Testimonios para la Iglesia, Vol. 3, p. 427-437, día 180

Él ha dado a su pueblo un plan para obtener sumas suficientes con qué financiar sus empresas. El plan de Dios en el sistema del diezmo es hermoso por su sencillez e igualdad. Todos pueden practicarlo con fe y valor porque es de origen divino. En él se combinan la sencillez y la utilidad, y no requiere profundidad de conocimiento para comprenderlo y ejecutarlo. Todos pueden sentir que son capaces de hacer una parte para llevar a cabo la preciosa obra de salvación. Cada hombre, mujer y joven puede llegar a ser un tesorero del Señor, un agente para satisfacer las demandas de la tesorería. Dice el apóstol: “Cada uno de vosotros aparte algo según haya prosperado, y guárdelo”. 1 Corintios 16:2 (NRV).

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Por este sistema se alcanzan grandes objetivos. Si todos lo aceptaran, cada uno sería un tesorero de Dios vigilante y fiel, y no faltarían recursos para llevar a cabo la gran obra de proclamar el último mensaje de amonestación al mundo. La tesorería estará llena si todos adoptan este sistema, y los contribuyentes no serán más pobres por ello. Mediante cada inversión hecha, llegarán a estar más vinculados a la causa de la verdad presente. Estarán “atesorando para sí buen fundamento para lo por venir” a fin de “que echen mano de la vida eterna”. 1 Timoteo 6:19. 

Al ver los que trabajan con perseverancia y sistemáticamente que sus generosos empeños tienden a alimentar el amor a Dios y a sus semejantes, y que sus esfuerzos personales extienden su esfera de utilidad, comprenderán que reporta una gran bendición el colaborar con Cristo. La iglesia cristiana, por lo general, no reconoce el derecho de Dios de exigirle que dé ofrendas de las cosas que posee, para sostener la guerra contra las tinieblas morales que inundan al mundo. Nunca podrá la causa de Dios progresar como debiera hacerlo antes que los seguidores de Cristo trabajen activa y celosamente.

Cada miembro individual de la iglesia debe sentir que la verdad que él profesa es una realidad, y todos deben trabajar desinteresadamente. Algunos ricos se sienten inclinados a murmurar porque la obra de Dios se extiende y se necesita dinero. Dicen que no acaban nunca los pedidos de recursos, y los motivos por solicitar ayuda se presentan uno tras otro. A los tales queremos decir que esperamos que la causa de Dios se extienda de tal manera que haya mayores ocasiones y pedidos más frecuentes y urgentes de que la tesorería supla lo necesario para proseguir la obra.

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Si el plan de la benevolencia sistemática fuera adoptado por cada persona y llevado plenamente a cabo, habría una constante provisión en la tesorería. Los ingresos afluirían como una corriente continuamente alimentada por rebosantes fuentes de generosidad. El dar ofrendas es una parte de la religión evangélica. ¿Acaso la consideración del precio infinito pagado por nuestra redención no nos impone solemnes obligaciones pecuniarias, así como el deber de consagrar todas nuestras facultades a la obra del Maestro?

Tendremos una deuda que saldar con el Maestro antes de mucho cuando él diga: “Da cuenta de tu mayordomía”. Lucas 16:2. Si los hombres prefieren poner a un lado los derechos de Dios y retener egoístamente todo lo que él les da, él callará por el momento y continuará probándolos con frecuencia aumentando sus bendiciones, dejando que éstas continúen fluyendo; y aquellos hombres seguirán tal vez recibiendo honores de sus semejantes, sin que la iglesia los censure; pero antes de mucho Dios les dirá: “Da cuenta de tu mayordomía”. Dice Cristo: “En cuanto no lo hicisteis a uno de estos más pequeños, tampoco a mí lo hicisteis”. Mateo 25:45. “No sois vuestros. Porque habéis sido comprados por precio”, y estáis bajo la obligación de glorificar a Dios con vuestros recursos, así como en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, que son suyos. “Comprados [sois] por precio”, “no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo” 1 Corintios 6:19, 20; 1 Pedro 1:18, 19. Él pide, en compensación de los dones que nos ha confiado, que ayudemos en la obra de salvar almas. Él dio su sangre y nos pide nuestro dinero. Mediante su pobreza somos hechos ricos, y ¿nos negaremos a devolverle sus propios dones?

