Testimonios para la Iglesia, Vol. 1, p. 418-425, día 047

Los ministros no debieran utilizar la adulación ni hacer acepción de personas. Siempre ha existido, y todavía existe, gran peligro de equivocarse en esto, de hacer una pequeña diferencia con los ricos, o adularlos tributándoles atenciones especiales, si es que no se usan palabras. Existe el peligro de “admirar la personalidad de los hombres” con fines de ganancia, pero al hacerlo se ponen en peligro sus intereses eternos. El ministro puede ser el favorito especial de algún hombre rico, y éste puede ser muy liberal con él; eso complace al ministro y éste a su vez derrama alabanzas sobre la benevolencia de su donante. Es posible que su nombre aparezca impreso, y sin embargo ese donante liberal puede ser totalmente indigno del crédito que se le tributa. Su liberalidad no surgió de un profundo principio viviente que lo inducía a hacer el bien con su dinero, a hacer progresar la causa de Dios porque la apreciaba, sino que procedía de algún motivo egoísta, del deseo de ser considerado liberal. Puede haber dado en forma impulsiva sin que su liberalidad tuviera arraigo profundo en principios. Puede haberse sentido enternecido al escuchar una verdad conmovedora, la cual aflojó momentáneamente los cordones de su bolsa; y sin embargo su liberalidad carecía de profundidad de motivación. Da en forma irregular y su bolsa se abre espasmódicamente y se cierra con seguridad en la misma forma. No merece alabanza alguna, porque es, en todo el sentido de la palabra, un hombre tacaño, y a menos que se convierta totalmente, con su bolsa y todo, oirá la avergonzante denuncia: “¡Vamos ahora, ricos! Llorad y aullad por las miserias que os vendrán. Vuestras riquezas están podridas, y vuestras ropas están comidas de polilla”. Santiago 5:1. Estas personas finalmente despertarán de su horrible autoengaño. Aquellos que alabaron su liberalidad espasmódica ayudaron a Satanás a engañarlos y hacerles pensar que eran muy dadivosos, muy sacrificados, cuando en realidad desconocían los rudimentos de la liberalidad y la abnegación.

Algunos hombres y mujeres se convencen a sí mismos de que no consideran las cosas de este mundo de gran valor, sino que alaban la verdad y su progreso más que cualquier ganancia mundanal. Muchos despertarán finalmente y descubrirán que fueron engañados. Puede ser que una vez apreciaron la verdad, y los tesoros terrenales comparados con la verdad pueden haberles parecido sin valor; pero después de un tiempo, a medida que aumentaba su tesoro terrenal, se tornaron menos piadosos. Aunque tienen suficiente para vivir bien, todas sus acciones demuestran que distan mucho de estar satisfechos. Sus obras dan testimonio de que sus corazones están envueltos en sus riquezas terrenales. Ganancia, ganancia es su contraseña. Todos los miembros de su familia trabajan para lograr ese objetivo. Apenas dejan algún tiempo para dedicarlo a los ejercicios devocionales o la oración. Trabajan desde la mañana hasta la noche. Mujeres enfermas y niños débiles estimulan su extenuada ambición y utilizan la vitalidad y fuerza que poseen para alcanzar su objetivo, para ganar un poquito, para hacer un poquito más de dinero. Se encomian a sí mismos diciendo que lo están haciendo para ayudar a la causa de Dios. ¡Terrible engaño! Satanás mira y se ríe, porque sabe que están vendiendo alma y cuerpo por sus deseos de obtener ganancias. Presentan continuamente débiles excusas por venderse de ese modo para obtener ganancia. El dios de este mundo los ha enceguecido. Cristo los compró con su propia sangre; pero roban a Cristo, roban a Dios, se destrozan y son casi inútiles para la sociedad.

