El hermano de Nueva York regresó con su esposa y su hija a Battle Creek, en un estado mental que no le permitía dar un informe correcto del buen trabajo hecho en Wright ni estabilizar los sentimientos de la iglesia de Battle Creek. De la manera como los hechos han trascendido, parece que él hirió a la iglesia, y la iglesia lo hirió a él, al gozarse ambos cuando él iba de casa en casa para presentar las opiniones menos favorables de nuestro proceder, y convirtiendo esto en el tema de la conversación. En la época cuando se desarrollaba esta obra cruel, tuve el siguiente sueño:
Visitaba Battle Creek en compañía de una persona con aspecto de autoridad y digna apariencia. En mi sueño, visitaba los hogares de nuestros hermanos. Cuando nos disponíamos a entrar, escuchamos voces ocupadas en animada conversación. Se mencionaba con frecuencia a mi esposo, y me sentí apesadumbrada y asombrada al escuchar a los que habían sido nuestros amigos más sólidos relatar escenas e incidentes que habían ocurrido durante la severa aflicción de mi esposo, cuando sus fuerzas físicas y mentales estaban casi paralizadas. Me sentí triste al oír la voz del así llamado hermano de Nueva York, antes mencionado, contando con fervor y en forma exagerada, incidentes que no eran conocidos en Battle Creek, a la vez que nuestros amigos de allí contaban lo que ellos conocían.
Llegué a sentirme débil y enferma del corazón, y en mi sueño caí postrada, cuando la mano del que me asistía me sostuvo, y me dijo: “Debes escuchar. Debes saberlo aunque te sea insoportable”.
En cada hogar que visitábamos, surgía el mismo tema. Era su “verdad presente”. Dije: “¡Oh, no sabía esto! Ignoraba que existían tales sentimientos en los corazones de quienes hemos considerado como nuestros amigos en la prosperidad. ¡Si tan sólo hubiera seguido ignorando esto! Los creíamos nuestros mejores y más leales amigos”. El que me acompañaba repitió estas palabras: “Si tan sólo se dedicaran de la misma forma y con el mismo ahínco y celo a conversar acerca de su Redentor, espaciándose en sus gracias incomparables, su benevolencia desinteresada y su misericordioso perdón, su piadosa ternura hacia el que sufre, su paciencia e inexpresable amor, ¡cuánto más preciosos y de valor serían sus frutos!”
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Dije entonces: “Estoy apesadumbrada. Mi esposo no se ha escatimado a sí mismo en la ganancia de almas. Se mantuvo de pie sosteniendo las cargas hasta que éstas lo aplastaron; estaba postrado, física y mentalmente quebrantado; y ahora, reunir palabras y actos y usarlos para destruir su influencia, después que Dios ha puesto sus manos debajo de él para levantarlo a fin de que su voz pueda oírse otra vez, es cruel y maligno”. El que me acompañaba dijo: “La conversación acerca de Cristo y las características de su vida, refrescará el espíritu y el fruto será para santidad y vida eterna”. Entonces citó estas palabras: “Por lo demás hermanos, todo lo verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad”. Filipenses 4:8. Estas palabras me impresionaron tanto que el sábado siguiente hablé de ellas.
Mis trabajos en Wright fueron muy agobiadores. Me ocupaba de mi esposo durante el día, y algunas veces en la noche. Lo bañaba y lo sacaba a pasear en el coche, y ya hiciera frío, soplara el viento o brillara el sol, salía a caminar con él. Usaba la pluma mientras él me dictaba sus informes para la Review y también escribí muchas cartas, además de numerosas páginas de testimonios personales, y la mayor parte del Testimonio número 11, además de visitar y hablar tan a menudo, por tanto tiempo y tan enfáticamente como lo hice. El hermano y la hermana Root simpatizaban enteramente conmigo en mis pruebas y afanes, y vigilaban con el cuidado más tierno para suplir todas nuestras necesidades. Nuestras oraciones eran frecuentes para que el Señor les bendijera en todo lo material y en salud, así como en gracia y fortaleza espiritual. Sentí que una bendición especial les seguiría. Aunque desde entonces la enfermedad ha llegado a su habitación., aún sé por el hermano Root que gozan de mejor salud que antes. Y entre los asuntos de prosperidad pasajera él informa que sus campos de trigo han producido veintisiete medidas por acre [2,2 acres por hectárea] y algunas cuarenta, mientras que el promedio de rendimiento del campo de sus vecinos ha sido solamente de siete medidas por acre.
