Testimonios para la Iglesia, Vol. 4, p. 216-226, día 220

Nunca habría sido consciente de sus defectos de no ser porque fue puesto allí donde las circunstancias los desarrollaron. No se dio cuenta de cómo debía ser hasta que llegó a _____. No entró libre y animosamente en la obra y no la convirtió en su principal interés. Ha acariciado una independencia que no habría podido mantener si se hubiera dado verdadera cuenta de su condición, la de un aprendiz a quien le falta conocer la mejor manera de trabajar por la prosperidad de la causa de Dios. Usted es un estudiante que necesita conocer aquello con lo que no está familiarizado. Sus progresos podrían haber sido mucho mayores si usted se hubiese esforzado honestamente para servir a Dios como un obrero eficiente.

Ha sido demasiado reservado. No ha establecido ninguna relación de amistad con los hombres que estaban a cargo de los distintos departamentos de la obra; no los consultó con la misma familiaridad con que debía, por lo que su acción no era comprensible. De haber sido así, habría sido una ayuda mucho más eficiente. Se ha movido demasiado de acuerdo con su propio juicio y ha llevado adelante sus propias ideas y planes. Ha faltado la conexión armoniosa entre los obreros. Los que lo habrían podido ayudar eran reticentes a transmitirle sus conocimientos debido a su falta de cordialidad y, también, porque usted se mueve siguiendo sus impulsos y se sentían atemorizados.

El Salvador del mundo recibía la adoración de los ángeles, era el Príncipe de las cortes reales del cielo. Sin embargo, dejó a un lado su gloria y cubrió su divinidad con humanidad. Se convirtió en el manso y humilde Jesús. Dejó las riquezas y la gloria que disfrutaba en el cielo y se hizo pobre para que nosotros, mediante su pobreza, pudiésemos ser hechos ricos. Durante tres años anduvo de un lugar a otro, como un vagabundo sin hogar. Los hombres soberbios refunfuñan y murmuran si se les pide que abandonen sus pequeños tesoros terrenales por Cristo o para participar en la tarea de salvar las almas por las cuales él dio su precisa vida. ¡Cuánta ingratitud! Nadie es capaz de apreciar las bendiciones de redención a menos que sienta que puede hacer todos y cada uno de los sacrificios que se le piden por amor a Cristo. Cada sacrificio hecho por Cristo enriquece al dador, y cada sufrimiento y privación que se soporta por él aumenta el gozo que el vencedor tendrá finalmente en el cielo.

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Apenas si sabe qué es en realidad el sacrificio y la genuina negación del yo. Su experiencia en las privaciones y los esfuerzos es muy corta. La carga que hasta ahora ha tenido que soportar es ligera; otros, en cambio, han cargado con grandes responsabilidades. El joven que preguntó a Jesús qué debía hacer para obtener la vida eterna escuchó la respuesta: “Guarda los mandamientos”. Mateo 19:17. Confiado y orgulloso, replicó: “Todo esto lo he guardado desde mi juventud. ¿Qué más me falta?” Mateo 19:20. Jesús lo miró con compasión: lo amaba y sabía que las palabras que estaba a punto de decir alejarían al joven para siempre. Con todo, Jesús puso el dedo en la llaga de su alma. Le dijo: “Anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven y sígueme”. Mateo 19:21. El joven quería el cielo, pero no lo suficiente como para abandonar su tesoro terrenal. No quiso aceptar las condiciones que Dios le pedía para entrar en la vida. Se entristeció mucho, porque tenía muchas posesiones que, pensaba, eran demasiado valiosas para cambiarlas por recompensas eternas. Había preguntado qué debía hacer para ser salvo y había recibido una respuesta. Pero su corazón mundano no era capaz de sacrificar sus riquezas para convertirse en un discípulo de Cristo. Decidió abandonar el cielo y aferrarse a su tesoro terrenal. ¿Cuántos toman ahora la misma decisión que fijó el destino de ese joven?

