Testimonios para la Iglesia, Vol. 3, p. 591-601, día 195

Si queremos caminar en la luz debemos permitir que Cristo entre en nuestros corazones y en nuestros hogares. Debiera hacerse del hogar todo lo que la palabra implica. Debería ser un pequeño cielo en la tierra, un lugar donde se cultiven los afectos en vez de que se los reprima deliberadamente. Nuestra felicidad depende de que cultivemos el amor, la comprensión y la verdadera cortesía mutua. La razón por la que hay tantos hombres y mujeres de corazón duro en nuestro mundo es porque el verdadero afecto ha sido considerado como debilidad y se lo ha desalentado y reprimido. La mejor parte de la naturaleza de personas de esta clase fue pervertida y deformada en la infancia, y a menos que los rayos de la luz divina puedan derretir su frialdad y su egoísmo insensible, la felicidad de los tales está enterrada para siempre. Si queremos tener corazones tiernos, como tuvo Jesús al estar en la tierra, y compasión santificada, como los ángeles la tienen por los mortales pecadores, debemos cultivar esa ternura de la infancia, que no tiene doblez. Entonces seremos refinados, elevados y dirigidos por principios celestiales.

Un intelecto cultivado es un gran tesoro; pero sin la influencia suavizadora de la ternura y el amor santificado, no es de mayor valor. Debiéramos tener palabras y hechos de amorosa consideración hacia otros. Podemos manifestar mil pequeñas atenciones en palabras amigables y miradas agradables, lo cual se reflejará sobre nosotros nuevamente. Los cristianos desconsiderados manifiestan por su descuido de los demás que no están unidos a Cristo. Es imposible estar unidos a Cristo y sin embargo ser poco amables con otros y olvidarnos de sus derechos. Muchos anhelan intensamente ser objeto de la comprensión y la amistad. Dios nos ha dado a cada uno de nosotros una identidad propia, que no puede fusionarse en la de otra persona; pero nuestras características individuales serán mucho menos prominentes si ciertamente somos de Cristo y su voluntad es la nuestra. Nuestras vidas debieran estar consagradas al bien y a la felicidad de otros, como estuvo la de nuestro Salvador. Debiéramos olvidarnos del yo, buscando siempre oportunidades, aun en las cosas pequeñas, para mostrar gratitud por los favores que hemos recibido de otros, y estando atentos para ver oportunidades de alegrar a otros y aligerar y aliviar sus tristezas y cargas mediante actos de tierna bondad y pequeños actos de amor. Estas atentas cortesías que, comenzando en nuestras familias, se extienden fuera del círculo familiar, contribuyen a formar la suma de la felicidad de la vida; y el descuido de estas cosas pequeñas constituye la suma de la amargura y tristeza de la vida.

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Es la obra que hacemos o que dejamos de hacer lo que impacta con tremendo poder en nuestras vidas y destinos. Dios nos pide que aprovechemos toda oportunidad que se nos ofrece para ser útiles. El descuido en hacer esto es peligroso para nuestro crecimiento espiritual. Tenemos una gran obra que hacer. No pasemos en ociosidad las horas preciosas que Dios nos ha dado para perfeccionar caracteres para el cielo. No debemos ser inactivos o perezosos en esta obra, porque no tenemos un momento para perder sin un propósito u objetivo. Dios nos ayudará a vencer nuestros errores si oramos y creemos en él. Podemos ser más que vencedores por medio de aquel que nos amó. Cuando la corta vida en este mundo termine, y veamos como somos vistos y conozcamos como somos conocidos, cuán breves en duración y cuán pequeñas nos parecerán las cosas de este mundo en comparación con la gloria del mundo mejor. Cristo nunca habría dejado las cortes celestiales y tomado la humanidad, ni se habría hecho pecado por la raza humana, si no hubiera visto que el hombre, con su ayuda, podría llegar a ser infinitamente feliz y obtener riquezas perdurables y una vida que correría paralela con la vida de Dios. Sabía que sin su ayuda el hombre pecador no podría alcanzar estas cosas.

Deberíamos tener un espíritu de progreso. Debemos estar en guardia continuamente contra la tendencia a concentrarnos en nuestras opiniones, sentimientos y acciones. La obra de Dios va hacia delante. Deben efectuarse reformas, y debemos aferrarnos al carro de la reforma y ayudar a que éste avance. Cada cristiano necesita ahora energía mitigada con paciencia, y ambición equilibrada con sabiduría. Se nos ha dejado a nosotros, los discípulos de Cristo, la obra de salvar almas. Ninguno de nosotros está excusado. Muchos se han achicado y empequeñecido en su vida cristiana debido a la inacción. Debiéramos emplear diligentemente nuestro tiempo mientras estamos en este mundo. ¡Cuán fervientemente debiéramos aprovechar cada oportunidad de hacer bien, de traer a otros al conocimiento de la verdad! Nuestro lema debiera ser siempre: “Hacia adelante, más arriba”, avanzando segura y firmemente al deber y a la victoria.

