Testimonios para la Iglesia, Vol. 4, p. 140-149, día 212

Usted ha alimentado el resentimiento hacia su esposo y las otras personas que la han ofendido, pero no ha percibido dónde cometió el error e hizo que las cosas empeoraran a causa de su conducta equivocada. Su espíritu se ha amargado contra aquellos que han cometido alguna injusticia con usted y sus sentimientos han encontrado una vía de expansión en los reproches y la censura. Con esto, su corazón cargado encuentra alivio momentáneo, pero ha dejado una cicatriz permanente en su alma. La lengua es un órgano pequeño, pero ha cultivado su uso impropio durante tanto tiempo que se ha convertido en un fuego abrasador.

Todas estas cosas han provocado el fracaso de su progreso espiritual. Pero Dios ve cuán duro le es tener paciencia y perdonar. Sabe cómo apiadarse de usted y ayudarla. Le pide que reforme su vida y corrija los defectos. Desea que su espíritu firme y constante se rinda a su gracia. Busque la ayuda de Dios porque necesita paz y tranquilidad en lugar de agitación y conflictos. La religión de Cristo le ordena que se mueva menos por impulso y más por la razón santificada y el juicio sereno.

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Permite que su entorno la afecte demasiado. Haga que la vigilancia y la oración diarias sean su salvaguarda. Entonces los ángeles de Dios la rodearán y traerán clara y brillante luz a su mente y la fortalecerán con poder celestial. Su influencia sobre sus hijos y su actitud hacia ellos debería atraer a los santos visitantes a su morada para que la ayuden en sus esfuerzos por hacer que su familia y su hogar sean como Dios los habría hecho. Cuando se muestra independiente e intenta vencer sola las dificultades de la vida, los ángeles celestiales retroceden y se retiran de su presencia con pesar, dejándola sola en la lucha.

Los padres estampan en el carácter de sus hijos su sello personal. ¡Cuán cuidadosos deberíamos ser en nuestro trato con ellos! ¡Cuán tiernos deberíamos reprimirlos y corregir sus faltas! Es demasiado inflexible y exigente y a menudo les ha reprendido cuando estaba excitada y airada. Con esto casi ha destruido el dorado cordón de amor que une sus corazones al suyo. Esfuércese siempre por mostrarles que los ama, que trabaja por su interés, que su felicidad le es cara y que desea hacer sólo lo que es bueno para ellos.

Complazca sus deseos en la medida de lo que sea razonablemente posible. Su lugar de residencia actual permite muy poca diversidad y escaso entretenimiento para sus mentes inquietas y la dificultad se acrecienta año tras año. Si teme a Dios, su primera preocupación deberían ser sus hijos. Como madre cristiana, sus obligaciones con ellos no son pequeñas o livianas. Para cumplirlas adecuadamente abandone algunas de las cargas que soporta y dedique su tiempo y energías a esta tarea. El hogar de sus hijos tiene que ser para ellos el lugar más deseable y feliz del mundo, y la presencia de la madre la mayor atracción.

El poder de Satanás sobre los jóvenes de nuestro tiempo es temible. A menos que sus mentes estén firmemente equilibradas con los principios religiosos, su moral se corromperá a causa de los viciosos niños con que se relacionan. Cree que entiende de estas cosas, pero no alcanza a comprender el seductor poder del mal sobre las mentes jóvenes. El mayor peligro que corren es la falta de disciplina y la ausencia de una formación adecuada. Los padres indulgentes no enseñan a sus hijos a negarse a sí mismos. Los alimentos que ponen ante sus hijos llegan a irritar las tiernas capas de sus estómagos. Esta excitación se comunica al cerebro a través de los nervios y el resultado es que las pasiones animales se avivan y toman el control de la fuerza moral. Así, la razón se convierte en sierva de las más bajas pasiones de la mente. Todo lo que entra en el estómago y se convierte en sangre se vuelve en parte del ser. Los niños no deben comer grandes cantidades de alimentos como cerdo, embutidos, especias, pasteles muy cargados y bollos. Al hacer esto, su sangre se enciende, el sistema nervioso se excita indebidamente y la moral corre el riesgo de verse afectada. Es imposible ser intemperante en la dieta y conservar un carácter paciente. El Padre celestial envió la luz de la reforma pro salud para salvaguardarnos de los males que resultan de un apetito desbocado, para que aquellos que aman la pureza y la santidad puedan usar con discreción las cosas buenas que Dios proveyó para ellos y, con el ejercicio diario de la templanza, recibir la santificación por medio de la verdad.

