Testimonios para la Iglesia, Vol. 5, p. 462-471, día 312

Cuando la muerte arrebata alguno de los nuestros, ¿qué recuerdos nos quedan del trato que recibió? ¿Son agradables los cuadros que conserva la memoria? ¿Guarda recuerdos de las palabras bondadosas que le dirigimos, de la simpatía que le concedimos en el momento oportuno? ¿Se apartaron sus hermanos de las malas sospechas, de los entrometidos indiscretos? ¿Vindicaron ellos su causa? ¿Fueron fieles a la orden dada: “Que consoléis a los de poco ánimo, que soportéis a los flacos”? “He aquí, tú enseñabas a muchos, y las manos flacas corroborabas”. “Confortad a las manos cansadas, roborad las vacilantes rodillas. Decid a los de corazón apocado: Confortaos, no temáis” 1 Tesalonicenses 5:14; Job 4:3; Isaías 35:3, 4. 

Cuando aquel con quien nos asociamos en la iglesia está muerto, cuando sabemos que su cuenta ha quedado fijada para siempre en los libros del cielo, y que deberá hacer frente a ese registro en el juicio, ¿cuáles son las reflexiones que sus hermanos se hacen acerca de la conducta que siguieron para con él? ¿Cuál fue la influencia de ellos sobre él? ¡Cuán claramente recuerdan cada palabra dura y acto imprudente! ¡Qué diferente sería su conducta si tuviesen otra oportunidad! 

Pablo agradecía así el consuelo que Dios le diera: “Bendito sea… el Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquiera angustia, con la consolación con que nosotros somos consolados de Dios”. 2 Corintios 1:3, 4. Y al sentir Pablo el consuelo y el calor del amor de Dios, reflejaba la bendición sobre los demás. Conduzcámonos de modo que los cuadros que se graben en nuestra memoria no sean de un carácter tal que no podamos reflexionar en ellos. 

Una vez muertos aquellos con quienes tratamos, no habrá más oportunidad de retractar palabra alguna de las que les dirigimos, ni borrar de la memoria ninguna impresión penosa. Por lo tanto, cuidemos nuestra conducta, no sea que ofendamos a Dios con nuestros labios. Desechemos toda frialdad y divergencia. Enternezcamos nuestro corazón delante de Dios, mientras recordamos su trato misericordioso con nosotros. Consuma el Espíritu Santo, como llama santa, la escoria amontonada ante la puerta del corazón; dejemos entrar a Jesús y fluya su amor hacia los demás por nuestro intermedio, en palabras, pensamientos y actos de cariño. Entonces, si la muerte nos separa de nuestros amigos, y no los hayamos de ver hasta que estemos ante el tribunal de Dios, no nos avergonzaremos al ver reproducidas las palabras nuestras que fueron registradas. 

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Cuando la muerte cierra los ojos de una persona, y sus manos quedan cruzadas sobre el pecho inmóvil, ¡cuán pronto cambian las divergencias! Ya no hay amarguras ni resentimientos; los desprecios y yerros se olvidan y perdonan. ¡Cuántas palabras de cariño se dicen acerca de los muertos y cuántas cosas buenas de su vida se recuerdan! Se expresan alabanzas y encomios; pero caen en oídos que no oyen, sobre corazones que no sienten. Si esas palabras se hubiesen dicho cuando el espíritu cansado las necesitaba, cuando el oído podía oírlas y el corazón sentirlas, ¡qué cuadro agradable habría quedado en la memoria! ¡Cuántos, mientras están de pie, embargados por la reverencia frente al silencio de la muerte, recuerdan con vergüenza y con pesar las palabras y los actos que infundieron tristeza al corazón que está paralizado ahora para siempre! ¡Infundamos ahora en nuestra vida toda la riqueza, el amor y la bondad que podamos infundirle! Seamos serviciales, agradecidos, pacientes y tolerantes en nuestro trato unos con otros. Mientras viven aún nuestros hermanos, expresémosles en nuestro trato diario los sentimientos que se suelen expresar al lado de los moribundos y los muertos.

La conducta en la casa de Dios

Para el alma humilde y creyente, la casa de Dios en la tierra es la puerta del cielo. El canto de alabanza, la oración, las palabras pronunciadas por los representantes de Cristo, son los agentes designados por Dios para preparar un pueblo para la iglesia celestial, para aquel culto más sublime, en el que no podrá entrar nada que corrompa. 