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Se me ha mostrado en cuanto a los individuos mencionados que Dios los ama y que los salvará si ellos quieren ser salvados en la manera establecida por el Señor. “Y se sentará para afinar y limpiar la plata; porque limpiará a los hijos de Leví, los afinará como a oro y como a plata, y traerán a Jehová ofrenda en justicia. Y será grata a Jehová la ofrenda de Judá y de Jerusalén, como en los días pasados, y como en los años antiguos”. Malaquías 3:3, 4. Éste es el proceso de refinación y purificación que realiza el Señor de los ejércitos. Es una obra muy penosa para el alma, pero es el único proceso por el cual pueden eliminarse las escorias e impurezas contaminadoras. Nuestras pruebas son todas necesarias para acercarnos a nuestro Padre celestial en obediencia a su voluntad, para que podamos llevar al Señor una ofrenda de justicia. A cada una de las personas cuyos nombres se mencionan aquí Dios les ha dado capacidades y talentos que deben aprovechar. Cada uno necesita una experiencia nueva y viva en la vida divina, a fin de hacer la voluntad de Dios. Ninguna experiencia pasada nos bastará para el presente, ni nos fortalecerá para vencer las dificultades de nuestra senda. Debemos tener diariamente nueva gracia y fortaleza para ser victoriosos.

Con muy poca frecuencia somos colocados dos veces en circunstancias exactamente iguales. Abraham, Moisés, Elías, Daniel y muchos otros fueron todos probados duramente, pero no de la misma manera. Cada uno tiene sus pruebas individuales en el drama de la vida. Pero es muy raro que se presenten dos veces las mismas pruebas. Cada uno tiene su propia experiencia peculiar, según su carácter y circunstancias, para realizar cierta obra. Dios tiene una obra, un propósito en la vida de cada uno de nosotros. Cada acto, por pequeño que sea, tiene su lugar en la experiencia de nuestra vida. Debemos tener continuamente la luz y la experiencia que provienen de Dios. Todos necesitamos estas cosas, y Dios está más que dispuesto a que las tengamos si queremos aceptarlas. Él no ha cerrado las ventanas de los cielos a nuestras oraciones, pero ustedes se han sentido satisfechos con seguir adelante sin la ayuda divina que tanto necesitan.

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¡Cuán poco reconocen la influencia de sus actos diarios sobre la historia ajena! Tal vez piensan que lo que hagan o digan no tendrá seria repercusión, cuando los resultados más importantes para el bien o para el mal son la consecuencia de sus palabras y acciones. Las palabras y las acciones consideradas pequeñas y sin importancia, son eslabones en la larga cadena de los sucesos humanos. Ustedes no han sentido la necesidad de que Dios nos manifieste su voluntad en todos los actos de nuestra vida diaria. En el caso de nuestros primeros padres, el deseo de satisfacer una sola vez el apetito abrió las compuertas de la desgracia y el pecado sobre el mundo. Ojalá que ustedes, mis amadas hermanas, comprendieran que cada paso que dan puede tener una influencia duradera y dominante sobre sus vidas y el carácter de otros. ¡Oh, cuánta necesidad hay, pues, de comunión con Dios! ¡Qué necesidad de gracia divina para dirigir cada paso, y mostrarnos cómo desarrollar un carácter cristiano!

Los cristianos tendrán que pasar por nuevas escenas y nuevas pruebas, donde la experiencia pasada no podrá ser una guía suficiente. Tenemos mayor necesidad de aprender del divino Maestro ahora que en cualquier otro período de nuestra vida. Cuanto más experiencia ganemos, cuanto más nos acerquemos a la luz pura del cielo, tanto mayor número de defectos discerniremos que es necesario reformar en nosotros. Todos podemos hacer una buena obra en beneficio de los demás, si procuramos el consejo de Dios y lo seguimos con obediencia y fe. La senda de los justos es progresiva, y va de fuerza en fuerza, de gracia en gracia, y de gloria en gloria. La iluminación divina aumentará más y más; corresponderá a nuestros movimientos de adelanto, y nos preparará para afrontar las responsabilidades y emergencias que nos esperan.