Si cualquiera de nosotros tuviera la oportunidad de hacer algo por Cristo, con cuánta premura la aprovecharíamos y, con la mayor sinceridad, haríamos todo cuanto estuviese en nuestra mano para ser sus colaboradores. Las pruebas que ponen a prueba nuestra fe de manera tan severa y hacen que pensemos que Dios se ha olvidado de nosotros están diseñadas para acercarnos cada vez más a Cristos, para que podamos depositar todas nuestras cargas a sus pies y sintamos la paz que él nos da a cambio. Usted precisa una nueva conversión, debe ser santificado con la verdad y que su espíritu se vuelva como el de un niño, manso y humilde, confiando completamente en Cristo como su Redentor. El orgullo y la independencia están cerrando su corazón a las benditas influencias del Espíritu de Dios y lo convierten en una roca tan dura como el cemento. Todavía tiene que aprender la gran lección de la fe. Cuando se rinda completamente a Dios; cuando, quebrantado, se abandone a Jesús; recibirá como recompensa la victoria y el gozo que nunca antes habrá experimentado. Mientras eche una clara mirada hacia el pasado, verá que en el momento en que para usted la vida era una paradoja y una carga, Jesús mismo estaba a su lado, queriendo llevarle a la luz. El Padre estaba junto a usted, forjándolo con un amor indecible, afligiéndolo por su bien, como el orfebre refina el oro. Cuando creyó que estaba abandonado, él estuvo junto a usted para consolarlo y sostenerlo. Pocas veces vemos a Jesús tal como es; y nunca estamos tan dispuestos a aceptar su ayuda como él a dárnosla.

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Cuando aprenda a seguir la providencia de Dios con un corazón agradecido y, tanto en la salud como en la enfermedad, en la abundancia como en la escasez, determinado a tener la vista puesta únicamente en su gloria, obtendrá una gran victoria. El yo está vivo y se agita con cada toque. Debe crucificar el yo para que pueda vencer en nombre de Jesús y recibir la recompensa de los fieles. 

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La necesidad de la armonía

El Espíritu de Dios no habitará donde haya desunión y contención entre los creyentes en la verdad. Aun cuando no se expresen estos sentimientos, se posesionan del corazón y ahuyentan la paz y el amor que deben caracterizar a la iglesia cristiana. Son el resultado del egoísmo en su sentido más pleno. Este mal puede asumir la forma de una desordenada estima propia, o de un indebido anhelo de la aprobación ajena, aun cuando esta aprobación no sea merecida. Los que profesan amar a Dios y guardar sus mandamientos, deben renunciar a la exaltación propia, o no pueden esperar ser bendecidos por su favor divino. 

La influencia moral y religiosa del Instituto de Salud debe ser elevada para recibir la aprobación del Cielo. La complacencia del egoísmo hará ciertamente que el Espíritu de Dios se retire agraviado del lugar. Los médicos, el superintendente y sus ayudantes deben trabajar armoniosamente en el espíritu de Cristo, estimando cada uno a los demás como mejores que sí mismo. 

El apóstol Judas dice: “Recibid a los unos en piedad, discerniendo”. Judas 22. Este discernimiento no debe ejercerse en espíritu de favoritismo. No debe apoyarse al espíritu que implica: “Si me favorece, le favoreceré también”. Esta es una política mundana y profana que desagrada a Dios. Induce a hacer favores y rendir admiración por causa de la ganancia. Manifiesta parcialidad hacia algunos, con la expectativa de obtener ventajas por su medio. Nos induce a tratar de obtener su buena voluntad por la indulgencia, a fin de que seamos tenidos en mayor estima que otros tan dignos como nosotros. Es difícil para uno mismo ver sus propios errores; pero cada uno debe darse cuenta de cuán cruel es el espíritu de envidia y rivalidad, desconfianza, censura y disensión. 

