Testimonios para la Iglesia, Vol. 2, p. 63-71, día 078

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No hay tratamiento que pueda aliviar las dificultades por las cuales están pasando actualmente mientras sigan comiendo y bebiendo como lo hacen. Pueden hacer por sí mismos lo que el más experimentado de los médicos no podría hacer jamás. Modifiquen su régimen de alimentación. Para complacer el gusto, a menudo ustedes someten los órganos de la digestión a un trabajo excesivo al introducir en el estómago alimentos que no son los más sanos, y en ocasiones en cantidades inmoderadas. Esto cansa el estómago, y lo descalifica para recibir aun los alimentos más sanos. Cada uno de ustedes mantiene su estómago permanentemente debilitado como consecuencia de su mala manera de alimentarse. Los alimentos que ustedes preparan son demasiado sustanciosos. No los preparan en forma sencilla y natural, sino que son totalmente inadecuados para el estómago, puesto que ustedes los han preparado para complacer sus gustos. El organismo se sobrecarga, y trata de resistir los esfuerzos que ustedes hacen para malograrlo. Los escalofríos y la fiebre son los resultados de esos intentos de librarse de la carga que ustedes depositan sobre él. Tienen que sufrir el castigo que corresponde a la violación de las leyes de la naturaleza. Dios ha establecido leyes que gobiernan el organismo que ustedes no pueden violar sin sufrir el castigo correspondiente. Se han sometido a sus gustos sin preocuparse de la salud. Han hecho algunos cambios; pero apenas han dado los primeros pasos en la reforma del régimen alimentario. Dios requiere de nosotros temperancia en todas las cosas. “Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios”. 1 Corintios 10:31.

De todas las familias que conozco, ninguna necesita tanto de los beneficios de la reforma pro salud como la de ustedes. Gimen bajo dolores y postraciones a los que no pueden hacer frente, y tratan de someterse a ellos con la mejor de las actitudes, creyendo que la aflicción es lo que les ha tocado en suerte, y que ha sido establecida por la Providencia. Si se abrieran sus ojos, y pudieran ver los pasos que dieron en su vida pasada, que los han traído directamente a la situación de mala salud en la cual se encuentran actualmente, se asombrarían de la ceguera que les ha impedido ver antes la realidad de las cosas. Los apetitos que ustedes han cultivado son anormales, y no obtienen ni la mitad de la satisfacción que podrían obtener de los alimentos que ingieren, si no hubieran usado mal su apetito. Han pervertido la naturaleza, y han estado sufriendo las consecuencias que ciertamente han sido dolorosas.

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La naturaleza soporta los abusos tanto como puede sin ofrecer resistencia, después de lo cual se levanta y ejerce un poderoso esfuerzo para librarse de los obstáculos que se le oponen, y del mal trato a que se la somete. Entonces se producen dolores de cabeza, escalofríos, fiebres, nerviosidad, parálisis y otros males demasiado numerosos para mencionarlos. Una mala manera de comer y beber destruye la salud, y con ello la dulzura de la vida. ¡Oh, cuántas veces han comprado ustedes lo que consideraban una buena comida a expensas de un organismo afiebrado, de la pérdida del apetito y de la falta de sueño! La incapacidad para disfrutar de los alimentos, una noche de insomnio, horas de sufrimiento, ¡todo por una comida que se ingirió para satisfacer el apetito! Miles han complacido sus apetitos pervertidos, han comido lo que consideraban una buena comida, y como resultado de ello han sufrido de fiebre, o de alguna enfermedad aguda y hasta de una muerte segura. Esa fue, por cierto, una satisfacción adquirida a un costo exhorbitante. Muchos han hecho precisamente esto, y estos suicidas han sido elogiados por sus amigos y el pastor, y han sido enviados directamente al cielo en ocasión de su muerte. ¡Qué pensamiento! ¡Glotones en el Cielo! No, no; los tales jamás transpondrán las puertas de perla de la dorada ciudad de Dios. Los tales jamás serán exaltados a la diestra de Jesús, el precioso Salvador, el sufriente Hombre del Calvario. Su vida fue de constante abnegación y sacrificio. Hay un lugar señalado para cada uno de ellos entre los indignos, que no pueden participar de la vida mejor, de la herencia inmortal.

