La influencia de algunos ministros no es buena. No han controlado cuidadosamente el uso de su tiempo, dando así a la gente un ejemplo de laboriosidad. Pasan momentos en la indolencia y horas que, una vez registradas para la eternidad con sus resultados, nunca se pueden recuperar. Algunos son naturalmente indolentes, lo que les hace difícil completar con éxito cualquier empresa a que se aboquen. Esta deficiencia se ha visto y sentido a través de toda su experiencia religiosa. En este caso los culpables no son los únicos perjudicados; hacen sufrir a otros con sus deficiencias. En esta etapa tardía de sus vidas, muchos tienen lecciones que aprender, que debieran haber aprendido mucho antes.
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Algunos no estudian la Biblia cuidadosamente. No sienten inclinación por el estudio diligente de la Palabra de Dios. Como consecuencia de este descuido han trabajado en condiciones de gran desventaja y en sus esfuerzos como ministros no han logrado realizar ni una décima parte de la obra que podrían haber hecho si hubieran visto la necesidad de dedicar sus mentes al estudio minucioso de la Palabra. Hubieran llegado a estar tan familiarizados con las Escrituras, tan firmes en los argumentos bíblicos, que podrían enfrentar a los contrarios y presentar las razones de nuestra fe de tal modo que la verdad triunfaría y silenciaría su oposición.
Los ministros de la Palabra deben tener un conocimiento tan completo de ella como les sea posible obtener. Deben estar continuamente investigando, orando y aprendiendo, o el pueblo de Dios avanzará en el conocimiento de su Palabra y voluntad, y dejará a estos profesos maestros muy atrás. ¿Quién instruirá al pueblo cuando están más adelantados que sus maestros? Todos los esfuerzos de tales ministros son infructuosos. Es necesario que el pueblo les enseñe la Palabra de Dios más perfectamente antes que sean capaces de instruir a otros.
Algunos ya habrían podido ser obreros cabales si hubieran hecho buen uso de su tiempo, sabiendo que tendrían que dar razón ante Dios de los momentos malgastados. Han desagradado a Dios porque no han sido trabajadores. La complacencia propia, el amor propio, y el amor egoísta a la comodidad han mantenido a algunos alejados de lo bueno, les han impedido obtener un conocimiento de las Escrituras a fin de que pudieran estar enteramente preparados para toda buena obra. Algunos no aprecian el valor del tiempo y han permanecido ociosos en la cama en horas que podrían haber empleado en el estudio de la Biblia. Hay unos pocos asuntos en los que se han espaciado mayormente, con los que están familiarizados, y de los que pueden hablar de un modo aceptable; pero en gran medida se han quedado en esto. No se han sentido completamente satisfechos consigo mismos, y a veces se han dado cuenta de sus deficiencias; sin embargo no han tomado real conciencia del crimen de descuidar el conocimiento de la Palabra de Dios, la cual profesan enseñar. Por causa de su ignorancia el pueblo está desengañado; no reciben el entendimiento que podrían obtener de ellos y que esperan obtener de parte de ministros de Cristo.
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Levantándose temprano y aprovechando sus momentos, los ministros pueden encontrar tiempo para una investigación detallada de las Escrituras. Deben tener perseverancia, y no perder su objetivo, sino persistentemente emplear su tiempo en el estudio de la Palabra, ayudándose con las verdades que otras mentes, por medio del trabajo agotador, han traído a la luz para ellos, y con diligente y perseverante esfuerzo, han puesto a su alcance. Hay ministros que han estado trabajando por años, enseñando la verdad a otros, mientras que ellos mismos no están familiarizados con los puntos fuertes de nuestra posición. Les ruego a los tales que terminen con su holgazanería. Es una continua maldición para ellos. Dios les requiere que cada momento fructifique con algo bueno para ellos mismos o para los demás. “En lo que requiere diligencia, no perezosos; fervientes en espíritu, sirviendo al Señor”. Romanos 12:11. “También el que es negligente en su trabajo es hermano del hombre disipador”. Proverbios 18:9.
