Testimonios para la Iglesia, Vol. 1, p. 578-585, día 067

Al recibir esta carta, decidimos mandar la suma necesaria a la Hna. More tan pronto como tuviéramos tiempo. Pero antes de tener un momento disponible decidimos ir a Maine, y volver en pocas semanas, para poder hacerla venir antes que se cerrara la temporada de navegación. Y cuando decidimos quedarnos para trabajar en Maine, New Hampshire, Vermont y Nueva York, le escribimos a un hermano en este condado para que viera a los hermanos principales del vecindario y consultara con ellos acerca de mandar a buscar a la Hna. More y proveerle un hogar hasta que volviéramos. Pero se descuidó el asunto hasta que se cerró la navegación, y cuando volvimos hallamos que nadie se había interesado en ayudar a la Hna. More a llegar a esta comarca, donde pudiera venir a nuestro hogar cuando volviéramos. Nos sentimos apenados y muy afligidos, y en una reunión que tuvimos en Orleans el segundo sábado después de haber vuelto, mi esposo les presentó el caso a los hermanos. Mi esposo publicó un informe de lo que fue dicho y hecho en relación con la Hna. More, en la Review del 18 de febrero de 1868, como sigue:

“En esta reunión presentamos el caso de la Hna. Ana More, que hoy se encuentra en el noroeste de Míchigan, viviendo con amigos que no observan el sábado bíblico. Dijimos que esta sierva de Cristo aceptó el sábado mientras llevaba a cabo labores misioneras en el Africa Central. Cuando esto se supo, sus servicios en esa capacidad ya no fueron requeridos, y volvió a los Estados Unidos en busca de un hogar y un empleo con los de su fe. A juzgar por su domicilio actual, es evidente que sus esperanzas no se han cumplido. Es posible que nadie sea específicamente culpable en su caso; pero nos parece que, o faltan en nuestro sistema de organización provisiones adecuadas para animar a tales personas y ayudarlas a encontrar un campo de labor útil, o los hermanos y hermanas que tuvieron el placer de encontrarse con la Hna. More no han cumplido con su deber. Se acordó entonces por voto unánime, invitarla a hacer su hogar entre los hermanos de esta zona hasta el congreso de la Asociación General, ocasión en la cual se presentaría su caso a nuestro pueblo. El Hno. Andrews, que estaba presente, aprobó plenamente la acción de los hermanos”.

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A juzgar por lo que desde entonces hemos llegado a saber acerca del tratamiento frío e indiferente que se le dio a la Hna. More en Battle Creek, es evidente que al decir que en este caso no había nadie que fuera especialmente digno de censura, mi esposo expresó una opinión demasiado caritativa. Al saber todos los detalles del caso, ningún cristiano podría dejar de culpar a todos los miembros de esa iglesia que conocían las circunstancias y no se interesaron personalmente por ayudarla. Por cierto que era deber de los oficiales hacer esto e informar a la iglesia, si otros no tomaban antes las cosas en sus manos. Pero los miembros individuales de esa iglesia, o de cualquier otra, no tienen derecho alguno de sentirse exentos de interesarse por personas que estén en una situación tal. Después de lo que se publicó en la Review acerca de esta abnegada sierva de Cristo, hubiera sido lógico que cada lector de la revista domiciliado en Battle Creek hubiera hecho contacto personal con ella para informarse en cuanto a sus necesidades.

La Hna. Strong, esposa del pastor P. Strong, Jr., estuvo en Battle Creek al mismo tiempo que la Hna. More. Ambas llegaron el mismo día y se fueron al mismo tiempo. La Hna. Strong, que se halla a mi lado, dice que la Hna. More deseaba que ella intercediera en su favor, para que le dieran empleo de modo que pudiera quedarse entre los guardadores del sábado. La Hna. More declaró estar dispuesta a hacer cualquier cosa, pero que su preferencia era enseñar. También le pidió al pastor A. S. Hutchins que presentara su caso a los hermanos principales en la oficina de la Review, y tratara de conseguirle una escuela. El Hno. Hutchins cumplió con gusto este encargo. Pero no se le dio ánimo, porque parecía no haber ninguna vacante. También la Hna. More le dijo a la Hna. Strong que se hallaba en la pobreza y tendría que irse al condado de Leelenaw si no lograba hallar trabajo en Battle Creek. Con frecuencia se lamentaba en términos conmovedores por verse obligada a dejar a los hermanos.