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El trato que dispensa a sus hijos no es uniforme. Algunas veces se muestra indulgente ante sus yerros y otras los priva de algún pequeño placer que los haría muy felices. Hermana, usted se muestra impaciente delante de sus hijos burlándose de sus sencillas demandas, y olvida que pueden disfrutar de placeres que le parecen infantiles e insustanciales. No abandona la dignidad que le dan la edad y la posición para entender y ministrar los deseos de sus hijos. En este punto no imita a Cristo, el cual se identificó con los desvalidos, los pobres, los necesitados y los afligidos. El Maestro tomó a los niños en sus brazos y descendió al nivel de los más jóvenes. Su gran corazón de amor pudo comprender sus pruebas y necesidades y disfrutó con su felicidad. El ánimo del Señor, fatigado por el ajetreo y la confusión de la ciudad, cansado de tratar con hombres mezquinos e hipócritas, encontró el reposo y la paz en compañía de los niños inocentes. Su presencia nunca los hizo retroceder. La Majestad del cielo consintió en responder a sus preguntas y simplificó las importantes lecciones para que las mentes infantiles pudieran entenderlas. En sus mentes jóvenes y en expansión plantó la semilla de la verdad que germinaría y daría una cosecha generosa en el tiempo de la siega.

En aquellos niños que acudieron a su encuentro para que los bendijera vio los hombres y mujeres que serían herederos de su gracia y súbditos de su reino. Algunos llegarían a ser mártires por causa de su nombre. Algunos discípulos que no abrigaban ningún tipo de compasión ordenaron que los niños fueran apartados para que no pudieran molestar al Maestro. Pero cuando se alejaron entristecidos, Cristo reprendió a sus seguidores diciendo: “Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de Dios”.

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Sabía que los niños escucharían sus consejos y lo aceptarían como Redentor, y que aquellos que tenían la sabiduría mundana y habían endurecido sus corazones no lo aceptarían y no encontrarían su lugar en el reino de Dios. Al acercarse a Cristo para recibir su bendición y consejo, la imagen y las palabras llenas de gracia del Salvador quedaron indeleblemente grabadas en sus mentes moldeables. Extraigamos una lección de este acto de Cristo y entendamos que los corazones de los jóvenes son más susceptibles a las enseñanzas del cristianismo, son más fáciles de ser movidos a piedad y virtud y retienen con más fuerza la impresión recibida. Acerquémonos a los jóvenes con amabilidad y enseñémosles con amor y paciencia.

Hermana, ligue sus hijos a su corazón con afecto. Dispénseles las atenciones y los cuidados adecuados en todas las ocasiones. Vístalos con ropas que los favorezcan para que no se sientan avergonzados de su aspecto, puesto que esto sería perjudicial para su autoestima. Ha visto que el mundo está entregado a la moda y el vestido y olvida la mente y la moral para decorar la persona. Pero para evitar este peligro, usted ha caído en el otro extremo y no presta la atención suficiente al modo de vestir suyo y de sus hijos. Siempre es adecuado vestir con decoro y adecuadamente, según la edad y la posición.

El orden y la limpieza son la ley del cielo. Para estar en armonía con las disposiciones divinas, es nuestro deber vestir con dignidad y buen gusto. Nuestras ideas al respecto están pervertidas. Hermana, mientras condena la extravagancia y la vanidad del mundo, cae en el error de arrastrar la economía a la penuria. Se niega a sí misma lo que es correcto y apropiado, para lo que Dios le dio medios para conseguir. Nuestra apariencia externa no debe deshonrar a Aquel a quien profesamos seguir, sino que debe prestigiar su causa.

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El apóstol dice: “A los ricos de este siglo manda que no sean altivos, ni pongan la esperanza en las riquezas, las cuales son inciertas, sino en el Dios vivo, que nos da todas las cosas en abundancia para que las disfrutemos. Que hagan bien, que sean ricos en buenas obras, dadivosos, generosos”. 1 Timoteo 6:17, 18. Se le dieron medios para que los usara cuando fuese necesario, no para añadir destrucción a la gran conflagración. Se le ofrece el disfrute de los dones del Señor, se le pide que los use para su propia comodidad, con propósitos caritativos y en las buenas obras que hacen que la obra de Jesús progrese; y así se forjará un tesoro en el cielo.