Salimos de Wright el 29 de enero de 1867, y nos fuimos a Greenville, en el Condado de Montcalm, una distancia de sesenta kilómetros. Era el día más severamente frío del invierno y estábamos felices de encontrar un refugio para protegernos del frío y la tormenta en casa del Hno. Maynard. Esta querida familia nos dio la bienvenida tanto a su hogar como a sus corazones. Permanecimos allí seis semanas, trabajando con las iglesias de Greenville y Orleans, y haciendo del hospitalario hogar de los Maynard nuestro centro de trabajo.
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Dios me otorgó libertad para dirigirme a la gente; en cada esfuerzo sentí su poder sostenedor. Y cuando me convencí plenamente que tenía un testimonio que dar al pueblo, y que podía presentarlo en relación con las labores de mi esposo, se fortaleció mi fe en que él recobraría su salud para trabajar con aceptación en la causa y obra de Dios. La gente aceptó sus esfuerzos, y fue una gran ayuda para mí en el trabajo. Sin él yo podía hacer muy poco, pero con su ayuda, en la fortaleza del Señor, lograría hacer el trabajo que se me había asignado. El Señor lo sostuvo en cada esfuerzo en que se empeñó. A medida que se esforzaba, confiando en Dios a pesar de sus debilidades, se fortalecía y mejoraba con cada intento. Al comprender que mi esposo adelantaba en vigor físico y mental, mi gratitud desbordaba al pensar en ser de nuevo libre para ocuparme una vez más y con mayor fervor en la obra de Dios, al lado de mi esposo, trabajando ambos unidos en la terminación de la obra en favor del pueblo de Dios. Antes que la salud de mi esposo se quebrantara, la posición que él ocupaba lo mantenía confinado la mayor parte del tiempo. Y como yo no podía viajar sin él, necesariamente tenía que quedarme en casa gran parte del tiempo. Sentí que ahora Dios lo prosperaría mientras trabajaba en palabra y doctrina, y se dedicaba más a la predicación. Otros podían trabajar en la oficina, y nosotros teníamos la firme convicción que él jamás sería nuevamente confinado, sino que estaría libre para viajar conmigo de modo que ambos pudiéramos dar el testimonio solemne que Dios nos había encargado para su iglesia remanente.
El estado de deterioro del pueblo de Dios me resultaba penosamente claro, y cada día estaba consciente de haber usado mis energías hasta su límite. Mientras estábamos en Wright, habíamos enviado mi manuscrito número 11 a la oficina de publicación, y yo aprovechaba casi cada momento cuando no había reuniones para redactar el material del número 12. Mis energías, tanto físicas como mentales, habían sido severamente gastadas mientras trabajaba por la iglesia en Wright. Sentí que debía tener reposo, pero no podía vislumbrar ninguna oportunidad de sosiego. Hablaba a la gente varias veces a la semana, y escribía muchas páginas de testimonios personales. Sentía el peso de las almas sobre mí, y las responsabilidades que sentía eran tan grandes que sólo podía conseguir unas pocas horas de sueño cada noche.
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Mientras laboraba de esa manera hablando y escribiendo, recibí de Battle Creek cartas de carácter desanimador. Al leerlas, sentí una depresión de espíritu inexpresable, algo así como agonía mental, la cual pareció paralizar mis energías vitales por un corto tiempo. Casi no dormí durante tres noches. Mis pensamientos estaban turbados y perplejos. Escondí mis sentimientos lo mejor que pude, de mi esposo y de la cariñosa familia en cuyo hogar posábamos. Nadie sabía de mis faenas, o carga mental cuando me unía con la familia en devoción matutina y vespertina, y procuré colocar mis cargas sobre Aquel que nos ofrece llevarlas. Pero mis peticiones surgían de un corazón abrumado de angustia y mis oraciones se interrumpían y fragmentaban por causa de mi tristeza incontrolable. La sangre se agolpaba en mi cerebro, haciéndome con frecuencia vacilar y casi perder el equilibrio. Mi nariz sangraba a menudo, especialmente al esforzarme por escribir. Fui forzada a dejar de escribir, pero no podía quitarme de encima el peso de la ansiedad y responsabilidad que estaba sobre mí al comprender que tenía testimonios para otros que no era capaz de presentarles.