Es importante que los ministros de Cristo vean la necesidad de ser autodidactas, con el fin de dar lustre a su profesión y mantener una conveniente dignidad. Sin una disciplina mental ciertamente fracasarán en todo lo que emprendan. Se me ha mostrado que hay una clara deficiencia en los que predican la Palabra. Dios no se siente complacido con su comportamiento e ideas. Su modo descuidado de citar las Escrituras es un deshonor para su profesión. Dicen ser maestros de la Palabra, y sin embargo no logran repetir los textos correctamente. Los que se dedican de lleno a predicar la Palabra no debieran citar ni un texto incorrectamente. Dios requiere escrupulosidad de parte de todos sus siervos.
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La religión de Cristo será ejemplificada en la’vida, en la conversación, en las obras del que la profesa. Sus firmes principios llegarán a ser un ancla. Los que son maestros de la Palabra debieran ser modelos de piedad, ejemplos para la manada. Su ejemplo debiera reprender la holgazanería, la pereza, la falta de laboriosidad y economía. Los principios de la religión requieren diligencia, laboriosidad, economía y honestidad. Todos escucharán pronto: “Da cuenta de tu mayordomía”. Hermanos, ¿cómo rendiríais cuenta si el Amo apareciera ahora? No estáis listos. Así como es cierto que los siervos perezosos existen, también es cierto que vosotros seríais contados entre ellos. Tenéis por delante preciosos momentos. Os insto a redimir el tiempo.
Pablo exhortó a Timoteo: “Procura con diligencia presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse, que usa bien la palabra de verdad”. “Pero desecha las cuestiones necias e insensatas, sabiendo que engendran contiendas. Porque el siervo del Señor no debe ser contencioso, sino amable para con todos, apto para enseñar, sufrido; que con mansedumbre corrija a los que se oponen, por si quizá Dios les conceda que se arrepientan para conocer la verdad, y escapen del lazo del diablo, en que están cautivos a voluntad de él”. 2 Timoteo 2:15, 23-26.
A fin de llevar a cabo la obra que Dios les requiere, los ministros deben estar preparados para su función. El apóstol Pablo, en su carta a los Colosenses, habla del siguiente modo con respecto al ministerio: “De la cual (la iglesia) fui hecho ministro, según la administración de Dios que me fue dada para con vosotros, para que anuncie cumplidamente la palabra de Dios, el ministerio que había estado oculto desde los siglos y edades, pero que ahora ha sido manifestado a sus santos, a quienes Dios quiso dar a conocer las riquezas de la gloria de este ministerio entre los gentiles; que es Cristo en vosotros, la esperanza de gloria, a quien anunciamos, amonestando a todo hombre, y enseñando a todo hombre en toda sabiduría, a fin de presentar perfecto en Cristo Jesús a todo hombre; para lo cual también trabajo, luchando según la potencia de él, la cual actúa poderosamente en mí”. Colosenses 1:25-29.
No es menor el aprecio y la devoción hacia la obra del ministerio que Dios requiere de sus siervos que viven tan cerca del fin de todas las cosas. No puede aceptar el trabajo de los obreros a menos que la vida y el poder de la verdad que presentan a otros sea una realidad en sus propios corazones. No aceptará nada que no sea una obra seria, activa, llevada a cabo por un corazón celoso. Se requiere vigilancia y fecundidad para esta gran obra.
