Testimonios para la Iglesia, Vol. 5, p. 565-573, día 323

Vuelvo a instaros acerca de la necesidad de cultivar la pureza en todo pensamiento, palabra y acción. Tenemos una responsabilidad individual delante de Dios, una obra individual que nadie puede hacer por nosotros; consiste en hacer mejor el mundo por los preceptos, el esfuerzo personal y el ejemplo. Aunque debemos cultivar la sociabilidad, no debe ser meramente para divertirnos, sino con un propósito. Hay almas que salvar. Acercaos a ellas por el esfuerzo personal. Abrid vuestras puertas a los jóvenes que están expuestos a la tentación. El mal los invita por todas partes. Tratad de interesarlos. Si ellos están llenos de defectos, tratad de corregir estos errores. No os mantengáis separados de ellos, sino antes acercaos a ellos. Traedlos a vuestros hogares; invitadlos a vuestro culto familiar. Hay una obra que miles necesitan que sea hecha por ellos. De todo árbol del huerto de Satanás cuelgan frutas tentadoras y venenosas, y se pronuncia una maldición sobre todos los que las desprendan y coman. Recordemos los requerimientos de Dios para con nosotros en cuanto a hacer clara, brillante y atrayente la senda del cielo, a fin de que arrebatemos almas de los destructivos ensalmos de Satanás. 

Dios nos ha dado la razón para que la usemos con propósito noble. Estamos aquí como quienes son probados para la vida futura. Es un período demasiado solemne para que alguno de nosotros sea descuidado o avance con incertidumbre. Nuestro trato con otros debe caracterizarse por la sobriedad y el ánimo celestial. Nuestra conversación debe girar sobre cosas celestiales. “Entonces los que temen a Jehová hablaron cada uno a su compañero; y Jehová escuchó y oyó, y fue escrito libro de memoria delante de él para los que temen a Jehová, y para los que piensan en su nombre. Y serán para mí especial tesoro, ha dicho Jehová de los ejércitos, en el día que yo tengo de hacer: y perdonarélos como el hombre que perdona a su hijo que le sirve”. Malaquías 3:16, 17. 

¿Hay algo más digno de embargar la mente que el plan de la redención? Este es un tema inagotable. El amor de Jesús, la salvación ofrecida por este amor infinito al hombre caído, la santidad del corazón, la verdad preciosa y salvadora para estos postreros días, la gracia de Cristo: éstos son temas que pueden animar el alma, y hacer sentir a los puros de corazón aquel gozo que los discipulos sintieron cuando Jesús vino y anduvo con ellos mientras viajaban a Emaús. El que ha concentrado sus afectos en Cristo apreciará esta clase de asociación santificada, y recibirá fuerza divina por un trato tal; pero el que no tiene aprecio por esta clase de conversación prefiere hablar de insensateces sentimentales, se ha alejado de Dios, y va muriendo para las aspiraciones altas y nobles. Los tales interpretan lo sensual y terrenal como si fuese celestial. Cuando la conversación es de carácter frívolo y es una desasosegada búsqueda de simpatía y aprecio humano, brota de un sentimentalismo amoroso enfermizo, y ni los jóvenes ni los hombres de canas están seguros. Cuando la verdad de Dios sea un principio permanente en el corazón, se asemejará a una fuente viva. Pueden hacerse tentativas para reprimirla, pero brotará en otro lugar; si está allí no puede ser reprimida. Cuando la verdad está en el corazón es un manantial del vida. Refresca a los cansados, y refrena los pensamientos y las palabras viles. 

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¿No están sucediendo bastantes cosas en derredor nuestro para mostrarnos los peligros que asedian nuestra senda? Por doquiera vemos náufragos de la humanidad, el culto familiar descuidado, hogares quebrantados. Hay un extraño abandono de los principios buenos, un rebajamiento de la norma de moralidad; están aumentando rápidamente los pecados que atrajeron los juicios de Dios sobre la tierra en ocasión del diluvio y la destrucción de Sodoma por el fuego. Nos estamos acercando al fin. Dios ha soportado largo tiempo la perversidad, pero su castigo no es menos seguro. Apártense de toda iniquidad los que profesan ser la luz del mundo. Vemos manifestado contra la verdad el mismo espíritu que se vio en el tiempo de Cristo. Por falta de argumentos bíblicos, los que anulan la ley de Dios fabricarán mentiras para manchar y ennegrecer a los obreros. Así lo hicieron con el Redentor del mundo; y así harán con quienes le sigan. Serán presentados como verdad informes que no tienen el menor fundamento.

