Testimonios para la Iglesia, Vol. 2, p. 313-321, día 106

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Se me han presentado muchos casos, y mi alma ha enfermado y se ha llenado de asco al tener una vislumbre de sus vidas íntimas, a causa de la podredumbre del corazón de los seres humanos que profesan piedad y hablan de ser trasladados al Cielo. Me he preguntado con frecuencia: ¿En quién puedo confiar? ¿Quién está libre de iniquidad? 

Mi esposo y yo asistimos una vez a una reunión en la que se solicitó nuestra simpatía en favor de un hermano que sufría mucho de tisis. Pálido y demacrado, el enfermo solicitó las oraciones de los hijos de Dios. Nos dijo que su familia estaba enferma y que había perdido un hijo. Habló con sentimiento de su pérdida. Dijo que desde hacía un tiempo esperaba a los hermanos White. Creía que si ellos oraban por él, sanaría. Después de terminar la reunión, los hermanos nos llamaron la atención a su caso. Dijeron que la iglesia les estaba ayudando, que su esposa estaba enferma, y que su hijo había muerto. Los hermanos se habían reunido para orar por la familia afligida. Estábamos muy cansados, y pesaba sobre nosotros la responsabilidad del trabajo durante la reunión, y deseábamos que se nos disculpara. 

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Yo había resuelto no orar a favor de nadie, a menos que el Espíritu del Señor dictase lo que debía hacerse. Se me había mostrado que abundaba tanta iniquidad, aun entre los profesos observadores del sábado, que no deseaba orar con otros en favor de aquellos cuya historia no conocía. Cuando expresé mi razón, los hermanos me aseguraron que, por cuanto sabían, era un hermano digno. Conversé algunas palabras con el que había solicitado nuestras oraciones para ser sanado; pero no me sentía libre. El lloró y dijo que había aguardado nuestra venida, y se sentía seguro de que si orábamos por él, recobraría la salud. Le dijimos que no conocíamos su vida; que preferíamos que orasen por él aquellos que le conocían. Nos importunó con tanta insistencia que decidimos considerar su caso, y presentarlo ante el Señor aquella noche; y si el camino parecía expedito, cumpliríamos con su petición. 

Esa noche, postrados en oración, presentamos su caso ante el Señor. Pedimos conocer la voluntad de Dios acerca de él. Todo lo que deseábamos era que Dios fuera glorificado. ¿Quería el Señor que orásemos por este hombre afligido? Dejamos la carga al Señor y nos retiramos a descansar. En un sueño se me presentó claramente el caso de este hombre. Se me mostró su conducta desde su infancia, y supe que si orábamos, el Señor no nos oiría, porque ese hermano albergaba iniquidad en su corazón. A la mañana siguiente, el hombre acudió a pedirnos que orásemos por él. Lo llevamos aparte y le dijimos que lamentábamos vernos obligados a negarle lo que pedía. Relaté mi sueño que él reconoció como verdadero. Había abusado de sí mismo desde su juventud, y había continuado haciéndolo durante su matrimonio, pero dijo que procuraría librarse del vicio.

Este hombre tenía que vencer el hábito fomentado durante mucho tiempo. Ya era hombre de edad madura. Sus principios morales eran tan débiles, que se desmoronaban cuando tenía que luchar con un vicio tan arraigado. Las pasiones más bajas habían adquirido gran ascendiente sobre su naturaleza superior. Le interrogué acerca de la reforma pro salud. Dijo que no podía vivir de acuerdo con ella. Su esposa arrojaba de la casa la harina integral si se la traían. Sin embargo esta familia había recibido ayuda de la iglesia. Se habían hecho oraciones en su favor. Había muertosu hijo, la esposa estaba enferma, y el esposo y padre nos presentaba su caso para que lo llevásemos a un Dios puro y santo, a fin de que realizase un milagro y lo sanase. Las sensibilidades morales de este hombre estaban embotadas. 