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Hermanos, os falta devoción y consagración a la obra. Vuestros corazones son egoístas. Debéis corregir vuestras deficiencias, o dentro de poco tiempo os sentiréis fatalmente defraudados: perderéis el Cielo. Dios no pasa por alto el descuido en el cumplimiento fiel de la obra que ha encomendado a sus siervos. Muchos que trabajan en el ministerio carecen de energía perseverante y una confianza constante en Dios. Como resultado de esta carencia los pocos que poseen estas cualidades están sobrecargados de trabajo y tienen que compensar las deficiencias tan evidentes de los que podrían ser obreros capacitados si así lo quisieran. Hay unos pocos que trabajan día y noche, negándose el descanso y la recreación social, exigiendo el máximo a su cerebro, cada uno llevando a cabo la obra de tres hombres, desgastando sus valiosas vidas para hacer la obra que otros podrían hacer, pero que descuidan. Algunos son demasiado haraganes como para hacer su parte; muchos ministros se protegen cuidadosamente evitando responsabilidades, permaneciendo en un estado de ineficiencia, y realizando casi nada. Por lo tanto, los que se dan cuenta del valor de las almas, los que aprecian cuán sagrada es la obra y piensan que debe progresar, están trabajando de más, haciendo esfuerzos sobrehumanos, y consumiendo la energía de su cerebro para mantener la obra en marcha. Si el interés en la obra y la devoción por ella estuvieran repartidos de igual modo, si todos los que profesan ser ministros dedicaran diligentemente su interés por completo a la causa, sin mezquinar su colaboración, los pocos obreros firmes y temerosos de Dios, quienes están rápidamente consumiendo sus vidas, se verían aliviados de estas grandes presiones que los agobian y podrían preservar su fuerza de modo que, cuando realmente se necesite, tendría un doble poder, y daría mucho mayores resultados que los que ahora pueden verse al estar ellos bajo la presión de una abrumadora preocupación y ansiedad. El Señor no se complace con esta desigualdad.
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Muchos que profesan ser llamados por Dios para ministrar en la palabra y la doctrina no se dan cuenta de que no tienen derecho de considerarse maestros a menos que estén firmemente respaldados por un serio y diligente estudio de la Palabra de Dios. Algunos no se han preocupado por obtener un conocimiento de las simples ramas de la educación. Algunos ni siquiera saben leer correctamente; algunos citan mal las Escrituras; y algunos, al dejar ver su falta de preparación para la obra que tratan de hacer, perjudican la causa de Dios y deshonran la verdad. Estos no ven la necesidad de cultivar el intelecto, de fomentar especialmente el refinamiento sin afectación, y de tratar de lograr la verdadera elevación del carácter cristiano. El medio cierto y efectivo para lograr esto es rendir el alma a Dios. El dirigirá el intelecto y los afectos de modo que se centren en lo divino y lo eterno, y entonces poseerán energía sin llegar a ser arrebatados, puesto que todas las facultades de la mente y de todo el ser serán elevadas, refinadas y dirigidas hacia el más alto y santo canal. De los labios del Maestro celestial se escucharon las palabras: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente y con todas tus fuerzas”. Marcos 12:30. Cuando nos entregamos a Dios de este modo, la humildad adornará cada acción, mientras que al mismo tiempo los que así estén aliados con Dios y sus ángeles celestiales poseerán una decorosa dignidad que anticipa el cielo.
El Señor manda que sus siervos sean activos. No le agrada verlos apáticos e indolentes. Profesan tener la evidencia de que Dios los ha seleccionado especialmente para enseñar a la gente el camino de la vida; sin embargo frecuentemente su conversación no es provechosa, y muestran que no sienten la responsabilidad de la obra sobre ellos. Sus propias almas no reciben energía de las poderosas verdades que presentan a otros. Algunos predican estas verdades de tan grande importancia, de un modo indolente que no puede influir en la gente. “Todo lo que te viniere a la mano para hacer, hazlo según tus fuerzas”. Eclesiastés 9:10. Los hombres a los que Dios ha llamado deben prepararse para ser esforzados, para trabajar firmemente y con incansable celo para él, para sacar a las almas del fuego. Cuando los ministros sientan el poder de la verdad en sus propias almas, estremeciendo su propio ser, entonces poseerán poder para influir en los corazones, y demostrar que creen firmemente las verdades que predican a otros. Debieran tener presente en sus mentes el valor de las almas, y la incomparable profundidad del amor del Salvador. Esto despertará el alma de modo que pueda decir con David: “Se enardeció mi corazón dentro de mí; en mi meditación se encendió fuego”. Salmos 39:3.
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Pablo exhortó a Timoteo: “Ninguno tenga en poco tu juventud, sino sé ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, espíritu y pureza. Entre tanto que voy, ocúpate en la lectura, la exhortación y la enseñanza”. “Ocúpate en estas cosas; permanece en ellas, para que tu aprovechamiento sea manifiesto a todos. Ten cuidado de ti mismo y de la doctrina; persiste en ello, pues haciendo esto, te salvarás a ti mismo y a los que te oyeren”. 1 Timoteo 4:12-13, 15-16. ¡Qué gran importancia se confiere aquí a la vida cristiana del ministro de Dios! ¡Cuánto necesita un estudio fiel de la Palabra, para que él mismo pueda ser santificado por la verdad y pueda ser hecho apto para enseñar a otros.