La Hna. More le escribió al Hno. Thompson en relación con su invitación a hacer su hogar con su familia, y deseaba esperar hasta recibir la respuesta. La Hna. Strong la acompañó en su búsqueda de un lugar donde quedarse hasta recibir la respuesta del Sr. Thompson. En un lugar se le dijo que podía quedarse desde el miércoles hasta el viernes de mañana; entonces tendrían que salir. Esta hermana le contó el caso de la Hna. More a su propia hermana que vivía cerca y era también guardadora del sábado. Cuando volvió, le dijo a la Hna. More que podía quedarse con ella hasta el viernes por la mañana, pero que su hermana había dicho que no le resultaba conveniente recibirla. Más tarde la Hna. Strong supo que la verdadera excusa era que la hermana no conocía a la Hna. More. Podría haberla recibido, pero no quiso hacerlo.

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La Hna. More le preguntó entonces a la Hna. Strong qué debía hacer. La Hna. Strong era casi una extraña en Battle Creek, pero pensó que podría acomodarla con la familia de un hermano pobre, conocido suyo, que recientemente había llegado procedente del condado de Montcalm. En eso tuvo éxito. La Hna. More se quedó hasta el martes, día en que partió rumbo al condado de Leelenaw, vía Chicago. Allí pidió prestado dinero para completar su jornada. En Battle Creek había por lo menos algunos que conocían sus necesidades, puesto que no se le cobró nada por su breve permanencia en el Instituto.

En cuanto volvimos del este, mi esposo, al saber que, a pesar de nuestro pedido, no se había hecho nada por acomodar a la Hna. More en un lugar que le permitiera venir en seguida a nuestro hogar en cuanto volviéramos, le escribió que viniera tan pronto como le fuera posible, a lo cual ella respondió como sigue:

“Leland, Condado de Leelenaw, Míchigan,

20 de febrero de 1868.

“Mi querido Hno. White,

Recibí su carta del 3 de febrero. Me encontró con mala salud, por no estar acostumbrada a estos fríos inviernos del Norte, en los que se acumula más de un metro de nieve en ciertos lugares. Los que traen el correo lo hacen andando con raquetas.

“No me parece posible llegar a su casa antes que venga la primavera. Aun sin nieve, los caminos son muy malos. Me dicen que la mejor forma de hacer el viaje es esperar que se abra la navegación, y viajar a Milwaukee, y de allí a Grand Haven para tomar el ferrocarril rumbo al punto más cercano a su hogar. Yo había tenido la esperanza de estar entre nuestro querido pueblo el otoño pasado, pero no se me permitió ese privilegio.

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“Las verdades que creemos parecen más y más importantes, y nuestra obra de preparar a un pueblo para la venida del Señor no debe ser demorada. No sólo debemos estar nosotros vestidos con el traje de bodas, sino ser fieles en recomendarles a otros que también se preparen.

“Quisiera poder ir a ustedes, pero parece imposible, o por lo menos impracticable en mi delicado estado de salud, el hacer sola una jornada así en pleno invierno. ¿Cuándo es la sesión de la Asociación General a que usted alude? Supongo que la Review traerá eventualmente la información.

