Testimonios para la Iglesia, Vol. 3, p. 526-535, día 189

Este poder dominante rige su mente, y ellos violarán la ley de Dios para servir a sus intereses personales, para aumentar su tesoro terrenal. 

Son muchos los que tal vez profesan la religión de Cristo, pero no aman ni prestan atención a la letra o los principios de las enseñanzas de Cristo. Dedican lo mejor de su fuerza a empresas mundanales, y se inclinan ante Mammón. Es alarmante que sean tantos los engañados por Satanás, los que se entusiasman en su imaginación ante las brillantes perspectivas de ganancias mundanales. Los domina la ilusión de alcanzar felicidad perfecta si pueden adquirir honores y riquezas en este mundo. Satanás los tienta con su cohecho seductor: “Todo esto te daré” (Mateo 4:9), todo este poder, toda esta riqueza, con lo cual puedes hacer mucho bien. Pero cuando obtienen el objeto por el cual trabajaron, no están ya relacionados con el abnegado Redentor que los haría participantes de la naturaleza divina. Retienen sus tesoros terrenales y desprecian la abnegación y los sacrificios requeridos por Cristo. No desean separarse de los caros tesoros terrenales a los cuales sus corazones se han aficionado. Han cambiado de Señor; han aceptado a Mammón en lugar de Cristo. Mammón es su dios, y a él sirven. 

Por el amor a las riquezas, Satanás conquistó la adoración de estas almas engañadas. El cambio se ha hecho tan imperceptiblemente y el poder de Satanás ha sido tan seductor y astuto, que se han conformado al mundo y no notan que se han separado de Cristo, y que no son ya sus siervos sino de nombre. 

Satanás obra con los hombres con más cuidado que con Cristo en el desierto de la tentación, porque sabe que allí perdió la batalla. Es un enemigo vencido. No se presenta al hombre directamente para exigirle el homenaje de un culto exterior. Pide simplemente a los hombres que pongan sus afectos en las cosas buenas de este mundo. Si logra ocupar la mente y los afectos, los atractivos celestiales se eclipsan. Todo lo que quiere del hombre es que caiga bajo el poder seductor de sus tentaciones, que ame el mundo, la ostentación y los altos puestos, que ame el dinero y ponga sus afectos en los tesoros terrenales. Si lo logra, obtiene todo lo que pidió de Cristo. 

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El ejemplo de Cristo nos muestra que nuestra única esperanza de victoria reside en resistir continuamente a los ataques de Satanás. El que triunfó sobre el adversario de las almas en el conflicto de la tentación, comprende el poder de Satanás sobre la especie humana, pues lo venció en nuestro favor. Como vencedor, nos ha dado la ventaja de su victoria, para que en nuestros esfuerzos por resistir las tentaciones de Satanás podamos unir nuestra debilidad a su fuerza, nuestra indignidad a sus méritos. Y si en las fuertes tentaciones somos sostenidos por su poder prevaleciente, logramos resistir en su nombre todopoderoso y vencer como él venció. 

Es por medio de sufrimientos indecibles como nuestro Redentor puso la redención a nuestro alcance. En este mundo no fue honrado ni reconocido, para que por medio de su maravillosa condescendencia y humillación pudiera ensalzar al hombre hasta ponerlo en situación de recibir honores celestiales y goces imperecederos en las cortes del Rey. ¿Murmurará el hombre caído porque el cielo puede obtenerse únicamente mediante lucha, humillación, trabajo y esfuerzo? 

Más de un corazón orgulloso pregunta: ¿Por qué necesito humillarme y arrepentirme antes de poder tener la seguridad de que Dios me acepta y alcanzar la recompensa inmortal? ¿Por qué no es más fácil, placentera y atrayente la senda del cielo? Remitimos a todos los que dudan y murmuran al que fue nuestro gran Ejemplo mientras sufría bajo las cargas de la culpabilidad humana y soportaba las más agudas torturas del hambre. En él no había pecado. Aun más; era el Príncipe del Cielo; pero se hizo pecado por toda la especie humana. “Herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” Isaías 53:5.

