torturas corporales. ¿Por qué fue entoces más espantoso el sufrimiento de Cristo que el de otras personas que entregaron su vida por amor a él? Si los sufrimientos de Cristo consistieron solamente en dolor físico, entonces su muerte no fue más dolorosa que la de algunos mártires. 

Pero el dolor corporal fue tan sólo una pequeña parte de la agonía que sufrió el amado Hijo de Dios. Los pecados del mundo pesaban sobre él, así como la sensación de la ira de su Padre, mientras sufría la penalidad de la ley transgredida. Fue esto lo que abrumó su alma divina. Fue el hecho de que el Padre ocultara su rostro, el sentimiento de que su propio Padre le había abandonado, lo que le infundió desesperación. El inocente Varón que sufría en el Calvario comprendió y sintió plena y hondamente la separación que el pecado produce entre Dios y el hombre. Fue oprimido por las potestades de las tinieblas. Ni un solo rayo de luz iluminó las perspectivas del futuro para él. Y luchó con el poder de Satanás, que declaraba que tenía a Cristo en su poder, que era superior en fuerza al Hijo de Dios, que el Padre había negado a su Hijo y que ya no gozaba del favor de Dios más que él mismo. Si gozaba aún del favor divino, ¿por qué necesitaba morir? Dios podía salvarlo de la muerte.

Cristo no cedió en el menor grado al enemigo que lo torturaba, ni aun en su más acerba angustia. Rodeaban al Hijo de Dios legiones de ángeles malos, mientras que a los santos ángeles se les ordenaba que no rompiesen sus filas ni se empeñasen en lucha contra el enemigo que le tentaba y vilipendiaba. A los ángeles celestiales no se les permitió ayudar al angustiado espíritu del Hijo de Dios. Fue en aquella terrible hora de tinieblas, en que el rostro de su Padre se ocultó mientras le rodeaban legiones de malos ángeles y los pecados del mundo estaban sobre él, cuando sus labios profirieron estas palabras: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” 

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La muerte de los mártires no se puede comparar con la agonía sufrida por el Hijo de Dios. Debemos adquirir una visión más amplia y profunda de la vida, los sufrimientos y la muerte del amado Hijo de Dios. Cuando se considera correctamente la expiación, se reconoce que la salvación de las almas es de valor infinito. En comparación con la empresa de la vida eterna, todo lo demás se hunde en la insignificancia. Pero ¡cómo han sido despreciados los consejos de este amado Salvador! El corazón se ha dedicado al mundo, y los intereses egoístas han cerrado la puerta al Hijo de Dios. La hueca hipocresía, el orgullo, el egoísmo y las ganancias, la envidia, la malicia y las pasiones han llenado de tal manera los corazones de muchos, que Cristo no halla cabida en ellos.

El era eternamente rico; sin embargo, por amor nuestro se hizo pobre, a fin de que por su pobreza fuésemos enriquecidos. Estaba vestido de luz y gloria, y rodeado de huestes de ángeles celestiales, que aguardaban para ejecutar sus órdenes. Sin embargo, se vistió de nuestra naturaleza y vino a morar entre los mortales pecaminosos. Este es un amor que ningún lenguaje puede expresar, pues supera todo conocimiento. Grande es el misterio de la piedad. Nuestras almas deben ser vivificadas, elevadas y arrobadas por el tema del amor del Padre y del Hijo hacia el hombre. Los discípulos de Cristo deben aprender aquí a reflejar en cierto grado este misterio de amor; así se prepararán para unirse con todos los redimidos que atribuirán “al que está sentado en el trono, y al Cordero,… la bendición, y la honra y la gloria, y el poder, para siempre jamás”. Apocalipsis 5:13. 

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Advertencias a la iglesia

Queridos hermanos de _____,

No os encontráis en la luz de Dios, como deberíais estarlo. Se me señaló hacia atrás, hacia la ganancia de almas ocurrida en _____ durante la primavera pasada, y se me mostró que vuestras mentes no estaban preparadas para esa tarea. No esperabais ni creíais que tal obra se iba a llevar a cabo entre vosotros. Pero la obra se realizó, a pesar de vuestra incredulidad, y sin la colaboración de muchos de vosotros. 

Cuando tuvisteis suficientes evidencias de que Dios estaba esperando para derramar su gracia sobre su pueblo, de que la voz de la Misericordia estaba invitando a la cruz de Cristo a los pecadores y a los apóstatas, ¿por qué no os unisteis a los que asumieron la responsabilidad de la obra? ¿Por qué no os pusisteis de parte del Señor? Algunos de vosotros parecíais soñolientos, estupefactos y asombrados, y no estabais preparados para participar plenamente en la obra. Muchos asentían con ella, pero su corazón no estaba en ella. Esta situación constituyó una tremenda evidencia de la tibieza de la iglesia.

