Testimonios para la Iglesia, Vol. 3, p. 309-319, día 169

El sacrificio en el Monte CarmeloElías exige que todo Israel y también todos los profetas de Baal se congreguen en el monte Carmelo. La tremenda solemnidad en el porte del profeta le da el aspecto de alguien que comparece ante la presencia del Señor Dios de Israel. La condición de Israel en su apostasía demanda un proceder firme, un lenguaje severo y una autoridad dominante. Dios prepara el mensaje adecuado al tiempo y la ocasión. A veces pone su Espíritu en sus mensajeros para que den la voz de alarma día y noche, como hizo su mensajero Juan el Bautista: “Enderezad el camino del Señor”. Juan 1:23. Luego, nuevamente se necesitan hombres de acción que no se desviarán del deber, sino cuya energía se despertará y demandará: “¿Quién está del lado del Señor?”, que venga con nosotros. Dios tendrá un mensaje adecuado para enfrentar a su pueblo en sus diversas condiciones. 

Se mandan veloces mensajeros a todo el reino con el mensaje de Elías. Se envían representantes desde las ciudades, pueblos, villas y familias. Todos parecen estar de prisa en respuesta a la invitación, como si fuera a ocurrir algún milagro maravilloso. De acuerdo con la orden de Elías, Acab reúne a los profetas de Baal en el Carmelo. El corazón del líder apóstata de Israel está impresionado, y sigue temblorosamente las indicaciones del severo profeta de Dios. 

El pueblo se reúne en el monte Carmelo, un lugar hermoso cuando el rocío y la lluvia caían sobre él haciendo que floreciera, pero ahora su belleza está languideciendo bajo la maldición de Dios. Sobre este monte, donde se destacaban los bosquecillos y las flores, los profetas de Baal habían erigido altares para su adoración pagana. Esta montaña era sobresaliente; con vista a los países circunvecinos, era visible desde una gran parte del reino. Como Dios había sido deshonrado en forma notable por la adoración idólatra que allí se llevaba a cabo, Elías escogió este lugar como el más conspicuo para exhibir el poder de Dios y vindicar su honor.

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Los profetas de Jezabel, que ascendían a ochocientos cincuenta, como un regimiento de soldados preparados para la batalla, desfilan como un solo cuerpo con música instrumental y un despliegue impresionante. Pero había aprensión en sus corazones al recordar que a la palabra de este profeta de Jehová la tierra de Israel se había visto privada de rocío y lluvia durante tres años. Sienten que se acerca una crisis segura. Habían confiado en sus dioses, pero no pudieron desdecir las palabras de Elías y demostrar que era un profeta falso. Sus dioses eran indiferentes a sus gritos frenéticos, oraciones y sacrificios.

Temprano por la mañana, Elías está en el monte Carmelo, rodeado por el Israel apóstata y los profetas de Baal. Un hombre solo en esa vasta multitud, permanece impertérrito. Aquel a quien todo el reino culpaba de su desgracia se encuentra delante de ellos, sin amedrentarse ni ser acompañado por ejércitos visibles o un despliegue imponente. Allí está de pie, vestido en su manto burdo, con una expresión de pavorosa solemnidad en su rostro, plenamente consciente de su sagrada comisión como siervo de Dios para ejecutar sus órdenes. Elías fija sus ojos sobre el pico más elevado de las montañas donde había estado el altar de Jehová cuando la montaña estaba cubierta de flores y de árboles vigorosos. El azote de Dios está ahora sobre el monte; toda la desolación de Israel se encuentra a plena vista del altar de Jehová, descuidado y derribado, y también son visibles los altares de Baal. Acab permanece a la cabeza de los sacerdotes de Baal y todos esperan las palabras de Elías en una expectación ansiosa y llena de temor.

A plena luz del sol, rodeado por miles—hombres de guerra, profetas de Baal y el monarca de Israel—, está este hombre indefenso, Elías, aparentemente solo, aunque en realidad no lo está. La hueste más poderosa del Cielo lo rodea. Ángeles excelsos en fortaleza han venido del cielo para proteger al profeta fiel y justo. Con voz severa y dominante Elías exclama: “¿Hasta cuándo claudicaréis vosotros entre dos pensamientos? Si Jehová es Dios, seguidle; y si Baal, id en pos de él. Y el pueblo no respondió palabra”. 1 Reyes 18:21. Nadie en esa vasta asamblea se atrevió a expresar una palabra en favor de Dios y revelar su lealtad a Jehová.