“Creo que mi salud ha sufrido por haber estado guardando el sábado sola en mi cuarto, en medio del frío. Pero no me pareció posible guardarlo si lo habitual era toda clase de trabajos y conversaciones mundanales, como sucede en el caso de los que guardan el domingo. Creo que el sábado, en la vida de los que guardan el primer día, es el día de más trabajo y el más ocupado. De hecho, me parece que aun los mejores entre quienes guardan el domingo, no guardan ningún día como debieran. ¡Oh, cuánto anhelo estar de nuevo con los guardadores del sábado! Quiero que la Hna. White me vea vestida con el vestido de la reforma. Que ella tenga la bondad de enviarme un patrón, y cuando llegue allá se lo pagaré. Supongo que cuando llegue a su casa, tendré que aprovisionarme. Me gusta mucho. La Hna. Thompson piensa que le gustaría usar el vestido de la reforma.

“He tenido dificultad para respirar, por lo que durante más de una senana no he podido dormir. Supongo que la causa se debe a que la chimenea de la estufa se rompió, y llena mi cuarto de humo y gas a la hora de acostarse, de modo que tengo que dormir sin la ventilación adecuada. En el momento no creí que el humo fuera tan malsano, ni se me ocurrió que el gas impuro que generan la madera y el carbón estuviese mezclado con él. Me desperté con una sensación tan aguda de sofocamiento que no podía respirar si me acostaba; terminé, pues, pasando el resto de la noche sentada. Nunca antes había sentido las terribles sensaciones del ahogo. Comencé a temer que nunca volvería a poder dormir. Por lo tanto, me resigné a ponerme en las manos de Dios para vida o muerte, rogándole que me salvara la vida si todavía me necesitaba en su viña; de otro modo, yo no tenía ningún deseo de vivir. Me sentí plenamente reconciliada con la mano de Dios sobre mí. Pero también sentí que se debían resistir las influencias satánicas. Le ordené entonces a Satanás que se retirara de mí, y le dije al Señor que no haría ningún intento de escoger ni la vida ni la muerte, sino que lo dejaría todo en las manos de Aquel que me conocía a la perfección. Le dije: ‘Mi futuro no lo conozco, por lo tanto tu voluntad es lo mejor’. La vida no me interesa, al menos en lo que se refiere a sus placeres. Todas sus riquezas, sus honores, son nada comparados con la utilidad. No los deseo; no pueden satisfacer o llenar el doloroso vacío que deja en mí el deber no cumplido. No quiero vivir sin utilidad, para no ser más que una simple mancha o dejar un vacío en la vida. A pesar de que morir así parece una muerte de mártir, estoy resignada, si es la voluntad de Dios.

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“El día anterior le había dicho a la Hna. Thompson: ‘Si estuviera en casa del Hno. White, podrían ellos orar por mí y yo sanaría’. Me preguntó si no podríamos mandar por usted y el Hno. Andrews; pero hacerlo parecía impráctico, ya que con toda probabilidad yo no podría durar viva hasta que ustedes llegaran. Sabía que con su gran poder y su brazo fuerte, el Señor podría sanarme aquí mismo, si eso fuera lo mejor, de modo que me sentí segura dejando el caso en sus manos. Yo sabía que él podría enviar un ángel para resistirle al que tiene el poder de la muerte, esto es, el diablo, y me sentí segura de que así lo haría, si fuera lo mejor. Sabía también que él podría sugerir medidas, si fueran necesarias para mi recuperación, y sentí la seguridad de que así lo haría. Pronto me sentí mejor, y pude dormir un poco.

“Como usted puede ver, todavía soy preservada como un monumento de la misericordia y fidelidad de Dios que se vislumbran a través de la aflicción que permite que sus hijos sobrelleven. Dios no aflige ni entristece voluntariamente a los hijos de los hombres; pero a veces se necesitan pruebas como disciplina, para que dejemos de depender del mundo.

Y ruega que busquemos la verdadera felicidad Más allá de un mundo como éste.

