Testimonios para la Iglesia, Vol. 4, p. 150-159, día 213

Moisés y Aarón se postraron ante Dios. Caleb y Josué, los dos que de entre los doce espías habían confiado en la palabra de Dios, se rasgaron las vestiduras en señal de duelo cuando se dieron cuenta de que los informes desfavorables habían causado el desaliento de todo el campamento. Se esforzaron por razonar con los israelitas; pero estos habían enloquecido y habían caído presa del desencanto y no quisieron escuchar a esos dos hombres. Finalmente Caleb se abrió paso hasta el frente y su clara y bien timbrada voz se oyó por encima del clamor de la multitud. Se opuso a la visión cobarde de sus compañeros espías que habían debilitado la fe y el coraje de todo Israel. Ordenó a la gente que le prestara atención y las quejas cedieron por unos instantes para escucharlo. Habló de la tierra que había visitado. Dijo: “Subamos luego, y tomemos posesión de ella; porque más podremos nosotros que ellos”. Números 13:30. Pero los espías infieles lo interrumpieron, diciendo: “No podremos subir contra aquel pueblo, porque es más fuerte que nosotros”. Números 13:31. 

Esos hombres emprendieron un camino equivocado, dispusieron sus corazones contra Dios, contra Moisés y Aarón y contra Caleb y Josué. Cada paso que daban en la dirección equivocada los hacía más firmes en la decisión de desalentar al pueblo de cualquier intento de poseer la tierra de Canaán. Distorsionaron la verdad para llevar a cabo sus mortíferos propósitos. Dijeron que el clima era insalubre y que la gente tenía la estatura de gigantes. Dijeron: “También vimos allí gigantes, hijos de Anac, raza de los gigantes, y éramos nosotros, a nuestro parecer, como langostas; y así les parecimos a ellos”. Números 13:33. 

Este informe no sólo era perverso, sino engañoso. Era contradictorio porque, si el país era insalubre y había tragado a los habitantes, ¿cómo era posible que hubieran alcanzado proporciones tan imponentes? Cuando el corazón de los hombres que ocupan posiciones de responsabilidad es vencido por la falta de fe ya no hay límites para su progreso en las malas acciones. Pocos son los que se dan cuenta, al iniciar este peligroso viaje, hasta qué punto los guiará Satanás. 

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El informe desfavorable tuvo un efecto terrible sobre el pueblo. Los israelitas hicieron amargos reproches a Moisés y Aarón. Algunos gimieron y protestaron, diciendo: “¡Ojalá muriéramos en la tierra de Egipto; o en este desierto ojalá muriéramos!” Números 14:2. Luego sus corazones se alzaron contra el Señor y lloraron y se lamentaron, diciendo: “‘¿Y por qué nos trae Jehová a esta tierra para caer a espada, y que nuestras mujeres y nuestros niños sean por presa? ¿No nos sería mejor volvernos a Egipto?’ Y decían el uno al otro: ‘Designemos un capitán, y volvámonos a Egipto’”. Números 14:3, 4. 

Así manifestaron su falta de respeto por Dios y los dirigentes que él había puesto para conducirlos. No preguntaron al Señor qué debían hacer, sino que dijeron: “Designemos un capitán”. Tomaron la iniciativa porque se creían competentes para ocuparse de sus asuntos sin que fuese necesaria la ayuda divina. Acusaron a Moisés, y también a Dios, de haberlos engañado con la promesa de una tierra que eran incapaces de poseer y, al final, llegaron a designar a uno de ellos para que fuera su capitán y los dirigiera en su regreso a la tierra de sufrimiento y esclavitud de la cual los había librado el poderoso brazo de la omnipotencia de Dios.

Moisés y Aarón todavía estaban postrados en presencia de toda la asamblea, implorando en silencio la misericordia divina para con Israel. Su aflicción era tan profunda que no hay palabras para describirla. Una vez más, Caleb y Josué se adelantaron y la voz de Caleb se levantó una vez más con honestidad llena de dolor por encima de las quejas de la congregación: “La tierra por donde pasamos para reconocerla, es tierra en gran manera buena. Si Jehová se agradare de nosotros, él nos llevará a esta tierra, y nos la entregará; tierra que fluye leche y miel. Por tanto, no seáis rebeldes contra Jehová, ni temáis al pueblo de esta tierra; porque nosotros los comeremos como pan; su amparo se ha apartado de ellos, y con nosotros está Jehová; no los temáis”. Números 14:7-9.

