Testimonios para la Iglesia, Vol. 5, p. 592-600, día 326

El amor de Dios por los pecadores

Estimado hermano P,

Me doy cuenta por su carta de que se encuentra en un estado de incredulidad, y se pregunta si hay esperanza para su caso. Como embajadora de Cristo, le digo: “Espere en Dios”. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda mas tenga vida eterna”. Juan 3:16. Ahora bien, ¿no le infunden ánimo estas palabras alentadoras? Satanás le dirá repetidas veces que usted es un pecador; pero puede contestarle: “Es cierto que soy pecador; pero ‘Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores’”. 1 Timoteo 1:15. 

Jesús declaró: “No he venido a llamar a justos, sino a pecadores, al arrepentimiento”. Mateo 9:13. Y otra vez: “Os digo que así habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento”. Lucas 15:7. ¿No creerá usted estas preciesas palabras? ¿No las recibirá en su corazón? “Buscad a Jehová mientras puede ser hallado, llamadle en tanto que está cercano. Deje el impío su camino y el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Jehová, el cual tendrá compasión de él, y a nuestro Dios, el cual será amplio en perdonar”. Isaías 55:6-7. ¿No es amplia, profunda y cabal esta promesa? ¿Puede usted pedir más? ¿No permitirá que el Señor aquí mismo levante un estandarte en favor suyo contra el enemigo? Satanás está listo para robarle las preciosas garantías de Dios. Desea quitar del alma toda vislumbre de esperanza y cada rayo de luz; pero usted no debe permitirle que lo haga. Ejercite la fe; pelee la buena batalla de la fe; luche con estas dudas; familiarícese con las promesas.

“Cuando yo diga al justo: De cierto vivirás; si él, confiado en su justicia, comete iniquidad, ninguna de sus justicias será recordada, sino que morirá por la iniquidad que cometió. Y cuando yo diga al impío: De cierto morirás; si él se convierte de su pecado y práctica el derecho y la justicia… vivirá ciertamente y no morirá. No se le recordará ninguno de los pecados que había cometido; ha practicado el derecho y la justicia; vivirá ciertamente”. Ezequiel 33:13-16. 

“¿Con qué me presentaré ante Jehová, y adoraré al Dios altísimo? ¿Me presentaré ante él con holocaustos, con becerros de un año? ¿Se agradará Jehová de millares de carneros, o de diez mil ríos de aceite? ¿Daré mi primogénito por mi prevaricación, el fruto de mis entrañas por el pecado de mi alma? Oh hombre, te ha sido declarado lo que es bueno, y qué pide Jehová de ti: solamente hacer justicia, y amar misericordia, y caminar humildemente ante tu Dios”. Miqueas 6:6-8. Cuando Satanás se presente para tentarlo a que abandone toda esperanza, señálele esas palabras. Suplique con David: “De los pecados de mi juventud, y de mis transgresiones, no te acuerdes; conforme a tu misericordia acuérdate de mí, por tu bondad, oh Jehová. Bueno y recto es Jehová; por tanto, él enseñará a los pecadores el camino, encaminará a los humildes por el juicio, y enseñará a los mansos su camino”. Salmos 25:7-9. 

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“Venid luego, dice Jehová, y estemos a cuenta: aunque vuestros pecados sean como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; aunque sean rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana. Si queréis obedecer, comeréis el bien de la tierra; si rehusáis y sois rebeldes, seréis consumidos a espada; porque la boca de Jehová lo ha dicho”. Isaías 1:18-20. He ahí las promesas, sencillas y claras, ricas y plenas; pero todas se basan sobre condiciones. Si usted cumple los requisitos, ¿no puede entonces confiar que el Señor cumplirá su palabra? Que estas promesas, colocadas dentro del marco de la fe, sean puestas en las recámaras de la memoria. Ni una de ellas fallará. Todo lo que Dios ha dicho, se cumplirá. “Fiel es el que ha prometido”. Hebreos 10:23. 

