Testimonios para la Iglesia, Vol. 7, p. 70-79, día 392

Debemos esforzarnos por restablecer la salud física y espiritual de aquellos que acudan a nuestros sanatorios. Preparémonos, pues, para sustraerlos durante cierto tiempo de las circunstancias que los alejaron de Dios, y para colocarlos en un ambiente más puro. Estando al aire libre, rodeados de las bellezas que Dios creó, y mientras respiran una atmósfera limpia y vigorizadora, es más fácil hablar a los enfermos de la vida nueva que es en Cristo Jesús. Allí es donde la Palabra de Dios puede enseñarse con más éxito. Allí es donde los rayos del Sol de justicia penetran mejor en los corazones entenebrecidos por el pecado. Con paciencia y simpatía, enseñad a los enfermos a comprender que necesitan al Salvador. Decidles que él es quien da fuerza a los débiles; quien da poder a los que no tienen ya energía. 

Necesitamos comprender mejor el sentido de estas palabras: “Debajo de su sombra me senté con gran deleite”. Cantares 2:3 (VM). Ellas no evocan en nuestro espíritu la imagen de un apresuramiento febril, sino por el contrario, la de un dulce reposo. Son muchos los que profesan ser cristianos y que manifiestan inquietud y depresión, y los que rebosan actividad, pero no pueden hallar tiempo para reposar tranquilamente en las promesas de Dios. Obran como si no pudiesen permitirse tener paz y tranquilidad. A éstos dirige Cristo esta invitación: “Venid a mí,… que yo os haré descansar”. Mateo 11:28. Apartémonos de las encrucijadas polvorientas y calurosas que frecuenta la multitud y vayamos a descansar a la sombra del amor del Salvador. Allí es donde obtendremos fuerza para continuar la lucha; allí es donde aprenderemos a reducir nuestros afanes y a loar a Dios. Aprendan de Jesús una lección de calma confiada aquellos que están trabajados y cargados. Deben sentarse a su sombra si quieren recibir de él paz y reposo. 

Los que trabajan en nuestros sanatorios deben poseer una rica experiencia cristiana, fruto de la verdad implantada en el corazón y nutrida por la gracia de Dios. Arraigados y afirmados en la verdad, deben tener una fe que obre por amor y que purifique el alma. Pidiendo constantemente las bendiciones que necesitan, deben cerrar las ventanas de su alma a la atmósfera apestada del mundo y abrirlas, por el contrario, hacia el cielo, para dejar entrar los brillantes rayos del Sol de justicia. 

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¿Quién se está preparando para encargarse de una manera inteligente de la obra médica misionera? Los que acudan a recibir cuidados en nuestros sanatorios deben, mediante esta obra, ser conducidos al Salvador y aprender a unir su debilidad a la fuerza de él. Cada obrero debe ser inteligente y capaz; y entonces podrá presentar de una manera amplia y elevada la verdad tal cual es en Jesús. 

Los que trabajan en nuestros sanatorios están constantemente expuestos a la tentación. Se ven puestos en relación con incrédulos, y los que no están firmes en la verdad sufrirán por este contacto. Pero los que moran en Cristo arrastrarán a los incrédulos como lo hizo Cristo mismo. Inflexibles en su obediencia, estarán siempre listos para decir una palabra buena en el momento oportuno y a esparcir la simiente de la verdad. Perseverarán en la oración; mantendrán su integridad y darán cada día pruebas de cuán consecuente es su religión. La influencia de tales empleados será una bendición para muchos. Mediante una vida bien ordenada, conducirán almas a la cruz. Un verdadero cristiano confiesa constantemente a su Salvador. Está siempre gozoso, listo para dirigir palabras de esperanza y de consuelo a los que sufren. 