Dios requiere de todos los hombres que le ofrezcan sus cuerpos como sacrificio vivo, no un sacrificio muerto o moribundo, un sacrificio cuya propia conducta ha debilitado, llenándolo de impurezas y debilidad. Dios pide un sacrificio vivo. El cuerpo, según nos dice, es el templo del Espíritu Santo, la morada del Espíritu, y requiere de todos los que llevan su imagen que cuiden de sus cuerpos para servirlo y glorificarlo. “No sois vuestros -dice el apóstol inspirado-. Porque habéis sido comprados por precio; glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios”. 1 Corintios 6:19-20. Para lograrlo, añadan a la virtud ciencia, y a la ciencia templanza, y a la templanza paciencia. Tenemos el deber de saber cómo preservar el cuerpo en la mejor condición de salud posible, y tenemos el sagrado deber de vivir a la altura de la luz que Dios nos ha dado tan generosamente. Si cerramos los ojos a la luz por temor de que nos permita ver nuestros errores, que no estamos dispuestos a abandonar, nuestros pecados no disminuirán, sino que aumentarán. Si no se toma en cuenta la luz referente a un asunto, también se la dejará a un lado cuando se refiera a otros. Es tan pecado violar las leyes que rigen nuestro ser, como quebrantar uno de los diez mandamientos, porque no se puede hacer ninguna de las dos cosas sin quebrantar la ley de Dios. No podemos amar al Señor con todo nuestro corazón, nuestra mente, nuestra alma y nuestra fuerza, mientras amamos nuestros apetitos y nuestros gustos mucho más de lo que amamos al Señor. Cada día estamos disminuyendo nuestra capacidad de glorificar a Dios, en circunstancias que él requiere toda nuestra fortaleza, toda nuestra mente. Como consecuencia de nuestros hábitos nos estamos aferrando cada vez menos a la vida, mientras profesamos ser seguidores de Cristo y que nos estamos preparando para los toques finales de la inmortalidad.

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Mis hermanos: ustedes tienen que hacer una obra que nadie puede hacer por ustedes. Despierten de su letargo y Cristo les dará vida. Modifiquen su manera de vivir, de comer, de beber, y de trabajar. Mientras continúen con la conducta que han proseguido durante tantos años, no podrán distinguir claramente las cosas sagradas y eternas. La sensibilidad de ustedes está em botada; sus intelectos están envueltos en una niebla. No han estado creciendo en la gracia ni en el conocimiento de la verdad como era privilegio de ustedes hacerlo. No han estado creciendo en espiritualidad, sino que se han estado entenebreciendo cada vez más. Se han apresurado a adquirir propiedades, y han estado en peligro de ser deshonestos, procurando defender sus propios intereses sin tomar en consideración a los demás, como quisieran que se consideraran los de ustedes. Han fomentado el egoísmo en ustedes, en circunstancias que lo deberían haber vencido. Examinen detenidamente sus corazones, e imiten en sus vidas al Modelo perfecto, y todo les saldrá bien. Mantengan una concien- cia limpia delante de Dios. Glorifiquen su nombre en todo. Despójense del egoísmo.

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“No os conforméis a este siglo (mundo), sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta”. Romanos 12:2. Las costumbres y las prácticas de los hombres no debieran constituir el criterio de ustedes. Por más apremiantes que sean las circunstancias por las que tengan que pasar, nunca se permitan caer en la deshonestidad. Satanás está cerca de ustedes para tentarlos a hacer precisamente esto, y no los va a dejar descansar respecto de este asunto. Es posible que un comerciante sea cristiano y que conserve su integridad delante de Dios. Pero para lograrlo se necesita una constante vigilancia y fervientes súplicas a Dios para librarse de la mala tendencia de esta era degenerada de obtener ventajas para sí mismo en detrimento de los demás. Usted se encuentra en un lugar difícil para progresar en la vida divina. Tiene principios, pero no depende plenamente de Dios. Confía demasiado en su propia débil fuerza. Tiene una tremenda necesidad de la ayuda divina, un poder que no se encuentra en usted mismo. Hay alguien a quien puede acudir para conseguir consejo, cuya sabiduría es infinita. Lo ha invitado a acudir a él, porque va a suplir sus necesidades. Si por fe deposita todas sus preocupaciones sobre Aquel que sabe cuándo cae un gorrión, no habrá confiado en vano. Si confía en sus seguras promesas, y conserva su integridad, los ángeles de Dios lo rodearán. Persevere en las buenas obras, con fe, delante de Dios; entonces sus pisadas serán ordenadas por el Señor, y su mano prosperadora jamás se apartará de usted.