Dios no depende del hombre para sostener su causa. Podría haber enviado medios directamente del cielo para suplir su tesorería, si en su providencia lo hubiera considerado mejor para el hombre. Podría haber formulado planes para que los ángeles hubiesen sido enviados a publicar la verdad al mundo sin intervención de los hombres. Podría haber escrito las verdades en el firmamento y haber dejado que éste declarara al mundo sus requerimientos en caracteres vivos. Dios no depende del oro o la plata de hombre alguno. Dice: “Porque mía es toda bestia del bosque, y los millares de animales en los collados”. “Si yo tuviese hambre, no te lo diría a ti; porque mío es el mundo y su plenitud”. Salmos 50:10, 12. Cualquier necesidad de que intervengamos en el adelantamiento de la causa de Dios, ha sido ordenada a propósito para nuestro bien. Él nos ha honrado haciéndonos colaboradores suyos. Ordenó que fuera necesaria la cooperación de los hombres a fin de que pudieran practicar la generosidad. 

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En su sabia providencia, Dios permitió que los pobres estuvieran siempre con nosotros, para que mientras presenciáramos las diversas formas de necesidad y sufrimiento en el mundo, fuéramos probados y puestos en situación de desarrollar un carácter cristiano. El Señor ha puesto a los pobres entre nosotros para despertar nuestra compasión y amor cristianos.

Los pecadores que están pereciendo por falta de conocimiento serán dejados en la ignorancia y las tinieblas a menos que los hombres les lleven la luz de la verdad. Dios no enviará a los ángeles del cielo para hacer la obra que ha encomendado al hombre. Dio a todos una obra que hacer por esta misma razón, a saber, para que pudiera probarlos y para que ellos revelaran su verdadero carácter. Cristo pone a los pobres entre nosotros como representantes suyos. “Tuve hambre —dice—, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber”. Mateo 25:42. Cristo se identifica con la humanidad doliente en la persona de los seres humanos que sufren. Hace suyas sus necesidades y acoge sus desgracias en su seno.

Las tinieblas morales de un mundo arruinado suplican a cada cristiano que realice un esfuerzo, que dé de sus recursos y preste su influencia para asemejarse a Aquel que aunque poseía riquezas infinitas se hizo pobre por causa nuestra. El Espíritu de Dios no puede morar con aquellos a quienes mandó el mensaje de su verdad, pero que necesitan que se les ruegue antes de sentir su deber de colaborar con Cristo. El apóstol pone de relieve el deber de dar por motivos superiores a la mera compasión humana, porque los sentimientos son conmovidos. Da realce al principio de que debemos trabajar abnegadamente y con sinceridad para gloria de Dios.

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Las Escrituras requieren de los cristianos, que participen en un plan de activa generosidad que los haga manifestar constantemente interés en la salvación de sus semejantes. La Ley moral ordenaba la observancia del sábado, que no era una carga, excepto cuando era transgredida y los hombres se veían sujetos a las penalidades que entrañaba su violación. Igualmente, el sistema del diezmo no era una carga para aquellos que no se apartaban del plan. El sistema ordenado a los hebreos no ha sido abrogado ni reducido su vigor por Aquel que lo ideó. En vez de carecer de fuerza ahora, tiene que practicarse más plena y extensamente, puesto que la salvación por Cristo debe ser proclamada con mayor plenitud en la era cristiana.

Jesús hizo saber al joven príncipe que la condición para obtener la vida eterna consistía en poner por obra en su vida los requerimientos especiales de la Ley, que le exigían amar a Dios con todo su corazón, con toda su alma, con toda su mente y con todas sus fuerzas, y a su prójimo como a sí mismo. Si bien los sacrificios simbólicos cesaron con la muerte de Cristo, la Ley original, grabada en tablas de piedra, permaneció inmutable, e impone sus exigencias al hombre de todos los tiempos. Y en la era cristiana, el deber del hombre no fue limitado, sino definido más especialmente y expresado con más sencillez. 

El evangelio, para extenderse y ampliarse, requería mayores provisiones para sostener la guerra después de la muerte de Cristo, y esto hizo que la ley de dar ofrendas fuese una necesidad más apremiante que bajo el gobierno hebreo. Dios no requiere menos ahora, sino mayores dones que en cualquier otro período de la historia del mundo. El principio trazado por Cristo es que los dones y ofrendas deben ser proporcionales a la luz y bendiciones que se han disfrutado. Él dijo: “Porque a todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho se le demandará”. Lucas 12:48. 

