Sección 3—La obra en las ciudades*
“Después oí la voz del Señor, que decía: ¿A quién enviaré, y quién irá por nosotros? Entonces respondí yo: Heme aquí, envíame a mí”.Isaías 6:8.
Condiciones en las ciudades
El aumento constante y pertinaz de la maldad trae pronta e inevitablemente una culpabilidad casi universal sobre los habitantes de las ciudades. Predomina actualmente una “epidemia de crímenes” que espanta el corazón de los hombres sensatos y temerosos de Dios. La pluma se resiste a describir la corrupción reinante. Cada día trae nuevas revelaciones de las disensiones, el soborno y el fraude que dominan en la política; cada día trae su doloroso contingente de violencias y de infracciones a la ley, de indiferencia frente al sufrimiento humano, de brutales y diabólicos atentados contra la vida humana. Cada día es testigo del aumento de la locura, del homicidio y del suicidio.
Las ciudades modernas se están volviendo rápidamente como Sodoma y Gomorra. Los días feriados abundan; el torbellino de la agitación y del placer aleja a millares de personas de los austeros deberes de la vida. Los deportes enervantes, el teatro, las carreras de caballos, los juegos de azar, las bebidas y la francachela, excitan todas las pasiones.
La juventud es arrastrada por la corriente popular. Los que aprenden a amar las diversiones, abren la puerta a un diluvio de tentaciones. Se entregan a los placeres sociales y a la alegría irreflexiva. Pasan de una forma de disipación a otra, hasta perder la capacidad y el deseo de vivir de una manera útil. Las aspiraciones religiosas se enfrían y la vida espiritual se debilita. Las más nobles facultades del alma, en una palabra, todo lo que liga al hombre con el mundo espiritual, es envilecido.
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Bajo la influencia de los sindicatos y como resultado de las huelgas causadas por la injusticia de las compañías y los patrones, las condiciones de vida en las ciudades empeoran sin cesar.
La intensa pasión por el lucro, el amor por la ostentación, el lujo y la prodigalidad, son otras tantas fuerzas que apartan a la mayoría de las personas del verdadero propósito de la vida, y abren la puerta a una infinidad de males. Muchos, totalmente dedicados a la búsqueda de tesoros terrenales, se vuelven insensibles a los requerimientos de Dios y a las necesidades de sus semejantes. Consideran sus riquezas como un medio para glorificarse. Añaden una casa a otra, un terreno a otro; llenan sus casas con artículos de lujo, mientras que en tomo suyo hay seres humanos que permanecen hundidos en la miseria y la delincuencia, en la enfermedad y la muerte.
Mediante toda clase de opresiones y extorsiones, hay hombres que acumulan fortunas colosales, mientras que suben a Dios los clamores de la humanidad desfalleciente. Multitudes están luchando contra la pobreza, obligadas a trabajar por unos salarios ínfimos, sin poder obtener las cosas más indispensables para la vida. La fatiga y las privaciones, sin ninguna esperanza de cosas mejores, hacen muy pesada su carga. Si a esto se añade la enfermedad y el dolor, entonces la carga se hace casi insoportable. Minados por las preocupaciones y oprimidos, no saben dónde buscar alivio.
La Biblia describe las condiciones en que se encontrará el mundo en vísperas de la segunda venida del Señor. El apóstol Santiago traza un cuadro de la codicia y la opresión que entonces dominarán. Dice: “¡Vamos ahora, ricos! Llorad y aullad por las miserias que os vendrán. Vuestras riquezas están podridas, y vuestras ropas están comidas de polilla. Vuestro oro y plata están enmohecidos; y su moho testificará contra vosotros, y devorará del todo vuestras carnes como fuego. Habéis acumulado tesoros para los días postreros. He aquí, clama el jornal de los obreros que han cosechado vuestras tierras, el cual por engaño no les ha sido pagado por vosotros; y los clamores de los que habían segado han entrado en los oídos del Señor de los ejércitos. Habéis vivido en deleites sobre la tierra, y sido disolutos; habéis engordado vuestros corazones como en día de matanza. Habéis condenado y dado muerte al justo, y él no os hace resistencia”. Santiago 5:1-6.
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Tal es el cuadro del estado actual de cosas: “Y el derecho se retiró y la justicia se puso lejos; porque la verdad tropezó en la plaza, y la equidad no pudo venir. Y la verdad fue detenida; y el que se apartó del mal, fue puesto en prisión: y lo vio Jehová, y desagradó en sus ojos, porque pereció el derecho”. Isaías 59:14, 15.