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Dedican sólo poco tiempo al mejoramiento de la mente y a disfrutar en la sociedad y la familia. Son de escaso beneficio para los demás. Sus vidas son un terrible error. Los que abusan de sí mismos sienten que su vida de trabajo incansable merece alabanza. Se están destruyendo a sí mismos por su trabajo presuntuoso. Están perjudicando el templo de Dios al violar continuamente las leyes de su ser por medio del trabajo excesivo, y piensan que es una virtud. Cuando Dios les pida cuentas, cuando les pida los talentos que les prestó, con intereses, ¿qué dirán? ¿Qué excusa presentarán? Si fueran paganos que no saben nada del Dios viviente, y si su celo ciego e idólatra los hiciera arrojarse bajo el carro de Krishna [como hacen algunos adoradores hindúes], sus casos serían más tolerables. Pero tenían la luz, habían recibido una advertencia tras otra para que mantuvieran sus cuerpos, que Dios llama su templo, en el estado más saludable posible a fin de glorificarlo en sus cuerpos y espíritus, que le pertenecen. Despreciaron las enseñanzas de Cristo: “No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haced tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón”. Mateo 6:19-21. Dejan que las preocupaciones mundanas los enreden. “Porque los que quieren enriquecerse caen en tentación y lazo, y en muchas codicias necias y dañosas, que hunden a los hombres en destrucción y perdición”. 1 Timoteo 6:9. Adoran su tesoro terrenal, así como el pagano ignorante adora a los ídolos.

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Muchos se hacen la ilusión de que su deseo de obtener ganancias es para ayudar la causa de Dios. Algunos prometen que cuando hayan ganado cierta cantidad, entonces harán bien con ese dinero y promoverán la causa de la verdad presente. Pero una vez alcanzado ese objetivo no están más dispuestos a ayudar la causa que antes. Luego vuelven a prometer que después que compren esa casa deseable o un terreno y lo paguen, entonces harán mucho con su dinero para promover la obra de Dios. Pero una vez logrado el anhelo de su corazón, están mucho menos dispuestos que en los días de su pobreza a contribuir al adelanto de la obra de Dios. “La que cayó entre espinos, éstos son los que oyen, pero yéndose, son ahogados por los afanes y las riquezas y los placeres de la vida, y no llevan fruto”. Mateo 8:14. El engaño de las riquezas los conduce, paso a paso, hasta que pierden el amor por la verdad, y sin embargo continúan haciéndose la ilusión de que creen en ella. Aman el mundo y las cosas que están en el mundo, pero el amor a Dios o a la verdad no está en ellos.

Con el fin de ganar algo de dinero, muchos disponen sus negocios de tal manera que necesariamente imponen mucho trabajo duro a los que trabajan al aire libre y sobre sus familiares que lo hacen en la casa. Los huesos, músculos y cerebros de todos son recargados en extremo; deben realizar una gran cantidad de trabajo, y la excusa es que deben llevar a cabo todo lo que puedan hacer porque en caso contrario habrá pérdida, algo se malogrará. Hay que ahorrar en todo, no importa cuáles sean las consecuencias. ¿Qué han ganado los que proceden de este modo? Tal vez han conseguido mantener su capital y acrecentarlo. Pero por otra parte, ¿qué han perdido? Su capital de la salud, que es inapreciable tanto para los pobres como para los ricos, ha estado disminuyendo constantemente. La madre y los hijos han hecho giros repetidos sobre su cuenta de la salud, pensando que ese gasto extravagante nunca agotaría el capital, hasta que finalmente quedan sorprendidos al constatar que su vigor vital se ha agotado. No ha quedado nada para usar en caso de emergencia. La dulzura y felicidad de la vida son amargadas por intensos dolores y noches de insomnio. Ha desaparecido el vigor físico y mental. El esposo y padre, que por amor a las ganancias dispuso insensatamente sus asuntos comerciales, aunque fuera con la plena aprobación de la esposa y madre, como resultado puede tener que sepultar a la madre y a uno o más hijos. La salud y la vida fueron sacrificadas por amor al dinero. “Porque la raíz de todos los males es el amor al dinero, el cual codiciando algunos, se extraviaron de la fe, y fueron traspasados de muchos dolores”. 1 Timoteo 6:10.