Cristo lo sacrificó todo por el hombre, a fin de permitirle ganar el cielo. Ahora le incumbe al hombre caído demostrar que a su vez está dispuesto a sacrificarse por amor de Cristo, a fin de obtener la gloria inmortal. Los que tienen un sentido justo de la magnitud de la salvación y de su costo, no murmurarán nunca porque deben sembrar con lágrimas y porque los conflictos y la abnegación sean la suerte del cristiano en esta vida. Las condiciones de la salvación del hombre han sido ordenadas por Dios. La humillación y el llevar la cruz son provistos para que el pecador arrepentido halle consuelo y paz. El pensamiento de que Cristo se sometió a una humillación y a un sacrificio que el hombre nunca será llamado a soportar, debiera acallar toda voz murmuradora. El hombre obtiene el gozo más dulce por su sincero arrepentimiento ante Dios por la transgresión de su ley, y por la fe en Cristo como Redentor y Abogado del pecador. 

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Los hombres trabajan a gran costo para obtener los tesoros de esta vida. Sufren trabajos, penurias y privaciones para obtener alguna ventaja mundanal. ¿Por qué debiera estar menos dispuesto el pecador a sufrir y sacrificarse a fin de obtener un tesoro imperecedero, una vida que se compara con la de Dios, una corona inmarcesible de gloria inmortal? Debemos obtener a cualquier costo los infinitos tesoros del cielo, la herencia cuyo valor sobrepuja todo cálculo, y que constituye un eterno peso de gloria. No debemos murmurar contra la abnegación, porque el Señor de vida y gloria la practicó antes que nosotros. No debemos evitar los sufrimientos y las privaciones, pues la Majestad del cielo los aceptó en favor de los pecadores. El sacrificio de las comodidades y conveniencias no debe provocar en nosotros un pensamiento de protesta, porque el Redentor del cielo aceptó todo aquello en nuestro favor. Aun sumando en su mayor valor todas nuestras abnegaciones, privaciones y sacrificios, nos cuesta mucho menos, en todo respecto, de lo que le costó al Príncipe de la vida. Cualquier sacrificio que hagamos, parecerá insignificante cuando lo comparemos con el que hizo Cristo en favor nuestro. 

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La presunción

Hay quienes tienen un espíritu temerario, que ellos llaman valor y bravura. Se colocan innecesariamente en lugares donde hay peligro y riesgo, exponiéndose así a ciertas tentaciones que requerirán, para salir de ellas sin perjuicio ni mancha, un milagro de Dios. La tentación que Satanás sugirió al Salvador del mundo de que se arrojara de las almenas del templo, fue resistida firmemente. Satanás citó una promesa de Dios como seguridad de que, basándose en ella, Cristo podía obedecerle sin peligro. Cristo hizo frente a esa tentación con el texto que dice: “Escrito está también: No tentarás al Señor tu Dios”. Mateo 4:7. La única conducta segura para los cristianos consiste en repeler al enemigo con la Palabra de Dios. Satanás insta a los hombres a colocarse en lugares donde Dios no les pide que vayan, y presenta pasajes de la Escritura para justificar sus sugestiones. 

Las preciosas promesas de Dios no son dadas para fortalecer al hombre en su conducta presuntuosa, ni para que confíe en ellas cuando se precipita innecesariamente al peligro. El Señor nos pide que obremos dependiendo humildemente de su providencia. “Ni del hombre que camina es el ordenar sus pasos”. Jeremías 10:23. Nuestra prosperidad y nuestra vida están en Dios. Nada podemos hacer prósperamente sin el permiso y la bendición de Dios. Él puede poner su mano para dar prosperidad y bendecir o puede volverla contra nosotros. “Encomienda a Jehová tu camino, y confía en él; y él hará”. Salmos 37:5. Como hijos de Dios, se nos pide que conservemos un carácter cristiano consecuente. Debemos ejercer prudencia, precaución y humildad y andar con circunspección para con aquellos que nos rodean. Sin embargo, no hemos de renunciar en ningún caso a nuestros principios. 