Los cananitas habían colmado la medida de su iniquidad y el Señor no estaba dispuesto a tolerarlos más. Al haber caído sus defensas, serían una presa fácil para los hebreos. Los cananitas no estaban preparados para la batalla, porque se sentían tan fuertes que se engañaron a sí mismos con la idea de que no había ningún ejército tan formidable que fuera capaz de vencerlos.

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Caleb recordó al pueblo que el pacto con Dios aseguraba la posesión de la tierra para Israel, pero su corazón estaba lleno de sinrazón y los israelitas no querían escuchar más. Aunque esos dos hombres hubiesen sido los únicos en traer un informe desfavorable y los otros diez los hubieran animado a poseer la tierra en nombre del Señor, su malvada falta de fe los habría empujado a seguir el consejo de los dos en lugar de hacer caso a los diez. Pero sólo dos defendían la verdad, porque diez se habían rebelado abiertamente contra sus dirigentes y contra Dios. 

En ese momento la gente se sintió muy alterada, se encendieron sus peores pasiones y rechazaron escuchar a la razón. Los diez espías infieles se les unieron y también acusaron a Josué y a Caleb; y se alzó el clamor para que los apedrearan. La multitud, enajenada, empezó a recoger piedras para arrojarlas contra los dos fieles. Se abalanzaron sobre ellos, lanzando gritos de locura. Pero entonces, las piedras cayeron de sus manos, se hizo un silencio tenso y empezaron a temblar, presas del pánico. Dios se había interpuesto entre ellos y los dos hombres para que fracasaran sus designios. La gloria de su presencia, semejante a una llama, iluminó el tabernáculo y toda la congregación vio la señal de Dios. Alguien que era más poderoso que ellos se había revelado y ninguno se atrevió a perseverar en su resistencia. Los murmullos se acallaron y los espías que habían dado el informe desfavorable, atenazados por el pánico, se agacharon y empezaron a respirar de manera entrecortada. 

Moisés se levantó de su humillante posición y entró en el tabernáculo para comunicarse con Dios. Entonces el Señor le propuso la destrucción inmediata de ese pueblo rebelde. Deseaba hacer de Moisés una nación aún mayor que Israel. Pero el manso dirigente de su pueblo no lo consentiría. “Pero Moisés respondió a Jehová: ‘Lo oirán los egipcios, porque de en medio de ellos sacaste a este pueblo con tu poder; y lo dirán a los habitantes de esta tierra, los cuales han oído que tú, oh Jehová, estabas en medio de este pueblo, que cara a cara aparecías tú, oh Jehová, y que tu nube estaba sobre ellos, y que de día ibas delante de ellos en columna de nube, y de noche en columna de fuego; y que has hecho morir a este pueblo como a un solo hombre; y las gentes que hubieren oído tu fama hablarán, diciendo: ‘Por cuanto no pudo Jehová meter este pueblo en la tierra de la cual les había jurado, los mató en el desierto’”. Números 14:13-16. 

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Una vez más Moisés rechazó que Israel fuera destruido y que de él mismo surgiera una nación aún más poderosa que ellos. El siervo preferido de Dios manifestaba su amor por Israel y mostraba su celo por la gloria de su Maestro y el honor de su pueblo. Dijo: “Señor, has perdonado a tu pueblo desde Egipto hasta ahora; has sido paciente y lento para la ira con esta nación ingrata; por más indignos que sean, tu misericordia es la misma. Por tanto, ¿no retraerás tu ira de ellos una vez más y añadirás una muestra más de tu divina paciencia a las muchas que ya has dado?” 

Moisés convenció a Dios para que no castigara al pueblo, pero a causa de su arrogancia e infidelidad el Señor no pudo seguir actuando en su favor de manera milagrosa. Por eso, en su divina misericordia, les mandó que tomaran el camino de regreso al desierto, en dirección al mar Rojo. También decretó que, como castigo por su rebelión, todos los adultos que habían salido de Egipto, excepto Caleb y Josué, jamás entrarían en Canaán. No habían sido capaces de mantener su promesa de fidelidad a Dios y, por lo tanto, el pacto se consideraba roto por sus repetidas violaciones. Prometió que sus hijos poseerían la tierra de promisión pero declaró que sus propios cuerpos serían enterrados en el desierto. Finalmente, los diez espías que habían traído el informe desfavorable y habían causado toda la murmuración fueron destruidos por el poder de Dios ante los ojos del pueblo. 