La obra que usted tiene que hacer en favor de sí mismo ha sido claramente delineada: “Lavaos, limpiaos; quitad la iniquidad de vuestras obras de delante de mis ojos; dejad de hacer lo malo; aprended a hacer el bien; buscad la justicia, reprimid al opresor, defended la causa del huérfano, amparad a la viuda”. Isaías 1:16, 17. “Si el impío restituye la prenda, devuelve lo que haya robado, y camina en los estatutos de la vida no haciendo iniquidad, vivirá ciertamente y no morirá”. Ezequiel 33:15. Dice el Señor: “Y vosotros decís: El camino del Señor no es recto. Oíd ahora, casa de Israel: ¿Es mi camino el que no es recto? ¿No son vuestros caminos los que son torcidos?” Ezequiel 18:25. “¿Acaso me complazco yo en la muerte del impío?, dice el Señor Jehová. ¿No me complazco más bien en que se aparte de sus caminos y viva?” Ezequiel 18:23. “Por tanto, yo os juzgaré a cada uno según sus caminos, oh casa de Israel, dice el Señor Jehová. Convertíos, y volveos de todas vuestras transgresiones, y no os será la iniquidad causa de ruina. Arrojad lejos de vosotros todas vuestras transgresiones con que habéis pecado, y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo. ¿Por qué habéis de querer morir, casa de Israel? Pues yo no me complazco en la muerte del que muere, dice Jehová el Señor; convertíos, pues, y vivid”. Ezequiel 18:30-32. 

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Aquí el Señor ha revelado claramente su voluntad con relación a la salvación del pecador. Y la actitud que asumen muchos de expresar dudas e incredulidad respecto a si el Señor los salvará o no, es una afrenta contra el carácter de Dios. Aquellos que se quejan de severidad de parte de él están diciendo, en efecto: “No es recto camino del Señor”. Pero él inmediatamente devuelve la imputación sobre el pecador: “¿No son vuestros caminos torcidos?” “Yo os juzgaré a cada uno según sus caminos… Convertíos y apartaos de todas vuestras transgresiones, y no os será la iniquidad causa de ruina”. Ezequiel 18:25, 29, 30. El carácter de Dios queda completamente vindicado en las palabras de las Sagradas Escrituras que le he expuesto. El Señor recibirá al pecador cuando se arrepienta y abandone sus pecados para que Dios pueda obrar a través de sus esfuerzos para perfeccionar el carácter. Las promesas no son sí y no, pero si el hombre cumple con los requisitos, ellas, en Cristo, son: “Sí… y amén, por medio de nosotros, para la gloria de Dios”. 2 Corintios 1:19-20. El único propósito que Dios tuvo al entregar a su Hijo por los pecados del mundo, es que el ser humano pueda ser salvo, no en transgresión y en maldad, sino mediante el abandono del pecado, el lavamiento de las ropas del carácter, y en que sean emblanquecidos por la sangre del Cordero. El se propone extirpar del hombre toda cosa ofensiva que es objeto de su odio, pero el hombre debe cooperar con Dios en esta obra. El pecado tiene que ser abandonado y odiado, y en cambio debe aceptar la justicia de Cristo por medio de la fe. De esta manera lo divino cooperará con lo humano.

Debemos cuidarnos de no dar lugar a la duda ni a la incredulidad, y en nuestra actitud de desesperación, no debemos quejarnos de Dios ni representarlo mal ante el mundo. Al hacerlo así, nos ponemos del lado de Satanás. “Pobres almas” -dice él-, “las compadezco en su aflicción por el pecado; pero Dios no tiene misericordia. Anheláis recibir un rayo de luz; pero Dios os deja perecer, y se deleita en vuestra miseria”. Este es un terrible engaño. No prestéis oído al tentador, sino decid: “Jesús murió para darme vida. Me ama, y no desea que yo me pierda. Tengo un Padre celestial compasivo; y, aunque yo he abusado de su amor, aunque he desperdiciado las bendiciones que él bondadosamente me ha dado, me levantaré e iré a mi Padre, y le diré: He pecado… y no soy digno de ser llamado tu hijo… Hazme como uno de tus jornaleros” véase Lucas 15:18-20. La parábola del hijo pródigo nos dice cómo será recibido el que vagaba. “Y cuando estaba aún lejos, lo vio su padre, y fue movido a compasión, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó efusivamente”. Lucas 15:20. Así representa la Biblia el deseo de Dios de recibir al pecador que vuelve arrepentido. 

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Pero aún esta parábola, tierna y conmovedora como es, no alcanza a expresar la compasión infinita del Padre celestial. El Señor declara por medio de su profeta: “Con amor eterno te he amado; por lo tanto, te prolongué mi misericordia”. Jeremías 31:3. Aún cuando el pecador está lejos de la casa de su Padre, malgastando sus bienes en un país extraño, el corazón del Padre suspira por él; y cada anhelo de volver a Dios que nace en el alma no es más que el gemido de su Espíritu, buscando, rogando, y atrayendo al vagabundo al seno de amor de su Padre.

