Deben hacerse para los pequeños grupos que aceptan la verdad arreglos tales que aseguren la prosperidad de la iglesia. Puede designarse a un hombre para que dirija durante una semana o un mes, luego a otro dirigente durante algunas semanas; y así diferentes personas serán alistadas en la obra, y después de una prueba apropiada, alguien debe ser elegido por acuerdo de la iglesia, para que sea el dirigente reconocido, aunque nunca habrá de ser elegido por más de un año. Luego se puede elegir a otro, o él mismo puede ser reelegido, si su servicio ha resultado en bendición para la iglesia. El mismo principio ha de seguirse al elegir a otros hombres para diferentes puestos de responsabilidad, como los cargos de la Asociación. No deben elegirse como presidentes de las asociaciones hombres que no han sido probados. Muchos no ejercen el debido discernimiento en estos asuntos importantes, que entrañan intereses eternos.
Profesamos ser depositarios de la ley de Dios; aseveramos tener mayor luz, y procuramos una norma más alta que la de cualquiera de los otros pueblos de esta tierra; por lo tanto debemos manifestar mayor perfección de carácter y más fervorosa devoción. Un mensaje muy solemne ha sido confiado a los que han recibido la luz de la verdad presente. Nuestra luz debe resplandecer para iluminar la senda de los que están en tinieblas. Como miembros de la iglesia visible y obreros en la viña del Señor, todos los que profesan el cristianismo deben hacer cuanto pueden para conservar la paz, la armonía y el amor en la iglesia. Tomemos nota de la oración de Cristo: “Para que todos sean una cosa; como tú, oh Padre en mí, y yo en ti, que también ellos sean en nosotros una cosa; para que el mundo crea que tú me enviaste”. Juan 17:21. La unidad de la iglesia es la evidencia convincente de que Dios ha enviado al mundo a Jesús como su Redentor. Este es un argumento que los mundanos no pueden controvertir. Por lo tanto, Satanás está obrando constantemente para impedir esta unión y armonía, a fin de que los incrédulos, al presenciar la apostasía, la disensión y la contienda entre los que profesan ser cristianos, se disgusten con la religión y sean confirmados en su impenitencia. Dios queda deshonrado por aquellos que profesan la verdad, mientras están en divergencia y enemistad unos con otros. Satanás es el gran acusador de los hermanos y todos los que participan de esta obra se hallan alistados en su servicio.
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Profesamos tener más verdad que las otras denominaciones; pero si esto no nos lleva a una mayor consagración, a una vida más pura y santa, ¿de qué beneficio nos resulta? Sería mejor para nosotros no haber visto nunca la luz de la verdad que profesar aceptarla y no ser santificados por ella.
A fin de determinar cuán importantes son los intereses que entraña la conversión del alma del error a la verdad, debemos apreciar el valor de la inmortalidad; debemos comprender cuán terribles son los dolores de la segunda muerte; debemos apreciar el honor y la gloria que aguardan a los redimidos, y entender lo que es vivir en la presencia de Aquel que murió para que pudiese elevar y ennoblecer a los hombres, y dar al vencedor una diadema real.
Las mentes finitas no pueden estimar plenamente el valor de un alma. ¿Con cuánta gratitud recordarán los rescatados y glorificados a los que hayan sido instrumentos de su salvación! Nadie lamentará entonces sus esfuerzos abnegados y labores perseverantes, su paciencia, longanimidad y fervientes anhelos por las almas que podrían haberse perdido si hubiese descuidado su deber o se hubiese cansado de hacer el bien.
Entonces los que sean dignos de ir vestidos de blanco se hallarán reunidos en el redil del gran Pastor. Desde su trono, el Cordero saludará al obrero fiel y al alma salvada por su labor y los conducirá al árbol de la vida y a la fuente de aguas vivas. ¡Con qué gozo contemplará el siervo de Cristo a esos redimidos, que podrán compartir la gloria de su Redentor! ¡Cuánto más precioso será el cielo para los que hayan sido fieles en la obra de salvar almas! “Y los entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamento; y los que enseñan la justicia a la multitud, como las estrellas a perpetua eternidad”. Daniel 12:3.