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Dios ha bendecido a sus hijos que guardan sus mandamientos, y toda la oposición y las mentiras que hayan de arrostrar no harán sino fortalecer a los que defienden con firmeza la fe una vez dada a los santos. Pero si los que profesan ser depositarios de la ley de Dios vienen a ser transgresores de esa ley, el Señor les retirará su cuidado protector, y muchos caerán por la perversidad y la licencia. Entonces nos veremos de veras incapacitados para subsistir delante de nuestros enemigos. Pero si los suyos permanecen separados y distintos del mundo, como linaje que hace justicia, Dios será su defensa, y no habrá armas forjadas contra ellos que prosperen. 

En vista de los peligros de este tiempo, y como pueblo que guarda los mandamientos de Dios, ¿no habremos de apartar de nosotros todo pecado, toda iniquidad, toda perversidad? ¿No habrán de vigilarse estrictamente a sí mismas las mujeres que profesan la verdad, a fin de no estimular la menor familiaridad injustificable? Pueden cerrar muchas puertas de tentación si observan en toda ocasión una reserva estricta y una conducta apropiada. Hallen los hombres un ejemplo en la vida de José, y manténganse firmes por los buenos principios, por intensamente tentados que se vean. Debemos ser hombres y mujeres fuertes por lo recto. Hay en derredor nuestro quienes son débiles en fuerza moral. Necesitan estar en compañía de los que son firmes, y cuyo corazón está íntimamente ligado al corazón de Cristo. Los principios de cada uno serán probados. Hay quienes se exponen a la tentación como un insensato a la corrección de la vara. Invitan al enemigo a tentarlos. Se enervan, son debilitados en poder moral, y el resultado es vergüenza y confusión. 

¡Cuán despreciables son a la vista de un Dios santo los que profesan vindicar su ley, y sin embargo violan sus preceptos! Traen oprobio a la preciosa causa y dan a los oponentes de la verdad ocasión de triunfar. Nunca debiera obliterarse la marca de distinción entre los que siguen a Jesús y los que siguen a Satanás. Hay una línea clara trazada por Dios mismo entre el mundo y la iglesia, entre los que observan los mandamientos y los que los violan. No se fusionan, son tan diferentes como el mediodía de la medianoche: diferentes en sus gustos, sus propósitos, su carácter. Si cultivamos el amor de Dios y el temor de Jehová, rechazaremos la menor aproximación a la impureza. 

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El Señor atraiga las almas a sí mismo y les imparta individualmente un sentido de su responsabilidad de formar un carácter tal que Cristo no se avergüence de llamarlos hermanos. Elevad la norma, y la bendición celestial será pronunciada sobre vosotros en aquel día en que cada uno recibirá según las acciones hechas por el cuerpo. Los que trabajan para Dios deben vivir como a su vista, y estar constantemente desarrollándose en carácter, en verdadera virtud y piedad. Su mente y corazón deben estar tan cabalmente dominados por el Espíritu de Cristo, y tan embargados por la solemnidad del mensaje sagrado que tienen que llevar, que todo pensamiento, acción y motivo estarán muy por encima de lo terrenal y sensual. Su felicidad no consistirá en las complacencias prohibidas y egoístas, sino en Jesús y su amor. 

Mi oración es: “¡Oh Señor, unge los ojos de tu pueblo, para que discierna entre el pecado y la santidad, entre la contaminación y la justicia, y salga al fin vencedor!” 

