Testimonios para la Iglesia, Vol. 4, p. 13-22, día 199

Número 26—Testimonio para la iglesia

Biografías bíblicas

Las vidas relatadas en la Biblia son biografías auténticas de personas que vivieron en realidad. Desde Adán hasta el tiempo de los apóstoles, a través de sucesivas generaciones, se nos presenta un relato claro y escueto de lo que sucedió en realidad y de lo que experimentaron personajes reales. A muchos les extraña que la historia inspirada narre los hechos que mancillan el carácter moral de hombres buenos. Los incrédulos destacan estos pecados con gran satisfacción y ridiculizan a quienes los perpetraron. Los escritores inspirados no escribieron mentiras destinadas a impedir que el relato de las flaquezas y faltas humanas ensombreciera las páginas de la historia sagrada. Los escribas de Dios anotaron lo que les dictaba el Espíritu Santo, pues ellos no controlaban la obra. Escribieron la verdad literal y los hechos crudos por razones que no puede comprender plenamente nuestra mente finita. 

El hecho de que no se pasa por alto la verdad, ni se suprimen los pecados de los personajes principales, es una de las mejores evidencias de la autenticidad de las Escrituras. Muchos insistirán en que es asunto fácil relatar lo que ocurrió en una vida común. Pero es un hecho probado que humanamente es imposible referir una historia imparcial de un contemporáneo; y es casi tan difícil narrar, sin desviarse de la exacta verdad, la historia de cualquier persona o pueblo con cuya carrera nos hayamos familiarizado. La mente humana está tan sujeta al prejuicio, que le resulta casi imposible tratar el tema imparcialmente. O hace resaltar crudamente los defectos de la persona considerada, o hace brillar exageradamente sus virtudes, según el prejuicio o el favoritismo del escritor. Por imparcial que quiera ser el historiador, es muy difícil que lo sea de veras, y todos los críticos convienen en ello.

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Pero la unción divina, que se eleva por encima de las debilidades de la humanidad, cuenta la verdad sencilla y desnuda. Cuántas biografías se han escrito acerca de cristianos impecables, que por su vida hogareña y relaciones con la iglesia resplandecían como ejemplos de piedad inmaculada. Ninguna tacha destruía la belleza de su santidad, no se registraba defecto alguno que nos recordara que fueron arcilla común, sujetos a las tentaciones ordinarias de la humanidad. Sin embargo, si su historia hubiese sido escrita por una pluma inspirada, ¡cuán diferente habría parecido! Se habrían revelado las debilidades humanas, las luchas con el egoísmo, el fanatismo y el orgullo, tal vez los pecados ocultos, y la guerra continua entre el espíritu y la carne.

Ni aun los diarios privados revelan en sus páginas los actos pecaminosos de sus autores. A veces se registran los conflictos con el mal, pero generalmente esto se hace sólo cuando el bien ganó la victoria. Pero pueden contener un relato fiel de los actos dignos de alabanza y los esfuerzos nobles, y esto sucede cuando quien escribe se propone llevar sinceramente un diario fiel de su vida. Es casi humanamente imposible ofrecer nuestros defectos a la inspección posible de nuestros amigos.

Si nuestra buena Biblia hubiese sido escrita por personas no inspiradas, habría presentado un aspecto muy diferente, y su estudio sería desalentador para los mortales que yerran, que contienden con flaquezas naturales y las tentaciones de un enemigo astuto. Pero tal cual es, tenemos un relato correcto de la experiencia religiosa que tuvieron los personajes notables de la historia bíblica. Los hombres a quienes Dios había favorecido, y a quienes había confiado grandes responsabilidades, fueron a veces vencidos por la tentación y cometieron pecados, así como nosotros actualmente luchamos, vacilamos y con frecuencia caemos en el error. Pero es alentador para nuestro corazón abatido saber que por la gracia de Dios ellos pudieron obtener nuevo vigor para levantarse por encima de su naturaleza mala; y al recordar esto, estamos listos para reanudar la lucha nosotros mismos. 

Las murmuraciones del antiguo Israel y su descontento rebelde, como también los grandes milagros realizados en su favor, y el castigo de su idolatría e ingratitud, fueron registrados para nuestro beneficio. El ejemplo del antiguo Israel es dado como advertencia para el pueblo de Dios, a fin de que evite la incredulidad y escape a su ira. Si las iniquidades de los hebreos hubiesen sido omitidas del relato sagrado, y se hubiesen relatado solamente sus virtudes, su historia no nos habría enseñado la lección que nos enseña. 

