Testimonios para la Iglesia, Vol. 6, p. 262-271, día 364

Los ángeles están ayudando en esta obra de restaurar a los caídos, y hacerlos volver a quien dio su vida para redimirlos, y el Espíritu Santo coopera con el ministerio de los agentes humanos para despertar las facultades morales obrando sobre el corazón, reprendiéndolo y convenciéndolo de pecado, de justicia y de juicio.

A medida que los hijos de Dios se dediquen a esta obra, muchos se asirán de la mano extendida para salvarlos. Serán constreñidos a apartarse de sus malos caminos. Algunos de los rescatados podrán, por la fe en Cristo, ascender a elevados puestos de servicio, y llevar responsabilidades en la obra de salvar almas. Conocen por experiencia propia las necesidades de aquellos por quienes trabajan, y saben cómo ayudarles; saben cuáles son los mejores medios para recobrar a los que perecen. Están agradecidos a Dios por las bendiciones recibidas. El amor vivifica sus corazones y sus energías se fortalecen para levantar a otros que no podrían hacerlo sin ayuda. Aceptando la Biblia como guía y al Espíritu Santo como su ayudador y consolador hallan nuevas oportunidades. Cada una de esas almas que se añade al equipo de los obreros, provista de materiales e instrucción que le permita convertir a otras personas para Cristo; colaborará con los que le llevaron la luz de la verdad. Así se honrará a Dios y progresará su verdad.

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El mundo se convencerá, no tanto por lo que el púlpito enseña, sino por lo que la iglesia vive. El predicador anuncia la teoría del Evangelio, pero su poder se demuestra por la piedad práctica de la Iglesia. 

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La necesidad de la iglesia

Aunque el mundo necesita simpatía, aunque necesita las oraciones y la ayuda del pueblo de Dios, aunque necesita ver a Cristo en la vida de los que le siguen, los hijos de Dios necesitan igualmente oportunidades para expresar sus simpatías, para dar eficacia a sus oraciones y desarrollar un carácter semejante al modelo divino.

Para proveer estas oportunidades, Dios colocó entre nosotros a los pobres, los infortunados, los enfermos y los dolientes. Son el legado de Cristo a su iglesia, y deben atenderse como él lo haría. De esta manera, Dios elimina la escoria y purifica el oro, puliendo nuestro corazón y el carácter. 

El Señor podría llevar a cabo su obra sin nuestra cooperación, puesto que él no depende de nuestro dinero, tiempo o trabajo. Pero la Iglesia es muy preciosa para él. Es el estuche que contiene sus joyas, el aprisco que encierra su rebaño, y él anhela verla sin mancha, sin arruga ni cosa semejante. Se compadece de ella con amor indecible. Por eso nos ha dado oportunidades de trabajar para él, y acepta lo que hacemos como prueba de nuestro amor y lealtad. 

Al poner entre nosotros a los pobres y los dolientes, el Señor nos prueba para revelarnos lo que hay en nuestro corazón. No podemos apartarnos de los principios sin correr peligro, no podemos violar la justicia, no podemos descuidar la misericordia. Cuando vemos a un hermano que cae, no podemos darle la espalda, sino hacer esfuerzos decididos e inmediatos para cumplir con la Palabra de Dios y ayudarle. No podemos obrar en forma contraria a las instrucciones específicas de Dios, sin que el resultado de nuestra obra se refleje en nosotros mismos. Debe arraigarse firmemente en nuestra conciencia que todo lo que deshonre a Dios en nuestra vida no puede beneficiarnos. 

Debe escribirse en la conciencia, como esculpido en una roca, que el que desprecia la misericordia, la compasión y la justicia; el que descuida a los pobres; el que pasa por alto las necesidades de la humanidad doliente; el que no es bondadoso ni cortés; el que se conduce de tal manera, no recibirá la cooperación de Dios en el desarrollo de su carácter. Refinar la mente y el corazón es más fácil cuando sentimos tan tierna simpatía por los demás que sacrificamos nuestros beneficios y privilegios para aliviar sus necesidades. Obtener y retener todo lo que podamos para nosotros mismos, fomenta la indigencia del alma. Pero todos los atributos de Cristo están a disposición de quienes quieran hacer lo que Dios les ha indicado y obrar como Cristo obró. 