“Ahora puedo decir con el poeta:

Señor, no es cosa mía decidir Si vivir o morir. Si la vida es larga, me gozaré En obedecerte por más tiempo; Si corta, ¿por qué habría de entristecerme? Este mundo se debe desvanecer. Cristo no me guía por cuartos más tenebrosos Que los que él mismo ya atravesó. El que quiera llegar a su reino, Debe entrar por su puerta. Ven, Señor, cuando por gracia haya visto Tu rostro bendito; Porque, si tu obra aquí es tan dulce, ¿Cómo será tu gloria? Con gusto callaré mis tristes quejas, Y a mis días de pecado pondré fin, Para unirme a los santos vencedores Que cantan alabanzas a Jehová. Es poco lo que sé de ese estado, Débil es el ojo de mi fe; Mas basta con que Cristo lo sabe todo, Y con él yo estaré. Baxter.

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“Anoche tuve otro episodio de insomnio, y hoy no me siento bien. Ore que la voluntad de Dios, cualquiera que ella sea, se pueda cumplir en mí y por mí, ya sea que se trate de mi vida o mi muerte.

“Suya en la esperanza de la vida eterna,

“ANA MORE

“Si usted sabe de alguna forma en que yo pueda llegar a ustedes antes, por favor hágamela saber.

A. M.”

Ha muerto, pero a pesar de ello habla. Los que hayan visto su necrología en un número reciente de la Review, leerán sin duda con mucho interés sus cartas que he incluido aquí. La Hna. More podría haber sido una bendición para cualquier familia de guardadores del sábado que hubiera apreciado su valor, pero ahora duerme. Nuestros hermanos de Battle Creek y de esta vecindad podrían haber provisto un hogar más que bienvenido para Jesús en la persona de esta mujer piadosa. Pero se pasó la oportunidad. No era conveniente. No la conocían. Era de edad avanzada, y podría convertirse en una carga. Fueron sentimientos así los que la excluyeron de los hogares de los profesos amigos de Jesús, que esperan su pronto advenimiento, y la separaron de quienes ella amaba, haciéndola ir a los que se oponían a su fe, al norte de Míchigan, en medio de los hielos invernales, a morir de frío. Murió en calidad de mártir por el egoísmo y la codicia de los profesos guardadores de los mandamientos.

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Con este caso, la Providencia ha administrado una terrible reprensión contra la conducta de los que no recibieron a esta extraña. Pero no era en realidad una extraña. Se conocía su reputación, pero nadie la recibió. Muchos sentirán tristeza al pensar en cómo la Hna. More anduvo por Battle Creek rogando por un hogar entre el pueblo que ella había escogido. Y cuando la sigan a Chicago en su imaginación, y la vean pedir allí prestado el dinero necesario para afrontar los gastos del viaje al lugar de su descanso definitivo -y cuando piensen en esa tumba en el condado de Leelenaw, donde descansa esa preciosa desterrada—, que Dios tenga piedad de los que son culpables en su caso.

¡Pobre Hna. More! Ella duerme, pero nosotros hicimos lo que pudimos. Mientras estábamos en Battle Creek, a fines de agosto, recibimos la primera de las dos cartas que he publicado, pero no teníamos dinero que mandarle. Mi esposo escribió a Wisconsin y Iowa pidiendo fondos, y recibió setenta dólares con que costearnos los gastos de viajar a esas convocaciones occidentales, celebradas en septiembre pasado. Esperábamos que tendríamos medios para enviarle en cuanto volviéramos del Oeste, y pagar así su viaje a nuestro nuevo hogar en el condado de Montcalm.

Nuestros generosos amigos del oeste habían provisto los medios necesarios. Pero cuando decidimos acompañar al Hno. Andrews a Maine, el asunto se pospuso hasta nuestro retorno. No esperábamos estar en el este por más de cuatro semanas, lo cual nos habría dado tiempo más que suficiente para mandar traer a la Hna. More después de nuestro retorno, y hacer que llegara a nuestro hogar antes del cierre de la temporada de navegación. Y cuando decidimos quedar en el este varias semanas más de lo que habíamos pensado, no perdimos tiempo en dirigirnos a varios hermanos de esta zona, recomendándoles que hicieran venir a la Hna. More y proveyeran para ella un hogar hasta nuestro regreso. Repito: Hicimos lo que pudimos.