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Cuando las pruebas los rodean, cuando el abatimiento y la sombría incredulidad dominan sus pensamientos, cuando el egoísmo amolda sus acciones, no ven la necesidad que tienen de Dios, ni de un conocimiento profundo y cabal de su voluntad. No conocen la voluntad de Dios, ni pueden conocerla mientras viven para el yo. Confían en sus buenas intenciones y resoluciones, y la suma principal de sus vidas se compone de resoluciones hechas y resoluciones quebrantadas. Lo que todos necesitan es morir al yo, dejar de aferrarse a él y entregarse a Dios. Yo gustosamente los consolaría si pudiera. Gustosamente alabaría sus buenas cualidades, buenos propósitos y buenos actos; pero Dios no se complació en mostrármelos. Me presentó las cosas que les impiden ganar el carácter noble y elevado de la santidad que necesitan para no perder el reposo celestial y la gloria inmortal que él los quisiera ver alcanzar. Aparten los ojos de ustedes mismos y diríjanlos a Jesús. Él es todo en todos. Los méritos de la sangre de un Salvador crucificado y resucitado bastarán para purificarlos del menor y del mayor pecado. Con fe y confianza, entreguen la custodia de sus almas a Dios, como a un Creador fiel. No alberguen continuamente aprensiones y temores de que Dios los abandonará. No lo hará nunca a menos que os aparten de él. Cristo vendrá y morará con ustedes si le abren la puerta de su corazón. Puede haber perfecta armonía entre ustedes y el Padre y su Hijo, si quieren morir al yo y vivir para Dios.

¡Cuán pocos se dan cuenta de que tienen ídolos favoritos y acarician pecados! Dios ve estos pecados que ustedes quizás no ven, y obra con su podadera para separarlos de ustedes. Todos quieren elegir por cuenta propia el proceso de purificación. ¡Cuánto les cuesta someterse a la crucifixión del yo! Pero cuando se somete todo a la obra del Dios que conoce nuestras debilidades y nuestra pecaminosidad, él emplea el mejor método para producir los resultados deseados. Enoc anduvo con Dios por medio de un conflicto constante y una fe sencilla. Todos podemos hacer lo mismo. Ustedes pueden convertirse, transformarse cabalmente, ser de veras hijos de Dios, y disfrutar no sólo del conocimiento de su voluntad, sino conducir también por su ejemplo a otros por la misma senda de humilde obediencia y consagración. La verdadera piedad se difunde y comunica. El salmista dice: “No encubrí tu justicia dentro de mi corazón; he publicado tu fidelidad y tu salvación; no oculté tu misericordia y tu verdad en grande asamblea”. Salmos 40:10. Dondequiera que haya amor de Dios, hay siempre un deseo de expresarlo. 

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Dios les ayude a todos a hacer esfuerzos fervientes para ganar la vida eterna y conducir a otros por la senda de la santidad. 

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El pecado de la codicia

Querido hermano P: Haré un esfuerzo más para amonestarlo a que se esfuerce para ganar el reino. Se le ha dado amonestación tras amonestación, a las que usted no ha prestado atención. Pero, oh, si usted aun ahora quisiera arrepentirse de su conducta pasada equivocada y volverse al Señor, podría no ser demasiado tarde para corregir los errores. Todas las facultades de su mente han sido dedicadas a conseguir dinero. Usted ha adorado el dinero. Ha sido su dios. La vara de corrección de Dios pende sobre usted. Sus juicios pueden sorprenderle en cualquier momento y usted ir a la tumba sin estar listo, con sus vestiduras sucias y manchadas con la corrupción del mundo. ¿Cuál es su registro en el cielo? Cada dólar que usted ha acumulado ha sido como un eslabón extra en la cadena que lo sujeta a este pobre mundo. Su pasión por hacer ganancias se ha ido fortaleciendo continuamente. Su gran preocupación ha sido cómo podría obtener más recursos. Usted ha tenido una experiencia terrible, que debería ser una advertencia para aquellos que permiten que el amor al mundo tome posesión de sus almas. Usted ha llegado a ser un esclavo de las riquezas. ¿Qué dirá cuando el Maestro le pida cuenta de su mayordomía? Usted ha permitido que el afán por conseguir dinero llegue a ser la pasión dominante de su vida. Está tan intoxicado con el amor al dinero como el ebrio lo está con su licor.