“El principio de la sabiduría es el temor de Jehová”. Proverbios 1:7. Una frase de la Escritura tiene más valor que diez mil ideas o argumentos humanos. Los que se niegan a seguir los planes de Dios oirán finalmente la sentencia: “Apartaos de mí”. Mas si nos sometemos a la voluntad de Dios, el Señor Jesús dirige nuestra mente y da seguridad a nuestros labios. Podemos ser fuertes en el Señor y en la potencia de su fortaleza. Al recibir a Cristo, quedamos revestidos de su potencia. Cuando el Salvador habita en nosotros, su fuerza viene a ser nuestra; su verdad es nuestro capital, y ninguna injusticia se advierte en nuestra vida. Llegamos a poder decir palabras oportunas a quienes no conocen la verdad. La presencia de Cristo en el corazón es una potencia vivificadora, que fortalece todo el ser. 

Se me ha ordenado que diga a los empleados de nuestros sanatorios que la incredulidad y la confianza en sí mismos son los peligros contra los cuales deben prevenirse constantemente. Deben guerrear contra el mal con tal celo y ardor, que los enfermos sientan la influencia ennoblecedora de sus esfuerzos desinteresados. 

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Ningún resto de egoísmo debe mancillar nuestro servicio. “No podéis servir a Dios y a Mammón”. Ensalzad ante el mundo al Hombre del Calvario. Exaltadle por una fe viva en Dios a fin de que vuestras oraciones puedan ser oídas. ¿Comprendemos bien claramente hasta qué punto se acerca Jesús a nosotros? Se dirige a nosotros personalmente. Se revelará a todo aquel que quiera ser revestido del manto de su justicia. Declara: “Yo… tu Dios, fortaleceré tu diestra”. Coloquémonos donde pueda verdaderamente sostenernos, donde podamos oírle decir con fuerza y autoridad: “Fui muerto; y he aquí vivo para siempre jamás”. 

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Un mensaje para nuestros médicos

El médico cristiano debe ser un mensajero de misericordia para los enfermos, portador de un remedio tanto para el alma enferma de pecado como para el cuerpo afligido por la enfermedad. Al mismo tiempo que usa los remedios sencillos que Dios ha provisto para aliviar el sufrimiento físico, debe hablar del poder de Cristo para sanar los males del alma. 

¡Cuánta necesidad hay de que el médico viva en íntima comunión con el Salvador! Los enfermos y sufrientes con quienes se relaciona tienen necesidad de la ayuda que sólo Cristo puede dar. Necesitan oraciones respaldadas por el Espíritu Santo. La persona afligida se abandona a la sabiduría y la misericordia del médico, cuya preparación y fidelidad pueden ser su única esperanza. Entonces, sea el médico un mayordomo de la gracia de Dios, un guardián tanto del alma como del cuerpo. 

El médico que ha recibido la sabiduría de arriba, que sabe que Cristo es su Salvador personal, sabe también cómo trabajar con las almas temblorosas, culpables, y enfermas de pecado que acuden a él en busca de ayuda, porque él mismo ha sido llevado al Refugio. El puede responder con seguridad a la pregunta: “¿Qué puedo hacer pasa ser salvo?” El puede contar la historia del amor del Redentor. Por experiencia propia puede hablar del poder del arrepentimiento y la fe. El Señor trabaja con él y mediante él mientras se halla a la cabecera del sufriente, tratando de hablarle palabras que le traigan consuelo y ayuda. A medida que la mente del afligido se aferra del poderoso Salvador, la paz de Cristo llena su corazón; y la salud espiritual que recibe constituye la mano ayudadora de Dios en la restauración de la salud del cuerpo. 

Son preciosas las oportunidades que tiene el médico de despertar en los corazones de aquellos con quienes se relaciona una comprensión de la tremenda necesidad que tienen de Cristo. A él le toca sacar cosas nuevas y viejas de la tesorería del corazón mientras expresa las anhelantes palabras de consuelo e instrucción. Ha de sembrar constantemente la semilla de la verdad, sin presentar temas doctrinales, sino hablando del amor del Salvador que perdona los pecados. Su deber no consiste solamente en dar instrucción de la Palabra de Dios línea sobre línea, precepto sobre precepto; también debe humedecer esa instrucción con sus lágrimas y fortalecerla con sus oraciones, de modo que las almas sean salvadas de la muerte. 