Cuando Moisés comunicó la voluntad de Dios a Israel, aparentemente, se arrepintieron sinceramente de su conducta. Pero el Señor sabía que se habían entristecido porque sus malas acciones habían tenido un resultado desastroso; no tenían un profundo sentimiento de ingratitud y desobediencia. Su arrepentimiento llegó demasiado tarde; la justa ira de Dios se había desatado y la sentencia ya había sido dictada; por lo que ya no cabía el indulto. Cuando se dieron cuenta de que el Señor no dejaría de cumplir su decreto, su autosuficiencia se alzó de nuevo y declararon que no estaban dispuestos a volver al desierto. 

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Al ordenarles que se alejaran de la tierra de sus enemigos Dios puso a prueba su aparente sumisión y descubrió que no era real. Sabían que al permitir que sus sentimientos los controlaran y buscar a los espías que los habían aconsejado que obedecieran a Dios para matarlos habían cometido un gran pecado. Sin embargo, lo único que los aterrorizaba era haber descubierto que habían cometido un temible error cuyas consecuencias serían desastrosas para ellos. Su corazón permanecía inalterado. Les bastaba sólo con una excusa para dar salida a una rebelión similar. Fue suficiente que Moisés, hablando con la autoridad que le había otorgado Dios, les ordenara que regresaran al desierto.

Se habían rebelado contra Él cuando les había ordenado que tomaran la tierra que les había prometido. Entonces, una vez más, cuando les mandó que se alejaran de ella, volvieron a caer en la insubordinación y declararon que presentarían batalla contra sus enemigos. Se prepararon para la lucha vistiéndose como guerreros y cubriéndose con las armaduras, y se presentaron ante Moisés creyéndose preparados para el conflicto; sin embargo, Dios y su apenado siervo los veían tristemente pertrechados. Rechazaron escuchar las solemnes advertencias de sus dirigentes de que la catástrofe y la muerte serían la consecuencia de su audacia. 

Cuando Dios los dirigió para subir y tomar Jericó, prometió que iría con ellos. El arca que contenía su ley sería su propio símbolo. Moisés y Aarón, los dirigentes designados por Dios, tendrían que conducir la expedición bajo su atenta dirección. Con una supervisión así, ningún peligro podría alcanzarlos. Pero salieron al encuentro de los ejércitos del enemigo, contraviniendo los mandamientos de Dios y la solemne prohibición de sus dirigentes, sin el arca de Dios y sin Moisés. 

Durante el tiempo que los israelitas perdieron en su perversa rebelión, los amalecitas y los cananitas se habían preparado para la batalla. Los israelitas, llenos de presunción, desafiaron al enemigo que no había osado atacarlos. Nada más al entrar en territorio enemigo, los amalecitas y los cananitas les presentaron batalla y los expulsaron de manera fulminante, causándoles una gran pérdida. Su sangre teñía de rojo el campo de batalla y sus cadáveres quedaron esparcidos por el suelo. Se batieron en retirada y cayeron vencidos. La destrucción y la muerte fueron el resultado de aquel experimento rebelde. Sin embargo, la fe de Caleb y Josué recibió una rica recompensa. Según sus palabras, Dios permitió que ambos entraran en la tierra que les había prometido. Los cobardes y rebeldes perecieron en el desierto, pero los espías justos comieron de las uvas de Escol. 

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La historia del informe de los doce espías tiene una aplicación para nuestro pueblo. Las escenas de lamento cobarde y resistencia a actuar cuando hay que afrontar riesgos se repiten en nuestros días. Se manifiesta la misma reticencia a prestar la atención debida a los fieles informes y consejos que se dio en tiempos de Caleb y de Josué. Rara vez los siervos de Dios que llevan la carga de su causa, que practican la estricta negación de sí mismos y sufren privaciones por ayudar a su pueblo reciben una consideración mejor que la que se les daba en aquellos días.

Una y otra vez, el antiguo Israel fue probado y encontrado falto. Pocos recibían las fieles advertencias que provenían de Dios. las tinieblas y la infidelidad no son menores ahora que nos acercamos al tiempo del segundo advenimiento de Cristo. La verdad se vuelve cada vez menos sabrosa para los que tienen una mente carnal; su corazón es lento para creer y tardo para el arrepentimiento. Sino fuera por las continuas pruebas de sabiduría y ayuda que su Maestro les proporciona, los siervos de Dios ya se habrían desalentado. Durante mucho tiempo el Señor ha sido paciente con su pueblo; ha perdonado sus desviaciones y ha esperado que le haga un lugar en el corazón, pero las falsas ideas, los celos y la desconfianza han colmado su paciencia.

