Testimonios para la Iglesia, Vol. 7, p. 136-143, día 399

Las páginas impresas que salen de nuestras casas editoras, deben preparar a un pueblo para ir al encuentro de su Dios. En el mundo entero, estas instituciones deben realizar la misma obra que hizo Juan el Bautista en favor de la nación judaica. Mediante solemnes mensajes de amonestación, el profeta de Dios arrancaba a los hombres de sus sueños mundanos. Por su medio, Dios llamó al arrepentimiento al apóstata Israel. Por la presentación de la verdad desenmascaraba los errores populares. En contraste con las falsas teorías de su tiempo, la verdad resaltaba de sus enseñanzas con certidumbre eterna. “Arrepentíos, que el reino de los cielos se ha acercado”. Mateo 3:2. Tal era el mensaje de Juan. El mismo mensaje debe ser anunciado al mundo hoy por las páginas impresas que salen de nuestras casas editoriales. 

La profecía cumplida por la misión del Bautista delinea la tarea que nos incumbe: “Aparejad el camino del Señor, enderezad sus veredas”. vers. 3. Así como Juan preparó el camino para la primera venida del Salvador, debemos nosotros preparar el camino para su segunda venida. Nuestras imprentas deben rehabilitar las pisoteadas exigencias de la ley de Dios. Frente al mundo, como instrumentos de reforma, deben mostrar que la ley de Dios es el fundamento de toda reforma duradera. Deben hacer comprender clara y distintamente la necesidad de obedecer todos sus mandamientos. Constreñidas por el amor de Cristo, deben trabajar con él para reedificar las ruinas antiguas y restaurar los cimientos de muchas generaciones. Deben reparar los portillos, restaurar las sendas. Por su testimonio, el sábado del cuarto mandamiento debe ser presentado como un testigo, como constante recuerdo de Dios, que llame la atención y suscite preguntas que dirijan la mente de los hombres hacia su Creador. 

Nunca os olvidéis que estas instituciones deben cooperar con el ministerio de los enviados celestiales. Se cuentan entre los medios de propaganda representados por el ángel que volaba “por en medio del cielo, que tenía el evangelio eterno para predicarlo a los que moran en la tierra, y a toda nación y tribu y lengua y pueblo, diciendo en alta voz: Temed a Dios, y dadle honra; porque la hora de su juicio es venida”. Apocalipsis 14:6-7. 

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También es de nuestras casas editoriales de donde ha de salir la terrible denuncia: “Ha caído, ha caído Babilonia, aquella grande ciudad, porque ella ha dado a beber a todas las naciones del vino del furor de su fornicación”. vers. 8. 

También son representadas por el tercer ángel que los siguió “diciendo en alta voz: Si alguno adora a la bestia y a su imagen, y toma la señal en su frente, o en su mano, éste tambien beberá del vino de la ira de Dios”. vers. 9, 10.

Es también, en gran medida, por medio de nuestras imprentas como debe cumplirse la obra de aquel otro ángel que baja del cielo con gran potencia y alumbra la tierra con su gloria.

La responsabilidad que recae sobre nuestras casas editoriales es solemne. Los que dirigen estas instituciones, los que redactan los periódicos y preparan los libros, alumbrados como están por la luz del plan de Dios y llamados a amonestar al mundo, son tenidos por responsables de las almas de sus semejantes. A ellos, como a los predicadores de la Palabra, se aplica el mensaje dado antaño por Dios a su profeta: “Tú pues, hijo del hombre, yo te he puesto por atalaya a la casa de Israel, y oirás la palabra de mi boca, y los apercibirás de mi parte. Diciendo yo al impío: Impío, de cierto morirás; si tú no hablares para que se guarde el impío de su camino, el impío morirá por su pecado, mas su sangre yo la demandaré de tu mano”. Ezequiel 33:7-8. 

Nunca se ha aplicado este mensaje con tanta fuerza como hoy. El mundo desprecia cada día más las exigencias de Dios. Los hombres se han envalentonado en sus transgresiones. La maldad de los habitantes de la tierra, casi ha hecho desbordar la copa de sus iniquidades. Casi ha llegado la tierra al punto en el cual Dios se dispone a abandonarla en manos del destructor. La sustitución de leyes humanas en lugar de la ley de Dios, la exaltación del domingo prescrita por una simple autoridad humana en reemplazo del sábado bíblico, constituye el último acto del drama. Cuando esta sustitución sea universal, Dios se revelará. Se levantará en su majestad y sacudirá poderosamente la tierra. Castigará a los habitantes del mundo por sus iniquidades; y la tierra no encubrirá más la sangre ni ocultará más sus muertos. 