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¡Qué engaño asombroso y qué terrible ceguedad habían cubierto a Israel como un oscuro manto! Esta ceguera y apostasía no los habían rodeado repentinamente; habían descendido gradualmente sobre ellos al no prestar atención al mensaje de reprensión y advertencia que el Señor les había enviado a causa de su orgullo y sus pecados. Y ahora, en esta terrible crisis, en la presencia de los sacerdotes idólatras y el rey apóstata, permanecían neutrales. Si Dios aborrece un pecado más que otro, del cual su pueblo es culpable, es el de no hacer nada en caso de una emergencia. La indiferencia y la neutralidad en una crisis religiosa son consideradas por Dios como un grave delito, igual al peor tipo de hostilidad contra Dios. 

Todo Israel permanece callado. Nuevamente se oye la voz de Elías que se dirige a ellos: “Sólo yo he quedado profeta de Jehová; mas de los profetas de Baal hay cuatrocientos cincuenta hombres. Dénsenos, pues, dos bueyes, y escojan ellos uno, y córtenlo en pedazos, y pónganlo sobre leña, pero no pongan fuego debajo; y yo prepararé el otro buey, y lo pondré sobre leña, y ningún fuego pondré debajo. Invocad luego vosotros el nombre de vuestros dioses, y yo invocaré el nombre de Jehová; y el Dios que respondiere por medio de fuego, ése sea Dios. Y todo el pueblo respondió, diciendo: Bien dicho. Entonces Elías dijo a los profetas de Baal: Escogeos un buey, y preparadlo vosotros primero, pues que sois los más; e invocad el nombre de vuestros dioses, mas no pongáis fuego debajo. Y ellos tomaron el buey que les fue dado y lo prepararon, e invocaron el nombre de Baal desde la mañana hasta el mediodía, diciendo: ¡Baal, respóndenos! Pero no había voz, ni quien respondiese; entre tanto, ellos andaban saltando cerca del altar que habían hecho”. 1 Reyes 18:22-26.

La propuesta de Elías es razonable. El pueblo no se atreve a eludirla y encuentra valor para responder: Bien dicho. Los profetas de Baal no se animan a disentir o a eludir el asunto. Dios ha dirigido esta prueba y preparado confusión para los autores de la idolatría y un triunfo extraordinario para su nombre. Los sacerdotes de Baal no se atreven a hacer otra cosa que aceptar las condiciones. Con terror y con corazones culpables, aunque aparentemente audaces y desafiantes, construyeron su altar, colocaron sobre él la leña y la víctima, y luego iniciaron sus encantamientos, sus repeticiones monótonas y gritos, característicos de la adoración pagana. Sus gritos estridentes repercutían por los bosques y montañas: “¡Baal, respóndenos!” vers. 26. Los sacerdotes reunidos como un ejército en torno a sus altares, saltando, y retorciéndose, y gritando, y pataleando, y haciendo gestos antinaturales, y tirándose el cabello, y cortándose la carne, manifiestan aparente sinceridad. 

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Pasa la mañana y llega el mediodía, y todavía no hay señal de que sus dioses se compadezcan de los sacerdotes de Baal, los engañados adoradores de ídolos. Ninguna voz responde a sus frenéticos clamores. Los sacerdotes procuran continuamente idear una manera, por engaño, por la que puedan encender un fuego sobre los altares y dar la gloria a Baal. Pero el firme ojo de Elías vigila cada movimiento. Ochocientas voces quedan enronquecidas. Sus vestimentas están cubiertas de sangre, y sin embargo su frenética excitación no disminuye. Sus súplicas se mezclan con maldiciones a su dios sol que no envía fuego a sus altares. Elías permanece alerta, observando con ojo de lince para que no se practique ningún engaño; porque él sabe que si por algún ardid pudieran encender fuego sobre su altar, lo habrían despedazado ahí mismo. Desea mostrarle al pueblo la necedad de sus dudas y vacilaciones entre dos opiniones cuando tienen las obras maravillosas del poder majestuoso de Dios en su favor e innumerables evidencias de sus misericordias infinitas y de su amante bondad hacia ellos.

“Y aconteció al mediodía, que Elías se burlaba de ellos, diciendo: Gritad en alta voz, porque dios es; quizá está meditando, o tiene algún trabajo, o va de camino; tal vez duerme, y hay que despertarle. Y ellos clamaban a grandes voces, y se sajaban con cuchillos y con lancetas conforme a su costumbre, hasta chorrear la sangre sobre ellos. Pasó el mediodía, y ellos siguieron gritando frenéticamente hasta la hora de ofrecerse el sacrificio, pero no hubo ninguna voz, ni quien respondiese ni escuchase”. 1 Reyes 18:27-29.