Unos pocos que profesan pertenecer a Israel, cuyas mentes han recibido la luz por las revelaciones de la sabiduría divina, se atreven, como Caleb, a adelantarse con valentía y a permanecer firmes del lado de Dios y de la justicia. Por causa de los que el Señor ha escogido, su obra no se retirará del camino de integridad para complacer a los que no se han consagrado y están llenos de soberbia. Aquellos devienen en blanco de todos los odios y las falsedades maliciosas. En estos últimos días, Satanás está muy despierto y atento; Dios necesita hombres de temple y resistencia espiritual para resistir sus artimañas. 

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Es necesario que los que profesan creer la verdad se conviertan profundamente para que puedan seguir a Jesús y obedecer la voluntad de Dios. No se trata de una sumisión que, como aquella de los aterrorizados israelitas cuando se les reveló el poder del Infinito, sino un profundo arrepentimiento de corazón y una renuncia al pecado. Quienes se han convertido a medias son como un árbol cuyas ramas se mecen sobre la verdad, pero cuyas raíces, firmemente incrustadas en la tierra, se hunden en el terreno pantanoso del mundo. Jesús espera en vano que sus ramas den fruto y no haya nada más que hojas. 

Miles aceptarían la verdad si pudieran hacerlo sin negarse a sí mismos; pero estos nunca contribuirían a la causa de Dios. Jamás saldrían valientemente al encuentro del enemigo—el mundo, el amor a sí mismo y las pasiones de la carne—confiando en que su divino Director les diera la victoria. La iglesia necesita fieles Caleb y Josué que estén prontos a aceptar la vida eterna con la única condición que Dios impone: la obediencia. Nuestras iglesias sufren por falta de obreros. Nuestro campo es el mundo. Necesitamos misioneros en las ciudades y los pueblos que están aún más subyugados por la idolatría que los paganos de Oriente, los cuales nunca vieron la luz de la verdad. El verdadero espíritu misionero ha abandonado las iglesias que hacen profesión de manera tan exaltada. El amor por las almas y el deseo de llevarlas al regazo de Cristo ha dejado de brillar en sus corazones. Buscamos trabajadores honestos. ¿Nadie responderá al clamor que se eleva de todos los rincones: “Pasa […] y ayúdanos” Hechos 16:9? 

¿Es posible afirmar que se es depositario de la ley de Dios, y se espera la pronta venida de Jesús en las nubes del cielo, y al mismo tiempo no ser culpable de la sangre de las almas si se cierran los oídos al clamor de las necesidades del pueblo que anda en tinieblas? Es preciso preparar y distribuir libros. Es preciso que se den lecciones. Es necesario que se desempeñen deberes que representan un sacrificio. ¿Quién acudirá al rescate? ¿Quién se negará a sí mismo por Cristo y esparcirá la luz a aquellos que están en tinieblas? 

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La toma de Jericó

Tras la muerte de Moisés, Josué fue designado como dirigente de Israel para que lo condujera a la tierra de promisión. Estaba calificado para esta importante función. Había sido el primer ministro de Moisés durante la mayor parte del tiempo que los israelitas habían vagado por el desierto. Había visto las maravillas que Dios había obrado por medio de Moisés y había comprendido correctamente la disposición del pueblo. Era uno de los doce espías que habían sido enviados para inspeccionar la tierra prometida y fue uno de los dos que informaron fielmente de sus riquezas y alentaron al pueblo para que la poseyera con la ayuda de Dios. 

El Señor prometió a Josué que estaría con él como había estado con Moisés y que Canaán sería una fácil conquista, siempre y cuando fuera fiel en la observancia de sus mandamientos. La misión de guiar a su pueblo hacia Canaán había llenado a Josué de ansiedad, pero esta promesa disipó sus temores. Ordenó a los hijos de Israel que se prepararan para un viaje de tres días y que todos los hombres capaces de entrar en combate se prepararan para la batalla. “Entonces respondieron a Josué, diciendo: ‘Nosotros haremos todas las cosas que nos has mandado, e iremos adondequiera que nos mandes. De la manera que obedecimos a Moisés en todas las cosas, así te obedeceremos a ti; solamente que Jehová tu Dios esté contigo, como estuvo con Moisés. Cualquiera que fuere rebelde a tu mandamiento, y no obedeciere a tus palabras en todas las cosas que mandes, que muera; solamente que te esfuerces y seas valiente’” Josué 1:16-18. 