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Los primeros discípulos respondían a las bendiciones de la era cristiana mediante obras de caridad y benevolencia. El derramamiento del Espíritu de Dios, después que Cristo dejó a sus discípulos y ascendió al cielo, los condujo a la abnegación y al sacrificio propio para salvar a otros. Cuando los santos pobres de Jerusalén se hallaban en angustia, Pablo escribió a los cristianos gentiles acerca de las obras de benevolencia y dijo: “Por tanto, como en todo abundáis, en fe, en palabra, en ciencia, en toda solicitud, y en vuestro amor para con nosotros, abundad también en esta gracia”. 2 Corintios 8:7. Aquí la generosidad es puesta al lado de la fe, del amor y de la diligencia cristiana. Los que piensan que pueden ser buenos cristianos y a la vez cerrar sus oídos y corazones a los llamados que Dios dirige a su liberalidad, están terriblemente engañados. Hay quienes profesan tener gran amor por la verdad, y, por lo menos de palabra, tienen interés en verla adelantar, pero no hacen nada para ello. La fe de los tales es muerta; no se perfecciona por las obras. El Señor no cometió nunca el error de convertir a un alma y dejarla bajo el poder de la avaricia. 

El sistema del diezmo se remonta hasta antes del tiempo de Moisés. Ya en los días de Adán, se requería de los hombres que ofrecieran a Dios donativos de índole religiosa, es decir, antes que el sistema fuera dado a Moisés en forma definida. Al cumplir lo requerido por Dios, debían manifestar, mediante sus ofrendas, aprecio por las misericordias y las bendiciones de Dios para con ellos. Esto continuó durante las generaciones sucesivas y fue practicado por Abraham, quien dio diezmos a Melquisedec, sacerdote del Altísimo. El mismo principio existía en los días de Job. Mientras Jacob estaba en Bet-el, peregrino, desterrado y sin dinero, se acostó una noche, solitario y abandonado, teniendo una piedra por almohada, y allí prometió al Señor: “De todo lo que me dieres, el diezmo apartaré para ti”. Génesis 28:22. Dios no obliga a los hombres a dar. Todo lo que ellos dan debe ser voluntario. Él no quiere que afluyan a su tesorería ofrendas que no se presenten con buena voluntad. 

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El Señor quiso poner al hombre en estrecha relación consigo, e infundirle compasión y amor por sus semejantes, imponiéndole la responsabilidad de realizar acciones que contrarrestaran el egoísmo y fortaleciesen su amor por Dios y el hombre. El plan de una liberalidad sistemática fue ideado por Dios para beneficio del hombre, quien se inclina a ser egoísta y a cerrar su corazón a las acciones generosas. El Señor requiere que se hagan donativos en tiempos determinados, para establecer el hábito de dar y para que la benevolencia se considere como un deber cristiano. El corazón, abierto por un donativo, no debe tener tiempo de enfriarse egoístamente y cerrarse antes que se otorgue el próximo. La corriente ha de fluir continuamente, manteniéndose abierto el conducto por medio de actos de generosidad. 

En cuanto a la cantidad requerida, Dios ha especificado que sea la décima parte de los ingresos. Esto queda a cargo de la conciencia y generosidad de los hombres, cuyo juicio debe ejercerse libremente en este asunto del diezmo. Y aunque queda librado a la conciencia, se ha trazado un plan bastante definido para todos. No se requiere compulsión alguna.

En la dispensación mosaica, Dios pedía de los hombres que dieran la décima parte de todas sus ganancias. Les confiaba las cosas de esta vida, como talentos que debían devolver perfeccionados. Ha requerido la décima parte, y la exige como lo mínimo que le debemos devolver. Dice: Os doy las nueve décimas, y os pido una; es mía. Cuando los hombres retienen el diezmo, roban a Dios. Además del diezmo, se requerían ofrendas por el pecado, ofrendas de paz y de agradecimiento a Dios. 

Todo lo que se retiene de lo que Dios pide, o sea el diezmo, queda registrado en los libros del cielo como un robo hecho a él. Los que lo cometen defraudan a su Creador, y cuando se les presenta este pecado de negligencia, no es suficiente que cambien su conducta y empiecen desde entonces a obrar según el debido principio. Esto no corregirá las cifras escritas en los registros celestiales por su desfalco de la propiedad que se les ha confiado para que la devuelvan al Prestamista. Deben arrepentirse de su infidelidad para con Dios, y de su vil ingratitud.

