Testimonios para la Iglesia, Vol. 4, p. 159-169, día 214

Cuando Josué se apartó del ejército de Israel para meditar y orar por la presencia especial de Dios, vio a un Hombre de gran estatura, recubierto de atuendos que parecían una armadura y con una espada desenvainada en la mano. Josué no lo reconoció como uno de los guerreros de Israel y, sin embargo, no parecía ser un enemigo. Lleno de celo, “yendo hacia él le dijo: ‘¿Eres de los nuestros, o de nuestros enemigos?’ Él le respondió: ‘No; mas como Príncipe del ejército de Jehová he venido ahora’. Entonces Josué, postrándose sobre su rostro en tierra, le adoró; y le dijo: ‘¿Qué dice mi Señor a su siervo?’ Y el Príncipe del ejército de Jehová respondió a Josué: ‘Quita el calzado de tus pies, porque el lugar donde estás es santo’. Y Josué así lo hizo”. Josué 5:13-15.

La gloria del Señor inundó el santuario y por esa razón los sacerdotes jamás entrarían calzados en un lugar santificado por la presencia de Dios. Podían introducir partículas de polvo adheridas a los zapatos y desacralizar el lugar. Por esa razón los sacerdotes debían dejar su calzado en el atrio antes de entrar en el santuario. En el atrio, junto a la puerta del tabernáculo había una pila de bronce en la que los sacerdotes se lavaban las manos y los pies antes de entrar en el tabernáculo para que todas las impurezas quedaran eliminadas. Dios requería que todos los que oficiaban en el santuario siguieran una preparación especial antes de entrar en el lugar donde se revelaba su gloria.

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El que se alzaba delante de Josué era el Hijo de Dios. Era el que había conducido a los hebreos por el desierto, como una columna de nubes durante el día y de fuego durante la noche. Para que Josué supiera que no se trataba de nadie más sino Cristo, el Altísimo, dijo: “Quita tu calzado de tus pies”. Éxodo 3:5. Luego dio instrucciones a Josué al respecto de cómo se debían comportar para tomar Jericó. Todos los guerreros recibirían orden de dar una vuelta a la ciudad cada día durante seis días y el séptimo deberían dar siete vueltas.

Josué dio órdenes a los sacerotes y al pueblo para que hicieran según le había indicado el Señor. Dispuso las huestes de Israel en formación perfecta. En primer lugar iba un cuerpo selecto de hombres armados, recubiertos de su indumentaria de guerra, no para que mostraran sus habilidades con las armas, sino para que obedecieran las órdenes que se les daban. Los seguían siete sacerdotes con sendas trompetas. Detrás de ellos otros sacerdotes, cubiertos con ricas y preciosas vestiduras que delataban su sagrada función, llevaban el arca de Dios, recubierta de oro bruñido, sobre la cual brillaba un halo de gloria. El gran ejército de Israel seguía en perfecto orden y agrupada cada tribu bajo su respectivo estandarte. Dispuestos de esta manera circundaron la ciudad con el arca de Dios. No se escuchaba otro sonido que la marcha de ese poderoso ejército y la solemne voz de las trompetas que resonaba entre las colinas y entraba en las calles de Jericó.

Admirados y alarmados, los guardas de la ciudad condenada tomaban nota y daban cuenta a las autoridades de cada uno de los movimientos de los hebreos. No eran capaces de imaginar qué significaba todo ese despliegue. Jericó había desafiado a los ejércitos de Israel y del Dios del cielo, pero cuando miraron esa poderosa hueste que marchaba alrededor de su ciudad una vez al día con toda la pompa y majestad de la guerra, con la grandiosidad del arca y los sacerdotes que la llevaban, el impresionante misterio atizó el terror en el corazón de los príncipes y del pueblo. Una vez más inspeccionaron sus fuertes defensas y se sintieron seguros de que podrían resistir el más poderoso ataque. Muchos ridiculizaron la idea de que esas extrañas manifestaciones de sus enemigos pudieran causarles daño alguno; otros sintieron temor al contemplar la majestad y el esplendor de la procesión que cada día circundaba, magnífica, la ciudad. Recordaron que cuarenta años atrás el mar Rojo se había separado y había dejado un paso seco para que ese pueblo pudiera cruzarlo; y que también el Jordán se había detenido para permitirles que lo vadearan sin peligro. No sabían qué otras maravillas obraría Dios por ellos, pero mantuvieron sus puertas cuidadosamente cerradas y vigiladas por poderosos guerreros.

