Testimonios para la Iglesia, Vol. 2, p. 417-425, día 118

Serias enfermedades o una poderosa convicción han despertado las conciencias de algunos de los culpables y de tal modo los han mortificado que los han impulsado a confesar estas cosas con profunda humillación. Otros continúan siendo culpables. Han practicado este pecado casi toda su vida y, en su constitución física deteriorada y su frágil memoria, están cosechando el resultado de este hábito pernicioso; aún así son demasiado orgullosos para confesar. Obran en secreto y sus conciencias no han mostrado remordimiento por este gran pecado. Confío muy poco en la experiencia cristiana de tales personas. Parecen ser insensibles a la influencia del Espíritu de Dios. Lo sagrado y lo secular son iguales para ellos. La práctica habitual de un vicio tan degradante como la corrupción de sus propios cuerpos no los ha inducido a llorar amargamente y arrepentirse de corazón. Piensan que pecan sólo en su propio perjuicio. Se equivocan en esto. Si están enfermos de cuerpo o mente, los demás lo sienten y lo sufren. Su imaginación es imperfecta, su memoria es deficiente, cometen errores, tienen deficiencias que afectan seriamente a aquellos con quienes viven y que se relacionan con ellos. Al llegar estas cosas a oídos de otros ocasionan humillación y pesar. 

He mencionado estos casos para ilustrar el poder de este vicio destructor del alma y del cuerpo. La mente completa se rinde a las bajas pasiones. Las facultades morales e intelectuales se ven oprimidas por los instintos. El cuerpo flaquea y el cerebro se debilita. Se derrocha el material depositado allí para nutrir el organismo. Es grande la carga que el organismo soporta. Los delicados nervios del cerebro, al ser excitados para actuar de un modo antinatural, se entumecen y en alguna medida se paralizan. Las facultades morales se debilitan, mientras que los instintos animales se fortalecen y aumenta su desarrollo por el ejercicio. Se despiertan los apetitos por los alimentos malsanos. Cuando las personas son adictas a la masturbación, es imposible despertar su sensibilidad moral para apreciar las cosas eternas o para deleitarse en los ejercicios espirituales. Los pensamientos impuros captan y controlan la imaginación y fascinan la mente, y a esto le sigue un deseo casi incontrolable de practicar actos impuros. Si la mente fuera educada para contemplar temas elevadores, y se entrenara la imaginación para espaciarse en las cosas puras y santas, sería fortalecida en contra de este terrible, degradante vicio que destruye el alma y el cuerpo. Con el ejercicio se acostumbraría a espaciarse en lo elevado, lo celestial, lo puro y lo sagrado, y no podría ser atraída a ese bajo, corrupto y vil pecado. 

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¿Qué podemos decir de los que viven en la deslumbrante luz de la verdad y sin embargo practican diariamente el pecado y el crimen? Los placeres prohibidos y excitantes los atraen y sujetan y controlan todo su ser. Estas personas se complacen en la injusticia y en la iniquidad, y deben perecer fuera de la ciudad de Dios, con las cosas abominables. 

He tratado de despertar a los padres para que cumplan su deber, no obstante siguen durmiendo. Vuestros hijos están practicando el vicio secreto y os engañan. Tenéis una confianza tan ciega en ellos, que pensáis que son demasiado buenos e inocentes para ser capaces de practicar secretamente la iniquidad. Los padres halagan y miman a sus hijos, y les fomentan el orgullo, pero no los sujetan con firmeza y decisión. Temen tanto sus caracteres obstinados y tercos que no se atreven a oponerse a ellos; el pecado de negligencia, que fue señalado a Elí, será su pecado. La exhortación de Pedro es del más alto valor para todos los que buscan la inmortalidad. Se dirige así a los que tienen la misma fe preciosa: 