Llamamos a Dios nuestro Padre; aseveramos ser hijos de una misma familia; pero cuando manifestamos la disposición a disminuir el respeto e influencia de otros para elevarnos a nosotros mismos, agradamos al enemigo y agraviamos a Aquel a quien profesamos seguir. La ternura y la misericordia que Cristo ha revelado en su propia vida preciosa, deben ser para nosotros ejemplo de la manera en que debemos tratar a nuestros semejantes y especialmente a los que son nuestros hermanos en Cristo.

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Dios nos está beneficiando continuamente, pero somos demasiado indiferentes a sus favores. Hemos sido amados con ternura infinita; y sin embargo, muchos de los nuestros tienen poco amor unos hacia otros. Somos demasiado severos para con quienes suponemos que están en error, y somos muy sensibles a la menor censura o duda expresada respecto de nuestra propia conducta.

Se hacen inferencias y se lanzan críticas de unos a otros; pero, al mismo tiempo, los que expresan estas inferencias y críticas son ciegos respecto de sus propios fracasos. Otros pueden ver sus errores, pero ellos no los pueden ver. Estamos recibiendo diariamente las bondades del cielo, y debe brotar de nuestro corazón una amante gratitud hacia Dios que nos haga solidarizarnos con nuestros vecinos y hacer nuestros los intereses de ellos. Pensar y meditar en la bondad de Dios hacia nosotros cerraría las puertas del alma a las sugestiones de Satanás.

Diariamente queda comprobado el amor de Dios hacia nosotros; y sin embargo, no pensamos en sus favores y somos indiferentes a sus súplicas. Él trata de impresionarnos con su espíritu de ternura, su amor y tolerancia; pero apenas si reconocemos los indicios de su bondad y poco nos percatamos de la lección de amor que él desea que aprendamos. Algunos, como Amán, olvidan todos los favores de Dios, porque Mardoqueo está delante de ellos y no es castigado; porque sus corazones están llenos de enemistad y odio, más bien que de amor, el espíritu de nuestro amado Redentor que dio su preciosa vida por sus enemigos. Profesamos tener el mismo Padre, estar dirigiéndonos a la misma patria inmortal, disfrutar de la misma solemne fe y creer el mismo mensaje de prueba; y sin embargo, muchos están en disensión unos con otros como niños rencillosos. Algunos que están trabajando en el mismo ramo de la obra tienen divergencias con otros; y, por lo tanto, están en divergencia con el Espíritu de Cristo.

El amor a la alabanza ha corrompido muchos corazones. Los que han estado relacionados con el Instituto de Salud han manifestado a veces un espíritu de censura para con los planes trazados; y Satanás les ha hecho ejercer influencia sobre otras mentes, las cuales los aceptaron a ellos como sin culpa, mientras que acusaban a quienes eran inocentes de haber errado. Es un espíritu perverso el que se deleita en la vanidad de las obras propias, el que se jacta de sus excelentes cualidades, que trata de hacer aparecer a los otros como inferiores, a fin de exaltarse a sí mismo, pretendiendo más gloria que lo que el frío corazón está dispuesto a dar a Dios. Los discípulos de Cristo oirán las instrucciones del Maestro. Él nos ha ordenado que nos amemos unos a otros como él nos amó. La religión está fundada en el amor a Dios, el cual también nos induce a amarnos unos a otros. Está llena de gratitud, humildad, longanimidad. Es abnegada, tolerante, misericordiosa y perdonadora. Santifica, toda la vida y extiende su influencia sobre los demás.