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Durante seis días la hueste de Israel siguió el circuito alrededor de la ciudad. Llegó el séptimo y con las primeras luces del alba Josué mandó que el ejército de Dios se dispusiera en formación. En esa ocasión ordenó a los hombres que dieran siete vueltas alrededor de Jericó y que, a la señal de las trompetas, gritaran con todas sus fuerzas porque Dios les habría entregado la ciudad. La imponente formación avanzó, solemne, alrededor de los muros. La resplandeciente arca de Dios iluminaba el crepúsculo matutino; los sacerdotes, con sus pectorales y emblemas de pedrería, y los guerreros, cubiertos de resplandecientes armaduras, ofrecían un espectáculo magnífico. Avanzaban en un silencio de muerte, sólo roto por el mesurado paso de sus pies y el sonido de las trompetas que, de vez en cuando, traspasaba el silencio de aquella hora tan temprana. Los poderosos muros de sólida piedra se levantaban, amenazadores, desafiando el asedio de los hombres.

Súbitamente, el gran ejército se detuvo. Las trompetas estallaron en una fanfarria que sacudía hasta la misma tierra. Todas las voces de Israel al unísono cortaron el aire con un poderoso grito. Los muros de sólida piedra, las imponentes torres y fortificaciones, se tambalearon, sus cimientos cedieron y, con un estruendo semejante a mil truenos, cayeron formando un amasijo de ruinas. Los habitantes y el ejército enemigo, paralizados por el terror y el desconcierto, no ofrecieron resistencia e Israel entró y tomó cautiva la poderosa ciudad de Jericó.

¡Con qué facilidad los ejércitos del cielo derribaron unos muros que habían parecido tan formidables a los espías que dieron el informe desfavorable! La única arma que entró en combate fue la palabra de Dios. El Poderoso de Israel había dicho: “Yo he entregado en tu mano a Jericó”. Josué 6:2. Habría bastado con que un solo hombre hubiera dado una muestra de fuerza contra los muros de la ciudad para que la gloria de Dios hubiese sido menoscabada y su voluntad se frustrara. Pero se dejó que el Todopoderoso se hiciera cargo de toda la obra. Aunque los cimientos de los edificios hubiesen alcanzado hasta el centro de la tierra y sus tejados la bóveda del cielo, el resultado habría sido el mismo, porque el Capitán de las huestes del Señor dirigía el ataque de los ángeles.

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Durante mucho tiempo Dios había deseado entregar la ciudad de Jericó a su pueblo escogido para que las naciones de la tierra engrandecieran su nombre. Cuarenta años atrás, cuando había liberado a Israel de la esclavitud, se había propuesto hacerle entrega de la tierra de Canaán. Pero sus celos y sus perversas murmuraciones despertaron su ira y los castigó a vagar por el desierto durante cuarenta fatigosos años, hasta que todos aquellos hubieron desaparecido, todos los que lo insultaron con su insolencia e infidelidad. Con la toma de Jericó Dios declaró a los hebreos que sus padres habrían podido poseer la ciudad si hubiesen confiado en él del mismo modo en que lo hicieron sus hijos.

La historia del antiguo Israel se escribió para nuestro provecho. Pablo dice: “Pero de los más de ellos no se agradó Dios; por lo cual quedaron postrados en el desierto. Mas estas cosas sucedieron como ejemplos para nosotros, para que no codiciemos cosas malas, como ellos codiciaron”. “Y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos. Así que, el que piense estar firme, mire que no caiga”. 1 Corintios 10:5-6; 11-12.

Muchos que, como el antiguo Israel, profesan guardar los mandamientos de Dios y tienen un corazón infiel. Aunque han sido favorecidos con el acceso a la gran luz y gozan de preciosos privilegios, perderán la Canaán celestial como los rebeldes israelitas tampoco entraron en la Canaán terrenal que Dios había prometido como recompensa por su obediencia.

Como pueblo nos falta fe. En estos días, son pocos los que, al igual que los ejércitos de Israel, siguen obedientes a los consejos que Dios da por medio de su sierva escogida. El Capitán de las huestes del Señor no se reveló a toda la congregación. Sólo se comunicó con Josué, el cual relató su entrevista a los hebreos. A ellos les tocaba creer o dudar de las palabras de Josué, seguir los mandamientos que les daba en nombre del Capitán del ejército del Señor o rebelarse contra sus instrucciones y negar su autoridad. Ellos no podían ver la hueste de ángeles, comandada por el Hijo de Dios, que dirigía su vanguardia. Podían haber razonado: “Estos movimientos carecen de todo sentido y esta farsa es ridícula: dar una vuelta cada día alrededor de los muros de la ciudad y hacer sonar las trompetas… Esto no tendrá ningún efecto sobre las fuertes torres y fortificaciones”.