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“Simón Pedro, siervo y apóstol de Jesucristo, a los que habéis alcanzado fe igualmente preciosa con nosotros en la justicia de nuestro Dios y Salvador Jesucristo: gracia y paz os sea multiplicada en el conocimiento de Dios, y de nuestro Señor Jesús. Como todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos sean dadas de su divina potencia, por el conocimiento de Aquel que nos ha llamado por su gloria y virtud: por las cuales nos son dadas preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas fueseis hechos participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que está en el mundo por concupiscencia. Vosotros también, poniendo toda diligencia por esto mismo, mostrad en vuestra fe virtud, y en la virtud ciencia; y en la ciencia templanza, y en la templanza paciencia, y en la paciencia temor de Dios; y en el temor de Dios, amor fraternal, y en el amor fraternal caridad. Porque si en vosotros hay estas cosas, y abundan, no os dejarán estar ociosos, ni estériles en el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo. Mas el que no tiene estas cosas, es ciego, y tiene la vista muy corta, habiendo olvidado la purificación de sus antiguos pecados. Por lo cual, hermanos, procurad tanto más de hacer firme vuestra vocación y elección; porque haciendo estas cosas, no caeréis jamás. Porque de esta manera os será abundantemente administrada la entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo”. 2 Pedro 1:1-11. 

Estamos en un mundo en el cual abundan la luz y el conocimiento; y sin embargo, muchos de los que profesan pertenecer a la misma preciosa fe son voluntariamente ignorantes. Los rodea la luz; y sin embargo, no se adueñan de ella. Los padres no ven la necesidad de informarse, de obtener conocimiento, y de ponerlo en práctica en su vida matrimonial. Si siguiesen la exhortación del apóstol, y viviesen de acuerdo con el plan de la adición, no serían infructuosos en el conocimiento de nuestro Señor Jesucristo. Pero muchos no comprenden la obra de la santificación. Piensan que la han alcanzado, cuando han aprendido solamente las primeras lecciones de la adición. La santificación es una obra progresiva; no se alcanza en una hora ni en un día, ni se conserva luego sin que se haga un esfuerzo especial de nuestra parte. 

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Muchos padres no tienen el conocimiento que debieran tener en la vida matrimonial. No se cuidan de manera que Satanás no les saque ventaja ni domine su mente y su vida. No ven que Dios requiere de ellos que se guarden de todo exceso en su vida matrimonial. Pero muy pocos consideran que es un deber religioso gobernar sus pasiones. Se han unido en matrimonio con el objeto de su elección, y por lo tanto, razonan que el matrimonio santifica la satisfacción de las pasiones más bajas. Aun hombres y mujeres que profesan piedad dan rienda suelta a sus pasiones concupiscentes, y no piensan que Dios los hace responsables del desgaste de la energía vital que debilita su resistencia y enerva todo el organismo. 

El pacto matrimonial cubre pecados del más vil carácter. Hombres y mujeres que profesan ser piadosos degradan su propio cuerpo por la satisfacción de pasiones corrompidas, y así se rebajan a un nivel más bajo que el de los brutos. Abusan de las facultades que Dios les ha dado para que las conserven en santificación y honra. Sacrifican la vida y la salud sobre el altar de las bajas pasiones. Someten las facultades superiores y más nobles a las propensiones animales. Los que así pecan ignoran el resultado de su conducta. Si pudiesen ver cuánto sufrimiento se atraen por su complacencia pecaminosa, se alarmarían, y algunos por lo menos rehuirían la conducta pecaminosa que cobra tan espantoso salario. Es tan miserable la existencia que arrastra una vasta clase de personas, que preferirían la muerte a la vida. Muchos mueren prematuramente por haber sacrificado su vida a la nada gloriosa satisfacción excesiva de las pasiones animales. Sin embargo, porque están casados, piensan que no cometen pecado alguno. 