En la sabiduría de Dios, muchas de sus aflicciones la han visitado para acercarla más al trono de gracia. Él modera y subyuga a sus hijos con penas y pruebas. Este mundo es el taller de Dios; en él nos moldea para los atrios celestiales. El Señor usa el cepillo desbastador en nuestros corazones agitados y temblorosos hasta que las asperezas y las irregularidades han sido eliminadas por completo y somos encontrados adecuados para ocupar el lugar que deberíamos en el edificio celestial. Con las tribulaciones y las pruebas el cristiano se purifica y se fortalece; desarrolla un carácter según el modelo dado por Cristo. La influencia de una vida verdadera y piadosa escapa de toda medida. Va más allá del círculo inmediato del hogar y los amigos y esparce una luz que gana almas para Jesús.

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Número 27—Testimonio para la iglesia

La obediencia voluntaria

Abraham era anciano cuando recibió de Dios la sorprendente orden de ofrecer a su hijo Isaac en holocausto. A Abraham se lo consideraba anciano aun en su generación. El ardor de su juventud se había desvanecido. Ya no era fácil para él soportar penurias y afrontar peligros. En el vigor de la juventud, el hombre puede hacer frente a la tormenta con orgullosa conciencia de su fuerza, y elevarse por encima de los desalientos que harían desfallecer su corazón más tarde en la vida cuando sus pasos se dirigen vacilantes hacia la tumba.

Pero en su providencia, Dios reservó su última y más penosa prueba para Abraham cuando la carga de los años le oprimía y anhelaba descansar de la ansiedad y los afanes. El Señor le habló diciendo: “Toma ahora tu hijo, tu único, Isaac, a quien amas […] y ofrécelo […] en holocausto”. Génesis 22:2. El corazón del anciano se paralizó de horror. La pérdida de ese hijo por alguna enfermedad habría partido el corazón del amante padre y el pesar habría doblegado su encanecida cabeza; pero ahora se le ordenaba que derramase con su propia mano la sangre preciosa de aquel hijo. Eso le parecía una terrible imposibilidad.

Sin embargo, Dios había hablado, y él debía obedecer a su palabra. Abraham estaba cargado de años, pero esto no lo dispensaba del cumplimiento del deber. Empuñó el bordón de la fe, y con muda agonía tomó de la mano a su hijo, hermoso y sonrosado, lleno de salud y juventud, y salió para obedecer a la palabra de Dios. El anciano y gran patriarca era humano; sus pasiones y afectos eran como los nuestros y amaba a su hijo, solaz de su vejez, a quien había sido dada la promesa del Señor.

Pero Abraham no se detuvo a preguntar cómo se cumplirían las promesas de Dios si se daba muerte a Isaac. No se detuvo a razonar con su corazón dolorido, sino que ejecutó la orden divina al pie de la letra, hasta que, precisamente cuando estaba por hundir su cuchillo en las palpitantes carnes del joven, recibió la orden: “No extiendas tu mano sobre el muchacho, que ya conozco que temes a Dios, pues que no me rehusaste tu hijo, tu único”. Génesis 22:12.

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Este gran acto de fe está registrado en las páginas de la historia sagrada para que resplandezca sobre el mundo como ilustre ejemplo hasta el fin del tiempo. Abraham no alegó que su vejez le dispensaba de obedecer a Dios. No dijo: “Mi cabello ha encanecido, ha desaparecido el vigor de mi virilidad; ¿quién consolará mi desfalleciente vida cuando Isaac no exista más? ¿Cómo puede un anciano padre derramar la sangre de su hijo unigénito?” No, Dios había hablado, y el hombre debía obedecer sin preguntas, murmuraciones ni desmayos en el camino.