Recibí otra carta, informándome que habían pensado que era mejor diferir la publicación del Testimonio número 11 hasta que yo pudiese escribir lo que se me había mostrado acerca del Instituto de Salud, porque los que estaban a cargo de esa empresa tenían gran necesidad de fondos y necesitaban la influencia de mi testimonio para motivar a los hermanos. Entonces escribí una parte de lo que se me había mostrado en relación con el Instituto, pero no pude completar el tema debido a la presión sanguínea que sentía en mi cerebro. Si hubiese sabido que el número 12 se iba a demorar tanto, de ninguna manera hubiera enviado esa parte del asunto publicado en el número 11. Pensé que después de descansar unos días, podría reanudar mi tarea de escribir. Pero descubrí con gran dolor, que la condición de mi cerebro me lo impedía. Tuve que desistir de la idea de escribir testimonios generales o personales, y esto me causó mucha angustia.
En ese estado de cosas, se decidió que regresáramos a Battle Creek y permaneciéramos allí mientras las carreteras estuvieran en condiciones precarias por el barro y las averías, y que allí completaría el Testimonio número 12. Mi esposo estaba ansioso de ver a sus hermanos de Battle Creek y hablarles y regocijarse con ellos en la obra que Dios estaba haciendo a través de él. Recogí mis escritos, y empezamos nuestro viaje.
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A nuestro regreso en el camino, sostuvimos dos reuniones en Orange y vi evidencias de que la iglesia se había beneficiado y animado. Nosotros mismos fuimos refrigerados por el Espíritu del Señor. Esa noche soñé que estaba en Battle Creek y miraba por el cristal del lado de la puerta. Observé una compañía que se acercaba a la casa de dos en dos. Parecían decididos y determinados. Los conocía bien y me volví para abrir la puerta de la sala para recibirles, pero decidí mirar de nuevo. La escena cambió. La compañía ahora parecía una procesión de católicos. Uno llevaba en su mano una cruz, otro un escapulario. Y a medida que se acercaba, el que llevaba el escapulario hizo un círculo alrededor de la casa, repitiendo tres veces: “Esta casa está proscripta; sus pertenencias deben ser confiscadas. Han hablado contra nuestra santa orden”.
Me sobrecogió el terror. Atravesé la casa corriendo, salí por la puerta del norte y me encontré en medio de una compañía, algunos de los cuales conocía, pero no me atreví a decirles una palabra por miedo a ser traicionada. Traté de encontrar un lugar apartado donde pudiera llorar y orar sin encontrarme con ojos impacientes e inquisitivos. Repetía a menudo: “¡Si me dijeran qué he dicho o qué he hecho!” Lloré y oré mucho al ver nuestros bienes confiscados. Traté de leer simpatía o piedad por mí en las miradas de aquellos que me rodeaban y noté en los rostros de varios que me hablarían y me consolarían si no tuvieran miedo de ser observados por otros. Quise escaparme de la multitud, pero comprendiendo que era vigilada, escondí mis intenciones. Empecé a orar en voz alta y a decir: “¡Si tan sólo me dijeran qué he hecho, o qué he dicho!” Mi esposo, que dormía en una cama en el mismo cuarto, oyó mi llanto y me despertó. Mi almohada estaba empapada de lágrimas y sobre mí pesaba una triste depresión de espíritu. El hermano y la hermana Howe nos acompañaron a West Windsor, donde fuimos recibidos y nos dieron la bienvenida el hermano y la hermana Carman. El sábado y el domingo conocimos a los hermanos y las hermanas de las iglesias en la vecindad y nos sentimos libres de expresar nuestro testimonio a ellos. El espíritu refrigerante del Señor descansó sobre aquellos que sintieron un interés especial en la obra del Señor. Nuestras reuniones de asociación fueron buenas y casi todos dieron testimonio de que estaban fortalecidos y grandemente animados.