El amor por los que yerran

Cristo vino a poner la salvación al alcance de todos. Sobre la cruz del Calvario pagó el precio infinito de la redención de un mundo perdido. Su abnegación y sacrificio propio, su labor altruista, su humillación, sobre todo la ofrenda de su vida, atestiguan la profundidad de su amor por el hombre caído. Vino a esta tierra a buscar y salvar a los perdidos. Su misión estaba destinada a los pecadores: de todo grado, de toda lengua y nación. Pagó el precio para rescatarlos a todos y conseguir que se le uniesen y simpatizasen con él. Los que más yerran, los más pecaminosos, no fueron pasados por alto; sus labores estaban especialmente dedicadas a aquellos que más necesitaban la salvación que él había venido a ofrecer. Cuanto mayores eran sus necesidades de reforma, más profundo era el interés de él, mayor su simpatía, y más fervientes sus labores. Su gran corazón lleno de amor se conmovió hasta lo más profundo en favor de aquellos cuya condición era más desesperada, de aquellos que más necesitaban su gracia transformadora. 

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En la parábola de la oveja perdida se representa el maravilloso amor de Cristo por los que yerran, los vagabundos. No prefiere quedar con aquellos que aceptan su salvación, otorgándoles todos sus esfuerzos y recibiendo su gratitud y amor. El verdadero pastor abandona el rebaño que le ama, y va al desierto, soporta penurias y arrostra peligros y muerte, a fin de buscar y salvar la oveja que se extravió del redil, y que va a perecer si no se la trae de vuelta. Cuando después de diligente búsqueda halla a la oveja perdida, el pastor, aunque cansado, dolorido y hambriento, no deja que esa oveja débil le siga ni la arrea, sino que la recoge en sus brazos, y poniéndola sobre sus hombros, la lleva al redil. Luego invita a sus vecinos a regocijarse con él por haber recobrado la oveja perdida. 

La parábola del hijo pródigo y la de la dracma perdida, enseñan la misma lección. Cada alma que está especialmente en peligro por haber caído en la tentación causa pena al corazón de Cristo, y obtiene su más tierna simpatía y labor más ferviente. Siente más gozo por cada pecador que se arrepiente que por los noventa y nueve que no necesitan arrepentimiento. 

Estas lecciones son para nuestro beneficio. Cristo ha ordenado a sus discípulos que cooperen con él en su obra y que se amen unos a otros como él los ha amado. La agonía que sufrió en la cruz atestigua el valor que atribuye al alma humana. Todos los que aceptan esta gran salvación se comprometen a ser colaboradores con él. Nadie debe considerarse como favorito especial del cielo ni concentrar su interés y atención en sí mismo. Todos los que se han alistado en el servicio de Cristo han de trabajar como él trabajó, y han de amar como él amó a los que están en ignorancia y pecado. 

Pero entre nosotros como pueblo hace falta una simpatía profunda y ferviente, que conmueva el alma, y necesitamos tener amor por los tentados y los que yerran. Muchos han manifestado gran frialdad y la negligencia pecaminosa que Cristo representó por medio del hombre que se pasó de un lado; se han mantenido tan alejados como podían de aquellos que necesitan ayuda. El alma recién convertida tiene con frecuencia fieros conflictos con costumbres arraigadas, o con alguna forma especial de tentación, y, siendo vencida por alguna pasión o tendencia dominante, comete a veces alguna indiscreción o un mal verdadero. Entonces es cuando se requieren energía, tacto y sabiduría de parte de sus hermanos, a fin de que pueda serle devuelta la salud espiritual. A tales casos se aplican las instrucciones de la Palabra de Dios: “Hermanos, si alguno fuere tomado en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restaurad al tal con el espíritu de mansedumbre; considerándote a ti mismo, porque tú no seas también tentado”. “Así que, los que somos más firmes debemos sobrellevar las flaquezas de los flacos, y no agradarnos a nosotros mismos” Gálatas 6:1; Romanos 15:1. 

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¡Pero cuán poco de la compasiva ternura de Cristo manifiestan los que profesan seguirle! Cuando uno yerra, con frecuencia los otros se sienten con libertad para hacer aparecer el caso tan malo como sea posible. Los que son tal vez culpables de pecados tan grandes en otra dirección tratan a su hermano con severidad cruel. Los errores cometidos por ignorancia, irreflexión o debilidad, son exagerados hasta presentarse como pecados voluntarios y premeditados. Al ver a las almas extraviarse, algunos cruzan las manos y dicen: “Ya le dije. Sabía que no se podía fiar en ellas”. Así adoptan la actitud de Satanás, regocijándose en espíritu de que sus malas sospechas resultaron correctas. 