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Los médicos corren el riesgo de olvidar el peligro del alma a causa de la ansiedad ferviente, y a veces febril, que experimentan en su empeño por evitar los peligros del cuerpo. Médicos, estén alerta, porque en el tribunal de justicia de Cristo deben volver a encontrar a quienes hoy atienden junto al lecho de muerte. 

La solemnidad de la obra del médico, su contacto constante con los enfermos y los que mueren, requiere que, en la medida de lo posible, se los exonere de los trabajos seculares que otros pueden realizar. Con el fin de darle tiempo para familiarizarse con las necesidades espirituales de los pacientes, no se deberían colocar cargas innecesarias sobre él. Su mente debería hallarse siempre bajo la influencia del Espíritu Santo, de modo que pueda pronunciar palabras oportunas que despierten fe y esperanza. 

Junto a la cama del moribundo no se deben hablar palabras que tengan que ver con credos y controversias. Se debe traer al enfermo ante Aquel que está dispuesto a salvar a todos los que se llegan a él con fe. Esfuércese fervorosa y tiernamente por ayudar al alma que vacila entre la vida y la muerte. 

El médico nunca debería inducir a sus pacientes a fijar su atención en él. Debe enseñarles a asirse con la mano de la fe de la mano extendida del Salvador. Entonces su mente será iluminada con la luz que brilla del Sol de justicia. Lo que los médicos tratan de hacer, Cristo ya lo llevó a cabo, de hecho y en verdad. Ellos tratan de salvar la vida; Cristo es la vida. 

El esfuerzo que realiza el médico por conducir las mentes de sus pacientes hacia la acción sanadora debe hallarse libre de toda pretensión humana. No se debe apegar a la humanidad, sino elevarse libremente hacia lo espiritual, aferrándose a las cosas de la eternidad. 

El médico no debe ser hecho el blanco de críticas descomedidas. Esto coloca preocupaciones innecesarias sobre él. Sus responsabilidades son pesadas, y necesita la simpatía de quienes colaboran con él en su trabajo. Se lo debe sostener por medio de la oración. Recibirá ánimo y esperanza al saber que se lo aprecia. 

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El médico cristiano inteligente experimenta una comprensión cada vez mayor de la relación que existe entre el pecado y la enfermedad. Se esfuerza por ver cada vez con mayor claridad la relación que hay entre causa y efecto. Comprende que los que siguen el curso de enfermería deben recibir una instrucción cabal en los principios de la reforma de la salud y que se les debe enseñar a ser estrictamente temperantes en todas las cosas, porque el descuido de las leyes de la salud es inexcusable en quienes han sido llamados a enseñar a otros cómo vivir.

El médico le hace daño a su prójimo cuando ve que un paciente sufre de alguna enfermedad causada por hábitos equivocados de comer y beber, pero no se lo dice ni lo instruye respecto a la necesidad de una reforma. Los borrachos, los enfermos mentales, y los que llevan vidas licenciosas, todos acuden al médico y demuestran en forma clara e incontestable que el sufrimiento es un resultado del pecado. Hemos recibido una gran luz con referencia a la reforma de la salud. Entonces, ¿por qué no nos esforzamos más decididamente por contrarrestar las causas que producen la enfermedad? ¿Cómo pueden callar nuestros médicos cuando son testigos de la lucha continua con el dolor, y trabajan incesantemente por aliviar el sufrimiento? ¿Cómo pueden evitar levantar la voz en amonestación? ¿Tienen realmente bondad y misericordia si no enseñan los principios de una temperancia estricta como remedio para la enfermedad? 