Necesitamos hoy la fe de Abraham en nuestras iglesias, para iluminar las tinieblas que se acumulan en derredor de ellas, oscureciendo la suave luz del amor de Dios y atrofiando el sentimiento espiritual. La edad no nos excusará nunca de obedecer a Dios. Nuestra fe debe ser prolífica en buenas obras, porque la fe sin obras es muerta. Cada deber cumplido, cada sacrificio hecho en el nombre de Jesús, produce una excelsa recompensa. En el mismo acto del deber, Dios habla y da su bendición. Pero requiere de nosotros que le entreguemos completamente nuestras facultades. La mente y el corazón, el ser entero, deben serle dados, o no llegaremos a ser verdaderos cristianos.

Dios no ha privado al hombre de nada que pueda asegurarle riquezas eternas. Ha revestido la tierra de belleza y la ha ordenado para su uso y comodidad durante su vida temporal. Dio a su Hijo para que muriese por la redención de un mundo que había caído por el pecado y la insensatez. Un amor tan incomparable y un sacrificio tan infinito exigen nuestra obediencia más estricta, nuestro amor más santo, nuestra fe ilimitada. Sin embargo, todas estas virtudes, aun ejercidas en su mayor extensión, no pueden compararse con el gran sacrificio que fe ofrecido por nosotros.

Dios requiere pronta e implícita obediencia a su ley; pero los hombres están dormidos o paralizados por los engaños de Satanás, quien les sugiere excusas y subterfugios, y vence sus escrúpulos diciendo, como dijo a Eva en el huerto: “No moriréis”. Génesis 3:4. La desobediencia no sólo endurece el corazón y la conciencia del culpable, sino que tiende a corromper la fe de los demás. Lo que les parecía muy malo al principio, pierde gradualmente esta apariencia al estar constantemente delante de sus ojos, hasta que finalmente dudan de que sea realmente un pecado, e inconscientemente caen en el mismo error.

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Por Samuel, Dios ordenó a Saúl que fuera e hiriese a los amalecitas y destruyese completamente todas sus posesiones. Pero Saúl obedeció tan sólo parcialmente la orden; destruyó el ganado flaco, pero se reservó el de mejor calidad y perdonó la vida al perverso rey. Al día siguiente recibió al profeta Samuel lisonjeándose y congratulándose: “Bendito seas tú de Jehová; yo he cumplido la palabra de Jehová”. Pero el profeta contestó inmediatamente: “¿Pues qué balido de ganados y bramido de bueyes es éste que yo oigo con mis oídos?” 1 Samuel 15:13, 14.

Saúl quedó confuso, y trató de rehuir la responsabilidad contestando: “De Amalec los han traído; porque el pueblo perdonó a lo mejor de las ovejas y de las vacas, para sacrificarlas a Jehová tu Dios; pero lo demás lo destruimos”. 1 Samuel 15:15. Samuel reprendió entonces al rey, recordándole la orden explícita que Dios le diera de destruir todas las cosas pertenecientes a Amalec. Le señaló su transgresión y declaró que había desobedecido al Señor. Pero Saúl se negó a reconocer que había hecho mal; volvió a disculpar su pecado, alegando que se había reservado el mejor ganado para sacrificarlo a Jehová.

El corazón de Samuel se entristeció por la persistencia con que el rey se negaba a ver y confesar su pecado. Preguntó con tristeza: “¿Tiene Jehová tanto contentamiento con los holocaustos y víctimas, como en obedecer a las palabras de Jehová? Ciertamente el obedecer es mejor que los sacrificios; y el prestar atención que el sebo de los carneros: porque como pecado de adivinación es la rebelión, y como ídolos e idolatría el infringir. Por cuanto tú desechaste la palabra de Jehová, él también te ha desechado para que no seas rey”. 1 Samuel 15:22, 23.

No basta mirar de frente al deber si demoramos el cumplimiento de sus demandas. Una demora tal da tiempo a la duda; la incredulidad se desliza en el corazón, el juicio se pervierte y se oscurece el entendimiento. Al fin, las reprensiones del Espíritu de Dios no llegan al corazón de la persona seducida, la cual se ha enceguecido tanto que considera imposible que dichas reprensiones le sean destinadas o que se apliquen a su caso.