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Los incrédulos y los que aman el pecado disculpan sus delitos citando la perversidad de hombres a quienes antiguamente Dios dio autoridad. Arguyen que si esos santos cedieron a la tentación y cometieron pecados, no es de admirar que ellos también hagan el mal; e insinúan que no son tan malos al fin y al cabo, puesto que tienen delante de sí tan ilustres ejemplos de iniquidad. 

Los principios de la justicia exigían una narración fiel de los hechos para beneficio de todos los que hubiesen de leer el relato sagrado. En esto percibimos evidencias de la sabiduría divina. Se nos pide que obedezcamos la ley de Dios, y no sólo nos instruye en cuanto a la penalidad de la desobediencia, sino que narra para nuestro beneficio y amonestación la historia de Adán y Eva en el paraíso, y los tristes resultados de su desobediencia a los mandamientos de Dios. El relato es completo y explícito. 

La ley que fue dada al hombre en el Edén está registrada juntamente con la penalidad que la acompañaría en caso de que fuese desobedecida. Luego sigue la historia de la tentación y la caída, y el castigo impuesto a nuestros padres cuando cayeron. Su ejemplo nos es dado como advertencia en lo que respecta a la desobediencia, a fin de que sepamos con seguridad que la paga del pecado es la muerte, que la justicia retributiva de Dios no se elude, y que él exige de los seres que ha creado una estricta obediencia a sus mandamientos. Cuando la ley fue proclamada en el Sinaí, cuán definida fue la penalidad incluida, cuán seguro fue el castigo que había de seguir a la transgresión de aquella ley, y cuán claros fueron los casos registrados como evidencia de este hecho!

La pluma inspirada, fiel a su tarea, nos habla de los pecados que vencieron a Noé, Lot, Moisés, Abraham, David y Salomón, y hasta nos cuenta que aun el enérgico espíritu de Elías se abatió bajo la tentación durante su terrible prueba. Están fielmente registradas la desobediencia de Jonás y la idolatría de Israel. La negación de Pedro, la aguda contienda que hubo entre Pablo y Bernabé, las flaquezas de los profetas y los apóstoles, todo queda revelado por el Espíritu Santo, que descorre el velo del corazón humano. Ante nosotros se expone la vida de los creyentes, con todos sus defectos e insensateces, que están destinados a ser una lección para todas las generaciones que los habían de seguir. Si hubiesen sido perfectos, habrían sido sobrehumanos, y nuestra naturaleza pecaminosa nos haría desesperar de llegar jamás a tal punto de excelencia. Pero al ver cómo lucharon y cayeron, cómo cobraron nuevamente ánimo y vencieron por la gracia de Dios, cobramos aliento para avanzar contra los obstáculos que la naturaleza degenerada coloca en nuestro camino. 

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Dios ha sido siempre fiel en castigar el crimen. Envió a sus profetas para amonestar a los culpables, denunciar sus pecados y pronunciar juicio contra ellos. Los que se preguntan por qué la Palabra de Dios destaca los pecados de sus hijos en forma tan clara que los burladores pueden ridiculizarlos y los santos deplorarlos, deben considerar que todo fue escrito para su instrucción, a fin de que evitaran los males registrados e imitaran solamente la justicia de los que sirvieron al Señor. Necesitamos precisamente las lecciones que la Biblia nos da, porque juntamente con la revelación del pecado, está registrada la retribución que sigue. El pesar y la penitencia del culpable, el llanto del alma enferma de pecado, llegan del pasado hasta nosotros, diciéndonos que el hombre necesitaba entonces como ahora la gracia perdonadora de Dios. Las Escrituras nos enseñan que aunque él castiga el delito, se compadece del pecador arrepentido y lo perdona.