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Una carta
Estimado hermano O,Recibí su carta, y no es preciso que le exprese a usted la tristeza de mi corazón por causa del cambio repentino que usted ha experimentado. Al repasar su historia pasada, me viene a la memoria su experiencia en el Estado de Colorado, sus reflexiones mientras se encontraba sobre aquella roca de la cual parecía imposible descender, el recobro parcial de su fe, sus tentaciones a través de falsas y ambiciosas esperanzas de ganar más importancia apartado de nuestro pueblo que formando parte de él, su desilusión, su encomiable decisión de mantenerse en silencio, las oraciones y la simpatía del pueblo de Dios que ascendían al cielo en su favor, y mi ruego constante: “No lo dejen solo, sino hagan todos los esfuerzos posibles para salvarlo. Está engañado; no está afianzado en Dios”.
Recuerdo la última vez que anduve en coche con su esposa antes de que ella falleciese. Se preocupaba por usted y por sus hijos. Dijo que temblaba por el futuro de sus hijos y el escepticismo de su esposo. “Si yo muero” -declaró ella-, “y él abandona la fe y hace que mis niños abandonen el sábado, ¡cuán terrible sería después que él ha recibido una luz tan grande y tantas evidencias! Por esta razón me aferro a la vida. No existe dentro de su alma esa profunda, íntima obra que le pueda servir de ancla cuando lleguen las tentaciones. Oh, hermana White, es por las almas de mi esposo y de mis hijos que yo me he asido de la vida. Y quiero decirle aquí mismo que estoy arrepentida de corazón porque no recibí con otro espíritu el testimonio que nos fue dado a mí y a mi esposo. Me doy cuenta ahora que era el mensaje que precisamente necesitábamos; y si lo hubiésemos aceptado, nos hubiera puesto a los dos en una posición espiritual mucho mejor de la que hemos estado por algún tiempo. Ambos éramos altivos de espíritu, y desde aquel tiempo yo he sentido deseos de evitarla a usted, porque me parecía que usted no tenía fe o confianza en nosotros. Pero durante los pocos meses que han pasado, todo esto ha desaparecido y he sentido la misma confianza, la misma estrecha simpatía y el amor que había tenido por usted en tiempos pasados; pero sé que mi esposo no comparte los mismos sentimientos, y no tiene mucho sentido que yo me ponga a discutir estas cosas con él. Estoy demasiado débil para exponerle las cosas tal como las pienso, y él está muy encerrado en sus ideas y sentimientos; pero quería decirle que yo tengo una fe completa en los testimonios y en su obra, y por mucho tiempo he estado deseando tener la oportunidad de decirle esto, y ahora me siento libre para hacerlo. ¿Me perdona por los sentimientos y palabras expresados contra usted? He contristado el Espíritu de Dios y a veces sentí que él me había abandonado; pero no tengo estos sentimientos ahora, ni tampoco los he tenido por mucho tiempo. Nunca me había dado cuenta del peligro de expresar la incredulidad como durante las últimas semanas que han pasado. Temo por mi marido porque él expresa la incredulidad; y me temo que él lo abandone todo y se convierta en un ateo. Oh, ¡cuánto anhelo poder ayudarlo!”