Debemos esperar encontrar y tolerar grandes imperfecciones en aquellos que son jóvenes inexpertos. Cristo nos ha invitado a tratar de restaurar a los tales con espíritu de mansedumbre, y nos tiene por responsables si seguimos una conducta que los impulse al desaliento, a la desesperación y la ruina. A menos que cultivemos diariamente la preciosa planta del amor, estamos en peligro de volvernos estrechos y fanáticos, faltos de simpatía y criticones, estimándonos justos cuando distamos mucho de ser aprobados por Dios. Algunos son descorteses, bruscos y rudos. Son como erizos de castañas; pinchan cuando quiera que se les toque. Los tales causan un daño incalculable representando falsamente a nuestro amante Salvador. 

Debemos alcanzar una norma más elevada o seremos indignos de llamarnos cristianos. Para salvar a los que yerran, debemos cultivar el espíritu con que Cristo trabajó. Ellos le son tan caros como nosotros. Son igualmente capaces de ser trofeos de su gracia y herederos del reino. Pero están expuestos a las trampas del astuto enemigo, expuestos al peligro y a la contaminación, y sin la gracia salvadora de Cristo, a la ruina segura. Si nosotros considerásemos este asunto en su debida luz, ¡cómo se vivificaría nuestro celo, se multiplicarían nuestros esfuerzos fervientes y abnegados, a fin de acercarnos a aquellos que necesitan nuestra ayuda, nuestras oraciones, nuestra simpatía y nuestro amor! 

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Consideren aquellos que han sido remisos en esta obra la orden del gran mandamiento: “Amarás a tu prójimo como a tí mismo”. Mateo 22:39. Esta obligación recae sobre todos. Se requiere de todos que trabajen para disminuir los males y multiplicar las bendiciones de sus semejantes. Si somos fuertes para resistir la tentación estamos bajo mayor obligación de ayudar a los que son débiles y ceden a ella. Si tenemos conocimiento, debemos instruir al ignorante. Si Dios nos ha bendecido con bienes de este mundo, es nuestro deber socorrer a los pobres. Debemos trabajar para beneficio de los demás. Que todos los que están dentro de la esfera de nuestra influencia participen de cualquier excelencia que poseamos. Nadie debe contentarse con alimentarse del pan de vida sin compartirlo con los que le rodean. 

Viven tan sólo para Cristo y honran su nombre aquellos que son fieles a su Maestro, tratando de salvar lo que se había perdido. La piedad genuina se manifestará ciertamente mediante el anhelo profundo y la ferviente labor del Salvador crucificado para salvar a aquellos por quienes murió. Si nuestro corazón está enternecido y subyugado por la gracia de Cristo, si está iluminado con un sentido de la bondad y el amor de Dios, habrá un flujo natural de amor, simpatía y ternura hacia los demás. La verdad ejemplificada en la vida ejercerá su poder, como la levadura oculta, en todos aquellos con quienes sea puesta en contacto.

Dios dispuso que para crecer en la gracia y el conocimiento de Cristo, los hombres deben seguir su ejemplo y trabajar como él trabajó. Ello requerirá con frecuencia una lucha para dominar nuestros propios sentimientos y para refrenarlos de hablar de una manera que desaliente a los que están luchando con la tentación. Una vida de oración y alabanza diarias, una vida que derrame luz sobre la senda de los demás, no puede mantenerse sin esfuerzo ferviente. Pero un esfuerzo tal dará preciosos frutos, bendiciones para el receptor y para el dador.

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El espíritu de labor abnegada en favor de otros da al carácter profundidad, estabilidad y amabilidad como las de Cristo, infunde paz y felicidad a su poseedor. Las aspiraciones son elevadas. No hay cabida para la pereza o el egoísmo. Los que ejercitan las gracias cristianas crecerán. Tendrán nervios y músculos espirituales y serán fuertes para trabajar por Dios. Tendrán claras percepciones espirituales, una fe constante y creciente, y poder prevaleciente en la oración. Los que velan por las almas, los que se consagran plenamente a la salvación de los que yerran, están ciertamente obrando su propia salvación. 