Jesús ha intercedido para que el árbol infructífero pueda ser preservado un poco más de tiempo y yo le ruego una vez más que realice no un esfuerzo débil, sino uno muy intenso, para alcanzar el reino. Líbrese de la trampa de Satanás antes que la palabra, “es dado a ídolos; déjalo” (Oseas 4:17), sea dicha con respecto a usted en el cielo. Todos los amantes del dinero, como usted, un día clamarán con amarga angustia: “¡Oh, el engaño de las riquezas! He vendido mi alma por dinero”. Su única esperanza ahora es no dar ningún paso equivocado, sino hacer un vuelco completo al respecto. Llame resueltamente en su ayuda a la fuerza de voluntad que usted por tanto tiempo ha ejercido en la dirección equivocada, y ahora trabaje en la dirección opuesta. Ésta es la única manera para que usted venza la codicia.

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Dios ha abierto caminos por los cuales la codicia puede ser vencida: realizando actos de benevolencia. Por su vida usted está diciendo que estima los tesoros del mundo más altamente que las riquezas inmortales. Usted está diciendo: “Adiós, cielo; adiós, vida inmortal; he elegido este mundo”. Usted está canjeando la perla de gran precio por ganancias presentes. Mientras Dios así lo amonesta, mientras en su providencia él ya ha colocado sus pies en el río oscuro, por decirlo así, ¿se atreverá usted a cultivar su propensión a amar el dinero? ¿Se extralimitará, como el acto último de una vida malgastada, y retendrá aquello que con justicia es de otro? ¿Razonará creyendo que está haciendo justicia a su hermano? ¿Añadirá otro acto de intriga y engaño a los ya escritos contra usted en los registros de arriba? ¿Caerá sobre usted el golpe del juicio retributivo de Dios y será llamado, sin advertencia, a cruzar las aguas oscuras?

Nuestro Salvador reprendió el pecado de la codicia frecuente y seriamente. “Y les dijo: Mirad, y guardaos de toda avaricia; porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee. También les refirió una parábola, diciendo: La heredad de un hombre rico había producido mucho. Y él pensaba dentro de sí, diciendo: ¿Qué haré, porque no tengo dónde guardar mis frutos? Y dijo: Esto haré: derribaré mis graneros, y los edificaré mayores, y allí guardaré todos mis frutos y mis bienes; y diré a mi alma: Alma, muchos bienes tienes guardados para muchos años; repósate, come, bebe, regocíjate. Pero Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será? Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico para con Dios” Lucas 12:15-21.

Dios ha hecho una ley para su pueblo indicando que una décima parte de todas las ganancias serán de él. Yo les he dado, dice Dios, nueve décimas partes; pido una décima parte de todas las ganancias. El hombre rico ha retenido esa décima parte que le pertenece a Dios. Si él no hubiera hecho esto, si hubiera amado a Dios supremamente en vez de amarse y servirse a sí mismo, no habría acumulado tan grandes tesoros hasta el punto de que no hubiera espacio para colocarlos. Si él hubiese otorgado sus bienes a sus hermanos pobres para suplir sus necesidades, no habría habido necesidad de derribar los graneros y construirlos más grandes. Pero él ha hecho caso omiso de los principios de la ley de Dios. No ha amado al Señor con todo su corazón y a su prójimo como a sí mismo. Si él hubiera usado su riqueza como un regalo que Dios le había prestado con el cual hacer bien a otros, habría depositado tesoros en el cielo y sido rico en buenas obras. 

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La extensión y la utilidad de la vida no consisten en la cantidad de nuestras posesiones terrenales. Aquellos que usan su riqueza en hacer bien no verán la necesidad de acumular muchos bienes en este mundo; porque el tesoro que se usa para hacer avanzar la causa de Dios y que es dado a los necesitados en el nombre de Cristo, es dado a Cristo, y él lo deposita por nosotros en el banco del cielo en alforjas que no envejecen. El que hace esto es rico para con Dios, y su corazón estará donde sus tesoros estén seguros. El que usa humildemente lo que Dios le ha dado para el honor del Dador, ofrendando generosamente como él ha recibido, en todos sus negocios puede sentir paz y la certeza de que la mano de Dios está sobre él para bien, y él mismo llevará el sello de Dios, teniendo la sonrisa del Padre.

Muchos han sentido compasión por la suerte del Israel de Dios, que se sentía constreñido a dar sistemáticamente, además de dar ofrendas anuales liberales. Un Dios omnisapiente sabía mejor qué sistema de benevolencia estaría en armonía con su providencia, y le dio a su pueblo instrucciones al respecto. Siempre se ha demostrado que para ellos nueve décimas partes valen más que diez décimas. Aquellos que han pensado aumentar sus ganancias reteniendo lo que es de Dios, o trayéndole una ofrenda inferior—el animal cojo, ciego o enfermo—, con toda seguridad sufren pérdidas. 