Médicos, estudien la amonestación que Pablo dio a los romanos: “Así, que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional. No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta”. Romanos 12:1-2. 

La obra espiritual de nuestros sanatorios no debe hallarse bajo el control de los médicos. Ese trabajo requiere meditación y tacto y un conocimiento amplio de la Biblia. Conectados con nuestros sanatorios se necesitan ministros que posean estas cualidades. Deberían poner de relieve las normas de la temperancia desde un punto de vista cristiano, mostrando que el cuerpo es el templo del Espíritu Santo y convenciendo a la gente de la responsabilidad que tienen, por haber sido comprados por Dios, de hacer de su mente y de su cuerpo un templo santo, apto para la morada interior del Espíritu Santo. Muchos percibirán su necesidad de reforma cuando se presente ante ellos la temperancia como una parte del Evangelio. Se darán cuenta del perjuicio de las bebidas intoxicantes y comprenderán que el único plan que el pueblo de Dios puede adoptar a conciencia es el de la abstinencia total. A medida que se les dé esta instrucción, la gente se interesará por estudiar otros temas de la Biblia. 

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El valor de la vida al aire libre

Las grandes instituciones médicas de nuestras ciudades, así llamadas sanatorios, hacen sólo una parte del bien que podrían realizar si estuvieran situadas donde los pacientes pudieran gozar de los beneficios de la vida al aire libre. Se me ha instruido acerca de la necesidad de establecer sanatorios en muchos lugares del país, y se me ha dicho que la obra de estas instituciones contribuirá grandemente al adelanto de la causa de la salud y la justicia. 

Las cosas de la naturaleza son bendiciones de Dios, provistas para promover la salud del cuerpo, la mente y el alma. Se ofrecen a los sanos para mantenerlos sanos y a las enfermos para sanarlos. Cuando se las usa en conexión con los tratamientos hidroterápicos, son más efectivas en la restauración de la salud que todas las demás drogas y medicamentos del mundo. 

En el campo los enfermos encuentran muchas cosas que distraen su atención de sí mismos y de sus sufrimientos. Dondequiera, pueden observar las cosas hermosas de la naturaleza y gozar de ellas: las flores, los campos, los árboles frutales cargados de sus ricos tesoros, los árboles de la floresta con su agradable sombra, y los cerros y valles de variada vegetación con sus múltiples formas de vida. 

Pero este ambiente no sólo les sirve para entretenerse, sino que en él aprenden las más preciosas lecciones espirituales. Al hallarse rodeados por las maravillosas obras de Dios, sus mentes se elevan de las cosas visibles a las que no se ven. La hermosura de la naturaleza los induce a pensar en las bellezas inigualables de la tierra nueva, donde no habrá nada que interrumpa su tranquilidad, nada que manche ni destruya, nada que cause enfermedad ni muerte. 

La naturaleza es el médico de Dios. El aire puro, la alegre luz del sol, las hermosas flores y los árboles, los huertos y los viñedos, y el ejercicio al aire libre practicado en ese ambiente, son elementos que prodigan salud: son el elixir de la vida. La única medicina que necesitan muchos inválidos es la vida al aire libre. Ejerce una influencia poderosa en la sanidad de las enfermedades causadas por la vida cómoda, esa clase de vida que debilita y destruye los poderes físicos, mentales y espirituales. 

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¡Cuán preciosas resultan la quietud y la libertad del campo para los inválidos débiles acostumbrados a la vida de la ciudad, al brillo de muchas luces y al ruido de las calles! ¡Con cuánto gusto abrazan las escenas de la naturaleza! ¡Cuán contentos se sentirían de poder gozar de las conveniencias de un sanatorio en el campo, donde se pudieran sentar al aire libre, gozar del sol, y respirar la fragancia de los árboles y las flores! Existen propiedades salutíferas en el bálsamo de los pinos y en la fragancia de los cedros y los abetos. Y hay otros árboles que contribuyen a la buena salud. No se corten esos árboles irresponsablemente. Cuídense en donde crecen en abundancia, y plántense más donde hay sólo algunos. 