Teniendo por delante las ricas promesas de la Biblia, ¿será posible que todavía quiera dar lugar a la duda? ¿Es capaz de creer que cuando el pobre pecador anhela retornar, anhela abandonar sus pecados, el Señor con severidad le impide volver a sus pies arrepentido? ¡Desechemos esos pensamientos! Nada puede deshonrar más a Dios que estas ideas. Nada puede causarle más daño a su propia alma que el albergar estos pensamientos acerca de nuestro Padre celestial. Toda nuestra vida espiritual adquirirá un tono de desesperanza con estos conceptos de Dios. No debemos pensar en Dios sólo como un juez que está listo para dar un fallo en contra nuestra. El odia el pecado; sin embargo, por causa de su amor por los pecadores se entregó, en la persona de Cristo, para que todos los que quieran se salven y disfruten de dicha eterna en el reino de la gloria. 

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El mismo Señor ha manifestado su carácter, el cual Satanás maliciosamente ha falseado. El se ha revelado como “¡Jehová! ¡Jehová! fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad, que guarda misericordia a millares, que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado”. Éxodo 34:6, 7. ¿Qué lenguaje más directo o más tierno pudo haberse empleado que el que él mismo ha escogido para expresar su amor hacia nosotros? El declara: “¿Se olvidará la mujer de su niño de pecho, para dejar de compadecerse del hijo de su vientre? Pues aunque éstas lleguen a olvidar, yo nunca me olvidaré de tí”. Isaías 49:15. 

En el plan de la redención, “la misericordia y la justicia se encontraron; la justicia y la paz se besaron”. Salmos 85:10. El Dios omnisapiente y todopoderoso, el cual habita en la luz inaccesible, está lleno de amor y de bondad. Por lo tanto, dad gloria al Señor, vosotros que dudáis y tembláis; porque Jesús vive para interceder por nosotros. Dad gloria a Dios por el don de su Hijo y porque él no murió en vano por nosotros. 

Hermano P, usted pregunta si ha cometido el pecado que no tiene perdón en esta vida o en la venidera. Contesto que no veo la menor evidencia de que éste sea el caso. ¿En qué consiste el pecado contra el Espíritu Santo? En atribuir voluntariamente a Satanás la obra del Espíritu Santo. Supongamos, por ejemplo, que uno presencie la obra especial del Espíritu de Dios. Tiene evidencia convincente de que la obra está en armonía con las Escrituras, y el Espíritu testifica a su espíritu que es de Dios. Pero más tarde, cae bajo la tentación; lo domina el orgullo, la suficiencia propia, o alguna otra característica mala; y rechazando toda la evidencia de su carácter divino, declara que lo que antes reconoció como ser del Espíritu Santo era poder de Satanás. Por medio de su Espíritu es cómo Dios obra en el corazón humano; y cuando los hombres rechazan voluntariosamente al Espíritu, y declaran que es de Satanás, cortan el conducto por medio del cual Dios puede comunicarse con ellos. Al negar la evidencia que Dios le agradó darles, apagan la luz que había resplandecido en sus corazones, y como resultado son dejados en tinieblas. Así se cumplen las palabras de Cristo: “Mira pues, si la lumbre que en ti hay, es tinieblas”. Lucas 11:35. Por un tiempo, las personas que han cometido este pecado pueden aparentar ser hijos de Dios; pero cuando se presenten circunstancias que han de desarrollar el carácter, y manifestar qué clase de espíritu las posee, se descubrirá que están en el terreno del enemigo, bajo su negro estandarte.

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Hermano mío, el Espíritu le invita hoy. Acuda de todo corazón a Jesús. Arrepiéntase de sus pecados, haga su confesión a Dios, abandone toda iniquidad, y podrá acogerse a sus promesas. “Mirad a mí, y sed salvos” (Isaías 45:22), es su misericordiosa invitación. 