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Sin embargo, continuar con la ceremonia durante tanto tiempo antes de la caída final de las murallas permitió que la fe de los Israelitas se acrecentara. Tenían que quedar fuertemente impresionados con la idea de que su fuerza no se basaba en la sabiduría humana, ni tampoco en su poder, sino que sólo Dios era su salvación. De ese modo se habituarían a mantenerse a un lado y a poner toda su confianza en su divino Director.

Quienes hoy profesan ser el pueblo de Dios, ¿se conducirían del mismo modo en circunstancias similares? Sin duda alguna, muchos desearían seguir sus propios planes y sugerirían otros modos de cumplir el fin deseado. Se mostrarían reticentes a someterse a una disposición tan sencilla y a alguien que no reflejara otra gloria que el mérito de la obediencia. También pondrían en duda la posibilidad de que una poderosa ciudad sea conquistada de ese modo. Pero la ley del deber es suprema. Debería gobernar la razón humana. La fe es la fuerza viva que es capaz de cruzar cualquier barrera, eliminar todos los obstáculos y plantar su bandera en el centro mismo del campo enemigo.

Dios obrará maravillas por aquellos que confíen en él. Si los que profesan ser su pueblo no tienen más fuerza es porque confían demasiado en su propia sabiduría y no permiten que el Señor revele su poder en su beneficio. Él ayudará a sus fieles hijos en todas las ocasiones si depositan toda su confianza en él y lo obedecen sin cuestionarlo.

La palabra de Dios esconde profundos misterios, sus providencias ocultan enigmas inexplicables, en el plan de salvación hay secretos que el hombre no puede alcanzar. Sin embargo, la mente finita, ansiosa por satisfacer su curiosidad y resolver los problemas de la infinitud, se olvida de seguir el sencillo camino indicado por la voluntad revelada por Dios y se entromete en los secretos ocultos desde la fundación del mundo. Los hombres construyen sus teorías, pierden la sencillez de la verdadera fe y se vuelven tan importantes para ellos mismos que dejan de creer las declaraciones del Señor y se pierden en sus propias elucubraciones.

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Muchos que profesan nuestra fe se encuentran en esta posición. Son débiles y carecen de fuerza porque confían en su propio poder. Dios obra con potencia por el pueblo que obedece su palabra sin cuestionarla ni dudar de ella. La majestad del cielo, con el ejército de los ángeles, arrasó los muros de Jericó sin la ayuda de ningún hombre. Los guerreros armados de Israel no tenían ningún motivo para vanagloriarse de sus logros. Todo se hizo por el poder de Dios. Cuando el pueblo deja de pensar en sí mismo y abandona el deseo de obrar según sus propios planes, cuando humildemente se somete a la voluntad divina, Dios reaviva su fuerza y trae la libertad y la victoria a sus hijos.

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Jeremías reprende a Israel

El Señor dio a Jeremías un mensaje de reprensión para que lo llevara a su pueblo, que continuamente rechazaba el consejo de Dios, diciendo: “Yo os he hablado a vosotros desde temprano y sin cesar, y no me habéis oído. Y envié a vosotros todos mis siervos los profetas, desde temprano y sin cesar, para deciros: Volveos ahora cada uno de vuestro mal camino, y enmendad vuestras obras, y no vayáis tras dioses ajenos para servirles, y viviréis en la tierra que di a vosotros y a vuestros padres”. Jeremías 35:14-15.

Dios les rogó que no lo provocaran a ira con la obra de sus manos y de sus corazones; pero “no me habéis oído”, dijo. Entonces Jeremías vaticinó la cautividad de los judíos, como castigo por no obedecer la palabra del Señor. Los caldeos serían utilizados como instrumentos de Dios para castigar a su pueblo desobediente. Su disciplina estaría en proporción a su inteligencia y a las advertencias que despreciaron. Por largo tiempo Dios había demorado sus juicios por la renuencia que tenía de humillar a su pueblo escogido; pero ahora les mostraría su desagrado, como un último esfuerzo por enderezar sus caminos torcidos.

En estos días no ha establecido ningún nuevo plan para preservar la pureza de su pueblo. De la misma manera en que lo hizo en la antigüedad, él ruega a los errantes que profesan su nombre que se arrepientan y se vuelvan de sus malos caminos. Por boca de sus siervos escogidos de ahora, como de entonces, predice los peligros que están delante de ellos. Hace sonar su nota de advertencia, y reprende el pecado tan fielmente como en los días de Jeremías. Pero el Israel de nuestro tiempo tiene las mismas tentaciones de desdeñar los reproches y odiar los consejos que el antiguo Israel. Demasiado a menudo prestan oídos sordos a las palabras que Dios ha dado a sus siervos para beneficio de los que profesan la verdad. Sin embargo, como en los días de Jeremías, la misericordia del Señor retiene por un tiempo la retribución de su pecado, pero no siempre los protegerá, sino que visitará la iniquidad con juicio justo.