Hermanos, se requiere que ejemplifiquéis la verdad en vuestras vidas. Pero no todos los que piensan que es su misión enseñar a otros la verdad están convertidos y santificados por la verdad. Algunos tienen ideas erradas acerca de lo que significa ser cristiano y de los medios por los que se obtiene una firme experiencia religiosa; mucho menos entienden los requisitos que Dios exige que sus ministros cumplan. Estos hombres no están santificados. Ocasionalmente tienen un acceso de sentimentalismo y sienten la impresión de que son realmente hijos de Dios. Esta dependencia de las impresiones es uno de los engaños de Satanás. Los que se acostumbran a esto hacen de la religión algo circunstancial. Necesitan un principio firme. Nadie es un cristiano vivo a menos que tenga una experiencia diaria en las cosas de Dios y practique diariamente la abnegación al llevar alegremente la cruz y seguir a Cristo. Cada cristiano ha de avanzar diariamente en la vida divina. Mientras avanza hacia la perfección, experimenta cada día una conversión a Dios; y esta conversión no es completa hasta que logra la perfección del carácter cristiano, una preparación completa para el toque final de la inmortalidad.
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Dios debiera ser el más alto objeto de nuestros pensamientos. Meditar en él y suplicarle a él, eleva el alma y estimula los afectos. El descuido de la meditación y la oración seguramente traerá como resultado un deterioro en los intereses religiosos. Luego se notará descuido y pereza. La religión no es meramente una emoción, un sentimiento. Es un principio que está entrelazado con todas las tareas diarias y las transacciones de la vida. No hay nada que se desee, ni negocio que se emprenda que no pueda regirse por este principio. Para mantener una religión sin mancha, es necesario ser trabajadores y perseverar en el esfuerzo. Debemos hacer algo por nosotros mismos. Nadie sino nosotros mismos puede obrar nuestra salvación con temor y temblor. Esta es precisamente la obra que el Señor nos ha encomendado que hagamos.
Algunos ministros que profesan ser llamados por Dios tienen la sangre de las almas en sus vestiduras. Están rodeados por descarriados y pecadores, y sin embargo no sienten la responsabilidad por sus almas; manifiestan indiferencia por su salvación. Algunos están tan adormecidos que parecen no tener conciencia de la tarea de un ministro del evangelio. No consideran que como médicos espirituales se requiere que sean capaces de administrar sanamiento a las almas enfermas de pecado. La obra de advertir a los pecadores, de llorar por ellos y rogar con ellos se ha descuidado al punto que muchas almas ya no pueden ser sanadas. Algunos han muerto en sus pecados, y en el juicio reprocharán por su culpabilidad a los que podrían haberlos salvado, pero que no lo hicieron. Ministros infieles, ¡qué retribución os espera!
Los ministros de Cristo necesitan un nuevo ungimiento para poder discernir más claramente las cosas sagradas, y tener una clara conciencia del carácter santo e inmaculado que deben formar con el fin de ser modelos para la grey. Nada que podamos hacer nosotros mismos nos elevará al nivel donde Dios nos puede aceptar como sus embajadores. Solamente una firme confianza en Dios, y una fe fuerte y activa, llevará a cabo la obra que él requiere que se haga en nosotros. Dios necesita a hombres que trabajen. Un continuo hacer el bien forma caracteres para el Cielo. Con sencillez, fidelidad y amor debemos ungir a la gente para que se preparen para el día de Dios. A algunos habrá que instarlos con firmeza para lograr que se conmuevan. Que nuestro trabajo se caracterice por la mansedumbre y la humildad, mas que tenga la firmeza necesaria para hacerles comprender que estas cosas son una realidad, y que deben elegir entre la vida y la muerte. La salvación del alma no es un asunto para tratar con ligereza. La conducta del obrero de Dios debiera ser seria y caracterizarse por la sencillez y la verdadera cortesía cristiana, sin embargo el obrero debiera trabajar con una tremenda seriedad haciendo la obra que el Maestro le ha dejado para hacer. Una decidida perseverancia en una conducta justa, disciplinando la mente por medio de una práctica religiosa que fomente la devoción y las cosas celestiales, traerá la más grande felicidad.