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Del carácter sagrado que rodeaba el santuario terrenal, los cristianos pueden aprender cómo deben considerar el lugar donde el Señor se encuentra con su pueblo. Ha habido un gran cambio, y no en el mejor sentido, sino en el peor, en los hábitos y costumbres de la gente con referencia al culto religioso. Las cosas preciosas y sagradas que nos relacionan con Dios, están perdiendo rápidamente su influencia, y son rebajadas al nivel de las cosas comunes. La reverencia que el pueblo tenía antiguamente por el santuario donde se encontraba con Dios en servicio sagrado, casi ha desaparecido. Sin embargo, Dios mismo dio el orden del servicio, ensalzándolo muy por encima de todo lo que tuviese naturaleza temporal. 

La casa es el santuario para la familia, y la cámara o el huerto el lugar más retraído para el culto individual; pero la iglesia es el santuario para la congregación. Debiera haber reglas respecto al tiempo, el lugar, y la manera de adorar. Nada de lo que es sagrado, nada de lo que pertenece al culto de Dios, debe ser tratado con descuido e indiferencia. A fin de que los hombres puedan tributar mejor las alabanzas a Dios, su asociación debe ser tal que mantenga en su mente una distinción entre lo sagrado y lo común. Los que tienen ideas amplias, pensamientos y aspiraciones nobles, son los que sostienen entre sí relaciones que fortalecen todos los pensamientos de las cosas divinas. Felices son los que tienen un santuario, sea alto o humilde, en la ciudad o entre las escarpadas cuevas de la montaña, en la humilde choza o en el desierto. Si es lo mejor que pueden obtener para el Maestro, él santificará ese lugar con su presencia, y será santo para el Señor de los ejércitos. 

Cuando los adoradores entran en el lugar de reunión, deben hacerlo con decoro, pasando quedamente a sus asientos. Si hay una estufa en la pieza, no es propio rodearla en una actitud indolente y descuidada. La conversación común, los cuchicheos y las risas no deben permitirse en la casa de culto, ni antes ni después del servicio. Una piedad ardiente y activa debe caracterizar a los adoradores. 

Si algunos tienen que esperar unos minutos antes de que empiece la reunión, conserven un verdadero espíritu de devoción meditando silenciosamente, manteniendo el corazón elevado a Dios en oración, a fin de que el servicio sea de beneficio especial para su propio corazón y conduzca a la convicción y conversión de otras almas. Todos hemos perdido mucha dulce comunión con Dios por nuestra inquietud, por no fomentar los momentos de reflexión y oración. La condición espiritual necesita ser reseñada con frecuencia, y la mente y el corazón atraídos al Sol de justicia. 

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Si cuando la gente entra en la casa de culto tiene verdadera reverencia por el Señor y recuerda que está en su presencia, habrá una suave elocuencia en el silencio. Las risas, las conversaciones y los cuchicheos que podrían no ser pecaminosos en un lugar de negocios comunes, no deben tolerarse en la casa donde se adora a Dios. La mente debe estar preparada para oír la Palabra de Dios, a fin de que tenga el debido peso e impresione adecuadamente el corazón. 

Cuando el ministro entra, debe, ser con una disposición solemne y digna. Debe inclinarse en oración silenciosa tan pronto como llegue al púlpito a pedir fervientemente ayuda a Dios. ¡Qué impresión hará esto! Habrá solemnidad y reverencia entre los oyentes. Su ministro está comulgando con Dios; se está confiando a Dios antes de atreverse a presentarse delante de la gente. Un sentimiento de solemnidad desciende sobre todos, y los ángeles de Dios son atraídos muy cerca. Cada uno de los miembros de la congregación que teme a Dios, debe también unirse en oración silenciosa con él, inclinando su cabeza, para que Dios honre la reunión con su presencia y dé poder a su verdad proclamada por los labios humanos.

Cuando se abre la reunión con oración, cada rodilla debe doblegarse en la presencia del Santo y cada corazón debe elevarse a Dios en silenciosa devoción. Las oraciones de los adoradores fieles serán oídas y el ministerio de la palabra resultará eficaz. La actitud inerte de los adoradores en la casa de Dios es un importante motivo de que el ministerio no produzca mayor bien. La melodía del canto, exhalada de muchos corazones en forma clara y distinta, es uno de los instrumentos de Dios en la obra de salvar almas. Todo el servicio debe ser dirigido con solemnidad y reverencia, como si fuese en la visible presencia del Maestro de las asambleas. 

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Cuando se habla la Palabra, debéis recordar, hermanos, que estáis escuchando la voz de Dios por medio del siervo que es su delegado. Escuchad atentamente. No durmáis por un instante, porque el sueño podría haceros perder las palabras que más necesitáis; las palabras que, si las escucharais, salvarían vuestros pies de desviarse por sendas equivocadas. Satanás y sus ángeles están atareados creando una condición de parálisis de los sentidos, para que las recomendaciones, amonestaciones y reproches no sean oídos; y para que, si llegan a oírse, no produzcan efecto en el corazón ni reformen la vida. A veces un niñito puede atraer de tal manera la atención de los oyentes que la preciosa semilla no caiga en buen terreno ni lleve fruto. 