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Nuestro Redentor envía a sus mensajeros a dar testimonio a su pueblo. Él dice: “He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él, y él conmigo”. Apocalipsis 3:20. Pero muchos se niegan a recibirle. El Espíritu Santo aguarda para enternecer y subyugar los corazones, pero no están dispuestos a abrir la puerta y dejar entrar al Salvador, por temor a que él requiera algo de ellos. Y así Jesús de Nazaret pasa de largo. Él anhela concederles las ricas bendiciones de su gracia, pero se niegan a aceptarlas. ¡Qué cosa terrible es excluir a Cristo de su propio templo! ¡Qué pérdida para la iglesia! 

Es un sacrificio hacer buenas obras, pero es el sacrificio lo que nos disciplina. Estas obligaciones nos ponen en conflicto con los sentimientos y propensiones naturales, y cuando las cumplimos obtenemos victoria tras victoria sobre los rasgos objetables de nuestro carácter. La guerra prosigue, y así crecemos en gracia; así reflejamos la semejanza de Cristo y se nos prepara para tener un lugar entre los benditos en el reino de Dios. 

Bendiciones, tanto temporales como espirituales, acompañarán a los que imparten a los necesitados lo que han recibido del Maestro. Jesús realizó un milagro para alimentar a una multitud de cinco mil personas, cansada y hambrienta. Eligió un lugar agradable en el cual acomodar a la gente y les ordenó que se sentaran. Luego tomó los cinco panes y los dos pececillos. Sin duda hubo muchas conjeturas acerca de la imposibilidad de satisfacer a cinco mil hombres hambrientos, además de las mujeres y los niños, con tan escasas provisiones. Pero Jesús dio gracias y puso los alimentos en las manos de los discípulos, para que los distribuyesen. A medida que lo repartían, el alimento se multiplicaba en sus manos. Después que la multitud fue alimentada los discípulos mismos se sentaron y comieron con Cristo de la provisión impartida por el cielo. Esta es una lección preciosa para cada uno de los que siguen a Cristo. 

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La religión pura y sin mancha consiste en “visitar a los huérfanos y las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo”. Santiago 1:27. Los miembros de nuestras iglesias tienen mucha necesidad de conocer la piedad práctica. Necesitan practicar la abnegación y el sacrificio propio. Necesitan mostrar al mundo evidencias de que son semejantes a Cristo. Por lo tanto, la obra que él requiere de ellos no deben hacerla en su nombre otras personas; ni debe delegarse a alguna comisión o institución la responsabilidad que ellos mismos deben cumplir. Deben llegar a ser semejantes a Cristo en carácter, dando de sus recursos y de su tiempo, su simpatía, y su esfuerzo personal, para ayudar a los enfermos, consolar a los afligidos, socorrer a los pobres, animar a los desalentados, iluminar a los que están en las tinieblas, dirigir a los pecadores a Cristo, y grabar en los corazones la necesidad de obedecer la ley de Dios. 

La gente está observando y evaluando a los que dicen creer las verdades especiales para este tiempo para determinar si con su vida y conducta representan a Cristo. Si el pueblo de Dios se dedica humilde y fervientemente a la obra de hacer bien a todos, ejercerá una influencia que se sentirá en toda aldea y ciudad donde penetró la verdad. Si los que conocen la verdad practican sus principios a medida que se les presenta la oportunidad, y si hacen cada día pequeños actos de amor donde viven, sus vecinos conocerán a Cristo. El evangelio será revelado como poder vivo, y no como fábulas por arte compuestas o especulaciones inútiles. Se revelará como una realidad, no como el resultado de la imaginación o el entusiasmo. Esto tendrá mayores consecuencias que los sermones, la profesión de fe o los credos. 