Nuestra única seguridad consiste en no dar cabida al diablo; porque sus sugestiones y propósitos tienden siempre a perjudicarnos e impedir que confiemos en Dios. Él se transforma en ángel de pureza para poder introducir sus planes mediante sus especiosas tentaciones de manera que no discernamos sus astucias. Cuanto más cedamos, más poder ejercerán sus engaños sobre nosotros. No hay seguridad al entrar en controversia o deliberaciones con él. Por cada ventaja que concedamos al enemigo, pedirá más. Nuestra única seguridad consiste en rechazar firmemente el primer paso hacia la presunción. Dios nos ha dado, por los méritos de Cristo, suficiente gracia para resistir a Satanás y ser más que vencedores. La resistencia es éxito. “Resistid al diablo, y huirá de vosotros”. Santiago 4:7. La resistencia debe ser firme y constante. Perderemos todo lo ganado si resistimos hoy para ceder mañana. 

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El pecado de esta era consiste en despreciar los mandamientos expresos de Dios. El poder de la mala influencia es muy grande. Eva tenía todo lo que necesitaba. No le faltaba nada para ser feliz; pero su apetito intemperante deseó el fruto del único árbol que Dios le había prohibido. No necesitaba del fruto del árbol del conocimiento, pero permitió que su apetito y curiosidad dominaran su razón. Estaba perfectamente feliz en su hogar en el Edén, al lado de su esposo, mas, como las inquietas Evas modernas, se hizo la ilusión de que había una esfera superior a la que Dios le había asignado. Pero cuando quiso alcanzar una posición más elevada que la original, cayó mucho más abajo. Éste será, por cierto, el resultado que las Evas de la generación presente obtendrán si descuidan la alegre atención de sus deberes diarios de acuerdo con el plan de Dios. 

Hay para las mujeres un trabajo que es aún más importante y elevador que los deberes del rey en su trono. Pueden amoldar la mente de sus hijos y formar su carácter de manera que sean útiles en este mundo y puedan llegar a ser hijos e hijas de Dios. Deben considerar su tiempo demasiado valioso para pasarlo en la sala de bailes o en trabajos inútiles. Hay bastante trabajo necesario e importante que hacer en este mundo necesitado y doliente, sin malgastar momentos preciosos en los adornos o la ostentación. Las hijas del Rey celestial, miembros de la familia real, sentirán el peso de la responsabilidad que significa alcanzar una vida superior, para llegar a estar en íntima comunión con el cielo y trabajar al unísono con el Redentor del mundo. Las que se dedican a este trabajo no estarán satisfechas con las modas e insensateces que absorben la mente y los afectos de las mujeres de estos postreros días. Si son verdaderamente hijas de Dios, participarán de la naturaleza divina. Al ver las influencias corruptoras de la sociedad, se sentirán movidas de la más profunda compasión, como su divino Redentor. Simpatizarán con Cristo, y en su esfera, según su capacidad y oportunidades, trabajarán para salvar a las almas que perecen, como Cristo trabajó en su exaltada esfera en beneficio del hombre. 

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Si la mujer es negligente en seguir el plan que Dios tenía al crearla, y se esfuerza por alcanzar puestos importantes para los cuales él no la capacitó, dejará vacante el lugar que podría ocupar aceptablemente. Al salir de su esfera, pierde la verdadera dignidad y nobleza femeninas. Cuando Dios creó a Eva, quiso que no fuera ni inferior ni superior al hombre, sino que en todo fuese su igual. La santa pareja no debía tener intereses independientes; sin embargo, cada uno poseía individualidad para pensar y obrar. Pero después del pecado de Eva, como ella fue la primera en desobedecer, el Señor le dijo que Adán dominaría sobre ella. Debía estar sujeta a su esposo, y esto era parte de la maldición. En muchos casos, esta maldición ha hecho muy penosa la suerte de la mujer, y ha transformado su vida en una carga. Ejerciendo un poder arbitrario, el hombre ha abusado en muchos respectos de la superioridad que Dios le dio. La sabiduría infinita ideó el plan de la redención que sometió a la especie humana a una segunda prueba, dándole una nueva oportunidad.