Algunas veces los jóvenes tienen tan poca reverencia por la casa y el culto de Dios, que sostienen continua comunicación unos con otros durante el sermón. Si pudiesen ver a los ángeles de Dios que los miran y toman nota de sus acciones, se llenarían de vergüenza y se aborrecerían a sí mismos. Dios quiere oyentes atentos. Era mientras los hombres dormían cuando Satanás sembró la cizaña.

Cuando se pronuncia la oración de despedida, todos deben permanecer quietos, como si temiesen perder la paz de Cristo. Salgan todos sin desorden ni conversación, sintiendo que están en la presencia de Dios, que su ojo descansa sobre ellos y que deben obrar como si estuviesen en su presencia visible. Nadie se detenga en los pasillos para conversar o charlar, cerrando así el paso a los demás. Las dependencias de las iglesias deben ser investidas con sagrada reverencia. No debe hacerse de ellas un lugar donde encontrarse con antiguos amigos, y conversar e introducir pensamientos comunes y negocios mundanales. Estas cosas deben ser dejadas fuera de la iglesia. Dios y los ángeles han sido deshonrados por la risa ruidosa y negligente, y el ruido que se oyen en algunos lugares. 

Padres, elevad la norma del cristianismo en la mente de vuestros hijos; ayudadles a entretejer a Jesús en su experiencia; enseñadles a tener la más alta reverencia por la casa de Dios y a comprender que cuando entran en la casa del Señor deben hacerlo con corazón enternecido y subyugado por pensamientos como éstos: “Dios está aquí; esta es su casa. Debo tener pensamientos puros y los más santos motivos. No debo abrigar orgullo, envidias, celos, malas sospechas, odios ni engaño en mi corazón; porque vengo a la presencia del Dios santo. Este es el lugar donde Dios se encuentra con su pueblo y lo bendice. El Santo y Sublime, que habita la eternidad, me mira, escudriña mi corazón, y lee los pensamientos y los actos más secretos de mi vida”.. 

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Hermanos, ¿no queréis dedicar un poco de reflexión a este tema, y notar cómo os conducís en la casa de Dios, y qué esfuerzos estáis haciendo por precepto y ejemplo para cultivar la reverencia en vuestros hijos? Imponéis grandes responsabilidades al predicador y le hacéis responsable de las almas de vuestros hijos, pero no sentís vuestra propia responsabilidad como padres e instructores ni obráis como Abraham en cuanto a ordenar vuestra casa después de vosotros, para que guarden los estatutos del Señor. Vuestros hijos e hijas se corrompen por vuestro ejemplo y preceptos relajados; y no obstante esta falta de preparación doméstica, esperáis que el ministro contrarreste vuestra obra diaria y cumpla la admirable hazaña de educar sus corazones y sus vidas en la virtud y la piedad. Después que el predicador ha hecho todo lo que puede por la iglesia mediante amonestación fiel y afectuosa, disciplina paciente y ferviente oración para rescatar y salvar el alma, y no tiene, sin embargo, éxito, los padres y las madres con frecuencia le echan la culpa de que sus hijos no se conviertan, cuando puede deberse a su propia negligencia. 

La carga incumbe a los padres; ¿asumirán ellos la obra que Dios les ha confiado y la harán con fidelidad? ¿Avanzarán ellos y subirán, trabajando de una manera humilde, paciente y perseverante, para alcanzar ellos mismos la exaltada norma y llevar a sus hijos consigo? No es extraño que nuestras iglesias sean débiles, y que no tengan esa piedad profunda y ferviente que debieran tener. Nuestras costumbres actuales, que deshonran a Dios y rebajan lo sagrado y celestial al nivel de lo común, nos resultan contrarias. Tenemos una verdad sagrada, santificadora, que nos prueba; y si nuestros hábitos y prácticas no están de acuerdo con la verdad, pecamos contra una gran luz y somos proporcionalmente culpables. La suerte de los paganos será mucho más tolerable que la nuestra en el día de la justicia retributiva de Dios. 