En pocos días nos encontrábamos de nuevo en Battle Creek después de una ausencia de cerca de tres meses. El sábado 16 de marzo, mi esposo predicó a la iglesia un sermón sobre santificación, fonográficamente informado por el editor de la Review y publicado en el volumen 29, número 18. También habló con claridad en la tarde y el domingo en la mañana. Ofrecí mi testimonio con la libertad usual. El sábado 23, hablamos libremente a la iglesia de Newton y trabajamos con la iglesia de Convis el siguiente sábado y el domingo. Nos proponíamos regresar al Norte y anduvimos cuarenta y ocho kilómetros, pero nos vimos obligados a regresar por la condición de las carreteras. Mi esposo se desanimó terriblemente por la fría recepción que encontró en Battle Creek, y yo también me entristecí. Decidimos que no compartiríamos nuestro testimonio con esa iglesia hasta que dieran mejor evidencia de que deseaban nuestros servicios, y resolvimos trabajar en Convis y Monterrey hasta que las carreteras mejoraran. Los dos sábados siguientes los pasamos en Convis y tenemos prueba de haber hecho una buena obra, pues ahora se ven los mejores frutos.
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Regresé al hogar en Battle Creek como una hija fatigada y apesadumbrada que tenía necesidad de palabras de consuelo y ánimo. Me resulta doloroso declarar que fuimos recibidos con gran indiferencia por nuestros hermanos, de quienes tres meses antes nos habíamos separado en perfecta unión, excepto en lo referente al punto de nuestra partida. La primera noche que pasamos en Battle Creek, soñé que había estado trabajando arduamente y había estado viajando para asistir a una gran reunión, y que me sentía muy apesadumbrada. Las hermanas arreglaban mi cabello y ajustaban mi vestido, y me dormí. Al despertar, me asombré y me indigné al ver que se me había quitado mi ropa y se me había puesto ropa vieja hecha de tiras y pedazos de tela de cubrecamas remendados. Dije: “¿Qué es lo que me han hecho? ¿Quién ha hecho esta vergonzosa obra de quitar mi vestimenta y reemplazarla con andrajos de mendigos?” Rasgué los harapos y me los quité. Estaba triste, y con angustia grité: “Tráiganme de nuevo mis vestiduras que he llevado por veintitrés años y no he deshonrado ni un solo instante. Si no me devuelven mi ropa, apelaré al pueblo. Ellos contribuirán y me devolverán mis vestiduras que he llevado por veintitrés años”. He visto el cumplimiento de este sueño.
Nos encontramos con informes en Battle Creek que habían sido puestos en circulación para perjudicarnos, pero no tenían fundamento. Algunos estacionados temporariamente en el Instituto de Salud y otros que servían en Battle Creek habían escrito cartas, a iglesias en Míchigan y otros estados, expresando temores, dudas, e insinuaciones respecto a nosotros. Me embargó el pesar al escuchar un cargo procedente de un compañero de labor a quien había respetado, según el cual estaban llegando de todas partes informes de lo que yo habría hablado en contra de la iglesia de Battle Creek. Me sentía tan pesarosa que no sabía que decir. Encontramos un fuerte espíritu de acusación contra nosotros. Cuando nos convencimos plenamente de que este espíritu era real, sentimos nostalgia por nuestro hogar. Estábamos tan desanimados y acongojados que les dije a dos de nuestros principales hermanos que no nos sentíamos bienvenidos, al enfrentar falta de confianza y frialdad en vez de bienvenida y ánimo, y que no comprendía cómo podría ser correcto seguir una conducta así hacia los que se habían deteriorado por esforzarse entre ellos más allá de sus energías en su devoción a la obra de Dios. Dije entonces que pensábamos que deberíamos salir de Battle Creek y procurar un hogar más alejado.