Si se lo dejara decidir su propio camino, sus resoluciones serían muy pobres, y rápidamente su fe naufragaría. Lleve todas sus preocupaciones y sus cargas al Portador de cargas. Pero no permita que una sola mancha malogre su carácter cristiano. Nunca jamás mancille el registro de su vida que se lleva en el Cielo por causa del deseo de ganancias -puesto que ese registro está a la vista de las huestes angélicas y de su abnegado Redentor-, con avaricia, mezquindad, egoísmo y tratos deshonestos. Tal manera de proceder le producirá ganancias de acuerdo con el criterio del mundo, pero a la vista del Cielo será una pérdida inmensa e irreparable. “Jehová no mira lo que mira el hombre”. 1 Samuel 16:7. Si confiamos en Dios constantemente, estaremos seguros, sin ese temor permanente de futuros males. Terminarán esa preocupación y esa ansiedad que carecen de sentido. Tenemos un Padre celestial que cuida de sus hijos, y que pone a su disposición una medida suficiente de su gracia en cada momento de necesidad. Cuando tomamos en nuestras propias manos la administración de lo que nos concierne, y dependemos de nuestra propia sabiduría para lograr el éxito, muy bien podemos experimentar ansiedad y esperar peligros, porque ciertamente recaerán sobre nosotros.

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Se requiere de nosotros una completa consagración a Dios. Cuando el Redentor de los pecadores mortales trabajaba y sufría por nosotros, se negó a sí mismo, y su vida entera era una escena constante de trabajo y privaciones. Si así lo hubiera decidido, podría haber pasado sus días sobre la Tierra en medio del ocio y la abundancia, gozando de todos los placeres y satisfacciones de esta vida. Pero no lo hizo; no tomó en cuenta su propia conveniencia. Vivió no para gratificarse a sí mismo, sino para hacer el bien y para salvar a otros del sufrimiento, para ayudar a los que más lo necesitaban. Perseveró en esta actitud hasta el mismo fin. El castigo de nuestra paz recayó sobre él, y llevó las iniquidades de todos nosotros. Nosotros debimos beber esa amarga copa. Nuestros pecados fueron los ingredientes de esa mezcla. Pero nuestro querido Salvador la sacó de nuestros labios y la bebió él mismo, y en su lugar nos ofrece una copa de misericordia, bendición y salvación. ¡Oh, qué inmenso sacrificio se hizo en favor de la raza caída! ¡Qué amor, qué amor maravilloso e incomparable! Después de todas estas manifestaciones de amor, hechas precisamente con el fin de revelarnos su amor, ¿trataremos de evitar las pequeñas pruebas que tenemos que soportar? ¿Podemos amar a Cristo y al mismo tiempo no estar dispuestos a llevar la cruz? ¿Podemos querer participar de su gloria, pero no a seguirlo siquiera desde el tribunal hasta el Calvario? Si Cristo está en nosotros, la esperanza de gloria, caminaremos como él lo hizo; imitaremos su vida de sacrificio para bendecir a los demás; beberemos de su copa y seremos bautizados de su bautismo; daremos la bienvenida a una vida de devoción, pruebas, y abnegación por causa de Cristo. Por más sacrificios que hagamos para obtenerlo, el Cielo será demasiado barato.