La Providencia, aunque invisible, siempre interviene en los asuntos de los hombres. La mano de Dios puede prosperar o retener, y él frecuentemente le retiene a uno mientras parece prosperar a otro. Todo esto es para probar a los hombres y revelar lo que hay en el corazón. Permite que la desgracia sorprenda a un hermano mientras que prospera a otros para ver si aquellos a quienes él favorece tienen delante de sus ojos el temor de Dios y cumplen el deber que se les ha ordenado en su Palabra de amar a su prójimo como a ellos mismos y de ayudar a sus hermanos más pobres en base al amor de hacer el bien. Los actos de generosidad y benevolencia fueron concebidos por Dios para mantener tiernos y llenos de compasión los corazones de los hijos de los hombres, y para estimular en ellos un interés y afecto mutuo en imitación del Maestro, quien por nuestra causa se hizo pobre, para que a través de su pobreza nosotros fuéramos enriquecidos. La ley del diezmo fue fundada sobre un principio permanente y fue ideada para ser una bendición para el hombre.

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El sistema de benevolencia fue dispuesto para prevenir el grave mal de la codicia. Cristo vio que en la práctica de los negocios el amor a las riquezas sería la mayor causa de la extirpación de la verdadera piedad del corazón. Vio que el amor al dinero congelaría en forma profunda y dura las almas de los hombres, deteniendo la corriente de impulsos generosos y cerrando sus sentidos a las necesidades del sufriente y el afligido. “Prestad atención—fue su advertencia repetida a menudo—, y guardaos de la codicia”. “No podéis servir a Dios y a las riquezas”. Mateo 6:24. Las advertencias reiteradas e impresionantes de nuestro Redentor están en contraste marcado con las acciones de sus profesos seguidores que evidencian en sus vidas tan grande avidez de ser ricos y que muestran que no saben apreciar las palabras de Cristo. La codicia es uno de los pecados más comunes y populares de los últimos días, y tiene una influencia paralizadora sobre el alma.

Hermano P, el deseo de riquezas ha sido la idea central de su mente. Esta pasión por conseguir dinero ha embotado todo motivo elevado y noble, y lo ha vuelto indiferente a las necesidades e intereses de otros. Usted se ha hecho casi tan insensible como un pedazo de hierro. Su oro y su plata se han corrompido, y han llegado a ser una úlcera devoradora para el alma. Si su benevolencia creciera con sus riquezas, usted habría considerado el dinero como un medio por el cual podría hacer el bien. Nuestro Redentor, que conocía el peligro del hombre respecto a la codicia, ha provisto una salvaguardia contra este terrible mal. Ha dispuesto el plan de salvación de tal modo que comience y termine con benevolencia. Cristo se ofreció a sí mismo, un sacrificio infinito. Esto, en sí y por sí, va directamente en contra de la codicia y exalta la benevolencia. 

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La benevolencia constante y abnegada es el remedio de Dios para los pecados ulcerosos del egoísmo y la codicia. Dios ha dispuesto que la benevolencia sistemática sostenga su causa y alivie las necesidades de los sufrientes y menesterosos. Ha ordenado que la dadivosidad se convierta en un hábito que puede contrarrestar el pecado peligroso y engañoso de la codicia. Dar continuamente da muerte a la codicia. La benevolencia sistemática está concebida en el plan de Dios para arrancarle los tesoros al codicioso tan pronto como son ganados y consagrarlos al Señor, a quien le pertenecen. 

Este sistema está dispuesto de tal manera que los hombres pueden dar algo de su salario cada día y poner aparte para su Señor una porción de las ganancias de cada inversión. La práctica constante del plan de Dios de la benevolencia sistemática debilita la codicia y fortalece la benevolencia. Si las riquezas aumentan, los hombres, aun los que profesan piedad, colocan sus corazones en ellas; y cuanto más tienen, menos dan a la tesorería del Señor. Así las riquezas hacen egoístas a los hombres y su acumulación alimenta la codicia; y estos males se fortalecen mediante el ejercicio activo. Dios conoce nuestro peligro y nos ha protegido contra él con medios que previenen nuestra propia ruina. Se requiere el ejercicio constante de la benevolencia, para que la fuerza del hábito en las buenas obras pueda quebrar la fuerza del hábito en una dirección opuesta.

Dios requiere una asignación de medios a objetivos benevolentes cada semana, para que en el ejercicio frecuente de esta buena cualidad el corazón pueda mantenerse abierto como una corriente que fluye sin permitir que se cierre. Mediante el ejercicio, la benevolencia constantemente se agranda y fortalece, hasta que llega a ser un principio y reina en el alma. Es altamente peligroso para la espiritualidad concederle al egoísmo y la codicia el más pequeño lugar en el corazón.

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