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“¿Robará el hombre a Dios? Pues vosotros me habéis robado. Y dijisteis: ¿En qué te hemos robado? En vuestros diezmos y ofrendas. Malditos sois con maldición, porque vosotros, la nación toda, me habéis robado. Traed todos los diezmos al alfolí y haya alimento en mi casa; y probadme ahora en esto, dice Jehová de los ejércitos, si no os abriré las ventanas de los cielos, y derramaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde”. Malaquías 3:8-10. Aquí se promete que si se traen todos los diezmos al alfolí, Dios derramará su bendición sobre los obedientes. 

“Reprenderé también por vosotros al devorador, y no os destruirá el fruto de la tierra, ni vuestra vid en el campo será estéril, dice Jehová de los ejércitos. Y todas las naciones os dirán bienaventurados; porque seréis tierra deseable, dice Jehová de los ejércitos”. vers. 11, 12. Si todos los que profesan la verdad cumplen con los requerimientos de Dios en cuanto a dar el diezmo, que Dios llama suyo, la tesorería estará ampliamente provista para llevar a cabo la gran obra de salvar a los hombres. 

Dios da al hombre los nueve décimos, mientras reclama un décimo para fines sagrados, así como dio al hombre seis días para su trabajo y se reservó y puso aparte el séptimo día para sí. Porque, como el sábado, el diezmo de las entradas es sagrado. Dios se lo ha reservado. Él llevará a cabo su obra en la tierra con las entradas procedentes de los recursos que confió al hombre. 

Dios exigía que su antiguo pueblo asistiera a tres asambleas anualmente. “Tres veces cada año aparecerá todo varón tuyo delante de Jehová tu Dios en el lugar que él escogiere: en la fiesta solemne de los panes sin levadura, y en la fiesta solemne de las semanas, y en la fiesta solemne de los tabernáculos. Y ninguno se presentará delante de Jehová con las manos vacías; cada uno con la ofrenda de su mano, conforme a la bendición que Jehová tu Dios le hubiere dado”. Deuteronomio 16:16, 17. Nada menos que una tercera parte de sus entradas se consagraba a fines sagrados y religiosos.

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Cuandoquiera que los hijos de Dios, en cualquier época de la historia del mundo, ejecutaron alegre y voluntariamente el plan de la benevolencia sistemática y de los dones y ofrendas, han visto cumplirse la permanente promesa de que la prosperidad acompañaría todas sus labores en la misma proporción en que le obedecieran. Siempre que reconocieron los derechos de Dios y cumplieron con sus requerimientos, honrándole con su sustancia, sus alfolíes rebosaron; pero cuando robaron a Dios en los diezmos y las ofrendas, tuvieron que darse cuenta de que no sólo le estaban robando a él, sino que se defraudaban ellos mismos; porque él limitaba las bendiciones que les concedía en la proporción en que ellos limitaban las ofrendas que le llevaban.

Algunos dirán que ésta es una de las leyes rigurosas que pesaban sobre los hebreos. Pero ésta no era una carga para el corazón voluntario que manifestaba amor a Dios. Únicamente cuando la naturaleza egoísta se fortalecía por la retención de aquellos recursos, el hombre perdía de vista lo eterno y estimaba los tesoros terrenales más que las almas. El Israel de Dios de estos últimos tiempos tiene necesidades aun más urgentes que el de antaño. Debe realizarse una obra grande e importante en breve tiempo. Nunca fue el propósito de Dios que la ley del sistema del diezmo no rigiera entre su pueblo; sino que, al contrario, quiso que el espíritu de sacrificio se ampliara y se profundizara para la obra final.

No se debe hacer de la benevolencia sistemática una compulsión sistemática. Lo que Dios considera aceptable son las ofrendas voluntarias. La verdadera generosidad cristiana brota del principio del amor agradecido. El amor a Cristo no puede existir sin que se manifieste en forma proporcional hacia aquellos a quienes él vino a redimir. El amor a Cristo debe ser el principio dominante del ser, que rija todas las emociones y todas las energías. El amor redentor debe despertar todo el tierno afecto y la devoción abnegada que pueda existir en el corazón del hombre. Cuando tal sea el caso, no se necesitarán llamados conmovedores para quebrantar su egoísmo ni despertar sus simpatías dormidas para arrancar ofrendas en favor de la preciosa causa de la verdad.