Pero, ¿por qué habríamos de sentir interés por esta hermana, más que por otros? ¿Qué esperábamos de esta misionera agotada? No podría hacer los trabajos de nuestro hogar, y en casa teníamos sólo un niño al cual ella le podría enseñar. Y por cierto que no se podría esperar mucho de alguien tan desgastado como lo estaba ella, que ya tenía casi sesenta años. No teníamos ningún uso específico para ella, excepto para traer a nuestro hogar la bendición de Dios. Hay muchas razones por las cuales nuestros hermanos debieran haberse interesado más que nosotros en el caso de la Hna. More. Nosotros nunca la habíamos visto, y no teníamos otros medios de conocer su historia, su devoción a la causa de Cristo y la humanidad, que los que tenían todos los lectores de la Review. Nuestros hermanos de Battle Creek habían visto a esta noble mujer, y algunos de ellos conocían en mayor o menor grado sus deseos y necesidades. Nosotros no teníamos dinero con qué ayudarle; ellos sí. Nosotros ya estábamos sobrecargados de trabajo y necesitábamos tener en casa a personas que tuvieran la fortaleza y la vivacidad de la juventud. En vez de ayudar a otros, nosotros mismos necesitábamos ayuda. Pero la mayor parte de nuestros hermanos de Battle Creek están en tal situación que la Hna. More no habría significado para ellos el menor cuidado o carga. Tienen tiempo y fuerzas, y se hallan comparativamente libres de necesidad.

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Sin embargo, nadie se interesó en este caso en la medida en que nosotros lo hicimos. Hasta le hablé a la congregación en pleno, antes que viajáramos al este el otoño pasado, acerca de su descuido de la Hna. More. Me referí al deber de darle honor a quien se le debe honor; me parecía que la sabiduría se había apartado de los prudentes a tal grado que no les era posible apreciar el valor moral. Les dije a los miembros de esa congregación que entre ellos había muchos que tenían tiempo para reunirse, para cantar y tocar sus instrumentos musicales; tenían dinero para darle al artista con el fin de multiplicar sus propias imágenes, o para gastar en las diversiones públicas; pero no tenían nada para darle a una misionera desgastada que había abrazado de corazón la verdad presente, y que había venido a vivir entre quienes tenían una fe tan preciosa como la suya. Les aconsejé detenerse y considerar lo que estábamos haciendo, y les propuse que guardaran sus instrumentos musicales durante tres meses, y tomaran tiempo para humillarse delante de Dios en autoexamen, arrepentimiento y oración hasta que aprendieran cuáles son los derechos que Dios reclama sobre ellos como sus hijos profesos. Mi alma se conmovió al sentir el mal que se le había hecho a Jesús en la persona de la Hna. More, y hablé personalmente con varias personas acerca de esto.

Este asunto no sucedió en algún rincón. Pero a pesar de que el asunto se hizo público, seguido de la grande y buena obra en Battle Creek, la iglesia no hizo ningún esfuerzo por redimir el pasado haciendo venir a la Hna. More. Y alguien, la esposa de uno de nuestros pastores, declaró más tarde: “No veo por qué los Hnos. White hacen tanto alboroto por la Hna. More. Creo que no comprenden el caso”. ¡Por cierto que no comprendimos el caso! Es mucho peor de lo que habíamos supuesto. Si lo hubiéramos comprendido, nunca habríamos dejado Battle Creek sin haber establecido plenamente ante la congregación el pecado que significó haberla dejado alejarse de ellos, y sin habernos cerciorado de que se tomaban las medidas necesarias para llamarla a regresar.

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Tatiana Patrasco