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Podría hacerse una obra mucho mayor que la que estamos haciendo ahora en cuanto a reflejar la luz de la verdad. Dios espera que llevemos mucho fruto. Espera mayor celo y fidelidad, esfuerzos más afectuosos y fervientes, de parte de los miembros individuales de la iglesia en favor de sus vecinos y de los que no están en Cristo. Los padres deben empezar su obra en un alto plano de acción. Todos los que llevan el nombre de Cristo deben revestirse de toda la armadura, suplicar y amonestar a las almas y tratar de rescatarlas del pecado. Inducid a todos aquellos a quienes podáis a escuchar la verdad en la casa de Dios. Debemos hacer mucho más de lo que estamos haciendo para arrancar a las almas del fuego. 

Es demasiado cierto que la reverencia por la casa de Dios ha llegado casi a extinguirse. No se disciernen las cosas y los lugares sagrados, ni se aprecia lo santo y lo exaltado. ¿No falta en nuestra familia la piedad ferviente? ¿No se deberá a que se arrastra en el polvo el alto estandarte de la religión? Dios dio a su antiguo pueblo reglas de orden, perfectas y exactas. ¿Ha cambiado su carácter? ¿No es él el Dios grande y poderoso que rige en el cielo de los cielos? ¿No sería bueno que leyésemos con frecuencia las instrucciones dadas por Dios mismo a los hebreos, para que nosotros, los que tenemos la luz de la gloriosa verdad, imitemos su reverencia por la casa de Dios? Tenemos abundantes razones para conservar un espíritu ferviente y consagrado en el culto de Dios. Tenemos motivos para ser aun más reflexivos y reverentes en nuestro culto que los judíos. Pero un enemigo ha estado trabajando para destruir nuestra fe en el carácter sagrado del culto cristiano. 

El lugar dedicado a Dios no debe ser un lugar donde se realizan transacciones comerciales mundanales. Si los niños se reúnen para adorar a Dios en una pieza que se usa durante la semana como escuela o almacén, serán más que humanos si no mezclan con sus pensamientos de devoción los recuerdos de sus estudios o de las cosas que sucedieron allí durante la semana. La educación y preparación de los jóvenes debe ser de un carácter que ensalce las cosas sagradas y estimule la devoción pura a Dios en su casa. Muchos de los que profesan ser hijos del Rey celestial no tienen verdadero aprecio por el carácter sagrado de las cosas eternas. Casi todos necesitan que se les enseñe a conducirse en la casa de Dios. Los padres no deben sólo enseñar, sino ordenar a sus hijos que entren en el santuario con seriedad y reverencia. 

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El gusto moral de los que adoran en el santo santuario de Dios debe ser elevado, refinado y santificado. Esto se ha descuidado tristemente. Su importancia se ha pasado por alto, y como resultado han prevalecido el desorden y la irreverencia, y Dios ha sido deshonrado. Cuando los dirigentes de la iglesia, ministros y miembros, padres y madres, no tienen opiniones elevadas sobre el asunto, ¿qué se puede esperar de los niños inexpertos? Con demasiada frecuencia se los encuentra en grupos, separados de los padres que debieran encargarse de ellos. No obstante estar en la presencia de Dios, y bajo su mirada, son livianos y triviales, cuchichean y ríen, son descuidados, irreverentes y desatentos. Rara vez se les indica que el ministro es el embajador de Dios, que el mensaje que trae es uno de los medios designados por Dios para salvar a las almas, y que para todos los que tienen el privilegio de ser puestos a su alcance, será sabor de vida para vida o de muerte para muerte. 

La mente delicada y susceptible de los jóvenes forma su concepto de las labores de los siervos de Dios por la manera en que sus padres las tratan. Muchas cabezas de familias le pasan revista al culto cuando llegan a casa, aprobando algunas cosas y condenando otras. Así se critica y pone en duda el mensaje de Dios a los hombres, y se lo hace tema de liviandad. ¡Sólo los libros del cielo revelarán qué impresiones hacen sobre los jóvenes estas observaciones descuidadas e irreverentes! Los niños ven y comprenden estas cosas mucho más rápidamente de lo que puedan pensar los padres. Sus sentidos morales quedan mal encauzados, cosa que el tiempo nunca podrá cambiar completamente. Los padres se lamentan por la dureza de corazón de sus hijos, y por lo difícil que es despertar su sensibilidad moral para que respondan a los requerimientos de Dios. 

Pero los libros del cielo llevan, anotada por una pluma que no se equivoca, la verdadera causa. Los padres no estaban convertidos. No estaban en armonía con el cielo ni con la obra del cielo. Sus ideas bajas y vulgares del carácter sagrado del ministerio y del santuario de Dios se reprodujeron en la educación de sus hijos. Es de dudar que alguno que haya estado durante años bajo la influencia agostadora de la instrucción doméstica pueda ya tener una reverencia sensible y alta consideración por el ministerio de Dios y por los agentes que él designó para la salvación de las almas. Debemos hablar de estas cosas con reverencia, con lenguaje decoroso y delicada susceptibilidad, a fin de demostrar a todos los que se asocian con nosotros que consideramos el mensaje de los siervos de Dios como mensaje dirigido a nosotros por Dios mismo. 

