Testimonios para la Iglesia, Vol. 4, p. 22-31, día 200

Nada tenemos que sea demasiado precioso para darlo a Jesús. Si le devolvemos los talentos de recursos que él ha confiado a nuestra custodia, él entregará aún más en nuestras manos. Cada esfuerzo que hagamos por Cristo será remunerado por él, y todo deber que cumplamos en su nombre, contribuirá a nuestra propia felicidad. Dios entregó a su muy amado Hijo a la agonía de la crucifixión, para que todos los que creyesen en él pudiesen llegar a ser uno en el nombre de Jesús. Si Cristo hizo un sacrificio tan grande para salvar a los hombres y ponerlos en unidad unos con otros, así como él estuvo unido con el Padre, ¿qué sacrificio hecho por quienes le siguen será demasiado grande para conservar esa unidad? 

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Si el mundo ve que existe perfecta armonía en la iglesia de Dios, será para este una poderosa evidencia en favor de la religión cristiana. Las disensiones, algunas desdichadas divergencias y los enfrentamientos por insignificancias en la iglesia, deshonran a nuestro Redentor. Todas estas cosas pueden ser evitadas si el yo se entrega a Dios y los que siguen a Jesús obedecen la voz de la iglesia. La incredulidad sugiere que la independencia individual aumenta nuestra importancia, que es señal de debilidad renunciar a nuestras ideas de lo que es correcto y propio, para acatar el veredicto de la iglesia; pero es peligroso seguir tales sentimientos y opiniones, y nos llevará a la anarquía y confusión. Cristo vio que la unidad y la comunión cristianas eran necesarias para la causa de Dios y, por lo tanto, las ordenó a sus discípulos. Y la historia del cristianismo desde aquel tiempo hasta ahora demuestra en forma concluyente que tan sólo en la unión hay fuerza. Sométase el juicio individual a la autoridad de la iglesia. 

Los apóstoles sentían la necesidad de la unidad estricta y trabajaban con fervor para alcanzarla. Pablo exhortó a sus hermanos con estas palabras: “Os ruego, pues, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que habléis todos una misma cosa, y que no haya entre vosotros disensiones, antes seáis perfectamente unidos en una misma mente y en un mismo parecer”. 1 Corintios 1:10. 

También escribió a sus hermanos filipenses: “Por tanto, si hay alguna consolación en Cristo; si algún refrigerio de amor; si alguna comunión del Espíritu; si algunas entrañas y misericordias, cumplid mi gozo; que sintáis lo mismo, teniendo el mismo amor, unánimes, sintiendo una misma cosa. Nada hagáis por contienda o por vanagloria; antes bien en humildad, estimándoos inferiores los unos a los otros: no mirando cada uno a lo suyo propio, sino cada cual también a lo de los otros. Haya pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús”. Filipenses 2:1-5.

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A los romanos escribió: “Mas el Dios de la paciencia y de la consolación os dé que entre vosotros seáis unánimes según Cristo Jesús; para que concordes, a una voz glorifiquéis al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Por tanto, sobrellevaos los unos a los otros, como también Cristo nos sobrellevó, para gloria de Dios”. “Unánimes entre vosotros: no altivos, mas acomodaos a los humildes. No seáis sabios en vuestra opinión”. Romanos 15:5-7; 12:16. 

Pedro escribió así a las iglesias dispersas: “Finalmente, sed todos de un mismo corazón, compasivos, amándoos fraternalmente, misericordiosos, amigables; no volviendo mal por mal, ni maldición por maldición, sino antes por el contrario, bendiciendo; sabiendo que vosotros sois llamados para que poseáis bendición en herencia”. 1 Pedro 3:8, 9. 

Y Pablo en su epístola a los corintios, dice: “Resta, hermanos, que tengáis gozo, seáis perfectos, tengáis consolación, sintáis una misma cosa, tengáis paz; y el Dios de paz y de caridad será con vosotros”. 2 Corintios 13:11.