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Hay una importante obra que los observadores del sábado deben realizar. Sus ojos deben ser abiertos para que vean la verdadera condición en que se encuentran, y además deben ser celosos y arrepentirse, porque si no lo hacen perderán la vida eterna. El espíritu del mundo se ha posesionado de ellos, y han caído cautivos de los poderes de las tinieblas. No prestan atención a la exhortación del apóstol Pablo: “No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta”. Romanos 12:2. Un espíritu mundano, codicioso y egoísta predomina en la vida de muchos. Quienes lo poseen sólo buscan lo que satisface sus intereses personales. El hombre rico egoísta no se interesa en las cosas de sus vecinos, a menos que sea para descubrir cómo puede beneficiarse perjudicándolos. Los aspectos nobles y piadosos se dejan de lado y se sacrifican en aras de los intereses egoístas. El amor al dinero es la raíz de todos los males. Enceguece la visión e impide que la gente discierna sus obligaciones a Dios o al prójimo.

Algunos se consideran muy generosos porque a veces dan con abundancia a los ministros y para el progreso de la verdad. Pero estos hombres supuestamente liberales son mezquinos en sus transacciones y están listos a sacar ventaja de los demás. Tienen abundancia de las cosas de este mundo, y esto coloca sobre ellos grandes responsabilidades como administradores de Dios. Pero cuando tratan con un hermano pobre que se gana la vida trabajando diligentemente, son exigentes y le extraen hasta el último centavo. El hombre pobre saca la peor parte. El hombre rico exigente y astuto, en lugar de favorecer a su hermano pobre, toma toda la ventaja posible y acrecienta su riqueza acumulada mediante el infortunio del otro. Se enorgullece de su perspicacia, pero con su riqueza está amontonando sobre sí mismo una pesada maldición y colocando piedras de tropiezo en el camino de su hermano. Con su vileza y tacañería está limitando su capacidad de beneficiarlo con su influencia religiosa. Todo eso permanece en la memoria de aquel hermano pobre, y las acciones más fervientes y sus testimonios en apariencia llenos de fervor procedentes de los labios de su hermano rico, producirán únicamente una influencia apesadumbradora y odiosa. Lo considera hipócrita; surge así una raíz de amargura que contamina a muchos. El hombre pobre no puede olvidar la forma como el rico se aprovechó de él; tampoco puede olvidar que fue empujado hacia situaciones difíciles porque estaba dispuesto a llevar cargas, mientras que el hermano rico siempre tuvo a flor de labios una disculpa para no poner el hombro bajo la carga. Pero el hombre pobre puede estar tan imbuido con el espíritu de Cristo que perdona los abusos de su hermano rico.

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Ciertamente que la dadivosidad noble y desinteresada se encuentra pocas veces entre los ricos. En su ambición por las riquezas se desentienden de las necesidades de la gente. No pueden ver ni sentir la condición miserable e inhumana en que viven sus hermanos pobres, quienes posiblemente han trabajado tan duramente como ellos mismos. Dicen lo mismo que Caín: “¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?” “He trabajado duramente para conseguir lo que tengo, así que debo conservarlo”. En lugar de orar: “Ayúdame a sentir la desgracia de mi hermano”, su preocupación constante es olvidar que éste tiene desgracias y derecho a su simpatía y liberalidad.

Muchos observadores del sábado que son ricos son culpables de abusar con los pobres. ¿Piensan ellos que Dios no ve sus pequeños actos de mezquindad? Si pudieran ser abiertos sus ojos verían que un ángel los sigue a todas partes anotando fielmente todas sus acciones en sus hogares y en sus lugares de trabajo. El Testigo Fiel sabe lo que hacen y declara: “Conozco tus obras”. Cuando vi este espíritu de fraude, de astucia y mezquindad que se advierte entre algunos observadores del sábado, lloré con angustia de espíritu. Este gran mal, esta terrible maldición está envolviendo a algunos del Israel de Dios en estos últimos días, convirtiéndolos en personas detestables hasta para los incrédulos que poseen un espíritu noble. Este es el pueblo que declara que está esperando la venida del Señor.