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Los que aman a Dios no pueden abrigar odio o envidia. Mientras que el principio celestial del amor eterno llena el corazón, fluirá a los demás, no simplemente porque se reciban favores de ellos, sino porque el amor es el principio de acción y modifica el carácter, gobierna los impulsos, domina las pasiones, subyuga la enemistad y eleva y ennoblece los afectos. Este amor no se reduce a incluir solamente “a mí y a los míos”, sino que es tan amplio como el mundo y tan alto como el cielo, y está en armonía con el de los activos ángeles. Este amor, albergado en el alma, suaviza la vida entera, y hace sentir su influencia en todo su alrededor. Poseyéndolo, no podemos sino ser felices, sea que la fortuna nos favorezca o nos sea contraria. Si amamos a Dios de todo nuestro corazón, debemos amar también a sus hijos. Este amor es el Espíritu de Dios. Es el adorno celestial que da verdadera nobleza y dignidad al alma y asemeja nuestra vida a la del Maestro. Cualesquiera que sean las buenas cualidades que tengamos, por honorables y refinados que nos consideremos, si el alma no está bautizada con la gracia celestial del amor hacia Dios y hacia nuestros semejantes, nos falta verdadera bondad y no estamos listos para el cielo, donde todo es amor y unidad.

Algunos que antes amaban a Dios y vivían gozándose diariamente en sus favores, están ahora en continua agitación. Vagan en las tinieblas y una lobreguez desesperante, porque están nutriendo al yo. Se están esforzando tanto por favorecerse a sí mismos que todas las demás consideraciones quedan anonadadas en este esfuerzo. Dios, en su providencia, quiso que ninguno pudiera obtener felicidad viviendo sólo para sí. El gozo de nuestro Señor consistía en soportar trabajos y oprobios por los demás, a fin de que pudiese por ello beneficiarlos. Podemos ser felices al seguir su ejemplo, y vivir para beneficiar a nuestros semejantes.

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Nuestro Señor nos invita a tomar su yugo y llevar su carga. Al hacerlo, podemos ser felices. Al llevar el yugo que nos impongamos nosotros mismos y nuestras propias cargas, no hallamos descanso; pero al llevar, el yugo de Cristo, encontramos descanso para el alma. Los que quieran hacer una gran obra para el Maestro, pueden encontrarla precisamente donde están, haciendo bien y olvidándose de sí mismos, siendo abnegados, recordando a los demás y llevando alegría dondequiera que vayan.

Es muy necesario que la compasiva ternura de Cristo sea manifestada en todas las ocasiones y todos los lugares; no me refiero a aquella ciega compasión que transigiría con el pecado y permitiría que el mal obrar acarrease oprobio a la causa de Dios, sino a aquel amor que es el principio dominante de la vida, que fluye naturalmente hacia los otros en buenas obras, recordando que Cristo dijo: “En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis”. Mateo 25:40.

Los que están en el Instituto de Salud están empeñados en una gran obra. Durante la vida de Cristo, los enfermos y afligidos eran objeto de su cuidado especial. Cuando él envió a sus discípulos les ordenó sanar a los enfermos, como también predicar el evangelio. Cuando mandó los setenta, les ordenó que sanasen a los enfermos, y luego les predicasen que el reino de Dios se había acercado. La salud física era lo primero que se había de cuidar, a fin de que ello preparase las mentes para ser alcanzadas por aquellas verdades que los apóstoles habían de predicar.

El Salvador del mundo dedicó más tiempo y trabajos a sanar a los afligidos por enfermedades que a predicar. Su última orden a sus apóstoles, representantes suyos en la tierra, era que impusieran las manos a los enfermos para que sanasen. Cuando venga el Maestro, elogiará a aquellos que hayan visitado a los enfermos y aliviado las necesidades de los afligidos.

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Somos tardos en aprender la poderosa influencia de las cosas pequeñas, y su relación con la salvación de las almas. En el Instituto de Salud, los que desean ser misioneros tienen un gran campo en el cual trabajar. Dios no quiere que algunos de nosotros constituyan una minoría privilegiada, que sean considerados con gran deferencia, mientras se descuida a los demás. Jesús era la Majestad del cielo; sin embargo, se rebajó a ministrar a los más humildes, sin consideración de personas ni posición.

