Testimonios para la Iglesia, Vol. 3, p. 113-123, día 151

Parábolas de los perdidos

La oveja perdida

Se me remitió a la parábola de la oveja perdida. Se deja a las noventa y nueve en el desierto, y se inicia la búsqueda de aquella que se extravió. Cuando se la encuentra, el pastor la pone sobre sus hombros y regresa gozoso. No lo hace murmurando ni censura a la pobre oveja perdida por haberle causado tantas molestias, sino que regresa lleno de alegría con el peso de ésta sobre sus hombros. 

Y se requiere una demostración de gozo aún mayor. Se llama a los amigos y vecinos para que se regocijen con el pastor, “porque he encontrado mi oveja que se había perdido”. El haber hallado la oveja perdida constituye el motivo del regocijo; nadie se interesa más en el hecho de que se haya extraviado, porque el gozo de haberla encontrado de nuevo supera la pena de la pérdida y todos los cuidados, perplejidades y peligros que se afrontaron al buscar a la oveja perdida y al traerla de nuevo a un lugar seguro. “Os digo que así habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento”. Lucas 15:6, 7. 

La dracma perdida

La dracma perdida representa a los pecadores extraviados y errantes. El cuidado con que la mujer buscó la dracma perdida les enseña a los seguidores de Cristo una lección con respecto a su deber hacia los que yerran y se extravían de la senda recta. La mujer encendió su candil para tener más luz, luego barrió la casa y buscó diligentemente hasta encontrar la moneda.

Aquí se define claramente cuál es el deber de los cristianos hacia aquellos que necesitan ayuda porque se han apartado de Dios. No se debe abandonar en las tinieblas y el error a aquellos que han errado, sino que deben emplearse todos los medios de que se disponga para traerlos de nuevo a la luz. Se enciende el candil y, mediante fervientes oraciones en procura de luz celestial para encarar los casos de aquellos que se encuentran cercados por las tinieblas y la incredulidad, se escudriña la Palabra de Dios para hallar puntos claros de la verdad, a fin de que los cristianos se encuentren tan fortificados con los argumentos que surgen de ella, con sus amonestaciones, amenazas y expresiones de ánimo, que puedan alcanzar a los que se han apartado. La indiferencia y la negligencia tendrán que hacer frente al desagrado de Dios.

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Cuando la mujer encontró la dracma, llamó a sus amigos y vecinos y les dijo: “Gozaos conmigo, porque he encontrado la dracma que había perdido. Así os digo que hay gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente”. Lucas 15:9, 10. Si los ángeles de Dios se regocijan cuando los pecadores ven y confiesan sus errores y retornan al compañerismo de sus hermanos, cuánto más deberían alegrarse los seguidores de Cristo, siendo pecadores ellos mismos, ya que cada día necesitan del perdón de Dios y de sus hermanos, al ver regresar a su hermano o hermana que fuera engañado por los sofismas de Satanás y siguiera una conducta equivocada que le ocasionó sufrimiento.

En lugar de mantener a distancia a los errantes, los hermanos deben ir a su encuentro. En lugar de censurarlos porque están en las tinieblas, deben encender sus propias lámparas para obtener más gracia divina y un conocimiento más claro de las Escrituras, de modo que puedan disipar las tinieblas de aquellos que están en el error, gracias a la luz que les traen. Y cuando tienen éxito, y los apóstatas comprenden su error y se avienen a seguir en pos de la luz, deben recibirlos alegremente, y no con un espíritu de murmuración o haciendo un esfuerzo para darles a entender la magnitud de su pecado, por cuya causa se ha requerido preocupación extraordinaria, ansiedad, y fatigoso trabajo. Si los puros ángeles de Dios saludan el evento con alegría, cuánto más deben regocijarse sus hermanos, quienes a sus vez han necesitado comprensión, amor y ayuda cuando han errado y no han sabido cómo salir del paso al encontrarse en las tinieblas.

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El hijo pródigo

Se me llamó la atención a la parábola del hijo pródigo. Pidió a su padre que le diera su porción de la herencia. Deseaba separar sus intereses de los de su padre y manejar su parte según su propia inclinación. El padre aceptó esta petición, y el hijo, egoístamente, se apartó de él, a fin de no sentirse molesto con sus consejos y reproches.