Pero ¡cuánto se ha descuidado esta obra! Si los pensamientos y los afectos fuesen dedicados completamente a Dios, ¿pensáis que se abandonarían sin cuidado ni sentimiento, como ha sucedido, las almas que están en el error, expuestas a las tentaciones de Satanás? ¿No se harían mayores esfuerzos, con el amor y la sencillez de Cristo, para salvar a los que vagan perdidos? Todos los que están verdaderamente consagrados a Dios se dedicarán con el mayor celo a la obra por la cual él ha hecho más, por la cual ha hecho un sacrificio infinito: la obra de salvar a las almas. Tal es la obra especial que ha de ser apreciada y sostenida, sin dejarla nunca flaquear. 

Dios llama a sus hijos a despertar y a salir de la atmósfera frígida en la cual han estado viviendo, a sacudir las impresiones e ideas que helaron los impulsos del amor y los mantuvieron en inactividad egoísta. Los invita a subir de su nivel bajo y terrenal y respirar en la clara y asoleada atmósfera del cielo. 

Nuestros cultos deben ser ocasiones sagradas y preciosas. La reunión de oración no es un lugar donde los hermanos han de censurarse y condenarse unos a otros, donde haya sentimientos desprovistos de bondad y discursos duros. Cristo será ahuyentado de las asambleas donde este espíritu se manifieste, y Satanás vendrá para dirigir. No debe dejarse penetrar nada que sepa a un espíritu anticristiano, falto de amor, porque ¿no nos congregamos para pedir misericordia y perdón del Señor? El Salvador ha dicho claramente: “Con el juicio con que juzgáis, seréis juzgados; y con la medida con que medís, os volverán a medir”. Mateo 7:2. ¿Quién puede subsistir delante de Dios y presentar un carácter sin defecto, una vida sin mancha? ¿Cómo puede, pues, atreverse alguno a criticar y condenar a sus hermanos? Aquellos que pueden esperar salvación únicamente por los méritos de Cristo, que deben buscar perdón por la virtud de su sangre, están bajo la más solemne obligación de manifestar amor, piedad y perdón hacia sus compañeros de pecado. 

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Hermanos, a menos que aprendáis a respetar el lugar de devoción, no recibiréis la bendición de Dios. Podéis rendirle una forma de adoración, pero no será un servicio espiritual. “Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre”,-dice Jesús-, “allí estoy en medio de ellos”. Mateo 18:20. Todos deben sentir que están en la presencia divina, y en vez de espaciarse en las faltas y errores de los demás, deben escudriñar diligentemente su propio corazón. Si tenéis que confesar vuestros propios pecados, cumplid con vuestro deber, y dejad a los demás hacer el suyo.

Cuando seguís vuestra propia dureza de carácter y manifestáis un espíritu rudo e insensible, estáis repeliendo a los mismos que debierais ganar. Vuestra dureza destruye su amor por la congregación, y con demasiada frecuencia termina por ahuyentarlos de la verdad. Debierais daros cuenta de que vosotros mismos estáis bajo la reprensión de Dios. Mientras condenáis a otros, el Señor os condena a vosotros. Debéis confesar vuestra conducta anticristiana. Obre el Señor en el corazón de cada miembro de la iglesia, hasta que su gracia transformadora se revele en la vida y el carácter. Entonces, cuando os congreguéis, no será para criticaros unos a otros, sino para hablar de Jesús y su amor.

Nuestras reuniones deben hacerse intensamente interesantes. Deben estar impregnadas por la misma atmósfera del cielo. No haya discursos largos y áridos ni oraciones formales simplemente para ocupar el tiempo. Todos deben estar listos para hacer su parte con prontitud, y cuando han cumplido su deber la reunión debe clausurarse. Así el interés será mantenido hasta el final. Esto es ofrecer a Dios un culto aceptable. Su servicio debe ser hecho interesante y atrayente, y no dejarse que degenere en una forma árida. Debemos vivir por Cristo minuto tras minuto, hora tras hora y día tras día. Entonces Cristo morará en nosotros, y cuando nos reunamos, su amor estará en nuestro corazón, y al brotar como un manantial en el desierto, refrescará a todos y dará a los que están por perecer avidez por beber las aguas de vida. 

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