La iglesia misma, que debería ser columna y sostén de la verdad, fomenta el amor egoísta a los placeres. Cuando se necesita dinero para fines religiosos, ¿a qué medios recurren muchas iglesias para obtenerlo? A ventas, a banquetes, a ferias elaboradas, a rifas y cosas parecidas. A menudo, los lugares consagrados al servicio divino son profanados por festines en que se bebe, se vende y compra, y donde la gente se divierte. De este modo desaparece en los jóvenes el respeto por la casa de Dios y su culto. Disminuye el dominio propio. El egoísmo, el apetito, el amor por la ostentación son estimulados y se fortifican con la práctica.
A través de los tiempos, el Señor hizo conocer la manera en que procede. Cada vez que sobrevino una crisis, él se reveló e intervino para impedir la ejecución de los planes de Satanás. Muchas veces permitió que las naciones, familias e individuos llegasen a una crisis, a fin de que su intervención fuera más destacada. Entonces demostró la existencia del Dios de Israel, quien afirmará su ley y justificará a su pueblo.
En el mundo antediluviano, los hombres emplearon todos los recursos de su ingenio para anular la ley de Jehová. Rechazaban la autoridad de Dios porque los estorbaba en sus proyectos. Como en los días del diluvio, se acerca el momento en que el Señor debe revelar su omnipotencia. En este tiempo, cuando prevalece la iniquidad, debemos reconocer que la última gran crisis es inminente. Cuando el desafío a la ley de Dios sea casi universal, cuando su pueblo sea oprimido y afligido por sus semejantes, entonces el Señor intervendrá.
Satanás no duerme, sino que vela para impedir que la segura palabra profética se cumpla. Con su astucia y poder engañador, se esfuerza por contrarrestar la voluntad de Dios revelada expresamente en su Palabra. Durante años, Satanás ha obrado para llegar a dominar las mentes por medio de sofismas con los cuales ha querido sustituir la verdad. En este tiempo de peligro, los que practican el bien en el temor de Dios glorifican su nombre repitiendo la palabra de David: “Tiempo es de actuar, oh Jehová, porque han invalidado tu ley”. Salmos 119:126.
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Los juicios de Dios sobre nuestras ciudades
Estando en Loma Linda, California, el 16 de abril de 1906, pasó delante de mí una escena asombrosa. En una visión de la noche, yo estaba sobre una altura desde donde veía las casas sacudirse como el viento sacude los juncos. Los edificios, grandes y pequeños, se derrumbaban. Los sitios de recreo, los teatros, hoteles y palacios suntuosos eran conmovidos y derribados. Muchas vidas eran destruidas y los lamentos de los heridos y aterrorizados llenaban el espacio.
Los ángeles destructores, enviados por Dios, estaban obrando. Un simple toque, y los edificios construidos tan sólidamente que los hombres los consideraban resguardados de todo peligro quedaban reducidos a un montón de escombros. Ninguna seguridad había en parte alguna. Personalmente, no me sentía en peligro, pero no puedo describir las escenas terribles que se desarrollaron ante mi vista. Era como si la paciencia de Dios se hubiese agotado y hubiese llegado el día del juicio.
Entonces el ángel que estaba a mi lado me dijo que muy pocas personas se dan cuenta de la maldad que reina en el mundo hoy, especialmente en las grandes ciudades. Declaró que el Señor ha fijado un tiempo cuando su ira castigará a los transgresores por su persistente menoscabo de su ley.
Aunque terrible, la escena que pasó ante mis ojos no me hizo tanta impresión como las instrucciones que recibí en esa ocasión. El ángel que estaba a mi lado declaró que la soberanía de Dios, el carácter sagrado de su ley, deben ser manifestados a los que rehúsan obstinadamente obedecer al Rey de reyes. Los que prefieran quedar infieles habrán de ser heridos por los juicios misericordiosos de Dios, a fin de que, si posible fuere, lleguen a percatarse de la culpabilidad de su conducta.
Durante el día siguiente, estuve pensando en las escenas que habían pasado ante mis ojos y en las instrucciones que las habían acompañado. Por la tarde fuimos a Glendale, cerca de Los Angeles. En el transcurso de la noche siguiente, recibí nuevas instrucciones acerca del carácter santo y obligatorio de los diez mandamientos y de la supremacía de Dios sobre todos los gobernantes terrenales.
Me parecía estar en medio de una asamblea, presentando al público los requerimientos de la ley divina. Leí el pasaje relativo a la institución del sábado en el Edén, al final de la semana de la creación, y lo referente a la promulgación de la ley en el Sinaí. Después declaré que el sábado debe observarse como señal de un “pacto perpetuo” entre Dios y los que le pertenecen, a fin de que sepan que son santificados por Jehová, su Creador.