En su providencia, el Señor ha considerado apropiado enseñar y amonestar a su pueblo de diversas maneras. Por su orden directa, por los escritos sagrados y por el espíritu de profecía, le ha hecho conocer su voluntad. Mi obra ha consistido en hablar claramente de los defectos y errores del pueblo de Dios. El hecho de que los pecados de ciertas personas hayan sido sacados a luz, no evidencia que las tales sean a la vista de Dios peores que muchos cuyas faltas no han sido mencionadas. Pero se me ha mostrado que no me toca a mí elegir mi obra, sino obedecer humildemente la voluntad de Dios. Los errores y las malas acciones que hay en la vida de los que profesan ser cristianos, han sido registrados para instrucción de aquellos que están expuestos a caer en las mismas tentaciones. La experiencia de uno sirve como faro que aparte a los demás de las rocas peligrosas. 

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Así se nos han revelado las trampas y los designios de Satanás, la importancia que tiene el perfeccionar un carácter cristiano, y los medios por los cuales se puede obtener este resultado. Dios indica así lo que es necesario para obtener su bendición. Muchos propenden a manifestar sentimientos de rebeldía cuando se reprenden sus pecados particulares. El espíritu de esta generación dice: “Decidnos cosas halagüeñas”. Isaías 30:10. Pero el espíritu de profecía dice solamente la verdad. Abunda la iniquidad y se enfría el amor de muchos de los que profesan seguir a Cristo. No ven la maldad de su propio corazón, y no sienten su debilidad e incapacidad. En su misericordia, Dios descorre el velo y les muestra que hay detrás del escenario un ojo que discierne la culpa y los motivos de sus acciones. 

Se suele blanquear los pecados de las iglesias populares. Muchos de sus miembros participan de los vicios más groseros, y están sumidos en la iniquidad. Babilonia ha caído y ha llegado a ser jaula de toda ave inmunda y aborrecible. Los pecados más indignos de la época hallan refugio bajo el manto del cristianismo. Muchos proclaman que la ley de Dios ha sido abolida, y viven ciertamente en armonía con su fe. Si no hay ley, no hay transgresión, y por lo tanto, no hay pecado; pues el pecado es la transgresión de la ley. El ánimo carnal es enemistad contra Dios, y se rebela contra su voluntad. Deséchese el yugo de la obediencia, y aquel ánimo cae inconscientemente en la iniquidad del delito. La iniquidad abunda entre los que hablan elocuentemente de la libertad religiosa pura y perfecta. Su conducta es aborrecible para el Señor, y son colaboradores del adversario de las almas. Desvían sus ojos de la luz revelada, y las bellezas de la santidad son tan sólo sombras para ellos. Es asombroso ver sobre qué débiles fundamentos muchísimos edifican sus esperanzas del cielo. Se burlan de la ley del Ser infinito, como si quisieran desafiarle y anular su Palabra. Ni siquiera Satanás con su conocimiento de la ley divina se atrevería a hacer los discursos que hacen desde el púlpito algunos de los ministros aborrecedores de la ley; sin embargo, él se regocija en las blasfemias de ellos.

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Se me ha mostrado lo que es el hombre sin conocimiento de la voluntad de Dios. Los crímenes y la iniquidad llenan su vida. Pero cuando el Espíritu de Dios le revela el significado pleno de la ley, ¡qué cambio se produce en su corazón! Como Belsasar, lee inteligentemente la escritura del Todopoderoso, y la convicción se apodera de su alma. Los truenos de la Palabra de Dios le sacan de su letargo, y pide misericordia en el nombre de Jesús. Y Dios escucha siempre con oído voluntario esa humilde plegaria. Nunca aparta al penitente sin consolarlo.

El Señor consideró propio darme una visión de las necesidades y los errores de su pueblo. Por mucho que me doliera, presenté fielmente a los ofensores sus defectos y la manera de remediarlos, según los dictados del Espíritu de Dios. En muchos casos esto excitó la lengua calumniadora, y amargó contra mí a aquellos por quienes trabajaba y sufría. Pero no por esto me he desviado de mi conducta. Dios me ha dado mi obra y, sostenida por su fuerza, he cumplido los penosos deberes que me había encomendado. Así ha pronunciado el Espíritu de Dios advertencias y juicios, sin privarnos, no obstante, de la dulce promesa de misericordia.

Si los hijos de Dios quisieran reconocer cómo los trata él y aceptasen sus enseñanzas, sus pies hallarían una senda recta, y una luz los conduciría a través de la oscuridad y el desaliento. David aprendió sabiduría de la manera en que Dios le trató, y se postró en humildad bajo el castigo del Altísimo. La descripción fiel de su verdadero estado que hizo el profeta Natán, le dio a conocer a David sus propios pecados y le ayudó a desecharlos. Aceptó mansamente el consejo y se humilló delante de Dios. “La ley de Jehová”, exclama él, “es perfecta, que vuelve el alma”. Salmos 19:7. 