Hay hermanos pobres que no están libres de tentación. Son malos administradores, carecen de sabio juicio, desean obtener recursos sin pasar por el lento proceso de trabajo perseverante. Algunos tienen tanta prisa por mejorar su condición que se dedican a diversas empresas sin consultar a personas de buen juicio y experiencia. Sus expectativas pocas veces se convierten en realidad; pierden en lugar de ganar, y entonces surgen tentaciones y la tendencia a envidiar a los ricos. Quieren definidamente beneficiarse con las riquezas de sus hermanos y se exasperan porque no lo consiguen. Pero no son dignos de recibir ayuda especial. Poseen evidencia de que sus esfuerzos han sido dispersos e irregulares. Han sido inconstantes en sus negocios y han estado llenos de ansiedad y preocupaciones, lo cual produce escasas ganancias. Esas personas debieran escuchar el consejo de quienes tienen experiencia. Pero con frecuencia son los últimos en buscar consejo. Piensan que tienen un juicio superior, de modo que no quieren que nadie les enseñe.

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Estos suelen ser los mismos que son engañados por esos ingeniosos y astutos traficantes en derechos de patentes, cuyo éxito depende de la práctica del arte de engañar. Estos hermanos deben aprender que nunca debieran confiar en esa clase de mercaderes. Pero los hermanos son crédulos con respecto a las mismas cosas que debieran sospechar y evitar. No practican la instrucción que el apóstol Pablo dio a Timoteo: “Pero gran ganancia es la piedad acompañada de contentamiento”. “Así que, teniendo sustento y abrigo, estemos contentos con esto”. 1 Timoteo 6:6, 8. No dejemos que los pobres piensen que los ricos son los únicos que son codiciosos. Mientras los ricos retienen lo que poseen con una actitud de codicia, y procuran obtener más aún, los pobres corren grave peligro de codiciar las riquezas del rico. En nuestro país donde reina la abundancia, en realidad hay muy pocos que son verdaderamente pobres hasta el punto de necesitar ayuda. Si obraran en forma adecuada, en casi todos los casos podrían elevarse por encima de la necesidad. Mi exhortación para los ricos es: “Tratad liberalmente con vuestros hermanos pobres, y utilizad vuestros recursos para promover la causa de Dios. Los pobres dignos de ayuda, los que caen en la pobreza a causa del infortunio o la enfermedad, merecen vuestro cuidado y ayuda especial. “Finalmente, sed todos de un mismo sentir, compasivos, amándoos fraternalmente, misericordiosos, amigables”. 1 Pedro 3:8.

Hombres y mujeres que profesáis santidad y esperáis la traslación al cielo sin ver la muerte, os amonesto a ser menos codiciosos de ganancias, menos preocupados de vosotros mismos. Redimid vuestra piadosa virilidad, vuestra noble femineidad, por medio de actos nobles de dadivosidad desinteresada. Despreciad sinceramente vuestro anterior espíritu de avaricia y recuperad la verdadera nobleza de alma. Según lo que Dios me ha mostrado, a menos que os arrepintáis de todo corazón, Cristo os vomitará de su boca. Los adventistas observadores del sábado pretenden ser seguidores de Cristo, pero las obras de muchos de ellos desmienten su profesión. “Por sus frutos los conoceréis”. No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos”. Mateo 7:16, 21.

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Hago un llamamiento a todos los que profesan creer en la verdad, a considerar el carácter y la vida del Hijo de Dios. El es nuestro ejemplo. Su vida se caracterizó por su dadivosidad desinteresada. Las aflicciones humanas siempre lo conmovieron. Anduvo haciendo el bien. No existió un solo acto egoísta en toda su vida. Su amor por la humanidad caída, su deseo de salvar a la gente, eran tan grandes que tomó sobre sí la ira de su Padre y consintió en sufrir la penalidad de aquella transgresión que hundió al hombre culpable en la degradación. Llevó los pecados de la humanidad en su propio cuerpo. “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él”. 2 Corintios 5:21.