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Luego insistí en el hecho de que el gobierno de Dios rige supremo sobre todos los gobiernos de los hombres. Su ley debe ser regla de conducta para todos. No es permitido a los hombres pervertir sus sentidos por la intemperancia, o someter su mente a las influencias satánicas, porque ello los deja en la imposibilidad de observar la ley de Dios. Aunque el divino Soberano soporte con paciencia la maldad, no puede ser engañado y no callará para siempre. Su autoridad y supremacía como Príncipe del universo deben ser reconocidas, y las justas exigencias de su ley vindicadas.
Muchas otras instrucciones acerca de la longanimidad de Dios y la necesidad de hacer comprender a los transgresores cuán peligrosa es su posición a la vista de Dios, fueron repetidas al público tal como yo las había recibido de mi instructor.
El 18 de abril, dos días después de haber tenido la visión del derrumbamiento de los edificios, fui a la capilla de la calle Carr, en Los Angeles, donde se me esperaba. Cuando estábamos cerca de la iglesia, oímos a los vendedores de diarios que gritaban: “¡San Francisco destruido por un terremoto!” Con el corazón lleno de angustia leí las primeras noticias del terrible desastre.
Dos semanas más tarde, al volver a nuestra casa, pasamos por San Francisco, y en un coche alquilado visitamos por una hora y media la desolación de aquella gran ciudad. Edificios reputados indestructibles yacían en ruinas. Algunas casas estaban parcialmente hundidas en el suelo. La ciudad ofrecía un cuadro lamentable de la vanidad de los esfuerzos humanos para construir edificios a prueba de fuego y terremotos.
Por la boca del profeta Sofonías, el Señor habla de los juicios con que afligirá a los que hacen el mal: “Destruiré por completo todas la cosas de sobre la faz de la tierra, dice Jehová. Destruiré los hombres y las bestias; destruiré las aves del cielo y los peces del mar, y cortaré a los impíos; y raeré a los hombres de sobre la faz de la tierra, dice Jehová…
“Y en el día del sacrificio de Jehová castigaré a los príncipes, y a los hijos del rey, y a todos los que visten vestido extranjero. Asimismo castigaré en aquel día a todos los que saltan la puerta, los que llenan las casas de sus señores de robo y de engaño.
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“Y habrá en aquel día, dice Jehová, voz de clamor desde la puerta del Pescado, y aullido desde la segunda puerta, y gran quebrantamiento desde los collados. Aullad, habitantes de Mactes, porque todo el pueblo mercader es destruido; destruidos son todos los que traían dinero.
“Acontecerá en aquel tiempo que yo escudriñaré a Jerusalén con linterna, y castigaré a los hombres que reposan tranquilos como el vino asentado, los cuales dicen en su corazón: Jehová ni hará bien ni hará mal. Por tanto, serán saqueados sus bienes, y sus casas asoladas; edificarán casas, mas no las habitarán, plantarán viñas, mas no beberán el vino de ellas.
“Cercano está el día grande de Jehová, cercano y muy próximo; es amarga la voz del día de Jehová; gritará allí el valiente. Día de ira aquel día, día de angustia y de aprieto, día de alboroto y de asolamiento, día de tiniebla y de oscuridad, día de nublado y de entenebrecimiento, día de trompeta y de algazara sobre las ciudades fortificadas, y sobre las altas torres. Y atribularé a los hombres, y andarán como ciegos, porque pecaron contra Jehová; y la sangre de ellos será derramada como polvo, y su carne como estiércol. Ni su plata ni su oro podrá librarlos en el día de la ira de Jehová, pues toda la tierra será consumida con el fuego de su celo; porque ciertamente destrucción apresurada hará de todos los habitantes de la tierra”. Sofonías 1:2, 3, 8-18.
Dios no puede tener paciencia por mucho más tiempo. Sus juicios ya comienzan a caer en algunos lugares, y pronto su desagrado se manifestará abiertamente en otros sitios.
Habrá una serie de acontecimientos que tendrán por objeto mostrar que Dios domina la situación. La verdad será proclamada en un lenguaje claro e inequívoco. A nosotros, como pueblo, nos incumbe preparar el camino del Señor bajo la dirección de su Espíritu Santo. El Evangelio debe ser proclamado en su pureza. El raudal de aguas vivas debe profundizar y ensanchar su curso. En todos los campos, cercanos y lejanos, habrá hombres que serán llamados a dejar el arado y los negocios que ocupan de costumbre el pensamiento, para prepararse junto a hombres de experiencia. A medida que aprendan a trabajar con éxito, anunciarán la verdad con poder. Merced a las maravillosas operaciones de la Providencia divina, montañas de dificultades serán removidas y arrojadas al mar. El mensaje, que tanto significa para todos los habitantes de la tierra, será oído y comprendido. Los hombres verán dónde está la verdad. La obra progresará más y más hasta que la tierra entera sea amonestada; y entonces vendrá el fin.