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Si hacemos de Dios nuestra confianza, tendremos el poder de controlar la mente en estas cosas. Por medio de un continuo ejercicio se fortalecerá para luchar contra los enemigos internos y para refrenar al yo, hasta que haya una completa transformación, y las pasiones, los apetitos y la voluntad queden en perfecta sujeción. Luego habrá una constante piedad en el hogar y fuera de él, y cuando nos ocupemos de trabajar por las almas, un poder nos ayudará en nuestros esfuerzos. El cristiano humilde tendrá períodos de devoción que no serán espasmódicos, vacilantes o supersticiosos, sino calmos, tranquilos, profundos, constantes y firmes. El amor de Dios, la práctica de la santidad, serán placenteros cuando haya una perfecta entrega a Dios.
La razón por la que los ministros de Cristo no tienen más éxito en su trabajo es que no están generosamente dedicados a la obra. El interés de algunos está dividido: son hipócritas. Les atraen los intereses de esta vida y no se dan cuenta de cuán sagrada es la obra del ministro. Estas personas pueden quizá quejarse de las tinieblas, del gran descreimiento, de la infidelidad. La razón de esto es que no están bien con Dios; no ven la importancia de llevar a cabo una completa consagración a él. Sirven un poco a Dios, pero mucho a sí mismos. Oran muy poco.
La Majestad del cielo, mientras se ocupaba de su ministerio terrenal, oraba mucho a su Padre. Frecuentemente pasaba toda la noche postrado en oración. A menudo su espíritu se entristecía al sentir los poderes de las tinieblas de este mundo, y dejaba la bulliciosa ciudad y el ruidoso gentío, para buscar un lugar apartado para sus oraciones intercesoras. El monte de los Olivos era el refugio favorito del Hijo de Dios para sus devociones. Frecuentemente después que la multitud le había dejado para retirarse a descansar, él no descansaba, aunque se sentía agotado por la labor del día. En el Evangelio según San Juan leemos: “Cada uno se fue a su casa; y Jesús se fue al monte de los Olivos”. Mientras la ciudad estaba sumida en el silencio, y los discípulos habían regresado a sus hogares para un reparador descanso, Jesús no dormía. Sus divinos ruegos ascendían a su Padre desde el monte de los Olivos para que sus discípulos pudieran ser guardados de las malas influencias que enfrentarían a diario en el mundo, y para que su propia alma pudiera ser fortalecida y vigorizada para enfrentar las obligaciones y las pruebas del día siguiente. Mientras que sus discípulos dormían, su divino Maestro pasaba toda la noche orando. El rocío y la escarcha de la noche caían sobre su cabeza inclinada en oración. Ha dejado su ejemplo para sus seguidores.
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La Majestad del cielo, mientras se ocupaba de su misión, se dedicaba frecuentemente y sinceramente a la oración. No siempre visitaba el monte de los Olivos pues sus discípulos conocían su refugio favorito, y a menudo lo seguían. Elegía la quietud de la noche cuando no sería interrumpido. Jesús podía sanar a los enfermos y levantar a los muertos. El mismo era una fuente de bendición y fuerza. Mandaba aun a las tempestades, y ellas le obedecían. No había sido mancillado por la corrupción, ni tocado por el pecado; sin embargo oraba, y a menudo lo hacía con profundo llanto y lágrimas. Oraba por sus discípulos y por sí mismo, identificándose así con nuestras necesidades, nuestras debilidades y nuestros fracasos, que son tan característicos de nuestra condición humana. Pedía con poder, sin poseer las pasiones de nuestra naturaleza humana caída, pero provisto de debilidades similares, tentado en todo según nuestra semejanza. Jesús sufrió una agonía que requería ayuda y apoyo de su Padre.