Los pecadores que se arrepienten no tienen motivo para desesperar porque se les recuerden sus transgresiones y se les amoneste acerca de su peligro. Los mismos esfuerzos hechos en su favor demuestran cuánto los ama Dios y desea salvarlos. Ellos sólo deben pedir su consejo y hacer su voluntad para heredar la vida eterna. Dios presenta a su pueblo que yerra los pecados que comete, a fin de que pueda ver su enormidad según la luz de la verdad divina. Su deber es entonces renunciar a ellos para siempre. 

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Dios es hoy tan poderoso para salvar del pecado como en los tiempos de los patriarcas, de David y de los profetas y apóstoles. La multitud de casos registrados en la historia sagrada, en los cuales Dios libró a su pueblo de sus iniquidades, debe hacer sentir al cristiano de esta época el anhelo de recibir instrucción divina y celo para perfeccionar un carácter que soportará la detenida inspección del juicio.

La historia bíblica sostiene al corazón que desmaya con la esperanza de la misericordia divina. No necesitamos desesperarnos cuando vemos que otros lucharon con desalientos semejantes a los nuestros, cayeron en tentaciones como nosotros, y sin embargo recobraron sus fuerzas y recibieron bendición de Dios. Las palabras de la inspiración consuelan y alientan al alma que yerra. Aunque los patriarcas y los apóstoles estuvieron sujetos a las flaquezas humanas, por la fe obtuvieron buen renombre, pelearon sus batallas con la fuerza del Señor y vencieron gloriosamente. Así también podemos nosotros confiar en la virtud del sacrificio expiatorio y ser vencedores en el nombre de Jesús. La humanidad fue humanidad en todas partes del mundo, desde el tiempo de Adán hasta la generación actual; y a través de todas las edades el amor de Dios no tiene comparación.

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La unidad de la iglesia

Amados hermanos: Así como los diferentes miembros del organismo humano se unen para formar el cuerpo entero y cada uno cumple su parte obedeciendo a la inteligencia que gobierna el todo, de la misma manera los miembros de la iglesia de Cristo deben estar unidos en un cuerpo simétrico, sujeto a la inteligencia santificada del conjunto. 

El progreso de la iglesia se retarda por la conducta errónea de sus miembros. El unirse con la iglesia, aunque es un acto importante y necesario, no lo hace a uno cristiano ni le asegura la salvación. No podemos asegurarnos el derecho al cielo por hacer registrar nuestro nombre en el libro de la iglesia mientras nuestro corazón quede enajenado de Cristo. Debemos ser sus fieles representantes en la tierra y trabajar al unísono con él. “Amados, ahora somos hijos de Dios”. 1 Juan 3:2. Debemos tener presente esta santa relación y no hacer nada que deshonre la causa de nuestro Padre.

Lo que profesamos es muy exaltado. Como adventistas observadores del sábado, profesamos obedecer todos los mandamientos de Dios y esperar la venida de nuestro Redentor. Un solemnísimo mensaje de amonestación ha sido confiado a los pocos fieles de Dios. Debemos demostrar por nuestras palabras y obras que reconocemos la gran responsabilidad que se nos ha impuesto. Nuestra luz debe resplandecer tan claramente que los demás puedan ver que glorificamos al Padre en nuestra vida diaria, que estamos en relación con el cielo y somos coherederos con Cristo Jesús, para que cuando él aparezca con poder y grande gloria seamos como él.

Todos debemos sentir nuestra responsabilidad individual como miembros de la iglesia visible y trabajadores en la viña del Señor. No debemos esperar que nuestros hermanos, que son tan frágiles como nosotros, nos ayuden; porque nuestro precioso Salvador nos ha invitado a unirnos a él y a unir nuestra debilidad con su fortaleza, nuestra ignorancia con su sabiduría, nuestra indignidad con su mérito. Ninguno de nosotros puede tener una posición neutral; nuestra influencia se ejercerá en pro o en contra de Jesús. Somos agentes activos de Cristo, o del enemigo. O recogemos con Jesús, o dispersamos. La verdadera conversión es un cambio radical. La misma tendencia de la mente y la inclinación del corazón serán desviadas, y la vida llegará a ser nueva en Cristo. 