El Señor ordenó a Jeremías que se pusiese de pie en el atrio del templo, y allí hablase a todo el pueblo de Judá que acudiera para adorar. No debía quitar una sola palabra de los mensajes que se le daban, a fin de que los pecadores de Sión tuviesen las más amplias oportunidades de escuchar y apartarse de sus malos caminos. Entonces Dios se arrepentiría del castigo que estaba dispuesto a infligirles a causa de su maldad.

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Aquí se demuestra vívidamente la poca voluntad que el Señor tiene para castigar a su pueblo. Retuvo sus juicios y le rogó que regresara a la alianza con él. Israel había sido liberado de la esclavitud para que pudiera servir al Dios único y vivo. Sin embargo, los israelitas se desviaron y cayeron en la idolatría, tomando a la ligera las advertencias que les daban los profetas. Aun así, postergó el castigo para darles una nueva oportunidad de arrepentirse y evitar la paga de su pecado. Por medio de su profeta envió una clara y firme advertencia y puso delante de ellos la única vía para escapar del castigo que merecían: el arrepentimiento completo de su pecado y el abandono de los caminos del mal.

El Señor ordenó a Jeremías que dijera al pueblo: “Así ha dicho Jehová: ‘Si no me oyereis para andar en mi ley, la cual puse ante vosotros, para atender a las palabras de mis siervos los profetas, que yo os envío desde temprano y sin cesar, a los cuales no habéis oído, yo pondré esta casa como Silo, y esta ciudad la pondré por maldición a todas las naciones de la tierra”. Jeremías 26:4-6. Los israelitas entendieron la referencia a Silo y el tiempo en que los filisteos vencieron a Israel y tomaron el arca de Dios.

Elí pecó porque consideró en poco la iniquidad de sus hijos, los cuales desempeñaban funciones sagradas. Al descuidar la reprensión y la corrección de sus hijos trajo una temible calamidad a Israel. Los hijos de Elí fueron muertos, el mismo Elí perdió la vida, el arca de Dios fue robada y treinta mil cayeron muertos. Todo ello porque un pecado fue tomado a la ligera y se permitió que se perpetuara entre ellos. ¡Qué lección para los hombres que ocupan puestos de responsabilidad en la iglesia de Dios! Solemnemente, les exige que abandonen los errores que deshonran la causa de la verdad.

En los días de Samuel, Israel pensó que, aunque no se arrepintieran de sus pecados, la presencia del arca que contenía los mandamientos de Dios les garantizaría la victoria sobre los filisteos. Del mismo modo, en los días de Jeremías los judíos creían que la estricta observancia de los servicios divinos establecidos en el templo los protegería del justo castigo que su mala conducta merecía.

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Ese mismo peligro corre el pueblo que, en nuestros días, profesa ser depositario de la ley de Dios. Está a punto de engañarse a sí mismo con la idea de que el modo en que guarda los mandamientos de Dios lo mantendrá a salvo del poder de la justicia divina. Rechaza la reprensión por el mal y carga a los siervos de Dios con un exceso de celo en expulsar el pecado. El Dios que aborrece el pecado llama a todos los que profesan guardar sus mandamientos que salgan de toda iniquidad. Si desobedece su palabra y no se arrepiente, el pueblo de Dios sufrirá unas consecuencias tan terribles hoy como el mismo pecado trajo al antiguo Israel. Hay un límite más allá del cual el Juez de jueces no demorará su sentencia. La desolación de Jerusalén es una solemne advertencia para los ojos del moderno Israel: pasar por alto las reprensiones que llegan por medio de sus siervos no pasará impunemente.

Cuando los sacerdotes y el pueblo oyeron el mensaje que Jeremías les comunicaba en nombre de Dios se enfurecieron y declararon que el profeta debía morir. Sus protestas fueron ruidosas en extremo: “¿Por qué has profetizado en nombre de Jehová, diciendo: ‘Esta casa será como Silo, y esta ciudad será asolada hasta no quedar morador’? Y todo el pueblo se juntó contra Jeremías en la casa de Jehová”. Jeremías 26:9. Así menospreciaron el mensaje de Dios y amenazaron de muerte al siervo en quien él había confiado. Los sacerdotes, los profetas infieles y todo el pueblo montaron en cólera contra él porque no les decía cosas amables ni profetizaba engaños.