Pensaba que sería muy feliz cuando pudiera emplear su parte de la herencia de acuerdo con su propio placer, sin sentirse coartado por las advertencias o las restricciones. No deseaba sentir la molestia de la obligación mutua. Si compartía la propiedad con su padre, éste tenía derecho sobre él como hijo. Pero no sentía obligación alguna hacia su generoso progenitor, y fortaleció su espíritu rebelde y egoísta con la idea de que le pertenecía una parte de la propiedad del autor de sus días. Exigió esa parte cuando en justicia no podía pedir nada ni debiera haber recibido nada. 

Después que el egoísta hubo recibido el tesoro del cual era tan indigno, se alejó como si hasta quisiera olvidarse de que tenía padre. Despreció la restricción y se decidió plenamente a obtener el placer del modo y la manera que mejor le pareciese. Después de haber gastado en sus complacencias pecaminosas todo lo que su padre le diera, se produjo una hambruna en el país, y se sintió atenaceado por la necesidad. Entonces comenzó a lamentarse por su conducta pecaminosa y sus placeres extravagantes, porque se encontraba desprovisto de todo y necesitaba los medios que había dilapidado. Se vio obligado a descender de su vida de satisfacciones pecaminosas al oficio degradante de porquerizo. 

Después de haber caído hasta el fondo, pensó en la amabilidad y bondad paternas. Entonces sintió la necesidad de un padre. Por su propia culpa se encontraba sin amigos y sufriendo privaciones. Su desobediencia y pecado habían dado como consecuencia que se encontrara ahora separado de su progenitor. Pensó en los privilegios y bondades que los jornaleros de éste gozaban libremente, mientras él, que se había alejado de la casa de su padre, perecía de hambre. Humillado por la adversidad, decidió volver a él y confesar humildemente su falta. Era un pordiosero que carecía de ropas confortables e incluso decentes. Estaba arruinado por causa de las privaciones y enflaquecido por el hambre.

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Cuando se encontraba a cierta distancia de su hogar, su padre vio al vagabundo, y lo primero que hizo fue pensar en aquel hijo rebelde que le abandonara años antes para entregarse a una vida de pecado sin restricciones. Sus sentimientos paternos se conmovieron. A pesar de todas las señales de degradación, discernió su propia imagen en el hijo. No esperó a que éste recorriera toda la distancia, sino que se apresuró a ir a su encuentro. No le dirigió reproches, sino que, con la más tierna compasión y piedad por el hecho de que a causa de su propia conducta pecaminosa se había atraído tantos sufrimientos, se apresuró a darle pruebas de su amor y de su perdón. 

A pesar de que su hijo estaba demacrado y su rostro indicaba claramente la vida disoluta que había llevado, a pesar de venir cubierto con los andrajos de un pordiosero y con los pies desnudos sucios por el polvo del camino, el padre sintió la más profunda piedad cuando éste cayó postrado humildemente delante de él. No se contuvo en su dignidad; no fue exigente. No desplegó ante él la conducta errónea y pecaminosa del pasado, para hacerle sentir cuánto había caído. Lo levantó y lo besó. Estrechó a su hijo rebelde contra su corazón y envolvió en su propia rica túnica su cuerpo casi desnudo. Lo abrazó contra su pecho con tanto calor, y manifestó tanta piedad, que si alguna vez el hijo había dudado de la bondad y amor de su padre, no podía seguir haciéndolo. Si era consciente de su pecado cuando decidió regresar a la casa del autor de sus días, tuvo una sensación aun más profunda de su ingrata conducta cuando se le recibió de esta manera. Su corazón, ya vencido, se quebrantó ahora debido a que comprendía que había contristado el amor de ese padre. 

El hijo penitente y tembloroso, que sentía gran temor de ser repudiado, no estaba preparado para tal recibimiento. Sabía que no lo merecía, y de este modo reconoció el pecado que cometiera al abandonar a su padre: “He pecado contra el cielo y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo”. Lucas 15:21. Sólo pedía que se le aceptara como jornalero. Pero el padre pidió a sus siervos que le dieran señales especiales de respeto y que lo vistieran como si siempre hubiera sido su hijo obediente.

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El padre hizo del regreso de su hijo una ocasión de regocijo especial. El hijo mayor, que se encontraba en el campo, no sabía que su hermano había regresado, pero escuchó las demostraciones generales de regocijo y preguntó a los siervos qué significaba todo aquello. Se le explicó que su hermano, a quien creían muerto, había regresado, y que su padre había dado muerte al becerro grueso para él debido a que lo recibía como si hubiera resucitado de los muertos. 