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Hermano O, cuando usted me dijo que su esposa murió no creyendo en los testimonios, no lo contradije; pero pensé que no me había dicho la verdad. Luego decidí que usted estaba en gran oscuridad, porque tengo en mi poder una carta que ella me escribió, en la cual me decía que ella tenía plena confianza en los testimonios y que se daba cuenta que decían la verdad con respecto a usted y a ella. Yo asistí al campestre en _____, y usted estaba presente. En aquella ocasión tuvo usted una experiencia que hubiese sido de valor perdurable, si se hubiera mantenido humilde ante Dios como en aquel tiempo. Entonces usted humilló su corazón y puesto de rodillas me pidió que lo perdonara por las cosas que había dicho en cuanto a mí y la obra que hago. Dijo: “No se puede imaginar cuán severamente he hablado contra usted”. Le aseguré que yo lo perdonaba sin reserva, como esperaba que Cristo me perdonase a mí mis propios pecados y errores. En presencia de varias personas usted declaró que había dicho muchas cosas para ocasionarme daño; todas las cuales le aseguré que yo le perdonaba libremente, porque no eran contra mí. Ninguna de estas cosas era contra mí; yo era sencillamente una sierva que llevaba el mensaje que Dios me daba. No era a mí personalmente contra quien usted se levantaba; era el mensaje que Dios le enviaba por medio de un humilde instrumento. Fue a Cristo a quien causó daño, no a mí. Le dije: “No quiero que usted me confiese a mí. Arregle todas las cosas entre su alma y Dios, y todo quedará bien entre usted y yo”. Usted malinterpretó del todo algunas de las expresiones que le fueron dirigidas por escrito. Y después de leerlas detenidamente una vez más, dijo que no eran como había pensado, y se hicieron las paces. Después de esta entrevista, dijo que nunca había experimentado lo que era la conversión, pero que había nacido de nuevo, que se había convertido por primera vez. Podía decir que amaba a sus hermanos; su corazón estaba libre y feliz, se daba cuenta de la santidad de la obra como nunca antes; y sus cartas expresaban el cambio profundo que el Espíritu de Dios había obrado.
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Y sin embargo, yo sabía que usted volvería a dar los mismos pasos y que sería puesto a prueba con respecto a los mismos puntos que anteriormente ocasionaran su fracaso. De la misma manera hizo Dios con los hijos de Israel; así lo ha hecho con sus hijos en todas las épocas. Los probará donde fracasaron anteriormente; los probará, y si fracasan bajo la prueba la segunda vez, los vuelve a someter a la misma prueba una vez más.
El corazón me duele cada vez que pienso en usted; mi alma se entristece de verdad. Toda alma es de valor porque ha sido comprada por la preciosa sangre de Jesucristo. A veces pienso que nosotros no apreciamos debidamente lo que fue comprado por la sangre de Jesucristo, a saber, la redención del alma. Cuando considero el precio infinito pagado por la redención de almas individuales, pienso: “¿Qué si esa alma finalmente se pierde? ¿Qué si rehusa ser un alumno en la escuela de Cristo y deja de practicar la mansedumbre, la humildad, y no lleva sobre sí el yugo de Cristo?” Esto, mi hermano, ha sido su mayor fracaso. Si se hubiera consultado menos a sí mismo y hubiera hecho de Jesús su consejero, sería usted ahora poderoso en gracia y en el conocimiento de Jesucristo. No se ha unido en yugo con Cristo; no ha sido lleno de su Espíritu. Oh, ¡cuánto necesita que se imponga el molde divino sobre su carácter!
Cuando consideramos nuestras ventajas superiores, y sabiendo que seremos juzgados por la luz y los privilegios que el Señor nos ha concedido, hay mucho por lo cual tenemos que rendir cuenta. No podemos reclamar que hemos sido menos favorecidos con luz que el pueblo que por siglos ha sido un asombro y un reproche para el mundo. No podemos esperar que se dé el fallo en nuestro favor porque, como el caso de Capernaum, hemos sido exaltados hasta los cielos. El Señor ha obrado en favor de su pueblo que guarda sus mandamientos. La luz que nos ha sido reflejada desde el cielo no le fue dada a Sodoma y Gomorra, de lo contrario hubiesen permanecido hasta hoy; y si las grandes obras, el conocimiento, y la gracia que han sido manifestados a este pueblo hubiesen sido conocidos por las naciones que estaban en la oscuridad, quién sabe cuánto más avanzadas que este pueblo estarían ahora. No podemos ahora determinar cuánto más tolerable hubiese sido para ellas en el día del juicio que para aquellos sobre quienes ha brillado la clara luz de verdad, como en su caso, pero que debido a alguna causa inexplicable se han apartado del santo mandamiento que les fue dado. Tan sólo podemos señalar su caso con tristeza, como un faro que avisa: “El que cree estar firme, mire y no caiga”. El Señor no ve como ve el hombre. Sus pensamientos y caminos no son los que los hombres ciegos y egoístas creen que son o quieren que sean. El Señor mira el corazón y obra en sus criaturas el querer y el hacer todo lo que él ordene o requiere de ellas, a menos que rechacen su consejo y rehusen obedecer sus mandamientos.