Es frecuente que los siervos perseverantes de Dios sufran las persecuciones más amargas de los falsos maestros de la religión. Pero los verdaderos profetas siempre preferirán el rechazo, e incluso la muerte, antes que mostrarse infieles a Dios. el Ojo Infinito está fijado en los instrumentos de reprensión divina, los cuales llevan una pesada carga de responsabilidad. Pero Dios contempla las injurias que se les infligen mediante la mistificación, la falsedad o el abuso como si fueran practicados con él mismo y las castigará de acuerdo con esa gravedad.

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Los príncipes de Judá habían oído las palabras de Jeremías y, subiendo desde el palacio del rey, se sentaron a las puertas del templo. “Entonces hablaron los sacerdotes y los profetas a los príncipes y a todo el pueblo, diciendo: ‘En pena de muerte ha incurrido este hombre; porque profetizó contra esta ciudad, como vosotros habéis oído con vuestros oídos’”. Jeremías 26:11. Jeremías se levantó, valiente, ante los príncipes y el pueblo, declarando: “Jehová me envió a profetizar contra esta casa y contra esta ciudad, todas las palabras que habéis oído. Mejorad ahora vuestros caminos y vuestras obras, y oíd la voz de Jehová vuestro Dios, y se arrepentirá Jehová del mal que ha hablado contra vosotros. En lo que a mí toca, he aquí estoy en vuestras manos; haced de mí como mejor y más recto os parezca. Mas sabed de cierto que si me matáis, sangre inocente echaréis sobre vosotros, y sobre esta ciudad y sobre sus moradores; porque en verdad Jehová me envió a vosotros para que dijese todas estas palabras en vuestros oídos”. Jeremías 26:12-15.

Si las amenazas de las autoridades y el griterío de la turba hubiesen atemorizado al profeta, su mensaje no habría tenido efecto y habría perdido su vida. Pero el coraje con que cumplió su doloroso deber despertó el respeto del pueblo y volvió a los príncipes de Israel a su favor. Por eso Dios hizo que se levantaran defensores de su siervo para que razonaran con los sacerdotes y los falsos profetas, mostrándoles cuán poco sabios serían si tomaban las extremas medidas que habían defendido hasta entonces.

La influencia de esas poderosas personas produjo una reacción en las mentes del pueblo. Entonces, los ancianos unidos en protesta contra la decisión que habían tomado los sacerdotes al respecto del destino de Jeremías, citaron el caso de Miqueas, que había profetizado juicios sobre Jerusalén, diciendo: “Sión será arada como campo, y Jerusalén vendrá a ser montones de ruinas, y el monte de la casa como cumbres de bosque”. Jeremías 26:18. Entonces plantearon la pregunta: “¿Acaso lo mataron Ezequías rey de Judá y todo Judá? ¿No temió a Jehová, y oró en presencia de Jehová, y Jehová se arrepintió del mal que había hablado contra ellos? ¿Haremos, pues, nosotros tan gran mal contra nuestras almas?” Jeremías 26:19.

De este modo, la súplica de Ahicam y otros salvó la vida del profeta; aunque a muchos de los sacerdotes y los falsos profetas les hubiera complacido que fuera condenado a muerte bajo acusación de sedición, porque no podían soportar las verdades que había pronunciado y que exponían su maldad.

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Pero Israel se obstinó en no arrepentirse y el Señor vio que debía ser castigado por sus pecados. Por eso dio instrucciones a Jeremías para que hiciera yugos y coyundas, que se los pusiera en el cuello y que los enviara a los reyes de Edom, de Moab, de los Amonitas, de Tiro y de Sidón, ordenando a los mensajeros que dijeran que Dios había entregado todas esas tierras a Nabucodonosor, rey de Babilonia, y que todas esas naciones lo servirían a él y a sus descendientes durante algún tiempo, hasta que Dios las librara. Debían declarar que si esas naciones rechazaban servir al rey de Babilonia serían castigadas con hambrunas, con la espada y con pestilencias hasta que fueran consumidas. Dijo el Señor: “Y vosotros no prestéis oído a vuestros profetas, ni a vuestros adivinos, ni a vuestros soñadores, ni a vuestros agoreros, ni a vuestros encantadores, que os hablan diciendo: ‘No serviréis al rey de Babilonia’. Porque ellos os profetizan mentira, para haceros alejar de vuestra tierra, y para que os arroje y perezcáis. ‘Mas la nación que sometiere su cuello al yugo del rey de Babilonia y le sirviere, la dejaré en su tierra’, dice Jehová, ‘y la labrará y morará en ella’”. Jeremías 27:9-11.

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