Llegará el día cuando se promulgará la espantosa denuncia de la ira de Dios sobre todos los que han persistido en su deslealtad para con él. Será entonces cuando Dios deberá hablar y hacer cosas terribles en justicia contra los transgresores de su ley. Pero no necesita hallarse entre aquellos que caerán bajo la ira de Dios. Ahora es el día de su salvación. La luz de la cruz del Calvario resplandece ahora en rayos claros y brillantes, que revelan a Jesús como nuestro sacrificio por el pecado. Mientras lea las promesas que le he presentado, recuerde que son la expresión de un amor y una compasión inefables. El gran corazón lleno de un amor infinito se siente atraído hacia el pecador con compasión ilimitada. “Tenemos redención por su sangre, la remisión de pecados” Efesios 1:7. Sí, crea tan sólo que Dios es su auxiliador. Quiere restaurar en el hombre su imagen moral. En la medida en que usted se acerque a él con confesión y arrepentimiento, él se acercará a usted con misericordia y perdón. Todo lo debemos al Señor. Es el Autor de nuestra salvación. Mientras obra su propia salvación con temor y temblor, “Dios es el que en vosotros obra así el querer como el hacer, por su buena voluntad”. Filipenses 2:13. 

La confesión aceptable

“El que encubre sus pecados no prosperará, pero el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia”. Proverbios 28:13. 

Las condiciones para obtener la misericordia son sencillas, justas y razonables. El Señor no requiere que hagamos alguna cosa penosa para que obtengamos el perdón del pecado. No es necesario que hagamos largos y fatigadores peregrinajes o dolorosas penitencias para encomendar nuestras almas al Dios del cielo o para expiar nuestra transgresión; pero el que confiesa su pecado y se aparta de él, hallará misericordia. Esta es una preciosa promesa, dada al hombre caído para animarlo a confiar en el Dios de amor y a buscar la vida eterna en su reino. 

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Leemos cómo Daniel, el profeta de Dios, era un hombre “muy amado” (Daniel 9:23) por el cielo. Ocupaba un puesto elevado en las cortes de Babilonia y sirvió y honró a Dios tanto en la prosperidad como en la adversidad y, sin embargo, se humilló a sí mismo y confesó su propio pecado y el pecado de su pueblo. Contristado de corazón, reconoció: “Hemos pecado, hemos cometido iniquidad, hemos obrado perversamente, hemos sido rebeldes, y nos hemos apartado de tus mandamientos y de tus ordenanzas. No hemos obedecido a tus siervos los profetas, que en tu nombre hablaron a nuestros reyes, a nuestros príncipes, a nuestros padres y a todo el pueblo de la tierra. A tí, Señor, la justicia y a nosotros la vergüenza en el rostro, como en el día de hoy lleva todo hombre de Judá, los moradores de Jerusalén, y todo Israel, los de cerca y los de lejos, en todas las tierras adonde los has echado a causa de las rebeliones con que se rebelaron contra tí” Daniel 9:1-7. 

Daniel no procuró excusarse a sí mismo o a su pueblo ante Dios; sino que en humildad y contrición de alma confesó la magnitud completa y el demérito de sus transgresiones, y defendió como justa la manera en que Dios actuó con una nación que había invalidado sus demandas y que no se beneficiaría con sus ruegos.

Hoy día hay una gran necesidad precisamente de un sincero y profundo arrepentimiento y confesión. Aquellos que no han humillado sus almas ante Dios en reconocimiento de su culpa, todavía no han cumplido la primera condición del arrepentimiento. Si aún no hemos experimentado ese arrepentimiento que sale del corazón y que tiene resultados permanentes, y no hemos confesado nuestro pecado con verdadera humillación del alma y quebrantamiento de espíritu, aborreciendo la iniquidad, no hemos nunca buscado verdaderamente el perdón de los pecados; y si nunca lo hemos buscado, nunca hemos encontrado la paz de Dios. La única razón porque no obtenemos la remisión de los pecados pasados es que no estamos dispuestos a subyugar nuestros altivos corazones y cumplir con las condiciones de la palabra de verdad. Se ha dado instrucción muy clara respecto a este asunto.

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La confesión del pecado, sea pública o privada, debe ser de corazón y libremente expresada. No hay que imponérsela al pecador. No ha de llevarse a cabo de una manera liviana y descuidada, o extraerse a la fuerza de los que no tienen una verdadera conciencia del carácter aborrecible del pecado. La confesión que va mezclada con lágrimas y tristeza, que representa la efusión de lo más profundo del alma, encuentra el camino hacia el Dios de misericordia infinita. Dice el salmista: “Cercano está Jehová a los quebrantados de corazón; y salva a los contritos de espíritu”. Salmos 34:18. 