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El gran conflicto que Satanás hizo estallar en los atrios celestiales terminará antes de mucho. Pronto todos los habitantes de la tierra se habrán decidido en favor o en contra del gobierno del cielo. Como nunca antes, Satanás está desplegando su potencia engañosa para seducir y destruir a toda alma que no esté precavida. Se nos ordena invitar a los hombres a que se preparen para los acontecimientos que los esperan. Debemos advertir a los que se hallan expuestos a una destrucción inminente. El pueblo de Dios debe desplegar todas sus fuerzas para combatir los errores de Satanás y derribar sus fortalezas. Debemos explicar en el mundo entero, a todo ser humano que quiera escucharnos, los principios que están en juego en esa gran lucha, principios de los cuales depende el destino eterno de las almas. Debemos preguntar a todos solemnemente: “¿Sigue usted al gran apóstata en su desobediencia a la ley de Dios, o al Hijo de Dios quien declara: ‘He guardado los mandamientos de mi Padre’?” 

Tal es la tarea que está delante de nosotros. Para cumplirla han sido establecidas nuestras casas editoriales. Esta es la obra que el Señor desea ver realizarse por sus esfuerzos. 

Demostración de los principios cristianos

No nos toca publicar simplemente una teoría de la verdad, sino presentar una ilustración práctica de ella en nuestro carácter y en nuestra vida. Nuestras casas editoriales deben ser para el mundo una encarnación de los principios cristianos. En estas instituciones, si se logra el propósito de Dios a su respecto, Cristo mismo encabeza el personal. Los ángeles santos vigilan el trabajo en cada departamento. Todo lo que se hace en ellas lleva el sello del cielo, y demuestra la excelencia del carácter de Dios.

Dios ordenó que su obra se presentara al mundo de un modo santo y distinto. Desea que sus hijos demuestren por su vida las ventajas del cristianismo sobre el espíritu mundano. Su gracia ha provisto todo lo necesario para que demostremos, en todas nuestras transacciones comerciales, la superioridad de los principios del cielo sobre los del mundo. Debemos demostrar que trabajamos según un plan más elevado que el de los mundanos. En todo, debemos dar pruebas de un carácter puro y demostrar que la verdad, aceptada y obedecida, hace de los que la reciben hijos e hijas de Dios, hijos del Rey de los cielos, y que, como tales, son honrados en todo lo que hacen, fieles, veraces y rectos en las cosas pequeñas como en las grandes. 

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Dios desea que la perfección caracterice todos nuestros trabajos mecánico o de otra clase. Desea que pongamos en cuanto hagamos para su servicio la exactitud, el talento, el tacto y la sabiduría que exigió cuando se construía el santuario terrenal. Desea que todos los asuntos tratados para su servicio sean tan puros, tan preciosos a sus ojos como el oro, el incienso y la mirra que los magos de Oriente trajeron en su fe sincera y sin mácula al niño Jesús. 

Así es cómo, en sus asuntos comerciales, los discípulos de Cristo deben ser portaluces para el mundo. Dios no les exige que se esfuercen para brillar. El no aprueba ninguna tentativa presuntuosa hecha para dar pruebas de una bondad superior. Desea sencillamente que su alma esté impregnada de los principios celestiales, y que, al ponerse en relación con el mundo, revelen la luz que hay en ellos. Su honradez, su rectitud, su fidelidad inquebrantable en todos los actos de la vida, llegarán a ser así una fuente de luz. 

El reino de Dios no se revela por apariencias que atraigan la atención. Se manifiesta por la calma proveniente de su palabra, por la operación interna del Espíritu Santo, por la comunión del alma con Aquel que es su vida. La mayor manifestación de su potencia se produce cuando en la naturaleza humana se cultiva la perfección del carácter de Cristo. 

Una apariencia de riqueza o alta posición, la arquitectura o los muebles costosos, no son esenciales para el adelantamiento de la causa de Dios; como tampoco lo son las empresas que provocan los aplausos de los hombres y fomentan la vanidad. El fasto del mundo, por imponente y llamativo que sea, no tiene valor ante Dios. 