Hombres y mujeres, aprenderéis algún día lo que es la concupiscencia y el resultado de satisfacerla. Puede hallarse en las relaciones matrimoniales una pasión de clase tan baja como fuera de ellas. El apóstol Pablo exhorta a los esposos a amar a sus esposas “como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella… Así también los maridos deben amar a sus mujeres como a sus mismos cuerpos. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama. Porque ninguno aborreció jamás a su propia carne, antes la sustenta y la regala, como también Cristo a la iglesia”. Efesios 5:25, 28-29. No es amor puro el que impulsa a un hombre a hacer de su esposa un instrumento que satisfaga su concupiscencia. Es expresión de las pasiones animales que claman por ser satisfechas. 

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¡Cuán pocos hombres manifiestan su amor de la manera especificada por el apóstol: “Así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí mismo por ella (no para contaminarla), para santificarla y limpiarla”, para “que fuese santa y sin mancha”! Esta es la calidad del amor que en las relaciones matrimoniales Dios reconoce como santo. El amor es un principio puro y sagrado; pero la pasión concupiscente no admite restricción, no quiere que la razón le dicte órdenes ni la controle. No vislumbra las concupiscencias; no quiere razonar de la causa al efecto. Muchas mujeres están sufriendo de gran debilidad y constantes enfermedades debido a que se han despreciado las leyes de su ser y se han pisoteado las leyes de la naturaleza. Hombres y mujeres despilfarran la fuerza nerviosa del cerebro, y la ponen en acción antinatural para satisfacer las pasiones bajas; y este monstruo odioso, la pasión baja y vil, recibe el nombre delicado de amor. 

Muchos cristianos profesos que desfilaron delante de mí, carecían de restricción moral. Eran más animales que hijos de Dios. De hecho, su naturaleza parecía ser casi completamente animal. Muchos hombres de este tipo degradan a la esposa a quien prometieron sostener y apreciar. Hacen de ella un instrumento para satisfacer las propensiones bajas y concupiscentes. Y muchísimas mujeres se someten a ser esclavas de la pasión concupiscente; no poseen sus cuerpos en santificación y honra. La esposa ya no conserva aquella dignidad y respeto propio que poseía antes del casamiento. Esta santa institución debiera haber conservado y aumentado su respeto femenino y su santa dignidad; pero su casta, digna y divina femineidad ha sido consumida sobre el altar de las bajas pasiones; ha sido sacrificada para satisfacer a su esposo. Ella no tarda en perder el respeto hacia el esposo que no considera ni aún las leyes a las cuales obedecen los animales. La vida matrimonial se convierte en un yugo amargo; porque muere el amor y con frecuencia es reemplazado por la desconfianza, los celos y el odio. 

Ningún hombre puede amar de veras a su esposa cuando ella se somete pacientemente a ser su esclava para satisfacer sus pasiones depravadas. En su sumisión pasiva, ella pierde el valor que una vez él le atribuyó. La ve envilecida y rebajada, y pronto sospecha que se sometería con igual humildad a ser degradada por otro que no sea él mismo. Duda de su constancia y pureza, se cansa de ella y busca nuevos objetos que despierten e intensifiquen sus pasiones infernales. No tiene consideración con la ley de Dios. Estos hombres son peores que los brutos; son demonios en forma humana. No conocen los principios elevadores y ennoblecedores del amor verdadero y santificado. 

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La esposa también llega a sentir celos del esposo, y sospecha que, si tuviese oportunidad, dirigiría sus atenciones a otra persona con tanta facilidad como a ella. Ve que no se rige por la conciencia ni el temor de Dios; todas estas barreras santificadas son derribadas por las pasiones concupiscentes; todas las cualidades del esposo que lo asemejarían a Dios son sujetas a la concupiscencia brutal y vil. 

El mundo está lleno de hombres y mujeres de esta clase; y muchas casas aseadas, de buen gusto y aun costosas, albergan un infierno en su interior. Imaginaos, si es posible, lo que debe ser la posteridad de tales padres. ¿No se hundirán los hijos a un nivel más bajo? Los padres graban en sus hijos la imagen de su carácter. Por lo tanto, los hijos nacidos de tales padres heredan de ellos cualidades bajas y viles. Satanás fomenta todo lo que tiende a la corrupción. La cuestión que se ha de decidir es ésta: ¿Debe la esposa sentirse obligada a ceder implícitamente a las exigencias del esposo, cuando ve que sólo las pasiones bajas lo dominan y cuando su propio juicio y razón la convencen de que al hacerlo perjudica su propio cuerpo, que Dios le ha ordenado poseer en santificación y honra y conservar como sacrificio vivo para Dios? 