Vuestra mundanalidad no os incita a abrir de par en par la puerta del corazón al llamado de Jesús, que está tratando de entrar. El Señor de gloria, que os ha redimido con su propia sangre, ha esperado junto a vuestra puerta para que lo recibáis; pero no abristeis la puerta de par en par ni le disteis la bienvenida. Algunos abrieron un poco la puerta, y permitieron que entrara un pequeño haz de luz de su presencia, pero no le dieron la bienvenida al Visitante celestial. No había lugar para Jesús. El lugar que debería haber estado reservado para él estaba ocupado con otras cosas. Jesús os suplicó de esta manera: “Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él, y él conmigo”. Apocalipsis 3:20. Teníais una obra que hacer para abrir la puerta. Por un momento os sentisteis inclinados a oír y a abrir; pero incluso esa inclinación se disipó, y perdisteis la oportunidad de aseguraros esa comunión con el Huésped celestial que era vuestro privilegio gozar. Algunos, sin embargo, abrieron la puerta y le dieron una cordial bienvenida a su Salvador.

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Jesús no va a abrir la puerta a la fuerza. Debéis abrirla vosotros mismos, y demostrar que deseáis su presencia dándole una sincera bienvenida. Si todos hubieran hecho una obra minuciosa para eliminar la basura del mundo, y hubieran preparado un lugar para Jesús, él habría entrado y habría morado con vosotros, y habría hecho una obra grandiosa por medio de vosotros para la salvación de otras personas. Pero, aunque no estabais preparados para la obra, la comenzó entre vosotros con gran poder. Se rescataron apóstatas, los pecadores se convirtieron, y la noticia se difundió por todas partes. La comunidad fue sacudida. Si la iglesia se hubiera puesto de parte del Señor, y se hubiera abierto el camino para proseguir la obra, se habría llevado a cabo tal tarea en _____ y en _____, y en la región circundante, como nunca la habéis visto. Pero las mentes de los hermanos no se despertaron, y en gran medida eran indiferentes a este asunto. Algunos que siempre se han preocupado de sus propios intereses, no podían concebir que sus mentes se apartaran de sí mismos en esta ocasión, aunque estuviera en juego la salvación de las almas.

El Señor ha depositado sobre nosotros esta responsabilidad. Estábamos dispuestos a darnos del todo para vosotros por un tiempo si os poníais de parte de Dios juntamente con nosotros. Pero en este aspecto el fracaso fue completo. Pusisteis en evidencia una tremenda ingratitud frente a las manifestaciones del poder de Dios entre vosotros. Si hubieseis recibido las señales de la misericordia de Dios como deberíais haberlo hecho, con corazones agradecidos, y hubieseis unido vuestros intereses en la obra con el Espíritu de Dios, no os encontraríais en la condición en que os halláis ahora. Pero desde que esa preciosa obra se hizo entre vosotros, habéis descendido, y os estáis secando espiritualmente.

Todavía no entendéis la parábola de la oveja perdida. No habéis aprendido la lección que el Maestro divino quería que aprendierais. Habéis sido alumnos de entendimiento embotado. Leed la parábola en (Lucas 15): “¿Qué hombre de vosotros, teniendo cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va tras la que se perdió, hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, la pone sobre sus hombros gozoso; y al llegar a casa, reúne a sus amigos y vecinos, diciéndoles: Gozaos conmigo, porque he encontrado mi oveja que se había perdido” Lucas 15:4-7.

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Allí había varios casos de apóstatas, que habían estado en tinieblas, y que se habían extraviado del rebaño. Pero el caso del Hno. A era notable. No se hicieron todos los esfuerzos necesarios para impedir que se apartara del rebaño; y cuando lo hizo, no se hicieron esfuerzos diligentes para traerlo de vuelta. Hubo más habladuría acerca de su caso que sincero pesar por él. Todas estas cosas lo mantuvieron alejado del redil, e incidieron para que su corazón se sintiera más y más alejado de sus hermanos, de modo que su rescate resultaba más difícil aún. Cuán diferente fue la actitud del pastor de la parábola, cuando salió en busca de la oveja perdida. Dejó a las noventa y nueve en el desierto a merced de sí mismas, expuestas a peligros; pero esa oveja solitaria que se había separado del rebaño estaba en un peligro más grande aún, y para buscarla dejó a las noventa y nueve.

Algunos de los miembros de la iglesia no tenían un interés especial en que el Hno. A regresara. No estaban lo suficientemente preocupados para renunciar a su posición y su orgullo para hacer esfuerzos especiales con el fin de ayudarle a volver a la luz. Se mantuvieron en su posición y dijeron: “No vamos a ir en procura de él; que él venga a nosotros”. Al percibir los sentimientos que sus hermanos albergaban con respecto a él, era imposible que regresara. Si hubieran aprendido la lección que enseñó Cristo, habrían estado dispuestos a deponer su posición y su orgullo, y habrían ido detrás de los errantes. Habrían llorado por ellos, orado por ellos, les habrían implorado que fueran fieles a Dios y a la verdad, y que permanecieran en la iglesia. Pero el sentir de muchos era: “Si quiere irse, que se vaya”.

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