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Cuán gustosamente Satanás, que cayó como un rayo del cielo, habría acudido en auxilio de aquellos a quienes había engañado, cuyas mentes ha controlado y que están enteramente dedicados a su servicio. Gustosamente habría mandado un relámpago para encender sus sacrificios; pero Jehová ha puesto límites a Satanás. Ha restringido su poder, y todos sus ardides no pueden hacer llegar una chispa a los altares de Baal. La tarde sigue avanzando. Los profetas de Baal están cansados, desfallecientes y confusos. Uno sugiere una cosa y otro otra, hasta que cesan sus esfuerzos. Sus gritos y maldiciones ya no repercuten en el monte Carmelo. Débiles y desesperados se retiran de la contienda.

El pueblo ha presenciado las terribles demostraciones de los sacerdotes irrazonables y frenéticos. Han contemplado cómo saltaban sobre el altar, como si quisieran asir los rayos ardientes del sol a fin de cumplir su propósito. Se han cansado de las manifestaciones demoníacas, de idolatría pagana, y están ansiosos de oír lo que Elías va a decir. 

Ha llegado ahora el turno de Elías. “Entonces dijo Elías a todo el pueblo: Acercaos a mí. Y todo el pueblo se le acercó; y él arregló el altar de Jehová que estaba arruinado. Y tomando Elías doce piedras, conforme al número de las tribus de los hijos de Jacob, al cual había sido dada palabra de Jehová diciendo, Israel será tu nombre, edificó con las piedras un altar en el nombre de Jehová; después hizo una zanja alrededor del altar, en que cupieran dos medidas de grano. Preparó luego la leña, y cortó el buey en pedazos, y lo puso sobre la leña. Y dijo: Llenad cuatro cántaros de agua, y derramadla sobre el holocausto y sobre la leña. Y dijo: Hacedlo otra vez; y otra vez lo hicieron. Dijo aún: Hacedlo la tercera vez; y lo hicieron la tercera vez, de manera que el agua corría alrededor del altar, y también se había llenado de agua la zanja. Cuando llegó la hora de ofrecerse el holocausto, se acercó el profeta Elías y dijo: Jehová Dios de Abraham, de Isaac y de Israel, sea hoy manifiesto que tú eres Dios en Israel, y que yo soy tu siervo, y que por mandato tuyo he hecho todas estas cosas. Respóndeme, Jehová, respóndeme, para que conozca este pueblo que tú, oh Jehová, eres el Dios, y que tú vuelves a ti el corazón de ellos. Entonces cayó fuego de Jehová, y consumió el holocausto, la leña, las piedras y el polvo, y aun lamió el agua que estaba en la zanja. Viéndolo todo el pueblo, se postraron y dijeron: ¡Jehová es el Dios, Jehová es el Dios!” 1 Reyes 18:30-39. 

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A la hora del sacrificio vespertino, Elías repara el altar de Dios que la apostasía de Israel había permitido que los sacerdotes de Baal derribaran. No pide a nadie del pueblo que le ayude en su laboriosa tarea. Los altares de Baal están todos preparados; pero él se dirige al altar derribado de Dios, que para él es más sagrado y precioso en sus feas ruinas que todos los magníficos altares de Baal.

Elías revela su respeto por el pacto que el Señor había hecho con su pueblo, aunque ellos habían apostatado. Con calma y solemnidad repara con doce piedras el altar derribado, de acuerdo con el número de las doce tribus de Israel. Los chasqueados sacerdotes de Baal, agotados por sus esfuerzos vanos y frenéticos, están sentados o yacen postrados en tierra, esperando para ver qué hará Elías. Están llenos de temor y odio hacia el profeta por proponer una prueba que ha expuesto su debilidad y la ineficacia de sus dioses.

El pueblo de Israel permanece hechizado, pálido, ansioso y casi sin aliento y llenos de temor, mientras Elías invoca a Jehová, el Creador de los cielos y la tierra. El pueblo ha presenciado el frenesí fanático e irrazonable de los profetas de Baal. En contraste tienen ahora el privilegio de presenciar el porte calmo y que inspira temor de Elías. Les recuerda su depravación, que ha despertado la ira de Dios contra ellos, y entonces los llama a humillar sus corazones y a retornar al Dios de sus padres, a fin de que pueda retirarse la maldición que descansaba sobre ellos. Acab y sus sacerdotes idólatras contemplan la escena con asombro mezclado de terror. Esperan el resultado en un silencio ansioso, solemne. 