No es un amor puro y santo lo que induce a la esposa a satisfacer las pasiones animales de su esposo, a costa de su salud y de su vida. Si ella posee verdadero amor y sabiduría, procurará distraer su mente de la satisfacción de las pasiones concupiscentes hacia temas elevados y espirituales, espaciándose en asuntos espirituales interesantes. Tal vez sea necesario instarlo con humildad y afecto aun a riesgo de desagradarle, y hacerle comprender que no puede ella degradar su cuerpo cediendo a los excesos sexuales. Ella debe, con ternura y bondad, recordarle que Dios tiene los primeros y más altos derechos sobre todo su ser y que no puede despreciar esos derechos, porque tendrá que dar cuenta de ellos en el gran día de Dios. “¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Porque comprados sois por precio: glorificad pues a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios”. “Por precio sois comprados; no os hagáis siervos de los hombres”. 1 Corintios 6:19-20; 7:23.

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Si ella elevara sus afectos, y en santificación y honra conservara su dignidad femenina refinada, podría la mujer hacer mucho para santificar a su esposo por medio de su influencia juiciosa y así cumplir su alta misión. Con ello puede salvarse a sí misma y a su esposo, y cumplir así una doble obra. En este asunto tan delicado y difícil de tratar, se necesita mucha sabiduría y paciencia, como también valor moral y fortaleza. Puede hallarse fuerza y gracia en la oración. El amor sincero ha de ser el principio que rija el corazón. El amor hacia Dios y hacia el esposo deben ser los únicos motivos que rijan la conducta. 

Si la esposa decide que es prerrogativa de su esposo tener pleno dominio de su cuerpo, y resuelve amoldar su mente a la de él en todo respecto, para pensar igual que él, renuncia a su individualidad y pierde su identidad, pues ésta se funde con la de su esposo. Ella es una simple máquina que la voluntad de él ha de mover y controlar, un ser destinado a su placer. Piensa, decide y actúa por ella. Deshonra a Dios al asumir esta posición pasiva, pues delante del Señor tiene una responsabilidad que debe cumplir. 

Cuando la esposa entrega su cuerpo y su mente al dominio de su esposo, y se somete pasiva y totalmente a su voluntad en todo, sacrificando su conciencia, su dignidad y aun su identidad, pierde la oportunidad de ejercer la poderosa y benéfica influencia que debiera poseer para elevar a su esposo. Podría suavizar su carácter severo, y podría ejercer su influencia santificadora de tal modo que lo refinase y purificase, induciéndolo a luchar fervorosamente para gobernar sus pasiones, a ser más espiritual a fin de que puedan participar juntos de la naturaleza divina, habiendo escapado de la corrupción que impera en el mundo por la concupiscencia. 

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El poder de la influencia puede ser grande para inspirar a la mente temas elevados y nobles, por encima de las complacencias bajas y sensuales que procura por naturaleza el corazón que no ha sido regenerado por la gracia. Si la esposa considera que, a fin de agradar a su esposo, debe rebajar sus normas, cuando la pasión animal es la base principal del amor de él y controla sus acciones, desagrada a Dios, porque deja de ejercer una influencia santificadora sobre su esposo. Si le parece que debe someterse a sus pasiones animales sin una palabra de protesta, no comprende su deber para con él ni con Dios. Los excesos sexuales destruirán ciertamente el amor por los ejercicios devocionales, privarán al cerebro de la sustancia necesaria para nutrir el organismo y agotarán efectivamente la vitalidad. Ninguna mujer debe ayudar a su esposo en esta obra de destrucción propia. No lo hará si ha sido iluminada al respecto y le ama de verdad. 