La auténtica generosidad con frecuencia es destruida por la prosperidad y las riquezas. Hombres y mujeres que pasan por situaciones de adversidad o que se encuentran en un estado de humilde pobreza a veces manifiestan un amor muy grande por la verdad e interés especial por la prosperidad de la causa de Dios y por la salvación de otras personas, y dicen lo que harían si tan sólo contaran con los recursos necesarios. Dios con frecuencia prueba a estas personas; las prospera, las bendice en sus empresas con más abundancia de la que ellos mismos esperaban. Pero sus corazones son engañosos. Sus buenas intenciones y promesas son inestables como la arena que corre. Cuanto más tienen, más desean. Cuanto más prosperan, tanto más ansiosos de obtener ganancias se ponen. Algunos de éstos, que en sus días de pobreza hasta fueron dadivosos, después se tornan tacaños y exigentes. El dinero se convierte en su dios. Se deleitan en el poder que el dinero les proporciona, en el honor que reciben a causa de él. El ángel dijo: “Advierte cómo soportan la prueba. Observa el desarrollo del carácter bajo la influencia de las riquezas”. Algunos eran opresivos con los pobres necesitados y contrataban sus servicios por el salario más bajo. Eran opresivos porque el dinero era poder para ellos. Vi que el ojo de Dios los observaba. Se habían engañado. “He aquí yo vengo pronto, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno según sea su obra”. Apocalipsis 22:12.

Algunas personas ricas no dejan de dar para el ministerio. Practican su dadivosidad sistemática con exactitud y se enorgullecen de su puntualidad y generosidad, y piensan que allí termina su deber. Está bien que sean dadivosos, pero su deber no concluye ahí. Dios tiene derechos sobre ellos, que no comprenden; la sociedad tiene derechos sobre ellos y sus semejantes también los tienen; cada miembro de su familia tiene derechos sobre ellos. Todos estos derechos deben ser considerados, y no hay que desestimar ni descuidar ni uno solo. Algunas personas dan para el ministerio y dan a la tesorería casi con tanta satisfacción como si eso les abriera las puertas del cielo. Algunos piensan que no pueden hacer nada para ayudar la causa de Dios a menos que tengan constantemente cuantiosas ganancias. Creen que por ningún motivo deben tocar el capital. Si nuestro Salvador les dirigiera las mismas palabras que habló a cierto dirigente: “Anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo; y ven y sígueme” (Mateo 19:21), se irían entristecidos porque elegirían, como lo hizo él, retener sus ídolos, sus riquezas, antes que desprenderse de ellas para asegurar un tesoro en el cielo. El dirigente afirmó que había guardado todos los mandamientos de Dios desde su juventud, y confiado en su fidelidad y justicia, y pensando que era perfecto, preguntó: “¿Qué más me falta?” Jesús de inmediato deshizo su sentido de seguridad al referirse a sus ídolos, sus posesiones. Tenía otros dioses delante del Señor, los que consideraba de mayor valor que la vida eterna. Le faltaba el amor supremo a Dios. Lo mismo sucede con algunos que profesan creer en la verdad. Piensan que son perfectos, suponen que nada les falta, cuando en realidad están lejos de la perfección y están apreciando ídolos que les cerrarán las puertas del cielo.

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Muchos se compadecen de los esclavos del sur del país porque están obligados a trabajar, mientras la esclavitud existe en sus propias familias. Permiten que las madres y los hijos trabajen desde la mañana hasta la noche; no disfrutan de ningún momento de recreación. Les espera una interminable sucesión de trabajos que les son impuestos. Profesan ser seguidores de Cristo, ¿pero dónde está el tiempo que necesitan para meditar y orar, y obtener alimento para el intelecto, a fin de que la mente, con la que servimos a Dios, no quede enana en su desarrollo? Dios llama a cada uno a que utilice sus talentos que él le ha entregado para su gloria, y que los use para ganar a otros. Dios ha colocado sobre nosotros la obligación de ayudar a otros. Nuestra obra en beneficio de otros no habrá quedado terminada hasta que Cristo diga en el cielo: “Hecho está”. “El que es injusto, sea injusto todavía; y el que es inmundo, sea inmundo todavía; y el que es justo, practique la justicia todavía; y el que es santo, santifíquese todavía” Apocalipsis 22:11.

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Tatiana Patrasco