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Satanás está poniendo en juego su reputación para apoderarse de cada alma. Sabe que la compasión es una prueba de la pureza y de la abnegación del corazón, por lo cual hará todo esfuerzo posible para cerrar el corazón a las necesidades ajenas, y lograr que seamos insensibles al dolor. Recurrirá a muchas estratagemas para anular las muestras de amor y simpatía. Así fue como arruinó a Judas, quien solapadamente hacía planes para su propio beneficio. El traidor representa a un numeroso grupo de los que actualmente profesan ser cristianos; por lo tanto, necesitamos estudiar su caso. Estamos tan cerca de Cristo como él lo estaba. Sin embargo, si, como sucedió con Judas, la asociación con Cristo no nos hace uno con él, si no despierta en nuestro corazón una simpatía sincera hacia las personas por quienes Cristo dio su vida, corremos como Judas, el peligro de quedar separados de Cristo y de ser objeto de las tentaciones de Satanás. 

Necesitamos protegernos contra la primera desviación de la rectitud; una desobediencia, un descuido en el deber de manifestar el espíritu de Cristo, pueden abrir la puerta a repetidos extravíos, hasta el punto en que la mente es dominada por los principios del enemigo. Si se cultiva un espíritu de egoísmo, esto se convierte en una pasión devoradora que nada fuera del poder de Cristo puede subyugar. 

El mensaje de Isaías 58

No puedo instar demasiado a todos los miembros de nuestras iglesias, a los que son verdaderos misioneros, a los que creen el mensaje del tercer ángel, a los que respetan la santidad del sábado; para que consideren el mensaje del capítulo 58 de Isaías. La obra de beneficencia ordenada en dicho capítulo es la que Dios requiere que su pueblo haga en este tiempo. Es una obra señalada por él. No nos deja en dudas en cuanto al lugar donde se aplica el mensaje, y al tiempo de su cumplimiento, porque leemos: “Y los tuyos edificarán las ruinas antiguas; los cimientos de generación y generación levantarás, y serás llamado reparador de portillos, restaurador de calzadas para habitar” vers. 12. El monumento recordativo de Dios, el sábado o séptimo día, recordativo de la obra que hizo al crear el mundo, ha sido desplazado por el hombre de pecado. El pueblo de Dios tiene una obra especial que hacer para reparar la brecha abierta en su ley; y cuanto más nos acercamos al fin, tanto más urgente se vuelve esta obra. Todos los que amen a Dios demostrarán que llevan su sello observando sus mandamientos. Son los restauradores de la senda en que se ha de andar. El Señor dice: “Si retrajeres del sábado tu pie, de hacer tu voluntad en mi día santo, y al sábado llamares delicia,… entonces te deleitarás en Jehová; y yo te haré subir sobre las alturas de la tierra”. vers. 13, 14 (NVI). De este modo, la verdadera obra médica misionera está inseparablemente vinculada con la observancia de los mandamientos de Dios, entre los cuales se menciona especialmente el sábado, puesto que es el gran monumento recordativo de la obra creadora de Dios. Su observancia se vincula con la obra de restaurar la imagen moral de Dios en el hombre. Éste es el ministerio que el pueblo de Dios debe realizar en la algo que debidamente cumplido, impartirá abundantes bendiciones a la Iglesia. 

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Como creyentes en Cristo necesitamos más fe. Necesitamos ser más fervientes en la oración. Muchos se preguntan por qué sus oraciones son tan muertas, su fe tan débil y vacilante, su experiencia cristiana tan sombría e incierta. “¿Qué aprovecha—dicen ellos—que guardemos su ley, y que andemos tristes delante de Jehová de los ejércitos?” En el capítulo 58 de Isaías, Cristo demostró cómo puede cambiarse este estado de cosas. Dice: “¿No es más bien el ayuno que yo escogí, desatar las ligaduras de impiedad, soltar las cargas de opresión, y dejar ir libres a los quebrantados, y que rompáis todo yugo? ¿No es que partas tu pan con el hambriento, y a los pobres errantes albergues en tu casa; que cuando veas al desnudo, lo cubras, y no te escondas de tu hermano?” vers. 6, 7. Tal es la receta que Cristo prescribió para el alma que desmaya, duda y tiembla. Levántense los pesarosos, los que andan tristes delante del Señor, y socorran a alguien que necesite auxilio.