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El precioso tiempo de gracia está pasando y pocos se dan cuenta de que les es concedido con el propósito de que se preparen para la eternidad. Malgastan las áureas horas en búsquedas mundanales, en los placeres, dedicándose plenamente al pecado. Desprecian y olvidan la ley de Dios; sin embargo, cada estatuto de la misma no deja por ello de estar en vigor. Cada transgresión recibirá su castigo. El amor a la ganancia mundanal conduce a la profanación del sábado; sin embargo, las exigencias de ese santo día no han sido abrogadas ni disminuidas. La orden de Dios es clara e implícita en este punto; nos ha prohibido perentoriamente que trabajemos en el séptimo día. Lo ha puesto aparte como día santificado para él.

Muchos son los obstáculos que hay en la senda de los que quieren obedecer a los mandamientos de Dios. Hay fuertes y sutiles influencias que los vinculan con los caminos del mundo. Pero el poder del Señor puede romper esas cadenas. El suprimirá todo obstáculo delante de los pies de sus fieles, o les dará fuerza y valor para vencer toda dificultad si buscan fervientemente su ayuda. Todos los obstáculos se desvanecerán ante un ferviente deseo de hacer la voluntad de Dios y un esfuerzo persistente por cumplirla a cualquier costo, aun cuando se hubiere de sacrificar la vida misma. La luz del Cielo iluminará las tinieblas de aquellos que, en las pruebas y perplejidades, avancen mirando a Jesús como el autor y consumador de su fe.

En los tiempos antiguos, Dios habló a los hombres por boca de los profetas y los apóstoles. En estos días les habla por los testimonios de su Espíritu. Nunca hubo un tiempo en el que Dios instruyera a los suyos con más fervor que ahora en lo que respecta a su voluntad y la conducta que quiere verles seguir. Pero, ¿aprovecharán sus enseñanzas? ¿Recibirán sus reprensiones y oirán sus amonestaciones? Dios no aceptará ninguna obediencia parcial; no sancionará ninguna transigencia con el yo.

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Los doce espías

El Señor dio orden a Moisés de enviar algunos hombres para que exploraran la tierra de Canaán, prometida a los hijos de Israel. A tal efecto, se seleccionó un representante de cada una de las doce tribus. Al cabo de cuarenta días de su partida regresaron de la exploración y acudieron a Moisés y Aarón, que habían congregado a todo el pueblo de Israel, y les mostraron los frutos de la tierra. Todos estuvieron de acuerdo en que era una buena tierra y exhibieron los ricos frutos que habían traído como prueba. Un racimo de uvas era tan grande que se necesitaban dos hombres para agarrarlo colgado de una vara. También trajeron higos y granadas diciendo que crecían en abundancia. Después de haber hablado de la fertilidad de la tierra, todos excepto dos dijeron palabras desalentadoras al respecto de su capacidad de conquistarla. Dijeron que las gentes que habitaban el país eran muy fuertes y las ciudades estaban rodeadas de murallas muy gruesas y altas. Aún más, habían visto a los hijos del gigante Anac. Luego explicaron cómo vivía la gente en Canaán y expresaron sus temores de que sería imposible que llegaran a conquistar esa tierra.

Cuando los israelitas hubieron escuchado este informe expresaron su decepción con amargos reproches y llantos. No se detuvieron a reflexionar y a pensar que el Dios que los había traído tan lejos también les daría esa tierra. Dejaron a Dios de lado. Actuaron como si para tomar la ciudad de Jericó, la llave de toda la tierra de Canaán, dependieran únicamente del poder de las armas. Dios había declarado que les daría el país y ellos deberían haber confiado plenamente que cumpliría su palabra. Pero sus corazones rebeldes no estaban en armonía con los planes de Dios; no reflejaban cuán maravillosamente había intervenido en su favor, sacándolos de la esclavitud de Egipto, abriendo paso a través de las aguas del mar y destruyendo el ejército de Faraón cuando los perseguía. Su falta de fe limitaba la obra de Dios y desconfiaban de la mano que los había guiado sanos y salvos hasta ese momento. En esa ocasión repitieron el mismo y antiguo error: murmuraron contra Moisés y Aarón. “Éste es, por tanto, el fin de nuestras grandes esperanzas”, dijeron: “Ésta es la tierra por cuya posesión hemos viajado desde Egipto”. Culparon a sus dirigentes por haber traído la tribulación a Israel y, una vez más, les imputaron el cargo de haber engañado al pueblo y haberlo llevado a perdición.

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