Nada tiende más a restaurar la salud y la felicidad del inválido crónico como vivir en un atractivo ambiente campestre. Allí, hasta los casos desahuciados se pueden sentar o recostar al sol o a la sombra de los árboles. Con sólo levantar la vista pueden observar la hermosura del follaje. Al hacerlo, se sorprenden de que nunca antes se hayan percatado de la gracia con que se doblan las ramas para formar una sombrilla viviente sobre ellos, prodigándoles exactamente la sombra que necesitan. Mientras escuchan el murmullo de la brisa, experimentan una dulce sensación de descanso y renovación. Los espíritus decaídos reviven. Se recobran las fuerzas gastadas. Sin siquiera notarlo se aquieta la mente agitada y se calma y regulariza el pulso afiebrado. A medida que el enfermo se fortalece, se aventura a dar unos pasos para cortar algunas de las hermosas flores silvestres, esos preciosos mensajeros del amor de Dios para su afligida familia terrenal. 

Anímese a los pacientes a pasar muchas horas al aire libre. Háganse planes para mantenerlos afuera donde puedan tener comunión con Dios a través de la naturaleza. Sitúense los sanatorios en terrenos grandes, donde los pacientes tengan la oportunidad de hacer ejercicios saludables mediante el cultivo de la tierra. Esa clase de ejercicios, combinados con tratamientos naturales, realizará milagros en la obra de restaurar y fortalecer el cuerpo enfermo, a la vez que aliviar la mente cansada y desgastada. Al hallarse rodeados de condiciones favorables, los pacientes no requerirán de tanto cuidado como si estuvieran confinados en algún hospital de la ciudad. En el campo tampoco se sentirán tan inclinados a mostrarse descontentos ni a quejarse. Estarán dispuestos a aprender acerca del amor de Dios, y listos a aceptar que Aquel que cuida de las aves y las flores en forma tan maravillosa, cuidará del mismo modo de las criaturas hechas a su propia imagen. A los médicos y sus ayudantes se les da así la oportunidad de alcanzar las almas, poniendo en alto al Dios de la naturaleza delante de los que buscan la restauración de su salud. 

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Durante la noche se me dio la visión de un sanatorio en el campo. La institución no era grande pero tenía todo lo que necesitaba. Se hallaba rodeada de hermosos árboles y arbustos, más allá de los cuales se veían huertas y bosquecillos. Había jardines en los terrenos, donde los pacientes, si lo deseaban, podían cultivar flores de todas clases; cada paciente elegía su propio lugar para trabajar. El ejercicio al aire libre que se realizaba en estos jardines constituía una parte del tratamiento regular que se les había prescrito. 

Ante mi vista pasó una escena tras otra. En una de ellas pude observar a un grupo de pacientes que acababan de llegar a nuestro sanatorio campestre. En otra vi al mismo grupo; pero, ¡ah, cuán transformados se veían! La enfermedad había desaparecido, la piel era clara, feliz el rostro; sus cuerpos y sus mentes parecían animados de una vida nueva. 

También se me mostró que a medida que en nuestros sanatorios les sea restaurada la salud a los enfermos, y éstos regresen a sus hogares, constituirán lecciones objetivas para todos y muchos otros se impresionarán favorablemente al observar la transformación producida en ellos. Muchos de los enfermos y sufrientes abandonarán las ciudades para ir al campo, rehusando conformarse con los hábitos, modas y costumbres de la vida humana; preferirán buscar la recuperación de su salud en uno de nuestros sanatorios campestres. Así, aunque estemos separados de la ciudad entre 30 y 45 kilómetros, de todos modos podremos alcanzar a la gente, y los que andan en busca de salud tendrán la oportunidad de recuperarla bajo las condiciones más favorables. 

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