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Atribulada en espíritu más allá de lo que es posible expresar, permanecí en casa, temiendo ir a los hogares de los miembros por temor a ser herida. Finalmente, como nadie se acercara para ofrecer sosiego a mis sentimientos, sentí que era mi deber reunir un número de hermanos y hermanas de experiencia y refutar los informes que circulaban respecto a nosotros. Abrumada y deprimida hasta la angustia, me enfrenté a los cargos contra mí, haciendo un recuento de mi viaje por el este, hacía un año, y las penosas circunstancias que afrontamos en ese viaje. Rogué a los presentes que juzgaran si mi conexión con la obra y la causa de Dios me conduciría a despreciar la iglesia de Battle Creek, por cuyos miembros jamás he tenido ningún sentimiento negativo. ¿No era mi interés por la obra y la causa de Dios tan grande como el mayor que ellos mismos pudieran tener? Toda mi experiencia y existencia estaban entretejidas con éstas. No abrigaba interés alguno que no fuera el de la obra. Había invertido todo en esta causa, y no había estimado ningún sacrificio demasiado grande a fin de adelantarla. No había permitido que mi afecto por mis amados bebés me detuviera de realizar mi deber, según Dios lo requería en su causa. El amor maternal floreció tan fuerte en mi corazón como en el de cualquier madre viviente; sin embargo, me había separado de mis pequeños hijos permitiendo que otra persona actuara como madre para ellos. Había dado inconfundibles evidencias de mi interés y devoción por la causa de Dios. He demostrado por mis obras cuán cara es ella a mi corazón. ¿Podría otro producir una prueba más fuerte que la mía? ¿Eran celosos en la causa de la verdad? Yo era más celosa. ¿Eran devotos a ella? Yo podía probar mayor devoción que cualquier otro de los obreros. ¿Habían ellos sufrido por amor a la verdad? Mi sufrimiento era mayor. No había considerado mi vida preciosa para mí misma. No había esquivado reproches, sufrimiento o penurias. Cuando mis amigos y familiares habían perdido la esperanza de preservar mi vida, por haber yo caído presa de la enfermedad, mi esposo me había llevado en brazos al barco o al tren. En una ocasión, después de viajar hasta la media noche, nos encontrábamos sin recursos en la ciudad de Boston. En dos o tres ocasiones, caminamos por fe once kilómetros. Viajábamos hasta donde mis esfuerzos me lo permitían y entonces caíamos de rodillas al suelo y pedíamos fuerzas para seguir. La fuerza fue suplida y fuimos capacitados para trabajar esforzadamente por el bien de las almas. No permitíamos que ningún obstáculo nos distrajera del deber o nos separara de la obra.
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El espíritu manifestado en estas reuniones me inquietó profundamente. Volví al hogar todavía preocupada, porque los que asistieron no hicieron esfuerzo alguno por aliviarme reconociendo que estaban convencidos de haberme juzgado equivocadamente, y de que sus sospechas y acusaciones contra mí eran injustas. No podían condenarme, pero tampoco hicieron un esfuerzo por absolverme.
Por quince meses mi esposo había estado tan débil que no había podido llevar consigo ni el reloj ni su cartera, ni manejar por sí mismo los caballos cuando salía en coche. Pero este año, él había tomado su reloj y cartera—esta última vacía como consecuencia de nuestros cuantiosos gastos—y había podido conducir por sí mismo al viajar en coche. Durante su enfermedad había rehusado en varias ocasiones aceptar dinero de sus hermanos por valor de casi mil dólares, diciéndoles que cuando estuviera en necesidad les notificaría. Finalmente nos vimos en necesidad. Mi esposo sintió que era su deber, antes de llegar a ser dependiente, vender primero todo aquello de lo cual podíamos prescindir. Tenía unas pocas cosas de menor valor en la oficina y distribuidas en las casas de algunos hermanos de Battle Creek, las cuales recogió y vendió. Nos desprendimos de muebles por valor de cerca de ciento cincuenta dólares. Mi esposo trató de vender nuestro sofá para el lugar de reunión, ofreciendo dar diez dólares de su valor como ofrenda, pero no pudo. Por entonces murió nuestra única y valiosa vaca. Por primera vez mi esposo sintió que necesitaría ayuda, y le envió una nota a un hermano diciéndole que si a la iglesia le complacía ayudarle a reponer la pérdida de la vaca, podía hacerlo. Pero no se hizo nada al respecto; más bien lo acusaron de haber enloquecido por la codicia. Los hermanos lo conocían suficientemente para saber que jamás solicitaría ayuda a menos que se viera obligado por extrema necesidad. Y ahora que lo había hecho, imaginen los lectores sus sentimientos y los míos al ver que nadie se preocupaba del asunto excepto para herirnos en nuestra necesidad y profunda aflicción.