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Dios está conduciendo a un pueblo para que se coloque en perfecta unidad sobre la plataforma de la verdad eterna. Cristo se dio a sí mismo al mundo para que pudiese “limpiar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras”. Tito 2:14. Este proceso de refinamiento está destinado a purificar a la iglesia de toda injusticia y del espíritu de discordia y contención, para que sus miembros edifiquen en vez de derribar y concentren sus energías en la gran obra que está delante de ellos. Dios quiere que sus hijos lleguen todos a la unidad de la fe. La oración de Cristo, precisamente antes de su crucifixión, pedía que sus discípulos fuesen uno, como él era uno con el Padre, para que el mundo creyese que el Padre le había enviado. Ésta, la más conmovedora y admirable oración, extendida a través de los siglos hasta nuestros días, sus palabras son: “Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos”. Juan 17:20.

¡Cuán fervorosamente deben tratar de contestar esta oración en su vida los que profesan seguir a Cristo! Muchos no se dan cuenta del carácter sagrado de la relación con la iglesia, y les cuesta someterse a la restricción y disciplina. Su conducta demuestra que exaltan su propio juicio por encima del de la iglesia unida y no evitan cuidadosamente el estimular un espíritu de oposición a su voz. Los que ocupan puestos de responsabilidad en la iglesia pueden tener faltas como los demás y pueden errar en sus decisiones; pero, a pesar de eso, la iglesia de Cristo en la tierra les ha dado una autoridad que no puede ser considerada con liviandad. Después de su resurrección, Cristo delegó el poder en su iglesia diciendo: “A los que remitiereis los pecados les son remitidos: a quienes los retuviereis, serán retenidos”. Juan 20:23. 

La relación con la iglesia no se ha de tomar a la ligera; sin embargo, cuando algunos que profesan seguir a Cristo se ven contrariados, o cuando su voz no ejerce la influencia dominante que les parece merecer, amenazan con abandonar la iglesia. En verdad, al abandonar la iglesia ellos serán los que más sufrirán, porque al retirarse de su esfera de influencia se someten plenamente a las tentaciones del mundo. 

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Todo creyente debe ser sincero en su unión con la iglesia. La prosperidad de ella debe ser su primer interés, y a menos que sienta la obligación sagrada de lograr que su relación con la iglesia sea un beneficio para ella en lugar de su preferencia a sí mismo, la iglesia lo pasará mucho mejor sin él. Está al alcance de todos hacer algo para la causa de Dios. Hay quienes gastan grandes sumas en lujos innecesarios. Complacen sus apetitos, pero creen que es una carga pesada contribuir con recursos para sostener la iglesia. Están dispuestos a recibir todo el beneficio de sus privilegios, pero prefieren dejar a otros pagar las cuentas.

Los que realmente sienten un profundo interés por el adelanto de la causa, no vacilarán en invertir dinero en la empresa, cuando y dondequiera que sea necesario. También deben considerar como deber solemne ejemplificar en su carácter las enseñanzas de Cristo, estando en paz uno con otro y actuando en perfecta armonía, como un todo indiviso. Deben someter su criterio individual al juicio del cuerpo de la iglesia. Muchos viven solamente para sí. Consideran su vida con gran complacencia, lisonjeándose de que son sin culpa, cuando de hecho no hacen nada para Dios y viven en directa oposición a su Palabra expresa. La observancia de las formas externas no habrá de satisfacer nunca la gran necesidad del alma humana. El profesar creer en Cristo no lo capacitará a uno lo suficiente para resistir la prueba del día del juicio. Debe haber una perfecta confianza en Dios, una confiada dependencia de sus promesas y una completa consagración a su voluntad.

Dios probó siempre a su pueblo en el horno de la aflicción a fin de hacerlo firme y fiel, y limpiarlo de toda iniquidad. Después que Abraham y su hijo hubieron soportado la prueba más severa que se les podía imponer, Dios habló así a Abraham por medio de su ángel: “Ya conozco que temes a Dios, pues no me rehusaste tu hijo, tu único”. Génesis 22:12. Este gran acto de fe hace resplandecer el carácter de Abraham con notable esplendor. Ilustra vívidamente su perfecta confianza en el Señor, a quien no le negó nada, ni aun el hijo que obtuviera por la promesa.

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