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Avanzad

Las grandes huestes de Israel salieron resueltamente, con alegre triunfo, de Egipto, el lugar de su larga y cruel servidumbre. Los egipcios no consintieron liberarlos hasta que fueron advertidos rotundamente por los juicios de Dios. El ángel vengador había visitado cada casa de los egipcios, y había herido de muerte al primogénito de cada familia. Ninguno había escapado, desde el heredero de Faraón hasta el primogénito del cautivo en la mazmorra. También habían muerto los primogénitos del ganado de acuerdo al mandato del Señor. Pero el ángel de la muerte pasó por alto los hogares de los hijos de Israel y no entró en ellos.

Faraón, horrorizado por las plagas que habían caído sobre su pueblo, llamó a Moisés y a Aarón por la noche y les ordenó que partieran de Egipto. Ansiaba que se fueran sin demora, porque él y su pueblo temían que a menos que la maldición de Dios se apartara de ellos, la tierra quedaría transformada en un vasto cementerio. 

Los hijos de Israel se alegraron al recibir las nuevas de su libertad y se apresuraron a abandonar el lugar de su esclavitud; pero el camino era arduo, y finalmente desfalleció su valor. Su viaje los conducía por colinas áridas y llanuras desoladas. A la tercera noche, se encontraron cercados a cada lado por un desfiladero rocoso, mientras que el Mar Rojo se extendía ante ellos. Quedaron perplejos y deploraron mucho su condición. Le echaron la culpa a Moisés por haberlos dirigido a ese lugar, porque creían que se habían equivocado de camino. Dijeron, “éste, seguramente no es el camino al desierto del Sinaí, ni a la tierra de Canaán prometida a nuestros padres. No podemos seguir más lejos; ahora debemos avanzar hacia el Mar Rojo o volvernos a Egipto”.

Además, para completar su aflicción, ¡he aquí que el ejército egipcio les seguía la pista! El imponente ejército estaba dirigido por el mismo Faraón, quien se había arrepentido de haber liberado a los hebreos y temía haberlos expulsado para que llegaran a ser una gran nación que le fuera hostil. ¡Qué noche de perplejidad y angustia fue ésa para el pueblo de Israel! ¡Qué contraste frente a aquella gloriosa mañana cuando dejaron la esclavitud de Egipto y con alegres alborozos emprendieron la marcha hacia el desierto! ¡Cuán impotentes se sentían frente a aquel enemigo poderoso! Los lamentos de las mujeres y de los niños aterrorizados, mezclados con los mugidos del ganado asustado y el balido de las ovejas, se añadían a la tétrica confusión de la situación.

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Pero, ¿había perdido Dios todo interés por su pueblo para abandonarlo a la destrucción? ¿No les advertiría de su peligro y los libraría de sus enemigos? Dios no se deleitaba en la frustración de su pueblo. Fue él mismo quien había dirigido a Moisés para que acamparan a orillas del Mar Rojo, y que además le había dicho: “Faraón dirá de los hijos de Israel: ‘Encerrados están en la tierra, el desierto los ha encerrado. Y yo endureceré el corazón de Faraón para que los siga; y seré glorificado en Faraón y en todo su ejército, y sabrán los egipcios que yo soy Jehová’”. Éxodo 14:3, 4.

Jesús estaba a la cabeza de aquella inmensa hueste. La columna de nube de día, y la columna de fuego por la noche, representaba a su Caudillo divino. Pero los hebreos no soportaron con paciencia la prueba del Señor. Alzaron su voz en reproches y acusaciones contra Moisés, su dirigente visible, por haberlos llevado a ese gran peligro. No confiaron en el poder protector de Dios ni reconocieron su mano que detenía los males que los rodeaban. En su terror desesperado se habían olvidado de la vara con la que Moisés había transformado las aguas del Nilo en sangre, y las plagas que Dios había hecho caer sobre los egipcios por la persecución de su pueblo escogido. Se habían olvidado de todas las intervenciones milagrosas de Dios en su favor.

“Ah”, clamaron, “¡cuánto mejor para nosotros habría sido permanecer en la esclavitud! Es mejor vivir como esclavos que morir de hambre y fatiga en el desierto, o ser muertos en la guerra con nuestros enemigos”. Se volvieron contra Moisés censurándolo amargamente porque no los había dejado donde estaban en vez de llevarlos a perecer en el desierto.