Aunque es nuestro deber buscar la perfección en las cosas externas, hay que recordar constantemente que no es el blanco supremo. Dicho deber debe quedar subordinado a intereses más altos. Más que lo visible y pasajero, aprecia Dios lo invisible y eterno. Lo visible no tiene valor más que en la medida en que es expresión de lo invisible. Las obras de arte mejor terminadas no tienen una belleza comparable a la del carácter resultante de la operación del Espíritu Santo en el alma. 

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Cuando Dios dio a su Hijo al mundo, dotó a la humanidad de riquezas imperecederas, en comparación con las cuales nada son en absoluto todos los tesoros amontonados por los hombres de todos los tiempos. Al venir a la tierra, Cristo se presentó a los hijos de los hombres con un amor acumulado durante la eternidad, y ese tesoro es el que nosotros, por nuestra comunión con él, debemos recibir, dar a conocer e impartir a otros. 

Nuestras instituciones darán carácter a la obra de Dios en la medida en que sus empleados se consagren a esta obra de todo corazón. Lo lograrán al dar a conocer el poder de la gracia de Cristo para transformar la vida. Debemos ser distintos del mundo porque Dios puso su sello sobre nosotros, porque manifestó en nosotros su propio carácter de amor. Nuestro Redentor nos cubre con su justicia.

Al elegir a hombres y mujeres para su servicio, Dios no pregunta si son instruidos, elocuentes, o ricos en bienes de este mundo. Pregunta: “¿Andan con tal humildad que yo pueda enseñarles mis caminos? ¿Puedo poner mis palabras en sus labios? ¿Serán representantes míos?” 

Dios puede emplear a cada uno en la medida en que le es posible derramar su Espíritu en el templo de su alma. El trabajo que él acepta es el que refleja su imagen. Sus discípulos deben llevar, como credenciales para el mundo, las características indelebles de sus principios inmortales. 

Centros misioneros

Nuestras casas editoriales son centros establecidos por Dios. Por su medio debe realizarse una obra cuya extensión no conocemos todavía. Dios les pide su cooperación en ciertos ramos de su obra que hasta ahora les han sido ajenos. 

Entra en el propósito de Dios que a medida que el mensaje penetre en campos nuevos, se continúen creando nuevos centros de influencia. Por todas partes, sus hijos deben levantar monumentos del sábado que es entre él y ellos la señal de que los santifica. En los campos misioneros deben fundarse casas editoriales en diversos lugares. Dar carácter a la obra, formar centros de esfuerzos e influencia, atraer la atención de la gente, desarrollar los talentos y aptitudes de los creyentes, establecer un vínculo entre las nuevas iglesias, sostener los esfuerzos de los obreros y darles medios más rápidos de comunicarse con las iglesias y de proclamar el mensaje -tales son, entre muchas otras, las razones que abogan en favor del establecimiento de imprentas en los campos misioneros. 

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Las instituciones ya establecidas tienen el privilegio, aún más, el deber, de tomar parte en esta obra. Estas instituciones han sido fundadas por la abnegación y las privaciones de los hijos de Dios y gracias al trabajo desinteresado de los siervos del Señor. Dios desea que el mismo espíritu de sacrificio caracterice estas instituciones, y que ellas a su vez contribuyan al establecimiento de nuevos centros en otros campos. 

Una misma ley rige las instituciones y los individuos. Ellas no deben tornarse egocéntricas. A medida que una institución se vuelva estable y desarrolle su fuerza e influencia, no debe tratar constantemente de asegurarse nuevas y mejores instalaciones. Para cada institución como para cada individuo, es un hecho que recibimos para poder impartir. Dios nos da a fin de que podamos dar. En cuanto una institución alcanzó un grado suficiente de desarrollo, debe esforzarse para acudir en auxilio de otras instituciones de Dios que tienen mayores necesidades.

Esto está en armonía con los principios de la ley y del Evangelio ilustrados por la vida de Cristo. La mayor prueba de la sinceridad de nuestra obediencia a la ley de Dios y de nuestra lealtad al Redentor, es un amor desinteresado dispuesto al sacrificio por nuestro prójimo. 