Después que la víctima es colocada sobre el altar, Elías ordena al pueblo que riegue con agua el sacrificio y el altar, y que llene de agua la zanja en torno al altar. Luego se postra reverentemente ante el Dios invisible, levanta las manos al cielo y ofrece una oración serena y sencilla, desprovista de gestos violentos o de contorsiones del cuerpo. No resuenan gritos sobre las alturas del Carmelo. Un silencio solemne, que es opresivo para los sacerdotes de Baal, descansa sobre todos. En su oración, Elías no usa expresiones extravagantes. Ora a Jehová como si estuviera cerca, presenciando toda la escena, y oyendo su oración sincera y ferviente, aunque sencilla. Los sacerdotes de Baal habían gritado, y echado espuma por la boca, y saltado, y orado muy largamente, desde la mañana hasta cerca del anochecer. La oración de Elías es muy corta, ferviente, reverente y sincera. Apenas acabó su oración, descendieron del cielo llamas de fuego en una manera notable, como un brillante relámpago, encendiendo la madera para el sacrificio y consumiendo la víctima, lamiendo el agua de la zanja y devorando hasta las piedras del altar. El resplandor de la llamarada ilumina la montaña y hiere los ojos de la multitud. El pueblo del reino de Israel que no está reunido en el monte observa con interés a los allí congregados. Ven cuando el fuego desciende y están asombrados ante el espectáculo. Se asemeja a la columna de fuego en el Mar Rojo, que por la noche separó a los hijos de Israel de la hueste egipcia.

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La gente que está sobre el monte se postra llena de terror y asombro ante el Dios invisible. No pueden mirar el brillante fuego consumidor enviado desde el Cielo. Temen que serán consumidos en su apostasía y sus pecados, y gritan a una voz, lo cual resuena en la montaña y repercute en la llanura con terrible claridad: “¡Jehová es el Dios! ¡Jehová es el Dios!” Por fin Israel despierta, desengañado. Ven su pecado y cuán grandemente han deshonrado a Dios. Se despierta su ira contra los profetas de Baal. Con terror, Acab y los sacerdotes de Baal presencian la exhibición maravillosa del poder de Jehová. Nuevamente se oye la voz de Elías en una orden sorprendente dirigida al pueblo: “Prended a los profetas de Baal, para que no escape ninguno”. 1 Reyes 18:40. El pueblo está listo para obedecer su palabra. Se apoderan de los profetas falsos que los han engañado y los llevan al arroyo de Cisón; allí, con su propia mano, Elías da muerte a estos sacerdotes idólatras. 

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Los juicios de Dios han sido ejecutados sobre los sacerdotes falsos y el pueblo ha confesado sus pecados y reconocido al Dios de sus padres; y ahora iba a retirarse la agostadora maldición de Dios y él renovaría sus bendiciones sobre su pueblo y refrescaría otra vez la tierra con rocío y lluvia.

Elías se dirige a Acab: “Sube, come y bebe; porque una lluvia grande se oye”. 1 Reyes 18:41. Mientras Acab se levantó para comer, Elías subió del terrible sacrificio para ir a la cumbre del monte Carmelo a fin de orar. Su obra de matar a los sacerdotes paganos no lo había incapacitado para el solemne ejercicio de la oración. Había cumplido la voluntad de Dios. Después que él, como instrumento de Dios, hubo hecho todo lo que podía para eliminar la causa de la apostasía de Israel dando muerte a los sacerdotes idólatras, no pudo hacer más. Intercede luego en favor del Israel pecador y apóstata. En la posición más dolorosa, con su rostro postrado entre las rodillas, suplica muy fervientemente a Dios que envíe lluvia. Seis veces seguidas envía a su siervo para ver si hay alguna señal visible de que Dios ha oído su oración. No se impacienta ni pierde la fe porque el Señor no le da inmediatamente una evidencia de que su oración es oída. Continúa en ferviente oración, enviando a su siervo siete veces para ver si Dios ha otorgado alguna señal. Su siervo regresa la sexta vez desde su lugar que dominaba el mar con el informe desalentador de que no hay ninguna señal de nubes que se estén formando en los cielos con aspecto de bronce. La séptima vez le informa a Elías que se ve una pequeña nube del tamaño aproximado de la mano de un hombre. Esto es suficiente para satisfacer la fe de Elías. No espera que los cielos se ennegrezcan para que el asunto esté asegurado. En esa pequeña nube que se levanta su fe oye el sonido de una lluvia abundante. Sus obras están en armonía con su fe. Envía un mensaje a Acab mediante su siervo: “Unce tu carro y desciende, para que la lluvia no te ataje”. 1 Reyes 18:44. 