Satanás emplea a los hombres como agentes suyos para inducir a la presunción a los que aman a Dios. Ello es especialmente cierto en el caso de los que son seducidos por el espiritismo. Los espiritistas en general no aceptan a Cristo como Hijo de Dios, y por su incredulidad conducen a muchas almas a pecados de presunción. Hasta aseveran ser superiores a Cristo, como lo aseveró Satanás al contender con el Príncipe de la vida. Hay espiritistas de conciencia cauterizada, cuyas almas están impregnadas de pecados repugnantes, que se atreven a tomar el nombre del inmaculado Hijo de Dios en sus labios contaminados, y con blasfemia unen su nombre excelso con la vileza que señala su propia naturaleza mancillada. 

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Los hombres que presentan estas condenables herejías desafían a los que enseñan la Palabra de Dios a que entren en controversia con ellos, y algunos de los que enseñan la verdad no han tenido el valor de rechazar un desafío de esta clase por parte de personas cuyo carácter está señalado en la Palabra de Dios. Algunos de nuestros ministros no han tenido el valor moral de decir a estos hombres: Dios nos ha amonestado en su Palabra respecto de vosotros. Nos ha dado una fiel descripción de vuestro carácter y de las herejías que sostenéis. Algunos de nuestros ministros, antes que dar a esta clase de hombres ocasión de triunfar o de acusarlos de cobardía, les han hecho frente en discusión abierta. Pero al discutir con los espiritistas, no hacen frente al hombre solamente, sino a Satanás y sus ángeles. Se ponen en comunicación con las potestades de las tinieblas, y alientan a los malos ángeles que están en su derredor. 

Los espiritistas desean dar publicidad a sus herejías, y los ministros que defienden la verdad bíblica les ayudan en ello cuando consienten en entrar en discusión con ellos. Aprovechan esas oportunidades para presentar sus herejías al pueblo, y en toda discusión que se sostenga con ellos algunos serán engañados. La mejor conducta que podamos seguir consiste en evitarlos. 

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El poder del apetito

Una de las tentaciones más intensas que el hombre tenga que arrostrar es el apetito. Entre la mente y el cuerpo hay una relación misteriosa y maravillosa. La primera reacciona sobre el último, y viceversa. Mantener el cuerpo en condición de buena salud para que desarrolle su fuerza, para que cada parte de la maquinaria viviente pueda obrar armoniosamente, debe ser el primer estudio de nuestra vida. Descuidar el cuerpo es descuidar la mente. No puede glorificar a Dios el hecho de que sus hijos tengan cuerpos enfermizos y mentes atrofiadas. Complacer el gusto a expensas de la salud es un perverso abuso de los sentidos. Los que participan de cualquier clase de intemperancia, sea en comer o beber, malgastan sus energías físicas y debilitan su poder moral. Experimentarán las consecuencias de la transgresión de la ley física. 

El Redentor del mundo sabía que la complacencia del apetito produciría debilidad física y embotaría de tal manera los órganos de la percepción, que no discernirían las cosas sagradas y eternas. Cristo sabía que el mundo estaba entregado a la glotonería y que esta sensualidad pervertiría las facultades morales. Si la costumbre de complacer el apetito dominaba de tal manera a la especie que, a fin de romper su poder, el divino Hijo de Dios tuvo que ayunar casi seis semanas en favor del hombre, ¡qué obra confronta al cristiano para poder vencer como Cristo venció! El poder de la tentación a complacer el apetito pervertido puede medirse únicamente por la angustia indecible de Cristo en aquel largo ayuno en el desierto. 

Cristo sabía que a fin de llevar a cabo con éxito el plan de salvación, debía comenzar la obra de redimir al hombre donde había comenzado la ruina. Adán cayó por satisfacer el apetito. A fin de enseñar al hombre su obligación de obedecer a la ley de Dios, Cristo empezó su obra de redención reformando los hábitos físicos del hombre. La decadencia de la virtud y la degeneración de la especie se deben principalmente a la complacencia del apetito pervertido.