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La mayor parte de su vida usted la ha empleado en presentar doctrinas las cuales repudiará y condenará durante la última etapa de su vida. ¿Cuál es la labor genuina? ¿Cuál es la falsa? ¿Podemos confiar en su criterio? ¿En su interpretación de las Escrituras? No podemos. Estaríamos en peligro de ser desviados. Usted no puede sentir ahora ni en ningún momento del futuro de su vida que sus pies están plantados sobre la roca firme. No he podido evitar el pensar en su futuro. Para mí la verdad es una realidad viviente. Yo sé que es la verdad. La Palabra de Dios es segura. “¡A la ley y al testimonio! Si no dijeren conforme a esto, es porque no les ha amanecido”. Isaías 8:20. La luz suya, ¿se desvanecerá en la oscuridad?
Estoy escribiendo más ampliamente el libro El conflicto de los siglos, que contiene la historia de la caída de Satanás y cómo se introdujo el pecado al mundo; y tengo un concepto más vívido del que jamás había tenido antes acerca de esta controversia entre Cristo, el Príncipe de la luz, y Satanás, el príncipe de las tinieblas. Cuando contemplo las diversas artimañas de Satanás para obrar la ruina del hombre errante y cómo lo convierte a su semejanza, en transgresor de la santa ley de Dios, desearía que los ángeles de Dios bajasen a la tierra para presentar este asunto en su gran importancia. Luego experimento intensos sentimientos por las almas que voluntariamente se están apartando de la luz, del conocimiento, y de la obediencia a la santa ley de Dios. Así como Adán y Eva creyeron la mentira de Satanás, cuando dijo: “seréis como Dios” (Génesis 3:5), así esperan estas almas, por medio de la desobediencia, subir a mayores alturas para adquirir algún puesto halagador. Estoy tan ansiosa que, mientras otros duermen, yo paso horas en oración pidiendo que Dios obre con gran poder para quebrantar el engaño fatal que hay en las mentes humanas y que las conduzca a la sencillez de la cruz del Calvario. Luego me aplaco pensando en que estas almas fueron compradas por la sangre del Señor Jesucristo. Nosotros podremos tener amor por estas almas, pero el Calvario testifica del amor con el que Dios las ama. Esta obra no es nuestra, sino del Señor. Somos meramente los instrumentos en sus manos para hacer su voluntad, no la nuestra. Vemos a aquellos que están agraviando al Espíritu de gracia, y temblamos por ellos. Nos sentimos tristes y chasqueados cuando demuestran ser desleales a Dios y a la verdad; pero sentimos una pena aún más profunda cuando pensamos en Jesús, quien los ha comprado con su propia sangre. Daríamos todo lo que poseemos por rescatar una de ellas, pero encontramos que no podemos hacerlo. Daríamos la vida misma por salvar a un alma para vida eterna, pero aun este sacrificio ya ha sido hecho en la vida, misión y muerte de Jesucristo. Oh, ¡si las mentes pudieran contemplar la grandeza de ese sacrificio! Entonces podrían comprender mejor la grandeza de la salvación.
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Y ahora, hermano O, usted que ha tenido tan grande luz, tanta abundancia y evidencia de la verdad bíblica, no prosigue adelante y hacia arriba con aquellos que finalmente triunfarán con la verdad. Se ha puesto ahora del lado del primer gran rebelde, para hacer nula la ley de Dios; y él conducirá a otros por el mismo sendero de transgresión de la santa ley de Dios, para ridiculizar nuestra fe. Cuando se declare el juicio, y todos sean juzgados conforme a lo que está escrito en los libros, ¿cómo aparecerá su caso entonces? Verá a uno y a otro de los que hubiesen seguido el camino de los mandamientos de Dios si usted no los hubiera rodeado de la atmósfera de la incredulidad, si no hubiera tergiversado las Escrituras malinterpretando su significado, y desviándolos de una estricta obediencia a la santa ley de Dios. ¿Podrá usted entonces contemplar esos rostros con placer? ¿Escuchará la voz del gran Juez cuando diga: “¿Quién demanda esto de vuestras manos?” Isaías 1:12.