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Padres, tened cuidado en cuanto al ejemplo y a las ideas que inculcáis a vuestros hijos. Sus mentes son plásticas y las impresiones se graban fácilmente en ellas. En lo que respecta al servicio del santuario, si el que habló tiene alguna mancha, temed mencionarlo. Hablad tan sólo de la buena obra que hace, de las buenas ideas que presentó, que debierais escuchar como procedentes del agente de Dios. Puede verse fácilmente por qué los niños reciben tan poca impresión del ministerio de la palabra, y por qué tienen tan poca reverencia para con la casa de Dios. Su educación ha sido deficiente al respecto. Sus padres necesitan comunión diaria con Dios. Sus propias ideas necesitan ser refinadas y ennoblecidas; sus labios necesitan ser tocados con carbón vivo del altar; entonces sus costumbres y sus prácticas en el hogar harán una buena impresión sobre la mente y el carácter de sus hijos. La norma de la religión se elevará mucho. Tales padres harán una gran obra por Dios. Tendrán menos apego a la tierra, menos sensualidad, y más refinamiento y fidelidad en el hogar. Su vida quedará investida de una solemnidad que difícilmente concibieron antes. No rebajarán al nivel de lo común nada de lo que pertenece al servicio y al culto de Dios.

Con frecuencia me apena, al entrar en la casa donde se adora a Dios, ver las ropas desaseadas de hombres y mujeres. Si el atavío exterior fuese indicio del corazón y el carácter, no habría por cierto nada celestial en ellos. No tienen verdadera idea del orden, el aseo y el comportamiento refinado que Dios requiere de todos los que se allegan a su presencia para adorarle. ¿Qué impresiones dejan estas cosas en los incrédulos y en los jóvenes, que son avizores para discernir y sacar sus conclusiones? 

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En la mente de muchos, no hay más pensamientos sagrados relacionados con la casa de Dios que con el lugar más común. Algunos entran en el local de culto con el sombrero puesto y ropas sucias. Los tales no se dan cuenta de que han de encontrarse con Dios y los santos ángeles. Debe haber un cambio radical al respecto en todas nuestras iglesias. Los predicadores mismos necesitan elevar sus ideas, tener una susceptibilidad más delicada al respecto. Es una característica de la obra que ha sido tristemente descuidada. A causa de la irreverencia en la actitud, la indumentaria y el comportamiento, por falta de una disposición a adorarle, Dios ha apartado con frecuencia su rostro de aquellos que se habían congregado para rendirle culto. 

Debe enseñarse a todos a ser aseados, limpios y ordenados en su indumentaria, pero sin dedicarse a los asuntos exteriores que son completamente impropios para el santuario. No debe haber ostentación de trajes; porque esto estimula la irreverencia. Con frecuencia la atención de la gente queda atraída por esta o aquella hermosa prenda, y así se infiltran pensamientos que no debieran tener cabida en el corazón de los adoradores. Dios ha de ser el tema del pensamiento y el objeto del culto; y cualquier cosa que distraiga la mente del servicio solemne y sagrado le ofende. La ostentación de cintas y moños, frunces y plumas, y adornos de oro y plata, es una especie de idolatría, y resulta completamente impropia para el sagrado servicio de Dios, donde cada adorador debe procurar sinceramente glorificarle. 

En todos los asuntos de la indumentaria, debemos ser estrictamente cuidadosos y seguir muy de cerca las reglas bíblicas. La moda ha sido la diosa que ha regido el mundo, y con frecuencia se insinúa en la iglesia. La iglesia debe hacer de la Palabra de Dios su norma y los padres deben pensar inteligentemente acerca de este asunto. Cuando ven a sus hijos inclinarse a seguir las modas mundanas, deben, como Abraham, ordenar resueltamente a su casa tras sí. En vez de unirlos con el mundo, relacionadlos con Dios. Nadie deshonre el santuario de Dios por un atavío ostentoso. Dios y los ángeles están allí. El Santo de Israel ha hablado por medio de su apóstol: “El adorno de las cuales no sea exterior con encrespamiento del cabello, y atavío de oro, ni en compostura de ropas; sino el hombre del corazón que está encubierto, en incorruptible ornato de espíritu agradable y pacífico, lo cual es de grande estima delante de Dios”. 1 Pedro 3:3, 4. 

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