Entonces el hermano se enojó y no quiso ir a verlo ni a recibirlo. Se sentía muy indignado debido a que se recibía ahora con tanto honor al infiel, que había abandonado a su padre y le había dejado a él la pesada responsabilidad de cumplir con los deberes que debían haber compartido ambos. Este hermano se había entregado a una vida de maldad y libertinaje, había dilapidado los bienes que su padre le diera, hasta verse reducido a la necesidad, mientras que él había sido fiel en el hogar al llevar a cabo todos sus deberes de hijo; y ahora, este disoluto llega a casa y lo reciben con respeto y honor superiores a todo lo que él jamás había recibido.

El padre suplicó a su hijo mayor que fuera y recibiese a su hermano con alegría, debido a que estaba perdido, pero había sido hallado; estaba muerto en delitos y pecados, pero vivía de nuevo; había adquirido sensibilidad moral y aborrecía su vida de pecado. Pero el hijo mayor manifestó: “He aquí, tantos años te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos. Pero cuando vino éste tu hijo, que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar para él el becerro gordo”. Lucas 15:29, 30.

El anciano le aseguró a su hijo que siempre estaba con él, y que todo lo que tenía era suyo, pero que era correcto que manifestara su alegría de esa manera porque su “hermano era muerto, y ha revivido; se había perdido, y es hallado”. Lucas 15:32. Para el padre, el hecho de que el perdido era hallado, el muerto había revivido, sobrepujaba todas las demás consideraciones. 

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Esta parábola fue dada por Cristo para representar la manera en que nuestro Padre celestial recibe a los errantes y arrepentidos. El padre es aquel contra el cual se ha pecado; sin embargo, en la compasión de su alma, lleno de piedad y perdón se encuentra con el pródigo y le revela la gran alegría que significa para él que éste su hijo, a quien creía muerto a todo afecto filial, haya llegado a ser sensible a su gran pecado y negligencia, y haya vuelto a su padre, apreciando su amor y reconociendo sus requerimientos. Sabe que el hijo aquel, que se había entregado a una vida de pecado y que ahora está arrepentido, necesita de su piedad y amor. Ha sufrido; ha sentido su necesidad, y viene hacia su padre confiando en que es el único que puede suplir su gran necesidad. 

El regreso del hijo pródigo fue fuente de la mayor alegría. Las quejas del hijo mayor eran naturales, pero incorrectas. Sin embargo, ésa es frecuentemente la actitud que asume un hermano contra el otro. Se esfuerzan demasiado por hacer notar dónde han errado los que se encuentran en el error, y en recordarles siempre sus equivocaciones. Los que han errado necesitan compasión, ayuda y aceptación. Sufren, y con frecuencia están abatidos y desalentados. Necesitan sobre todo un amplio perdón. 

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Trabajo entre las iglesias

En el trabajo realizado para la iglesia en Battle Creek en la primavera de 1870, no hubo esa completa dependencia de Dios como lo demandaba la importante ocasión. Los hermanos R y S no confiaron en Dios, ni avanzaron apoyados en la fuerza de él y su gracia, tan plenamente como debieran haberlo hecho. 

Cuando el hermano S piensa que una persona está equivocada, frecuentemente es demasiado severo. No ejercita esa compasión y consideración que habría mostrado hacia sí mismo bajo las mismas circunstancias. También está en peligro de juzgar mal y de errar al tratar con otras mentes. Tratar con las mentes humanas es la obra más hermosa y crítica dada alguna vez a los mortales. Aquellos que se ocupan en esta obra deberían tener un discernimiento claro y buena capacidad de discriminación. Una genuina independencia de criterio es completamente diferente de ser precipitado. No debiera renunciarse fácilmente a esa virtud de poseer un criterio independiente, lo que conduce a una opinión cautelosa, piadosa, deliberada; no hay que hacerlo hasta que la evidencia es suficientemente fuerte como para tener la certeza de que estamos equivocados. Esta independencia [de opinión] conservará la mente serena e inalterable en medio de los numerosos errores que prevalecen, y conducirá a aquellos que ocupan puestos de responsabilidad a revisar cuidadosamente las evidencias de cada lado del asunto, y no dejarse regir por la influencia de otros o del ambiente, para formar conclusiones sin un conocimiento inteligente y cabal de todas las circunstancias.