Los que tienen todo su corazón en el trabajo hallarán en el Instituto de Salud bastante que hacer para el Maestro en el alivio de aquellos que sufren y se hallan bajo su cuidado. Nuestro Señor, después de realizar el trabajo más humillante por sus discípulos, les recomendó que siguiesen su ejemplo. Esto había de recordarles constantemente que no debían sentirse superiores al santo más humilde.

Los que profesan nuestra exaltada fe, que guardan los mandamientos de Dios y esperan la pronta venida, de nuestro Señor, deben ser distintos y separados del mundo que los rodea, deben ser un pueblo peculiar celoso de buenas obras. Entre las peculiaridades que deben distinguir al pueblo de Dios del mundo, en estos postreros días, se cuenta su humildad y mansedumbre. “Aprended de mí”, dice Cristo, “que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas”. Mateo 11:29. Tal es el reposo que tantos anhelan y para cuya obtención gastan vanamente tiempo y dinero. En vez de albergar la ambición de ser iguales a otros en honra y posición, o tal vez superiores, debemos tratar de ser humildes y fieles siervos de Cristo. El espíritu de engrandecimiento propio creó contención entre los apóstoles aun mientras Cristo estaba con ellos. Disputaban acerca de quién era el mayor entre ellos. Jesús se sentó, y llamando a los doce, les dijo: “Si alguno quiere ser el primero, será el postrero de todos, y el servidor de todos”. Marcos 9:35.

Cuando la madre de dos hijos presentó una petición para que sus hijos fueran favorecidos de manera especial, sentándose el uno a su derecha y el otro a su izquierda en su reino, Jesús les hizo comprender que la honra y gloria de su reino iban a ser el reverso de la gloria y honra de este mundo. Cualquiera que desee ser grande, debe ser un humilde siervo de los demás; y todo aquél que desee ser el principal debe ser el siervo, así como el Hijo de Dios era ministro y siervo de los hijos de los hombres. 

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Además, nuestro Salvador enseñó a sus discípulos a no desear posiciones y nombres. “No queráis que os llamen Rabí […]. Ni seáis llamados maestros […]. El que es el mayor de vosotros, sea vuestro siervo. Porque el que se enaltece, será humillado” (Mateo 23:8-12) Jesús citó al doctor de la ley el sagrado código dado en el Sinaí: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo” Lucas 10:27. Dijo que si hacía esto, entraría en la vida.

“A tu prójimo como a ti mismo”. Surge la pregunta: “¿Quién es mi prójimo?” Lucas 10:29. Su respuesta es la parábola del buen samaritano, la cual nos enseña que cualquier ser humano que necesita nuestra compasión y nuestros buenos servicios es nuestro prójimo. Los dolientes e indigentes de todas clases son nuestros prójimos; y cuando llegamos a conocer sus necesidades, es nuestro deber aliviarlas en cuanto sea posible. En esta parábola se saca a luz un principio que todos los que siguen a Cristo debieran adoptar. Suplid primero las necesidades temporales de los menesterosos, aliviad sus menesteres y sufrimientos físicos, y luego hallaréis abierta la puerta del corazón, donde podréis implantar las buenas semillas de virtud y religión. 

A fin de ser felices, debemos luchar por alcanzar aquel carácter que Cristo manifestó. Una notable peculiaridad de Cristo era su abnegación y benevolencia. Él no vino a buscar lo suyo. Anduvo haciendo bien, y esto era su comida y bebida. Siguiendo el ejemplo del Salvador, podemos estar en santa comunión con él; y tratando diariamente de imitar su carácter y seguir su ejemplo, seremos una bendición para el mundo, y obtendremos para nosotros contentamiento aquí y recompensa eterna en la otra vida.