Cuanto más se satisfacen las pasiones animales, tanto más fuertes se vuelven y más violentos serán los deseos de complacerlas. Comprendan su deber los hombres y mujeres que temen a Dios. Muchos cristianos profesos sufren de parálisis de los nervios y del cerebro debido a su intemperancia en este sentido. Hieden de podredumbre los huesos y tuétanos de muchos que son considerados como hombres buenos, que oran y lloran y ocupan puestos elevados, pero cuyos cuerpos contaminados no cruzarán los portales de la ciudad celestial. 

¡Ojalá que pudiese hacer comprender a todos su obligación hacia Dios en cuanto a conservar en la mejor condición el organismo mental y físico, para prestar servicio perfecto a su Hacedor! Evite la esposa cristiana, tanto por sus palabras como por sus actos, excitar las pasiones animales de su esposo. Muchos no tienen fuerzas que malgastar en este sentido. Desde su juventud han estado debilitando el cerebro y minando su constitución por la satisfacción de las pasiones animales. La abnegación y la temperancia debieran ser la consigna en su vida matrimonial; entonces sus hijos no estarán tan expuestos a tener órganos morales e intelectuales débiles, y fuertes instintos animales. El vicio en los niños es casi general. ¿No hay una causa? ¿Quiénes les han dado el sello de su carácter? ¡Ojalá que el Señor abra los ojos de todos para que vean que están parados en lugares resbaladizos! 

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De acuerdo con el cuadro que me ha sido presentado describiendo la corrupción de los hombres y mujeres que profesan santidad, temo que pudiera perder del todo la confianza en la humanidad. He visto que casi todos están inmersos en un alarmante letargo. Es casi imposible despertar exactamente a los que debieran ser despertados, de modo que tengan un sentido claro del poder que Satanás ejerce sobre las mentes. No son conscientes de la corrupción que pulula a su alrededor. Satanás ha enceguecido sus mentes y los ha adormecido en su seguridad carnal. El hecho de que hemos fracasado en nuestros esfuerzos de hacer comprender a la gente los grandes peligros que acosan a las almas, a veces me ha llevado a temer que mis ideas en cuanto a la depravación del corazón humano fueran exageradas. Pero cuando se nos presentan los hechos que muestran la triste deformidad de quien se ha atrevido a ministrar en las cosas sagradas a pesar de ser corrupto de corazón, de alguien cuyas manos manchadas por el pecado han profanado los vasos del Señor, estoy segura de que no he pintado un cuadro extremo. 

He presentado un testimonio muy contundente, tanto por escrito como oralmente, con la esperanza de despertar al pueblo de Dios para que comprenda que se encuentra en tiempos peligrosos. Se ha enfermado mi corazón ante la indiferencia manifestada por los que debieran comprender las maniobras de Satanás, y que debieran estar despiertos y en guardia. He visto que Satanás está instando aun a las mentes de los que profesan la verdad a cometer el terrible pecado de la fornicación. La mente de un hombre o mujer no desciende en un momento de la pureza y santidad a la depravación, la corrupción y el crimen. Lleva tiempo transformar a lo humano en divino, o degradar a los que han sido formados a la imagen de Dios a lo brutal o satánico. Según lo que contemplamos somos transformados. Aunque formado a la imagen de su Hacedor, el hombre puede educar su mente de tal modo que el pecado que una vez detestara sea agradable para él. A medida que cesa de velar y orar, deja de guardar la ciudadela, el corazón, y se envuelve en el pecado y el crimen. La mente se degrada, y es imposible elevarla de la corrupción mientras se la educa para esclavizar las facultades morales e intelectuales y subordinarlas a las bajas pasiones. Se debe librar una lucha constante en contra de la mente carnal; y debemos recibir ayuda de la influencia purificadora de la gracia de Dios, la que elevará la mente y la habituará a meditar en las cosas puras y santas. 

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