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Su esposa actual no ha tenido una experiencia religiosa profunda en abnegación, desinterés, comunión con Dios y en creer la verdad. Con facilidad podría ser conducida de la obediencia a Dios a la transgresión. Sus hijos seguirán por donde los dirija su padre; y, a menos que alguna providencia especial los rescate, la desobediencia y la transgresión de ellos recaerán sobre el alma de usted. El Juez de toda la tierra lo encara con esa santa ley cuyas exigencias usted no ignora. Su carácter y los caracteres de su esposa y de sus hijos son juzgados en base a esa norma sagrada de justicia. Usted ha hecho que ellos desobedezcan, y la santa ley de Dios hace pesar su ruina sobre usted. A través de diversos medios, con los cuales Satanás está cabalmente familiarizado, usted ha obrado para el tiempo y la eternidad al tratar de hacer que los demás crean que usted es un hombre honrado al dejar la luz de la verdad. ¿Lo es de verdad? No, no. Es un engaño, un terrible engaño. ¿Qué le contestará a Dios en aquel día? Entonces sentirá un terrible pavor y temor de su Creador. Usted procurará inventar alguna excusa por su procedimiento, pero nada le vendrá a la mente. Comparecerá como culpable y condenado. Quizá se enoje usted conmigo porque le he expuesto el caso de esta manera, pero así es, y así sucederá con todos los transgresores de la santa ley de Dios.
No pierda de vista esta verdad: “Doquiera esté, no importa lo que haga, tú, oh Dios, me ves”. No es posible que el aspecto más pequeño de nuestra conducta escape el escrutinio de Uno que dice: “Conozco tus obras”. Apocalipsis 2:2, 9, 13, 19; 3:1, 15. Las profundidades de cada corazón están abiertas a la inspección de Dios. Cada acto, cada motivo, cada palabra, se nota claramente como si hubiera un solo individuo en todo el universo y toda la vigilancia y escrutinio de Dios se fijara en su comportamiento. ¿Violaremos, entonces, aun un precepto de su ley enseñando a otros a proceder de la misma manera, por medio de evasiones, afirmaciones y falsedades, en presencia del mismo Dador de la ley? ¿Desafiaremos la sentencia ante la misma faz del Juez? En esto hay una dureza que parece sobrepasar la peor presunción humana. Yo sé, hermano mío, con quien tendré que encontrarme en el día del juicio, que usted no tendrá palabras ni excusa por su defección reciente.
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¡Oh, cómo pudiera yo presentar ante usted, y ante mis demás hermanos, la necesidad de poseer una comprensión constante de la presencia de Dios, lo cual lo dotaría de una capacidad tal de controlar su vida, que su postura moral y religiosa ante el pueblo sería muy diferente. Debemos alcanzar una norma más elevada. Cada alma, en su ir y venir, en todas las transacciones comerciales en todo tiempo y en todo lugar, debe actuar dándose cuenta de que se mueve bajo la inspección de Dios y de los ángeles del cielo, y que el Ser que juzgará la obra de todo ser humano para la eternidad, lo acompaña a cada paso, observando todos sus actos y escudriñando todas sus intenciones. Si existiera esta convicción, el conocimiento de la presencia de Dios y del peligro de violar sus preceptos, se posesionaría del ser entero. ¡Qué tremendo cambio se vería en el hombre, qué cambio en sus asociaciones y cuántos males quedarían sin realizarse! De personas de todos los niveles y de todas las edades se escucharían exclamaciones como esta: “No puedo hacer este gran mal y pecar contra Dios”.
¿Quién entrará por las puertas de la ciudad? “Bienaventurados los que guardan sus mandamientos, para que su potencia sea en el árbol de la vida, y que entren por las puertas en la ciudad”. Apocalipsis 22:14. Usted sabe cuáles son esos mandamientos tan bien como yo. Amo su alma y el alma de su esposa y las almas de sus hijos inocentes, y por eso es que me dirijo a usted en esta oportunidad. Considere con cuidado por dónde tienden a andar sus pies. Tengo más que decir, pero no ahora ¿Se dignaría escribirme y devolverme la carta que contiene el sueño, como le pedí?
Suya con mucho dolor, pena y amor.
20 de abril de 1888.