La investigación de casos en Battle Creek se parecía mucho al procedimiento en el cual un abogado examina a un testigo, y había una ausencia definida del Espíritu de Dios. Había unos pocos unidos en este trabajo que eran activos y celosos. Algunos eran santurrones y autosuficientes, y se confiaba en sus testimonios, y su influencia afectó el juicio de los hermanos R y S. Debido a algunas deficiencias triviales, las hermanas T y U no fueron recibidas como miembros de la iglesia. Los hermanos R y S debieran haber tenido [el suficiente] criterio y discriminación para poder ver que estas objeciones no tenían suficiente peso como para excluir a estas hermanas de la iglesia. Ambas habían estado largo tiempo en la fe y habían sido leales a la observancia del sábado por dieciocho o veinte años. 

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La hermana V, que sacó a relucir estas cosas, tendría que haber esgrimido razones de más peso en contra de sí misma por las que ella no tendría que haber llegado a ser un miembro de la iglesia. ¿Estaba ella sin pecado? ¿Eran todos sus caminos perfectos ante Dios? ¿Era perfecta en paciencia, abnegación, bondad, tolerancia, y poseía un temperamento calmo? Si no tenía las debilidades de las mujeres corrientes, entonces podría lanzar la primera piedra. Esas hermanas que fueron excluidas de la iglesia eran dignas de un lugar en ella; eran amadas por Dios. Pero se las trató neciamente, sin causa suficiente. Hubo otros casos que fueron manejados sin más sabiduría celestial y ni siquiera con un criterio sólido. El juicio y la facultad de discriminación del hermano S han sido pervertidos por muchos años a través de la influencia de su esposa, quien ha sido un instrumento de Satanás sumamente efectivo. Si él hubiera poseído la virtud genuina de la independencia [de criterio] habría tenido el respeto propio adecuado y con la debida dignidad habría fortalecido su propia casa. Cuando ha comenzado un curso de conducta destinado a infundir respeto en su familia, generalmente ha llevado el asunto demasiado lejos y ha sido severo y ha hablado en forma áspera y altanera. Al tomar conciencia de esto después de un tiempo, entonces va al extremo opuesto y renuncia a su independencia.

En este estado mental recibe informes de su esposa, renuncia a su juicio, y es engañado fácilmente por sus intrigas. A veces ella fingía sufrir mucho y contaba las privaciones que había soportado y cómo sus hermanos la habían descuidado, en la ausencia de su esposo. Sus engaños y artificios astutos para abusar de la mente de su esposo han sido grandes. El hermano S no ha recibido plenamente la luz que el Señor le ha dado en el pasado respecto a su esposa o no hubiera sido engañado por ella como lo ha sido. Ha sido esclavizado muchas veces por el espíritu de ella porque su propio corazón y vida no se han consagrado plenamente a Dios. Sus sentimientos se inflamaron contra sus hermanos, y los oprimió. El yo no ha sido crucificado. Debiera tratar fervientemente de colocar todos sus pensamientos y sentimientos en sujeción a la obediencia de Cristo. La fe y la abnegación habrían sido los vigorosos ayudantes del hermano S. Si se hubiera vestido con toda la armadura de Dios y escogido no otra defensa que la que el Espíritu de Dios y el poder de la verdad le dan, habría sido fuerte en la fortaleza de Dios. 

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Pero el hermano S es débil en muchas cosas. Si Dios le requiriese exponer y condenar a un prójimo, reprobar y corregir a un hermano, o resistir y destruir a sus enemigos, esto sería para él una tarea comparativamente natural y fácil. Pero una guerra contra el yo, sometiendo los deseos y afectos de su propio corazón, y escudriñando y controlando los motivos secretos de su corazón, es una lucha más difícil. ¡Cuán poco dispuesto está a ser fiel en un desafío como éste! La guerra contra el yo es la batalla más grande que jamás se haya librado. La renuncia del yo, entregando todo a la voluntad de Dios y siendo uno vestido de humildad, poseyendo ese amor que es puro, pacífico, susceptible a las súplicas, lleno de bondad y buenos frutos, no es un logro fácil. Y sin embargo es su privilegio y deber ser un perfecto vencedor aquí. El alma debe someterse a Dios antes que pueda ser renovada en conocimiento y verdadera santidad. La vida santa y el carácter de Cristo es un ejemplo fiel. Su confianza en su Padre celestial era ilimitada. Su obediencia y sumisión fueron sin reserva y perfectas. No vino para ser servido, sino para servir a otros. No vino para hacer su propia voluntad, sino la voluntad de aquel que lo envió. En todas las cosas se sometió a Aquel que juzga rectamente. De los labios del Salvador del mundo se oyeron estas palabras: “No puedo yo hacer nada por mí mismo”. Juan 5:30.