Hay demasiadas confesiones como las de Faraón cuando sufría los juicios de Dios. Reconoció su pecado para escapar de un castigo mayor, pero volvió a su desafío contra el cielo tan pronto como las plagas cesaron. La confesión de Balaam fue de carácter parecido. Lleno de terror por causa del ángel que obstruía su camino espada en mano, admitió su culpa por temor a perder la vida. No hubo un arrepentimiento genuino por el pecado, ninguna contrición, ningún cambio de propósito, ningún aborrecimiento del mal, y ningún valor o virtud en su confesión. Judas Iscariote, después de traicionar a su Señor, se fue adonde los sacerdotes, exclamando: “Yo he pecado entregando sangre inocente”. Mateo 27:4. Pero esta confesión no era de un carácter tal como para encomendarlo a la misericordia de Dios. Salió forzada de su alma culpable por un tremendo sentido de condenación y una horrenda expectación de juicio. Las consecuencias que le acarrearían, extrajeron este reconocimiento de su gran pecado. No hubo un lamento profundo y desgarrador dentro de su alma porque había entregado al Hijo de Dios para que fuese escarnecido, azotado y crucificado; porque había entregado al Santo de Israel en manos de hombres malvados y sin escrúpulos. Su confesión fue inspirada solamente por un corazón egoísta y entenebrecido. 

Después que Adán y Eva habían participado del fruto prohibido, se llenaron de vergüenza y terror. Al principio, su único pensamiento era cómo excusar su pecado ante Dios y escapar la temible sentencia de muerte. Cuando el Señor le preguntó en cuanto a su pecado, Adán respondía atribuyéndole la culpa en parte a Dios y en parte a su compañera: “La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí”. La mujer le echó la culpa a la serpiente declarando: “La serpiente me engañó, y yo comí. Génesis 3:12, 13. ¿Por qué creaste la serpiente? ¿Por qué le permitiste entrar en el Edén?” Estas fueron las preguntas que se daban a entender en las excusas que ofrecieron por su pecado; de hecho, culpaban directamente a Dios por haber caído. El espíritu de la justificación propia se originó en el padre de las mentiras y se ha manifestado en todos los hijos e hijas de Adán. Esta clase de confesiones no son inspiradas por el divino Espíritu y no serán aceptables ante Dios. El verdadero arrepentimiento hará que el hombre sobrelleve su propia culpa y que la reconozca sin disimulo e hipocresía. Como el pobre publicano, que ni siquiera se atrevía a levantar sus ojos hacia el cielo, se golpeará el pecho y clamará: “Dios, sé propicio a mí, pecador” (Lucas 18:13); y los que reconocen su culpa serán justificados; porque Jesús presentará su sangre en favor del alma arrepentida.

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No constituye ninguna degradación para el hombre el inclinarse ante su Hacedor y confesar sus pecados, y rogar por el perdón a través de los méritos de un Salvador crucificado y resucitado. Es algo noble reconocer la maldad ante Aquel que ha sido herido por la transgresión y la rebelión. Es algo que nos eleva ante los hombres y los ángeles; porque “el que se humilla será enaltecido” Mateo 23:12. Pero el que se postra ante el hombre caído y se explaya confesando los pensamientos y las imaginaciones secretas de su corazón, se deshonra a sí mismo degradando su hombría y rebajando todo noble instinto de su alma. Al desplegar los pecados de su vida ante un sacerdote corrompido por el vino y el libertinaje, su norma de carácter se rebaja, y como resultado se contamina. Dios se degrada en su mente hasta asemejarse a la imagen de la humanidad pecaminosa, por cuanto el sacerdote está como representante de Dios. Es precisamente esta confesión degradante del hombre ante el hombre caído la que es responsable del mal creciente que está contaminando al mundo y preparándolo para la destrucción final.

Dice el apóstol: “Confesaos vuestras faltas unos a otros y orad unos por otros, para que seáis sanados”. Santiago 5:16. Este pasaje bíblico se ha interpretado para apoyar la práctica de ir a un sacerdote en busca de la absolución; pero no tiene tal aplicación. Confesad vuestros pecados ante Dios, quien es el único capaz de perdonarlos, y vuestras faltas unos a otros. Si habéis ofendido a un amigo o al prójimo, debéis reconocer vuestro delito, y es su deber perdonaros. Entonces habréis de procurar el perdón de Dios, porque el hermano a quien heristeis es la propiedad de Dios, y al herirle pecasteis contra su Creador y Redentor. El caso de ninguna manera se presenta ante el sacerdote, sino ante el único Mediador, nuestro Sumo Sacerdote, quien fue “tentado en todo punto, pero sin pecado”, y quien “puede compadecerse de nuestras enfermedades” (Hebreos 4:15) y puede limpiarnos de toda mancha de iniquidad.

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