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Toda iglesia necesita el poder guiador del Espíritu Santo; y ahora es el tiempo de orar por él. Pero en toda la obra que Dios hace por el hombre, quiere que éste coopere con él. Con este fin invita el Señor a la iglesia a tener una mayor piedad, un sentido más justo del deber y una comprensión más clara de sus obligaciones con su Creador. Ruega a sus miembros que sean puros, santos y trabajadores. Y la obra de ayudar a otros es un medio para lograrlo, porque el Espíritu Santo se comunica con todos los que prestan servicio a Dios. 

A los que se han dedicado a esta obra quiero decir: Continuad trabajando con tacto y habilidad. Animad a vuestros compañeros para que trabajen con algún grupo organizado para colaborar armoniosamente. Conseguid que trabajen los jóvenes y las señoritas de las iglesias. Combinad la obra médica misionera con la proclamación del mensaje del tercer ángel. Haced esfuerzos metódicos y organizados para sacar a los miembros de la iglesia del nivel de inactividad en que han estado durante años. Enviad a las iglesias obreros que vivan de acuerdo con los principios de la reforma pro salud y que comprendan la necesidad de dominar el apetito, pues de lo contrario serán una trampa para la iglesia. Ved si entonces no penetrará el aliento de vida en nuestras iglesias. Es necesario introducir un nuevo elemento en la obra. El pueblo de Dios debe comprender su gran necesidad y peligro, y hacer la obra que tenga más a mano. 

El Salvador acompaña siempre a quienes se dedican a esta obra, hablando a tiempo y fuera de tiempo, ayudando a los menesterosos y hablando del amor maravilloso de Cristo hacia ellos. El Salvador impresionará los corazones de los pobres, los miserables y los afligidos. Cuando la iglesia acepte la obra que Dios le encomendó, se cumplirá la promesa: “Entonces nacerá tu luz como el alba, y tu salvación se dejará ver pronto; e irá tu justicia delante de ti, y la gloria de Jehová será tu retaguardia”. Isaías 58:8. Cristo es nuestra justicia; él va delante de nosotros en esta obra, y la gloria del Señor la sigue. 

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Todo lo que el cielo contiene, espera ser usado por quien quiera trabajar en las filas de Cristo. En la medida en que los miembros de nuestras iglesias realicen individualmente la obra que les ha sido asignada, se verán rodeados por una atmósfera completamente diferente. Sus labores irán acompañadas de bendición y poder. Experimentarán un refinamiento superior de la mente y del corazón. Quedará vencido el egoísmo que aprisionó sus almas. Su fe será un principio vivo. Sus oraciones serán más fervientes. La influencia vivificadora y santificadora del Espíritu Santo se derramará sobre ellos, y se sentirán más cerca del reino de los cielos.

El Salvador no tiene en cuenta jerarquías ni castas, honores mundanales ni riquezas. El carácter y la consagración son las cosas que valen para él. Él no se identifica con los fuertes y los favorecidos por el mundo. El Hijo del Dios viviente se humilla para elevar a los caídos. Por sus promesas y palabras de ánimo procura ganar para sí al alma perdida que perece. Los ángeles de Dios observan para ver cuáles de sus seguidores manifestarán tierna compasión y simpatía. Observan para ver quiénes entre el pueblo de Dios manifestarán el amor de Jesús.

Los que comprenden la miseria del pecado y la compasión divina de Cristo mostrada en su sacrificio infinito por el hombre caído, tendrán comunión con él. Su corazón rebosará de ternura; la expresión de su rostro y el tono de su voz revelarán simpatía; sus esfuerzos se caracterizarán por ferviente solicitud, amor y energía y con la ayuda de Dios tendrán poder para ganar almas para Cristo. 

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Todos necesitamos sembrar paciencia, compasión y amor; cosecharemos lo que sembramos. Ahora estamos formando nuestro carácter para la eternidad. En la tierra nos educamos para el cielo. Todo lo debemos a la gracia gratuita y soberana. En el pacto, la gracia ordenó nuestra adopción; en el Salvador, la gracia efectuó nuestra redención, nuestra regeneración y nuestra adopción para ser coherederos con Cristo. Comuniquemos esta gracia a otros. 

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