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Cuando los jóvenes adoptan prácticas viles mientras su espíritu es tierno, nunca obtendrán fuerza para desarrollar plena y correctamente su carácter físico, intelectual y moral. Allí había un hombre que se degradaba diariamente, y sin embargo se atrevía a comparecer en la presencia de Dios, para pedir renovación de la fuerza que había despilfarrado vilmente, y que, si le era concedida, consumiría en su concupiscencia. ¡Qué tolerancia la de Dios! Si tratase al hombre de acuerdo con sus caminos corrompidos, ¿quién podría vivir delante de él? Y si nosotros hubiésemos sido menos cautelosos y hubiésemos presentado este caso a Dios, mientras practicaba la iniquidad, ¿nos habría oído el Señor? ¿Habría contestado? “Porque tú no eres un Dios que ame la maldad: el malo no habitará junto a ti. No estarán los insensatos delante de tus ojos: aborreces a todos los que obran iniquidad”. “Si en mi corazón hubiese yo mirado a la iniquidad, el Señor no me oyera”. Salmos 5:4-5; 66:18.

Este no es un caso aislado. Aun las relaciones matrimoniales eran insuficientes para preservar a este hombre de los hábitos corrompidos de su juventud. ¡Ojalá se me pudiera convencer de que los casos como el que presenté son raros; pero sé que son frecuentes! Los hijos que nacen de padres dominados por pasiones corrompidas resultan inútiles. ¿Qué puede esperarse de tales hijos, sino que se hundan aún más bajo que sus padres? ¿Qué puede esperarse de esta generación naciente? Miles carecen de principios. Estos mismos transmiten a su posteridad sus propias pasiones miserables y corruptas. ¡Qué legado! Miles arrastran sus vidas sin principios, contaminan a los que viven con ellos; y perpetúan sus pasiones degradadas, transmitiéndolas a sus hijos. Asumen la responsabilidad de darles la estampa de su propio carácter. 

Vuelvo al caso de los cristianos. Si todos los que profesan obedecer la ley de Dios estuvieran libres de iniquidad, mi alma quedaría aliviada; pero no lo están. Aun algunos de los que profesan guardar todos los mandamientos de Dios son culpables del pecado de adulterio. ¿Qué puedo decir para despertar sus sensibilidades embotadas? Los principios morales, aplicados estrictamente, son la única salvaguardia del alma. Si hubo alguna vez un tiempo en que la alimentación debía ser de la clase más sencilla, es ahora. No debe ponerse carne delante de nuestros hijos. Su influencia tiende a excitar y fortalecer las pasiones inferiores, y tiende a amortiguar las facultades morales. Los cereales y las frutas, preparados sin grasa y en forma tan natural como sea posible, deben ser el alimento destinado a todos aquellos que aseveran estar preparándose para ser trasladados al Cielo. Cuanto menos excitante sea nuestra alimentación, tanto más fácil será dominar las pasiones. La complacencia del gusto no debe ser consultada sin tener en cuenta la salud física, intelectual o moral. 

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La satisfacción de las pasiones más bajas inducirá a muchos a cerrar los ojos a la luz, porque temen ver pecados que no están dispuestos a abandonar. Todos pueden ver si lo desean. Si prefieren las tinieblas a la luz, su criminalidad no disminuirá por ello. ¿Por qué no leen los hombres y mujeres y se instruyen en estas cosas que tan decididamente afectan su fuerza física, intelectual y moral? Dios os ha dado un tabernáculo que cuidar y conservar en la mejor condición para su servicio y gloria. Vuestros cuerpos no os pertenecen. “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque comprados sois por precio: glorificad pues a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios”. “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Si alguno violare el templo de Dios, Dios destruirá al tal: porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es”. 1 Corintios 6:19-20; 3:16-17.

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Número 18—Testimonio para la iglesia

La temperancia cristiana

“¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque comprados sois por precio: glorificad pues a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios”. 1 Corintios 6:19-20. 

No nos pertenecemos. Hemos sido comprados a un precio elevado, a saber, los sufrimientos y la muerte del Hijo de Dios. Si pudiésemos comprender plenamente esto, sentiríamos que pesa sobre nosotros la gran responsabilidad de mantenernos en la mejor condición de salud, a fin de prestar a Dios un servicio perfecto. Pero cuando nos conducimos de manera que nuestra vitalidad se gasta, nuestra fuerza disminuye y el intelecto se anubla, pecamos contra Dios. Al seguir esta conducta no le glorificamos en nuestro cuerpo ni en nuestro espíritu que son suyos, sino que cometemos lo que es a su vista un grave mal. 