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Oposición a las advertencias fieles

El 3 de enero de 1875 se me mostró que, antes de que Dios pueda hacer algo por ellos, los que están en California y profesan creer la verdad tienen mucho trabajo por hacer. Muchos se engañan a sí mismos con la idea de que están a bien con Dios, y no ven que los principios de la verdad no habitan en sus corazones. Estas personas sólo pueden volver al orden mediante la búsqueda perseverante, diligente y sincera del consejo del Testigo Fiel. Se encuentran en una condición fría, formal y apartada de Dios. A ellos van dirigidas las palabras del Testigo Fiel: “Yo conozco tus obras, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente! Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca. Porque tú dices: ‘Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad’; y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo. Por tanto, yo te aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego, para que seas rico, y vestiduras blancas para vestirte, y que no se descubra la vergüenza de tu desnudez; y unge tus ojos con colirio, para que veas. Yo reprendo y castigo a todos los que amo; sé, pues, celoso, y arrepiéntete”. Apocalipsis 3:15-19. 

Hermano G, no responde a las llamadas de Dios. Su fuerza espiritual y su crecimiento en la gracia serán proporcionales a la labor de amor y las buenas obras que haga alegremente por su Salvador, el cual no ha escatimando nada, ni siquiera su propia vida, para salvarlo. El apóstol ordena: “Sobrellevad los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo”. Gálatas 6:2. No basta con que profese fe en los mandamientos de Dios; debe participar de la labor. Usted es un transgresor de la ley de Dios. No lo ama con todo su corazón, con toda su fuerza y toda su mente; y tampoco obedece los últimos seis mandamientos porque no ama a su prójimo como a sí mismo. Su amor por sí mismo es mayor que el que siente por Dios y por su prójimo. Guardar los mandamientos de Dios nos exige más de lo que usted está dispuesto a dar. Dios le pide buenas obras, abnegación, sacrificio y dedicación a la búsqueda del bien de los demás, para que, valiéndose de usted como su instrumento, las almas puedan ser traídas a la verdad. 

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Ciertamente, ninguno de nosotros se salvará únicamente por haber hecho buenas obras; pero sin buenas obras es imposible que alguien se salve. Después de haber hecho todo cuanto esté en nuestras manos, en nombre de la fuerza de Jesús deberemos decir: “Somos siervos inútiles”. No debemos pensar que hemos hecho grandes sacrificios y que, por lo tanto, merecemos una gran recompensa por nuestros flacos servicios.

La autojustificación y la seguridad carnal se han cernido sobre usted como si de aros de acero se tratase. Debe ser celoso y arrepentirse. Se ha equivocado al mostrarse tolerante con los desafectos cuyas conductas estaban en oposición con la obra que el Señor, mediante sus siervos, estaba llevando Su corazón no estaba a bien con Dios y no recibió la luz que él le envió. Predispuso su obstinada voluntad a resistir la reprensión que el Señor le enviaba con amor. Sabía que era cierta, pero quiso cerrar los ojos a su verdadera condición. Tanto si escucha el llamado de reprensión y advertencia que Dios le ha enviado como si lo desoye, tanto si se reforma como si persiste en sus defectos de carácter, llegará un día en que se dará cuenta de lo que habrá perdido al ponerse en una posición desafiante, combatiendo en espíritu contra los siervos de Dios. Su sentimiento de amargura hacia el hermano H es desconcertante. Él se ha esforzado, se ha desvivido y se ha sacrificado por llevar a cabo la obra de Dios en aquella costa. Aun así, su ceguera, causada por una vida y un corazón sin consagrar, lo ha empujado a atreverse, junto con I y J, a tratar cruelmente al siervo de Dios. “No toquéis […] a mis ungidos, ni hagáis mal a mis profetas” (1 Crónicas 16:22; Salmos 105:15), dijo Dios. No es asunto vano para usted alinearse, como así ha hecho, contra los hombres que Dios ha enviado con luz y verdad para el pueblo. Cuide que su influencia no aparte las almas de la verdad que declaran los siervos que Dios ha enviado porque una terrible desgracia se cierne sobre usted. 

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