Moisés se turbó grandemente porque su pueblo estaba tan carente de fe a pesar de que repetidamente habían presenciado las manifestaciones del poder de Dios en su favor. Se sintió apenado de que le echaran la culpa de los peligros y dificultades de su situación, cuando había seguido sencillamente el mandamiento expreso de Dios. Pero tenía una fe firme en que el Señor los conduciría a la seguridad, e hizo frente a los reproches y temores de su pueblo y los calmó, aun antes de que él mismo pudiese discernir el plan de su liberación.

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En verdad, estaban en un lugar desde el cual no había posibilidad de liberación a no ser que Dios mismo interviniera en su favor para salvarlos, pero habían sido llevados a ese desfiladero por obedecer los mandatos divinos, y Moisés no sentía temor de las consecuencias. “Moisés dijo al pueblo: No temáis; estad firmes, y ved la salvación que Jehová hará hoy con vosotros; porque los egipcios que hoy habéis visto, nunca más para siempre los veréis. Jehová peleará por vosotros, y vosotros estaréis tranquilos”. Éxodo 14:13-14.

No era cosa fácil mantener a las huestes de Israel en actitud de espera ante el Señor. Estaban excitados y llenos de terror. Carecían de disciplina y dominio propio. Impresionados por el horror de su situación se tornaron violentos e irrazonables. Esperaban caer pronto en las manos de sus opresores, y sus lamentos y recriminaciones eran intensos y profundos. La maravillosa columna de nube los había acompañado en su viaje y servía para protegerlos de los ardientes rayos del sol. Todo el día había ido avanzando majestuosamente delante de ellos, sin que la afectara el sol ni la tormenta, y por la noche, había llegado a ser una columna de fuego para alumbrarles su camino. La habían seguido como la señal de Dios para avanzar, pero ahora se preguntaban si no podría ser la sombra de alguna calamidad terrible que estaba a punto de caer sobre ellos porque, ¿no los había conducido al lado equivocado de la montaña, a un camino infranqueable? De esa manera el ángel del Señor aparecía ante sus mentes alucinadas como el precursor de un desastre.

Pero entonces, he aquí que al acercarse las huestes egipcias creyéndolos presa fácil, la columna de nube se levantó majestuosamente hacia el cielo, pasó sobre los israelitas, y descendió entre ellos y los ejércitos egipcios. Se interpuso como muralla de tinieblas entre los perseguidos y sus perseguidores. Los egipcios ya no pueden localizar el campamento de los hebreos y se ven obligados a detenerse. Pero a medida que la oscuridad de la noche se espesaba, la muralla de nube se convierte en una gran luz para los hebreos, inundando todo el campamento con el resplandor del día. 

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Entonces, la esperanza de que podrían ser liberados llenó el corazón de los israelitas. Y Moisés clamó al Señor, y el Señor le dijo a Moisés: “¿Por qué clamas a mí? Di a los hijos de Israel que marchen. Y tú alza tu vara y extiende tu mano sobre el mar, y divídelo, y entren los hijos de Israel por en medio del mar, en seco”. Éxodo 14:15-16.

Entonces Moisés, obedeciendo la orden divina, extendió su vara, y las aguas se dividieron, manteniéndose como murallas a los lados y dejando un ancho camino a través del lecho del mar para que pasaran los hijos de Israel. La luz de la columna de fuego brilló sobre las olas espumosas y alumbró el camino cortado como un inmenso surco a través de las aguas del Mar Rojo hasta que se perdía en la oscuridad de la lejana playa.

Durante toda la noche se oyeron los pasos de los ejércitos de Israel cruzando el Mar Rojo, pero la nube los ocultaba de la vista de sus enemigos. Los egipcios, cansados con su marcha apresurada, habían acampado en la ribera para pasar la noche. Vieron a los hebreos que estaban a una corta distancia delante de ellos, y como parecía que no había posibilidad de que escaparan, decidieron tomar un descanso nocturno para capturarlos fácilmente en la mañana. La noche era intensamente oscura, las nubes parecían rodearlos como si fueran una sustancia palpable. Cayó un profundo sueño sobre el campamento, e incluso los centinelas se durmieron en sus puestos.