¿Se dio Jesús por nosotros? ¿Ha sido pagado un precio elevado para redimirnos? Y, ¿no es precisamente por esto por lo que no nos pertenecemos? ¿Es verdad que todas las facultades de nuestro ser, nuestro cuerpo, nuestro espíritu, todo lo que tenemos y todo lo que somos, pertenecen a Dios? Por cierto que sí. Y cuando comprendemos esto, ¿qué obligación tenemos para con Dios de conservarnos en la condición que nos permita honrarle aquí en la tierra, en nuestro cuerpo y nuestro espíritu que son suyos!

Creemos sin duda alguna que Cristo va a venir pronto. Esto no es una fábula para nosotros; es una realidad. No tenemos la menor duda, ni la hemos tenido durante años, de que las doctrinas que sostenemos son la verdad presente, y que nos estamos acercando al juicio. Nos estamos preparando para encontrar a Aquel que aparecerá en las nubes de los cielos escoltado por una hueste de santos ángeles, para dar a los fieles y justos el toque final de la inmortalidad. Cuando él venga, no lo hará para limpiarnos de nuestros pecados, quitarnos los defectos de carácter, o curarnos de las flaquezas de nuestro temperamento y disposición. Si es que se ha de realizar en nosotros esta obra, se hará antes de aquel tiempo. 

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Cuando venga el Señor, los que son santos seguirán siendo santos. Los que han conservado su cuerpo y espíritu en pureza, santificación y honra, recibirán el toque final de la inmortalidad. Pero los que son injustos, inmundos y no santificados permanecerán así para siempre. No se hará en su favor ninguna obra que elimine sus defectos y les dé un carácter santo. El Refinador no se sentará entonces para proseguir su obra de refinación y quitar sus pecados y su corrupción. Todo esto debe hacerse en las horas del tiempo de gracia. Ahora es cuando debe realizarse esta obra en nosotros. 

Abrazamos la verdad de Dios con nuestras diferentes facultades, y al colocarnos bajo la influencia de esta verdad, ella realizará en nosotros la obra que nos dará idoneidad moral para formar parte del reino de gloria y para departir con los ángeles celestiales. Estamos ahora en el taller de Dios. Muchos de nosotros somos piedras toscas de la cantera. Pero cuando echamos mano de la verdad de Dios, su influencia nos afecta; nos eleva, y elimina de nosotros toda imperfección y pecado, cualquiera que sea su naturaleza. Así quedamos preparados para ver al Rey en su hermosura y unirnos finalmente con los ángeles puros y santos, en el reino de gloria. Aquí es donde nuestro cuerpo y nuestro espíritu han de quedar dispuestos para la inmortalidad. 

Estamos en un mundo que se opone a la justicia, a la pureza de carácter y al crecimiento en la gracia. Dondequiera que miremos, vemos corrupción y contaminación, deformidad y pecado. Y ¿cuál es la obra que hemos de emprender aquí precisamente antes de recibir la inmortalidad? Consiste en conservar nuestros cuerpos santos y nuestro espíritu puro, para que podamos subsistir sin mancha en medio de las corrupciones que abundan en derredor nuestro en estos últimos días. Y para que esta obra se realice, necesitamos dedicarnos a dla en seguida con todo el corazón y el entendimiento. No debe penetrar ni influir en nosotros el egoísmo. El Espíritu de Dios debe ejercer perfecto dominio sobre nosotros, e influir en todas nuestras acciones. Si nos apropiamos debidamente del cielo y del poder de lo alto, sentiremos la influencia santificadora del Espíritu de Dios sobre nuestros corazones. 

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Cuando hemos procurado presentar la reforma pro salud a nuestros hermanos, y les hemos hablado de la importancia del comer y beber, y hacer para gloria de Dios todo lo que hacen, muchos han dicho por sus acciones: “A nadie le importa si como esto o aquello; nosotros mismos hemos de soportar las consecuencias de lo que hacemos.” 