La gloria del Evangelio consiste en restaurar en nuestra especie caída la imagen de la divinidad por una manifestación constante de beneficencia. Dios honrará este principio doquiera se manifieste. 

Los que, por amor de la verdad, siguen el ejemplo de abnegación de Cristo, hacen una impresión considerable sobre el mundo. Su ejemplo es convincente y contagioso. Los hombres ven que hay entre los hijos de Dios una fe que obra por amor y que purifica el alma de todo egoísmo. En la vida de quienes obedecen los mandamientos de Dios, los mundanos ven la evidencia convincente de que la ley de Dios es una ley de amor para con Dios y el hombre. 

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La obra de Dios debe ser siempre una señal de su benevolencia, y en el grado en que esta señal se manifieste en el trabajo de nuestras instituciones, conquistará la confianza de la gente y obtendrá los recursos necesarios para el adelantamiento de su reino. El Señor retraerá sus bendiciones de cualquier ramo de su obra donde se manifiesten intereses egoístas; pero en el mundo entero dará anchura a su pueblo si éste aprovecha sus beneficios para elevar a la humanidad. Si aceptamos de todo corazón el principio divino de la benevolencia, si consentimos en obedecer en todo a las indicaciones del Espíritu Santo, tendremos la experiencia de los tiempos apostólicos.

Escuelas de obreros

Nuestras instituciones deben ser agencias misioneras en el sentido más completo de la palabra, y el verdadero trabajo misionero empieza siempre por los más cercanos. Hay trabajo misionero que realizar en cada institución. Desde el director hasta el más humilde obrero, todos deben sentir su responsabilidad para con los inconversos que haya en su medio. Deben poner por obra los esfuerzos más celosos para traerlos al Señor. Como resultado de tales esfuerzos, muchos serán ganados y llegarán a ser fieles y leales en el servicio de Dios. 

A medida que nuestras casas editoriales tomen a pecho la obra en los campos misioneros, verán la necesidad de proveer una educación más amplia y completa a sus obreros. Comprenderán el valor de las ventajas que poseen para realizar esta tarea, y sentirán la necesidad de formar obreros capacitados no sólo para mejorar las condiciones de trabajo en sus propios talleres, sino también para ofrecer ayuda eficaz a las instituciones fundadas en campos nuevos. 

Dios desea que nuestras casas editoriales sean buenas escuelas, tanto para la instrucción industrial y comercial como en las cosas espirituales. Los directores y obreros deben recordar constantemente que Dios exige la perfección en todas las cosas relacionadas con su servicio. Comprendan esto todos los que entran en nuestras instituciones para recibir instrucción. Dad a todos ocasión de adquirir la mayor eficiencia posible y de familiarizarse con diferentes ramos de trabajo. De esta manera, si son llamados a otros campos, tendrán una preparación completa para llevar varias responsabilidades. 

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Los aprendices deben formarse de tal manera que después de haber pasado en la institución el tiempo necesario, puedan desempeñar inteligentemente en otra institución los diferentes trabajos de imprenta, dar impulso a la causa de Dios por el empleo juicioso de sus energías y comunicar a otros los conocimientos recibidos. 

A todos los obreros se les debe dar a comprender que no sólo han de prepararse para los ramos comerciales, sino también para llevar responsabilidades espirituales. Comprenda cada obrero la importancia que tiene la comunión personal con el Señor, la experiencia personal de su poder para salvar. Sean todos ellos educados como lo eran los jóvenes que frecuentaban las escuelas de los profetas. Sea su mente amoldada por Dios mediante los recursos que él mismo proveyó. Todos deben ser instruidos en las cosas de la Biblia; deben estar arraigados y fundados en los principios de la verdad, a fin de permanecer en el camino del Señor para obrar en él con justicia y discernimiento. 

Realícense todos los esfuerzos posibles para despertar y estimular el espíritu misionero. Es necesario que los obreros tengan un sentido del alto privilegio que Dios les concede de ayudarle en esta última obra de salvación. Aprenda cada uno a trabajar para salvar a sus semejantes donde se encuentre; aprendan todos a buscar en la Palabra de Dios instrucción en todos los ramos del esfuerzo misionero. Entonces, a medida que la Palabra de Dios les sea comunicada, proporcionará a su mente sugestiones para trabajar de modo que obtendrán para el Señor los mejores frutos de todas las partes de su viña. 

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