¡Finalmente un trompetazo resonante despierta al ejército! ¡La nube pasa adelante! ¡Los hebreos están avanzando! De la dirección del mar llegan las voces y el sonido de la marcha. Aun está tan oscuro que no pueden percibir al pueblo que se escapa, pero se da la orden de que se preparen para perseguirlo. Se oye el fragor de las armas, y el rodar de los carros, las órdenes de los capitanes y el relinchar de los corceles. Por fin se forma la línea de marcha y avanzan de prisa a través de la oscuridad en la dirección de la multitud fugitiva.

En las tinieblas y confusión, se apresuran en su persecución, sin saber que han entrado en el lecho del mar y que están cercados a ambos lados por prominentes murallas de agua. Anhelan que se disipe la neblina y las tinieblas, y les dejen ver a los hebreos donde están. Las ruedas de los carros se hunden en la arena blanda, y los caballos se enredan y se vuelven ingobernables. Prevalece la confusión, y sin embargo tratan de seguir adelante, sintiéndose seguros de la victoria. 

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Por fin, la nube misteriosa se transforma ante sus ojos asombrados en una columna de fuego. Los truenos retumban, centellean los relámpagos y las olas ruedan a su alrededor y el temor se posesiona de sus corazones. En medio del terror y la confusión, la pálida luz les revela a los asombrados egipcios las terribles aguas amontonadas en masa a la mano derecha y a la izquierda. Ven el ancho camino que el Señor abrió para su pueblo a lo largo de las resplandecientes arenas del mar y contemplan al triunfante Israel seguro en la distante orilla.

La confusión y la consternación se apoderaron de ellos. En medio de la ira de los elementos, en la cual escuchan la voz de un Dios airado, tratan de desandar su camino y huir hacia la orilla que habían dejado. Pero Moisés extiende su vara, y las aguas amontonadas, silbando y bramando, hambrientas de su presa, se precipitan sobre los ejércitos de Egipto. El orgulloso Faraón y sus legiones, los carros dorados y las armaduras relucientes, los caballos y sus jinetes, quedan sumergidos bajo un mar tormentoso. El poderoso Dios de Israel ha librado a su pueblo, y los cantos de agradecimiento del pueblo ascienden al cielo, porque Dios ha obrado maravillosamente en su favor.

La historia de los hijos de Israel ha sido escrita para instrucción y admonición de todos los cristianos. Cuando los israelitas fueron sobrecogidos por peligros y dificultades, y el camino les parecía cerrado, su fe los abandonó y murmuraron contra el caudillo que Dios les había asignado. Le culpaban de haberlos puesto en peligro, cuando él había obedecido tan sólo a la voz de Dios.

La orden divina era: “Que marchen”. Éxodo 14:15. No habían de esperar hasta que el camino les pareciese despejado y pudiesen comprender todo el plan de su libramiento. La causa de Dios ha de avanzar y él abrirá una senda delante de su pueblo. Vacilar y murmurar es manifestar desconfianza en el Santo de Israel. En su providencia Dios llevó a los hebreos a las fortalezas de las montañas, con el mar Rojo por delante, para poder librarlos y salvarlos para siempre de sus enemigos. Podría haberlos salvado de cualquier otra manera, pero eligió este método a fin de probar su fe y fortalecer su confianza en él.

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No podemos acusar a Moisés de falta alguna porque el pueblo murmuraba contra su conducta. Era su propio corazón rebelde e insumiso el que los indujo a censurar al hombre a quien Dios había nombrado dirigente de su pueblo. Mientras Moisés obraba en el temor del Señor y según su dirección, con fe plena en sus promesas, los que debieran haberle sostenido se desalentaron, y no pudieron ver delante de sí otra cosa que desastre, derrota y muerte.