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Amor por los que yerran

Se me mostró que mientras la Hna. J y los hermanos K veían errores en los demás, no hicieron esfuerzos para corregirlos y ayudar a los que deberían haber ayudado. Los han dejado demasiado solos, a buena distancia, y han creído que no valía la pena hacer nada por ellos. Esto no es así. Cometen un error al obrar de esa manera. Cristo dijo: “No he venido a llamar a justos, sino a pecadores, al arrepentimiento”. Mateo 9:13. El Señor requiere de nosotros que ayudemos a los que más lo necesitan. Mientras veían los errores y fallas de los demás, se ensimismaron demasiado, y han sido sumamente egoístas al disfrutar de la verdad. Dios no aprueba el hecho de que nos sintamos satisfechos con la verdad, sin esfuerzo alguno para ayudar a fortalecer a los que lo necesitan. No todos estamos hechos de la misma manera, y muchos no han sido educados correctamente. Su educación ha sido deficiente. Algunos han recibido como herencia un carácter iracundo, y la educación que recibieron en la infancia no les enseñó a tener dominio propio. A menudo los celos y la envidia se hallan unidos a la iracundia. Otros fallan en otros sentidos. Algunos son deshonestos en sus transacciones comerciales. Otros gobiernan sus familias arbitrariamente: les gusta dominar. Sus vidas están lejos de ser correctas. Su educación ha sido totalmente equivocada. No se les dijo que era pecado someterse a esos rasgos depravados; por lo tanto, el pecado no les parece tan pecaminoso. Otros, cuya educación no ha sido tan defectuosa, que han tenido una preparación mejor, han desarrollado un carácter mucho menos objetable. La vida cristiana de todos está muy afectada, para bien o para mal, por su educación anterior.

Jesús, nuestro abogado, está al tanto de todas las circunstancias que nos rodean, y trata con nosotros de acuerdo con la luz que hemos recibido y la situación en medio de la cual nos encontramos. Otros están en condiciones mucho mejores. Mientras algunos están continuamente acosados, afligidos y en dificultades por causa de algunos desgraciados rasgos de carácter, y tienen que luchar con enemigos internos y la corrupción de su propia naturaleza, otros no tienen ni la mitad de los conflictos que tienen que enfrentar aquéllos. Viven casi libres de las dificultades que tienen que encarar sus hermanos y hermanas que no han sido tan favorecidos. En muchísimos casos no tienen que hacer ni siquiera la mitad del esfuerzo que hacen algunos de los infortunados que acabo de mencionar, para vencer, y vivir la vida cristiana. Aparentemente éstos están en desventaja casi todo el tiempo, mientras los otros parece que se comportan mucho mejor, porque les resulta natural hacerlo. Es posible que no hagan la mitad del esfuerzo que hacen los otros para estar atentos y someter su cuerpo, y al mismo tiempo comparan sus vidas con las de los que están mal constituidos y han recibido una educación deficiente, y se sienten satisfechos con el contraste. Hablan de las fallas, los errores y las equivocaciones de los infortunados, pero no se dan cuenta de que ellos no tienen otro problema fuera del de referirse a esos errores y despreciar a los que son culpables de ellos.

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Los cargos importantes que ustedes como familia ocupan en la iglesia, les imponen la necesidad de ser portadores de cargas. No se trata de que tengan que llevar las cargas de los que son capaces de llevarlas por sí mismos, y aún de ayudar a otros, sino que debieran ayudar a los más necesitados, a los menos favorecidos, a los que se equivocan y fallan, y que tal vez los hayan herido y hayan probado su paciencia hasta lo sumo. De ésos se compadece Jesús especialmente, porque Satanás ejerce un poder mayor sobre esas almas, aprovechándose constantemente de sus puntos débiles, y arrojando sus flechas para herirlos donde menos protegidos están. Jesús ejerció su poder y su misericordia precisamente en esos casos lamentables. Cuando preguntó quién podía amar más, Simón contestó: “Aquel a quien perdonó más”. Lucas 7:43. Así tiene que ser. Jesús no pasó por alto al débil, al infortunado, al desamparado, sino que ayudó a los que necesitaban ayuda. No limitó sus visitas y labores a los más inteligentes y menos defectuosos, en detrimento de los infortunados. No preguntó si le iba a resultar agradable la compañía de los más pobres, de los más necesitados. La compañía que buscó fue ésta: las ovejas perdidas de la casa de Israel.