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Jesús nos compró a un precio infinito. Toda nuestra capacidad y nuestra influencia pertenecen en verdad a nuestro Salvador y deben ser dedicadas a su servicio. Consagrándoselas, manifestamos nuestra gratitud por haber sido redimidos de la esclavitud del pecado por la preciosa sangre de Cristo. Nuestro Salvador está siempre obrando por nosotros. Ascendió al cielo e intercede a favor de los rescatados por su sangre. Intercede delante de su Padre y presenta las agonías de la crucifixión. Alza sus manos heridas e intercede por su iglesia para que sea guardada de caer en la tentación.

Si nuestra percepción fuera avivada hasta poder comprender esta maravillosa obra del Salvador en pro de nuestra salvación, ardería en todo corazón un amor profundo y ardiente. Entonces nuestra apatía y fría indiferencia nos alarmarían. Una devoción y generosidad absolutas, impulsadas por un amor agradecido, impartirán a la más pequeña ofrenda, al sacrificio voluntario, una fragancia divina que hará inestimable el don. Pero después de haber entregado voluntariamente a nuestro Redentor todo lo que podemos darle, por valioso que sea para nosotros, si consideramos nuestra deuda de gratitud a Dios tal cual es en realidad, todo lo que podamos haber ofrecido nos parecerá muy insignificante y pobre. Pero los ángeles toman estas ofrendas que a nosotros nos parecen deficientes, y las presentan como una fragante oblación delante del trono, y son aceptadas.

Como discípulos de Cristo, no nos damos cuenta de nuestra verdadera situación. No tenemos opiniones acertadas respecto de nuestra responsabilidad como siervos de Cristo. Él nos ha adelantado el salario en su vida de sufrimiento y en su sangre derramada, para ligarnos así en servidumbre voluntaria. Todas las cosas buenas que tenemos son un préstamo de nuestro Salvador. Nos ha hecho mayordomos. Nuestras ofrendas más ínfimas, nuestros servicios más humildes, presentados con fe y amor, pueden ser dones consagrados para salvar almas en el servicio del Maestro y para promover su gloria. El interés y la prosperidad del reino de Cristo deben superar toda otra consideración. Los que hacen de sus placeres e intereses egoístas los objetos principales de su vida, no son mayordomos fieles.

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Los que se nieguen personalmente con el fin de hacer bien a otros y se consagren con todo lo que tienen al servicio de Cristo, experimentarán la felicidad que en vano busca el egoísta. Dice nuestro Salvador: “Cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo”. Lucas 14:33. La caridad “no busca lo suyo”. 1 Corintios 13:5. Es el fruto de aquel amor desinteresado y de aquella benevolencia que caracterizaron la vida de Cristo. Si la ley de Dios está en nuestro corazón, subordinará nuestros intereses personales a las consideraciones elevadas y eternas.

Cristo nos ordena que busquemos primeramente el reino de Dios y su justicia. Tal es nuestro primero y más alto deber. Nuestro Maestro amonestó expresamente a sus siervos a que no acumularan tesoros en la tierra; porque al hacerlo su corazón se fijaría en las cosas terrenales antes que en las celestiales. Por esta razón muchas pobres almas han dejado naufragar su fe. Contrariaron directamente las órdenes expresas de nuestro Señor, y permitieron que el amor al dinero llegara a ser la pasión dominante de su vida. Son intemperantes en sus esfuerzos para adquirir recursos. Están tan embriagados con su insano deseo de riquezas como el borracho por la bebida.

Los cristianos se olvidan de que son siervos del Maestro; de que le pertenecen ellos mismos, su tiempo y todo lo que tienen. Muchos son tentados y la mayoría se deja vencer por las engañosas incitaciones que Satanás les presenta para invertir su dinero en lo que les reportará el mayor provecho en pesos y centavos. Sólo unos pocos consideran las obligaciones que Dios les ha impuesto de hacer que su principal ocupación consista en suplir las necesidades de su causa, y de atender sus propios deseos en último término. Son pocos los que invierten dinero en la causa de Dios en proporción a sus recursos. Muchos lo han inmovilizado en propiedades que deben vender antes de poder invertirlo en lacausa de Dios y darle así un uso práctico. Se valen de ello como una excusa para hacer tan sólo poco en la causa de su Redentor. Han enterrado su dinero tan literalmente como el hombre de la parábola. Roban a Dios el diezmo, que reclama como suyo, y al robarle, se despojan del tesoro celestial.

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