El Señor trata ahora con su pueblo que cree en la verdad presente. Quiere producir resultados portentosos, y mientras que su providencia obra con ese fin, dice a sus hijos: “¡Marchad!” Es cierto que el camino no está todavía abierto, pero cuando ellos avancen con la fuerza de la fe y el valor, Dios despejará el camino delante de sus ojos. Siempre hay quienes se quejan, como el antiguo Israel, y atribuyen las dificultades de su situación a aquellos a quienes Dios suscitó con el propósito especial de hacer progresar su causa. No alcanzan a ver que Dios los está probando mediante estrecheces, de las cuales solamente su mano puede librarlos.

Hay ocasiones en que la vida cristiana parece rodeada de peligros y el deber parece difícil de cumplir. La imaginación se figura que le espera una ruina inminente al frente, y detrás, la esclavitud y la muerte. Sin embargo, la voz de Dios habla claramente por sobre todos los desalientos y dice: “¡Marchad!” Debemos obedecer a esta orden, fuere cual fuere el resultado, aun cuando nuestros ojos no puedan penetrar las tinieblas y sintamos las frías olas a nuestros pies.

Los hebreos estaban cansados y aterrorizados; sin embargo, si se hubiesen echado atrás cuando Moisés les ordenó que avanzaran y se hubiesen negado a acercarse más al mar Rojo, nunca habría abierto Dios el camino para ellos. Al descender al agua, mostraron que tenían fe en la palabra de Dios, según la expresara Moisés. Hicieron cuanto estaba en su poder, y luego el Poderoso de Israel cumplió su parte y dividió las aguas a fin de abrir una senda para sus pies.

Las nubes que se acumulan en derredor de nuestro camino, no desaparecerán nunca ante un espíritu vacilante y de duda. La incredulidad dice: “Nunca podremos superar estos obstáculos; esperemos hasta que hayan sido suprimidos o podamos ver claramente nuestro camino”. Pero la fe nos insta valientemente a avanzar, esperándolo y creyéndolo todo. La obediencia a Dios traerá seguramente la victoria. Es únicamente por medio de la fe como podemos llegar al cielo.

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Hay gran similitud entre nuestra historia y la de los hijos de Israel. Dios condujo a su pueblo de Egipto al desierto, donde podía guardar su ley y obedecer su voz. Los egipcios, que no respetaban a Jehová, acamparon cerca de Israel; sin embargo, lo que para los israelitas era un gran raudal de luz, que iluminaba todo el campamento y resplandecía sobre la senda que se tendía ante ellos, fue para las huestes del Faraón una muralla de nube que obscurecía aún más las tinieblas de la noche.

Así también, en este tiempo, hay un pueblo a quien Dios ha hecho depositario de su ley. Para quienes los acatan, los mandamientos de Dios son como una columna de fuego que los ilumina y los conduce por el camino de la salvación eterna. Pero para aquellos que los desprecian, son como las nubes de la noche. “El principio de la sabiduría es el temor de Jehová”. Proverbios 1:7. Mejor que todo otro conocimiento es la comprensión de la Palabra de Dios. En la observancia de los mandamientos hay gran recompensa, y ninguna ventaja terrenal debe inducir al cristiano a vacilar por un momento en su fidelidad. Las riquezas, los honores y las pompas mundanales no son sino como escoria que perecerá ante el fuego de la ira de Dios.

La voz del Señor que ordena a sus fieles que marchen, prueba con frecuencia su fe hasta lo sumo. Pero si ellos hubiesen de postergar la obediencia hasta que haya desaparecido de su entendimiento toda sombra de incertidumbre y no quedase ningún riesgo de fracaso o derrota, nunca avanzarían. Los que creen que les es imposible ceder a la voluntad de Dios y tener fe en sus promesas hasta que todo esté despejado y llano delante de ellos, no cederán nunca. La fe no es la certidumbre del conocimiento; es “la sustancia de las cosas que se esperan, la demostración de las cosas que no se ven”. Hebreos 11:1. El obedecer a los mandamientos de Dios es la única manera de obtener su favor. “Marchad” debe ser el santo y seña del cristiano.

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