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Esta es la obra que ustedes han descuidado. Han evitado asumir algunas responsabilidades desagradables, y no han ido a visitar al que está en el error, ni han manifestado interés y amor por él, ni se han esforzado por conocerlo. No han tenido un espíritu perdonador, como el de Cristo. Se han trazado esta conducta: todos los demás deben venir a donde están ustedes, antes de que ustedes arrojen sobre ellos el manto de su caridad. No se les pide que condenen el pecado, sino que ejerzan el mismo amor misericordioso por los que están en el error, que Cristo ejerció hacia ustedes.

Se los puso en medio de las circunstancias más favorables para que pudieran desarrollar un buen carácter cristiano. No padecen de necesidades acuciantes, ni tienen el alma amargada ni perturbada por la conducta de hijos desobedientes y rebeldes. Entre ustedes no hay una voz disonante. Tienen todo lo que el corazón puede desear. Pero a pesar de las circunstancias favorables que los rodean, tienen fallas y errores, y mucho que vencer para librarse del orgullo espiritual, el egoísmo, el apresuramiento, los celos y las malas sospechas.

El Hno. K no se tiene que arrepentir del pecado de la maledicencia, como tantos otros, pero carece de la disposición de ayudar a los que más lo necesitan. Es egoísta. Ama su hogar, ama la quietud, el descanso, la libertad de cuidados, perplejidades y pruebas; por lo tanto, se complace demasiado a sí mismo. No lleva las cargas que el Cielo le asignó. Evita las responsabilidades desagradables y se encierra demasiado en su amor por la tranquilidad. Ha sido bastante generoso con sus medios económicos, pero cuando ha sido necesario practicar la abnegación para llevar a cabo un bien que era preciso realizar, ha revelado que tiene muy poca experiencia en esto, y necesita obtenerla.

Teme que se lo repruebe si se aventura a ayudar a los que están en el error. “Así que, los que somos fuertes debemos soportar las flaquezas de los débiles, y no agradarnos a nosotros mismos. Cada uno de nosotros agrade a su prójimo en lo que es bueno, para edificación. Porque ni aun Cristo se agradó a sí mismo; antes bien, como está escrito: Los vituperios de los que te vituperaban, cayeron sobre mí”. Romanos 15:1-3. Todos los que participan de esta gran salvación tienen algo que hacer para ayudar a los que se encuentran vacilantes en los límites de Sion. No debieran cortar las amarras y lanzarlos fuera sin hacer un esfuerzo para ayudarles a vencer y prepararse para el juicio. ¡No, ciertamente! Mientras las ovejas se hallan balando alrededor del redil, deberían ser animadas y fortalecidas por toda la ayuda que está en nuestro poder proporcionar. Ustedes como familia tienen reglas demasiado rígidas e ideas preconcebidas que no se pueden aplicar a cada caso. Les falta amor, bondad, ternura y piedad por los que no se mueven tan rápidamente como deberían. Esta actitud ha durado tanto que se están secando espiritualmente en lugar de florecer en el Señor. Los intereses, esfuerzos y preocupaciones de ustedes giran en torno de sus familiares y parientes. Pero no han aceptado la idea de alcanzar a otros que los rodean venciendo la renuencia que tienen a ejercer su influencia fuera de un círculo muy especial. Idolatran el suyo, y se encierran en ustedes mismos. Quiera el Señor salvarnos a mí y a los míos, esa es la gran preocupación. Esta actitud debe morir antes que el cristiano pueda florecer en el Señor y progresar espiritualmente; antes que la iglesia pueda crecer y se añadan a ella las almas de los que han de ser salvos.

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Tienen un criterio estrecho con respecto al trabajo en favor de los demás; tienen que modificar su base de operaciones. Sus parientes no son más valiosos a la vista de Dios que cualquier otra pobre alma que necesita salvación. Tenemos que poner el yo y el egoísmo bajo la planta de nuestros pies, y manifestar en nuestras vidas el espíritu de sacrificio propio y generosidad desinteresada que puso en evidencia Jesús cuando estuvo en esta tierra. Todos deberían interesarse en sus parientes, pero no limitarse a ellos como si fueran los únicos a quienes Jesús vino a salvar.

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Tatiana Patrasco