Dios deseaba que el paso de los israelitas por el Jordán fuera un milagro. Josué ordenó al pueblo que se santificara porque al día siguiente el Señor obraría maravillas en ellos. A la hora señalada dirigió a los sacerdotes para que tomaran el arca que contenía la ley de Dios y la llevaran delante del pueblo. “Entonces Jehová dijo a Josué: ‘Desde este día comenzaré a engrandecerte delante de los ojos de todo Israel, para que entiendan que como estuve con Moisés, así estaré contigo’”. Josué 3:7.

Los sacerdotes obedecieron las órdenes de su dirigente y se pusieron delante del pueblo, llevando el arca de la alianza. Las huestes hebreas se dispusieron en orden de marcha y siguieron el símbolo de la presencia divina. La gran columna se adentró en el valle del Jordán y, tan pronto como los pies de los sacerdotes tocaron las aguas del río, el curso se interrumpió y las aguas que quedaron río abajo siguieron corriendo, dejando seco el lecho. Cuando llegaron a la mitad del cauce, los sacerdotes recibieron la orden de permanecer ahí hasta que las huestes hebreas lo hubieran cruzado. Eso grabaría aún más profundamente en sus mentes que la fuerza que retenía las aguas del Jordán era la misma que, cuarenta años atrás, había permitido que sus padres cruzaran el mar Rojo. 

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Muchos que, siendo aún niños, habían cruzado el mar Rojo cruzaban ahora el Jordán gracias a un milagro similar. Eran guerreros pertrechados para la batalla. Después de que el último de los soldados de Israel hubo cruzado, Josué ordenó a los sacerdotes que salieran del río. Cuando hubieron salido y trajeron el arca a un lugar seguro, Dios retiró su poderosa mano y las aguas que se habían ido acumulando irrumpieron río abajo formando una poderosa avenida que llenó todo el canal natural de la corriente. El Jordán siguió corriendo como una inundación irresistible, anegando toda su cuenca.

Pero antes de que los sacerdotes hubieran salido del río, para que este maravilloso milagro no fuera olvidado jamás, el Señor ordenó a Josué que seleccionara hombres notables de cada tribu para que tomaran piedras del lugar del río donde los sacerdotes habían permanecido y las llevaran en sus hombros hasta Gilgal; allí debían erigir un monumento en memoria del hecho de que Dios había hecho posible que Israel cruzara el Jordán a pie seco. Sería un recordatorio continuo del milagro que el Señor había obrado por ellos. A medida que los años fueran pasando, los niños preguntarían la razón del monumento y, una y otra vez, escucharían la maravillosa historia hasta que quedara indeleblemente grabada en sus mentes hasta la última generación. 

Cuando todos los reyes de los amorreos y los reyes de los cananeos oyeron que el Señor había retenido las aguas del Jordán ante los hijos de Israel, sus corazones sucumbieron al pánico. Los israelitas habían derrotado a dos de los reyes de Moab y el cruce maravilloso del ancho e impetuoso Jordán llenó de temor a su pueblo. Entonces Josué circuncidó a todos los varones que habían nacido en el desierto. Después de esta ceremonia celebraron la Pascua en la llanura de Jericó. “Y Jehová dijo a Josué: ‘Hoy he quitado de vosotros el oprobio de Egipto’”. Josué 5:9. 

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Las naciones paganas se habían burlado del Señor y de su pueblo porque los hebreos no habían conseguido poseer la tierra de Canaán, la herencia que esperaban recibir poco después de salir de Egipto. Sus enemigos habían triunfado porque los israelitas habían vagado durante mucho tiempo por el desierto y se habían levantado insolentemente contra Dios, declarando que no era capaz de llevarlos a la tierra que les había prometido. Esta vez, el Señor había manifestado claramente su poder y su favor permitiendo que su pueblo cruzara el Jordán a pie seco y sus enemigos ya no podrían continuar con sus burlas. El maná, que había caído hasta entonces, dejó de caer; porque los israelitas estaban a punto de tomar posesión de Canaán y comer de los frutos de esa tierra fértil. Ya no era necesario. 

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