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A todos, especialmente a los predicadores que enseñan la verdad, incumbe la solemne responsabilidad de vencer en lo tocante al apetito. Su utilidad sería mucho mayor si dominaran sus apetitos y pasiones; y sus facultades mentales y morales serían más vigorosas si ellos combinaran el trabajo físico con las actividades mentales. Combinando los hábitos de estricta temperancia con el trabajo mental y físico, lograrían hacer mucho más trabajo, y conservarían la claridad de la mente. Si siguieran esta conducta, sus pensamientos y palabras fluirían más libremente, sus ejercicios religiosos serían más enérgicos y las impresiones hechas en sus oyentes serían más notables. 

La intemperancia en el comer, aunque se trate de alimentos de la debida calidad, tendrá una influencia agotadora sobre el organismo y embotará las emociones más sensibles y santas. La temperancia estricta en el comer y beber es altamente esencial para la sana conservación y el ejercicio vigoroso de todas las funciones del cuerpo. Los hábitos estrictamente temperantes, combinados con el ejercicio de los músculos tanto como de la mente, conservarán el vigor mental y físico y darán fuerza y resistencia a los que se dedican al ministerio, a los redactores y a todos los demás cuyos hábitos sean sedentarios. Como pueblo, a pesar de que profesamos practicar la reforma pro salud, comemos demasiado. La complacencia del apetito es la causa más importante de la debilidad física y mental y es el cimiento de la flaqueza que se nota por doquiera. 

La intemperancia comienza en nuestras mesas, por el consumo de alimentos malsanos. Después de un tiempo, por la complacencia continua del apetito, los órganos digestivos se debilitan y el alimento ingerido no satisface. Se establecen condiciones malsanas y se anhela ingerir alimentos más estimulantes. El té, el café y la carne producen un efecto inmediato. Bajo la influencia de estos venenos, el sistema nervioso se excita y, en algunos casos, el intelecto parece vigorizado momentáneamente y la imaginación resulta más vívida. Por el hecho de que estos estimulantes producen resultados pasajeros tan agradables, muchos piensan que los necesitan realmente y continúan consumiéndolos. Pero siempre hay una reacción. El sistema nervioso, habiendo sido estimulado indebidamente, obtuvo fuerzas de las reservas para su empleo inmediato. Todo este fortalecimiento pasajero del organismo va seguido de una depresión. En la misma proporción en que estos estimulantes vigorizan temporalmente el organismo, se producirá una pérdida de fuerzas de los órganos excitados después que el estímulo pasa. El apetito se acostumbra a desear algo más fuerte, lo cual tenderá a aumentar la sensación agradable, hasta que satisfacerlo llega a ser un hábito y de continuo se desean estimulantes más fuertes, como el tabaco, los vinos y licores. Cuanto más se complazca el apetito, tanto más frecuentes serán sus demandas, y más difícil dominarlo. Cuanto más se debilite el organismo y menos pueda pasarlo sin estimulantes antinaturales, tanto más aumentará la pasión por esas cosas, hasta que la voluntad quede avasallada y no tenga ya fuerza para negarse a satisfacer el deseo malsano. 

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La única conducta segura consiste en no tocar ni probar té, café, vino, tabaco, opio ni bebidas alcohólicas. La necesidad que tienen los hombres de esta generación de invocar en su ayuda el poder de la voluntad fortalecida por la gracia de Dios, a fin de no caer ante las tentaciones de Satanás, y resistir hasta la menor complacencia del apetito pervertido, es dos veces mayor hoy que hace algunas generaciones. Pero la actual tiene menos dominio propio que las anteriores. Los que han complacido su apetencia por estos estimulantes han transmitido sus apetitos depravados y pasiones a sus hijos, y se requiere mayor poder moral para resistir la intemperancia en todas sus formas. La única conducta perfectamente segura consiste en colocarse firmemente de parte de la temperancia y no aventurarse en la senda del peligro. 

El principal motivo que tuvo Cristo para soportar aquel largo ayuno en el desierto, fue enseñarnos la necesidad de la abnegación y la temperancia. Esta obra debe comenzar en nuestra mesa, y debe llevarse estrictamente a cabo en todas las circunstancias de la vida. El Redentor del mundo vino del cielo para ayudar al hombre en su debilidad, para que, con el poder que Jesús vino a traerle, lograra fortalecerse para vencer el apetito y la pasión y pudiese ser vencedor en todo. 

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