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Una obra para hoy
A medida que el tiempo transcurre se hace cada vez más evidente que los juicios de Dios están en el mundo. Por medio de incendios, inundaciones y terremotos, Dios anuncia la proximidad de su venida a los habitantes de la tierra. Se acerca la gran crisis de la historia de este mundo, cuando cada movimiento en el gobierno de Dios será seguido con intenso interés y una aprensión indecible. Los juicios se presentarán en rápida sucesión: incendios, inundaciones y terremotos, con guerra y derramamiento de sangre.
¡Oh, si tan sólo el mundo pudiera conocer el tiempo de su visitación! Numerosos son todavía los que no han oído la verdad que debe probarlos en este tiempo. El Espíritu de Dios contiende todavía con muchos. El tiempo de los juicios destructores divinos es tiempo de gracia para quienes no han tenido oportunidad de conocer la verdad. El Señor los mirará con amor. Su corazón compasivo se conmueve; su brazo está todavía extendido para salvar, mientras que la puerta ya se cierra sobre aquellos que rehusaron entrar.
La misericordia de Dios se manifiesta en su paciente clemencia. Está reteniendo sus juicios para que el mensaje de amonestación llegue a todos. Si nuestro pueblo sintiera debidamente su responsabilidad con respecto a la proclamación del último mensaje, ¡qué obra maravillosa veríamos cumplirse!
¡Mirad las ciudades, y cuánto necesitan del Evangelio! Durante más de veinte años, se me ha recordado la necesidad de obreros diligentes que trabajen entre las multitudes que pueblan las grandes ciudades. ¿Quién se preocupa por ellas? Algunos, pero poca es la atención que se ha dedicado a esta obra si se piensa en las inmensas necesidades y en las innúmeras oportunidades.
En las ciudades del este
Se me ha indicado que el mensaje debiera ser predicado con nuevo poder en las ciudades del este [de los Estados Unidos]. En muchas de esas ciudades, los mensajes del primer ángel y del segundo fueron anunciados durante el movimiento de 1844. A nosotros, como siervos de Dios, se nos ha confiado el mensaje del tercer ángel, en el cual culmina la obra de los precedentes para preparar un pueblo para la venida del Rey. Debemos realizar todos los esfuerzos que podamos para hacer conocer la verdad a aquellos que están dispuestos a oírla, y muchos la escucharán. En todas las grandes ciudades Dios tiene almas sinceras, deseosas de saber lo que es la verdad.
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El tiempo es corto; el Señor desea que todo lo que se relaciona con su obra sea puesto en orden. Desea que su solemne mensaje de amonestación e invitación sea proclamado tan extensamente como puedan darlo sus mensajeros. Nada debemos tolerar en nuestros planes que pudiera impedir su marcha. “Repite el mensaje, repite el mensaje”, tales son las palabras que me fueron dirigidas en muchas ocasiones. “Di a mi pueblo que debe repetir el mensaje en aquellas localidades donde fue anunciado al principio, y donde una iglesia tras otra se decidieron por la verdad, y el poder de Dios testificaba notablemente con respecto al mensaje”.
Durante años, los primeros obreros de nuestra obra lucharon contra la pobreza, expuestos a numerosas privaciones para asegurar a la verdad presente una situación ventajosa. Con pocos recursos trabajaron sin descanso, y Dios bendijo sus humildes esfuerzos. El mensaje fue proclamado con poder en el este y de allí se expandió hacia el oeste, hasta que en muchos lugares se crearon centros de influencia. Puede ser que hoy nuestros obreros no tengan que pasar por las privaciones de los primeros tiempos; pero las condiciones más favorables no debieran inducirnos a disminuir nuestros esfuerzos.
Y ahora que el Señor nos ordena proclamar de nuevo el mensaje con poder en el este, y nos manda entrar en las ciudades del norte, sur, este y oeste, ¿no responderemos a su llamamiento como un solo hombre? ¿No haremos planes para mandar nuestros mensajeros a todos los campos y para sostenerlos generosamente? ¿No irán los ministros de Dios a aquellas grandes urbes para amonestar a las multitudes? ¿Para qué sirven nuestras asociaciones, si no es para proseguir la obra?
Se ha comenzado a proclamar el mensaje del tercer ángel en la ciudad de Washington y en otras ciudades del sur y el este del país; pero si queremos satisfacer las expectativas del Señor, tendremos que trazar planes para hacer avanzar y extender la obra. Debemos dedicamos a esta obra con una perseverancia que no permita ninguna disminución de nuestros esfuerzos, hasta que veamos la salvación de Dios.