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La humildad de Elías

Aquí Elías arriesgó algo basándose en su fe. No esperó que hubiera evidencias visibles. “Y aconteció, estando en esto, que los cielos se oscurecieron con nubes y viento, y hubo una gran lluvia. Y subiendo Acab, vino a Jezreel. Y la mano de Jehová estuvo sobre Elías, el cual ciñó sus lomos, y corrió delante de Acab hasta llegar a Jezreel”. 1 Reyes 18:45, 46.

Durante el día Elías había pasado por momentos de gran agitación y trabajo; pero el Espíritu del Señor vino sobre él porque había sido obediente y había hecho la voluntad divina al ejecutar a los sacerdotes idólatras. Algunos estarán listos para decir: ¡Qué hombre duro y cruel debe haber sido Elías! Y cualquiera que defiende el honor de Dios a cualquier riesgo atraerá sobre sí censura y condenación por parte de un grupo grande. 

La lluvia comenzó a descender. Era de noche y la lluvia enceguecedora le impedía a Acab ver su camino. Elías, fortalecido por el Espíritu y el poder de Dios, se ciñó su burda vestimenta y corrió delante del carruaje de Acab, guiándole en su camino hasta la entrada de la ciudad. El profeta de Dios había humillado a Acab delante de su pueblo. Había dado muerte a sus sacerdotes idólatras, y ahora quería mostrarle a Israel que reconocía a Acab como su rey. Como un acto de homenaje especial guió su carro, corriendo delante de él hasta la entrada de la puerta de la ciudad.

Aquí hay una lección para los jóvenes que profesan ser siervos de Dios, llevando su mensaje, y que se consideran muy encumbrados. No pueden señalar nada notable en su experiencia, como podía hacerlo Elías, sin embargo se consideran demasiado grandes como para cumplir deberes que estiman humildes. No descenderán de su dignidad ministerial para prestar un servicio necesario, temiendo que estarán realizando el trabajo de un siervo. Todos ellos debieran aprender del ejemplo de Elías. Su palabra privó a la tierra de los tesoros del cielo, el rocío y la lluvia, durante tres años. Sólo su palabra fue la llave para abrir el cielo y traer la lluvia. Fue honrado por Dios cuando ofreció su sencilla oración en la presencia del rey y los miles de Israel, en respuesta a la cual fulguró fuego del cielo que encendió el fuego sobre el altar del sacrificio. Su mano ejecutó el juicio de Dios al matar a ochocientos cincuenta sacerdotes de Baal; sin embargo, después del trabajo agotador y del triunfo más notable del día, el que pudo traer las nubes y la lluvia y el fuego del cielo estuvo dispuesto a cumplir el servicio de un criado y correr delante del carro de Acab en medio de la oscuridad y el viento y la lluvia para servir al soberano a quien no había temido reprender de frente a causa de sus pecados y delitos. El rey traspuso las puertas de la ciudad. Elías se envolvió en su manto y se acostó sobre la tierra desnuda. 

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Elías se desanima

Después que Elías hubo mostrado ese valor indómito en una contienda entre la vida y la muerte, después que hubo triunfado sobre el rey, los sacerdotes y el pueblo, supondríamos en forma natural que nunca podría ceder ante el desaliento ni caer en la timidez por el temor.

Después de su primera aparición ante Acab, denunciándole los juicios de Dios a causa de su apostasía y de la de Israel, Dios dirigió su camino desde los dominios de Jezabel a un lugar de seguridad en las montañas, junto al arroyo de Querit. Allí honró a Elías enviándole comida de mañana y de tarde mediante un ángel del cielo. Luego, cuando el arroyo se secó, lo envió a la viuda de Sarepta, y obró un milagro cotidiano al mantener con alimento a la familia de la viuda y a Elías. Después de haber sido bendecido con evidencias tan grandes del amor y el cuidado de Dios, supondríamos que Elías nunca desconfiaría de él. Pero el apóstol nos dice que era un hombre con pasiones semejantes a las nuestras y sujeto, como nosotros, a tentaciones. 

Acab relató a su esposa los sucesos maravillosos del día y la extraordinaria manifestación del poder de Dios mostrando que Jehová, el Creador de los cielos y la tierra, era Dios; también contó que Elías había dado muerte a los profetas de Baal. Al oír esto, Jezabel, que estaba endurecida en el pecado, se enfureció. Audaz y desafiante, y resuelta en su idolatría, le declaró a Acab que Elías no debía vivir.

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