Estimados amigos, estáis muy equivocados. No sois los únicos que han de sufrir a consecuencia de una conducta errónea. En cierta medida, la sociedad a la cual pertenecéis sufre por causa de vuestros errores tanto como vosotros mismos. Si sufrís como resultado de vuestra intemperancia en la comida y la bebida, los que estamos en derredor vuestro o nos relacionamos con vosotros, también quedamos afectados por vuestra flaqueza. Hemos de sufrir por causa de vuestra conducta errónea. Si ella contribuye a disminuir vuestras facultades mentales o físicas, y lo advertimos cuando estamos en vuestra compañía, quedamos afectados por ello. Si en vez de tener espíritu animoso, sois presa de la lobreguez, ensombrecéis el ánimo de todos los que os rodean. Si estamos tristes, deprimidos y angustiados, vosotros, si gozarais de salud, podríais tener una mente clara que nos mostrase la salida y dirigiese una palabra consoladora. Pero si vuestro cerebro está nublado como resultado de vuestra errónea manera de vivir, a tal punto que no podéis darnos el consejo correcto, ¿no sufrimos acaso una pérdida? ¿No nos afecta seriamente vuestra influencia? Tal vez tengamos mucha confianza en vuestro juicio y deseemos vuestro consejo, porque “en la multitud de consejeros hay salud”. Proverbios 11:14. Deseamos que nuestra conducta parezca consecuente ante aquellos a quienes amamos y deseamos buscar el consejo que ellos nos puedan dar con mente clara. Pero ¿qué interés tenemos en vuestro juicio si vuestra energía mental ha sido cargada hasta lo sumo y la vitalidad se ha retirado del cerebro para disponer del alimento impropio que se puso en el estómago, o de una enorme cantidad de alimento, aunque sea sano? ¿Qué interés tenemos en el juicio de tales personas? Ellas lo ven todo a través de una masa de alimentos indigestos. Por lo tanto, vuestra manera de vivir nos afecta. Resulta imposible seguir una conducta errónea sin hacer sufrir a otros. 

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“¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, mas uno lleva el premio? Corred de tal manera que lo obtengáis. Y todo aquel que lucha, de todo se abstiene: y ellos, a la verdad, para recibir una corona corruptible; mas nosotros, incorruptible. Así que, yo de esta manera corro, no como a cosa incierta; de esta manera peleo, no como quien hiere el aire: antes hiero mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre: no sea que, habiendo predicado a otros, yo mismo venga a ser reprobado”. 1 Corintios 9:24-27. Los que participaban en la carrera a fin de obtener el laurel que era considerado un honor especial, eran templados en todas las cosas, para que sus músculos, su cerebro y todos sus órganos estuviesen en la mejor condición posible para la carrera. Si no hubiesen sido templados en todas las cosas, no habrían adquirido la elasticidad que les era posible obtener de esa manera. Si eran templados, podían correr esa carrera con más posibilidad de éxito; estaban más seguros de recibir la corona. 

Pero, no obstante toda su templanza -todos sus esfuerzos por sujetarse a un régimen cuidadoso a fin de hallarse en la mejor condición-, los que corrían la carrera terrenal estaban expuestos al azar. Podían hacer lo mejor posible, y sin embargo no recibir distinción honorífica; porque otro podía adelantárseles un poco y arrebatarles el premio. Uno solo recibía el galardón. Pero en la carrera celestial, todos podemos correr, y recibir el premio. No hay incertidumbre ni riesgo en el asunto. Debemos revestirnos de las gracias celestiales y con los ojos dirigidos hacia arriba, a la corona de la inmortalidad, tener siempre presente el Modelo. Fue Varón de dolores, experimentado en quebranto. Debemos tener constantemente presente la vida de humildad y abnegación de nuestro divino Señor. Y a medida que procuramos imitarlo, manteniendo los ojos fijos en el premio, podemos correr esa carrera con certidumbre, sabiendo que si hacemos lo mejor que podamos, lo alcanzaremos con seguridad. 

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Los hombres estaban dispuestos a someterse a la abnegación y a la disciplina para correr y obtener una corona corruptible, que iba a perecer en un día, y que era solamente un distintivo honroso de parte de los mortales. Pero nosotros hemos de correr la carrera que brinda la corona de inmortalidad y la vida eterna. Sí, un inconmensurable y eterno peso de gloria nos será otorgado como premio cuando hayamos terminado la carrera. “Nosotros -dice el apóstol- una incorruptible”. Y si los que se empeñaban en una carrera terrenal para recibir una corona temporal podían ser templados en todas las cosas, ¿no podemos serlo nosotros, que tenemos en vista una corona incorruptible, un eterno peso de gloria y una vida que se compara con la de Dios? Ya que tenemos este gran incentivo, ¿no podemos correr “con paciencia la carrera que nos es propuesta, puestos los ojos en el autor y consumador de la fe, en Jesús”? El nos ha indicado el camino, y ha señalado todo el trayecto con sus pisadas. Es la senda que él ha recorrido, y podemos experimentar con él la abnegación y el sufrimiento, y andar en esa senda señalada por su propia sangre. 

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