Se hizo pobre y sin reputación. Tuvo hambre y frecuentemente sed, y muchas veces se cansó en sus labores; pero no tenía dónde recostar su cabeza. Cuando las sombras frías y húmedas de la noche se cernían en torno a él, frecuentemente la tierra era su lecho. Sin embargo él bendijo a aquellos que lo odiaban. ¡Qué vida! ¡Qué experiencia! ¿Podemos nosotros, los profesos seguidores de Cristo, soportar alegremente la privación y el sufrimiento como lo hizo nuestro Señor, sin murmurar? ¿Podemos beber el vaso y ser bautizados con el bautismo? Si lo hacemos, podremos compartir con él su gloria en el reino celestial. Si no, no tendremos parte con él. 

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El hermano S tiene una experiencia que adquirir, sin la cual su trabajo hará un daño definido. A él lo afecta demasiado lo que otros le dicen de los que yerran; tiende a decidir de acuerdo con las impresiones hechas en su mente, y procede con severidad, cuando un curso de acción más benigno sería por lejos mejor. No tiene en cuenta sus propias debilidades, y cuán difícil le resulta que se cuestione su propia conducta, aun cuando esté equivocado. Cuando llega a la conclusión de que un hermano o una hermana están equivocados, se siente inclinado a llevar el asunto a su término e insiste en censurar, aunque al hacerlo hiere su propia alma y pone en riesgo las almas de otros. 

El hermano S debiera rehuir los juicios de la iglesia y no tener nada que ver con el arreglo de dificultades, si hay forma de evitarlo. Tiene un don valioso, que se necesita en la obra de Dios. Pero debiera separarse de influencias que afectan sus sentimientos, confunden su juicio y lo inducen a proceder en forma insensata. Esto no debiera ni necesita ocurrir. Él ejercita muy poca fe en Dios. Piensa demasiado en sus debilidades corporales y fortalece la incredulidad explayándose en sus pobres sentimientos. Dios tiene fuerza y sabiduría en reserva para aquellos que la buscan fervientemente, creyendo en fe.

Se me mostró que el hermano S es un hombre fuerte en algunos puntos, mientras que en otros es tan débil como un niño. Su conducta en el trato con los que yerran ha tenido una influencia que se desparrama. Tiene confianza en su capacidad para trabajar en poner las cosas en orden donde cree que se necesita, pero no ve el asunto rectamente. Entreteje su propio espíritu en sus labores, y no discrimina, pero a menudo trata a los demás sin ternura. Hay algo así como exagerar el asunto al cumplir el deber estricto en su trato con los individuos. “A otros salvadlos, arrebatándolos del fuego; a otros mostradles compasión, aborreciendo aun la ropa manchada por la carne contaminada”. Judas 23 (NRV).

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El deber, el severo deber, tiene una hermana gemela, que es la bondad. Si el deber y la bondad se fusionan, se obtendrá una ventaja definida; pero si se separa el deber de la bondad, si el tierno amor no se mezcla con el deber, se producirá un fracaso, y como consecuencia habrá un daño grande. No ha de forzarse a los hombres y las mujeres, pero muchos pueden ser ganados mediante la bondad y el amor. El hermano S ha sostenido en alto el látigo del evangelio, y sus propias palabras han sido frecuentemente el estallido de ese látigo. Esto no ha influido para estimular a otros a un mayor celo y provocarlos a las buenas obras, sino que ha despertado su espíritu combativo para repeler su severidad.

Si el hermano S hubiera caminado en la luz, no habría cometido tantos errores serios. “El que anda de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo; pero el que anda de noche, tropieza, porque no hay luz en él”. Juan 11:9, 10. La senda de la obediencia es la senda de la seguridad. “El que camina en integridad anda confiado”. Proverbios 10:9. Camina en la luz, y “entonces andarás por tu camino confiadamente, y tu pie no tropezará”. Proverbios 3:23. Aquellos que no caminan en la luz tendrán una religión enfermiza, atrofiada. El hermano S debiera sentir la importancia de caminar en la luz, aunque eso signifique crucificar el yo. Es un esfuerzo serio, motivado por el amor a las almas, que fortalece el corazón y desarrolla las gracias cristianas.

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