Testimonios para la Iglesia, Vol. 4, p. 255-264, día 224

Uno de los mayores peligros que corre es el espíritu de orgullo y confianza en sí mismo. La mayor infelicidad que sufren usted y su familia es el resultado inmediato del gobierno del orgullo. Un hombre con un orgullo tan exacerbado es de muy poca utilidad. Su soberbia y su amor por él mismo lo retienen en una esfera reducida. Su espíritu no es generoso. Sus esfuerzos no son amplios, sino restringidos. Si existe, ese orgullo se manifestará en su conversación y su comportamiento.

Apreciado hermano, la influencia que formó su carácter le dio un espíritu arrogante y dominador que se manifiesta en el trato con su familia, sus vecinos y todos aquellos con quienes se relaciona. Para vencer esos malos hábitos vigile en oración sincera porque le queda poco tiempo. No piense que basta sólo con sus propias fuerzas. Sólo en el nombre del poderoso Conquistador podrá ganar la victoria. En conversación con otros, ande en la misericordia, la bondad y el amor de Dios en lugar de permanecer en su estricto juicio y justicia. Aférrese a sus promesas. Con sus propias fuerzas, será incapaz de hacer nada; pero con la fuerza de Jesús, podrá hacerlo todo. Si usted está en Cristo y, Cristo está en usted, será transformado, renovado y santificado. “Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho”. Juan 15:7. Asegúrese de que Cristo está en usted, de que su corazón se ha quebrantado y es sumiso y humilde. Dios sólo aceptará al humilde y contrito. El cielo bien vale el esfuerzo perseverante de toda una vida. Dios lo ayudará en todos sus esfuerzos sólo si confía en él. Es preciso llevar a cabo una obra en su familia y Dios lo ayudará a llevarla a cabo si actúa correctamente. Le encarezco que ponga en orden su corazón y, pacientemente, trabaje por la salvación de su familia, para que los ángeles de Dios puedan entrar en su hogar y permanecer con ustedes.

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Un llamamiento a los ministros

El tiempo en que vivimos es de máxima solemnidad. Todos nosotros tenemos una tarea que requiere diligencia; en especial los pastores, que deben cuidar y alimentar el rebaño de Dios. Aquel que tiene la tarea especial de dirigir al pueblo hacia la senda de la verdad debería ser un intérprete capacitado de la palabra, capaz de adaptar sus enseñanzas a las necesidades del pueblo. Ha de estar tan estrechamente vinculado con el cielo que se convirtiera en un canal vivo de luz, en la boca de Dios.

Un pastor comprenderá correctamente tanto la palabra como el carácter humano. Nuestra fe es impopular. Las personas no están dispuestas a dejarse convencer de que están tan profundamente erradas. Es preciso llevar a cabo una gran obra y, ahora, hay muy pocos para hacerla. Un hombre lleva a cabo el trabajo que correspondería a dos; la labor del evangelista debe combinarse con la del pastor o de lo contrario sería una doble carga para el obrero de campo.

El ministro de Cristo debe ser un estudioso de la Biblia para que su mente pueda acumular las pruebas de la Biblia; éste sólo será fuerte cuando se fortifique con la verdad de las Escrituras. La argumentación es buena en la justa medida, pero muchos pueden ser alcanzados con sencillas explicaciones de la palabra de Dios. Cristo ilustraba sus lecciones con tanta claridad que las mentes más sencillas podían entenderlas rápidamente. En sus discursos, Jesús no empleaba palabras largas y difíciles, sino que usaba un lenguaje sencillo y adaptado a las mentes del pueblo común. Cuando exponía un tema, jamás iba más allá del punto hasta el cual eran capaces de seguirlo.

Hay muchos hombres que tienen una buena mente y son inteligentes al respecto de las Escrituras, pero su utilidad se ve enormemente entorpecida porque tienen un método de trabajo defectuoso. Algunos ministros que se enrolaron en la obra de salvación de las almas no consiguen mejores resultados porque no completan su labor con el mismo interés con que la comenzaron. Otros no son aceptables porque se aferran tenazmente a nociones preconcebidas y las convierten en dominantes, por lo que no ajustan sus enseñanzas a las necesidades reales del pueblo. Muchos no tienen idea de la necesidad de adaptarse a las circunstancias y acercarse a las personas en el lugar donde están. No se identifican con aquellos a quienes desean ayudar y elevar al verdadero modelo de cristianismo bíblico.

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Para tener éxito realmente, es preciso que el ministro se consagre completamente a la tarea de salvar almas. Es imprescindible que esté estrechamente unido con Cristo, que busque continuamente su consejo y dependa de su ayuda. Algunos fracasan porque confían que bastará sólo con la argumentación y no suplican sinceramente a Dios su sabiduría, para que los dirija, y su gracia, para que santifique sus esfuerzos. Los largos discursos y las tediosas oraciones son decididamente perjudiciales para el interés religioso y no llevan convicción alguna a la conciencia de las personas. La propensión a proferir discursos, a menudo, difumina un interés religioso que habría podido dar grandes resultados.

El verdadero embajador de Cristo está en perfecta unión con Aquel a quien representa y su principal objetivo es la salvación de las almas. Las riquezas de la tierra menguan hasta la insignificancia cuando se comparan con el valor de una única alma por la cual murió nuestro Señor y Maestro. El que elevó los montes y las colinas otorga al alma humana un valor infinito.

En la obra del ministerio hay batallas por combatir y victorias por obtener. “No penséis que he venido a traer la paz a la tierra”, dijo Cristo; “no he venido para traer paz, sino espada”. Mateo 10:34. Las tareas inaugurales de la iglesia cristiana fueron desempeñadas con penurias y amarguras; los sucesores de los primeros apóstoles descubrieron que se debían enfrentar a pruebas similares: privaciones, calumnias y todo tipo de oposición. Debieron ser hombres de coraje moral impenetrable y músculo espiritual.

La gran tiniebla moral domina y sólo el poder de la verdad es capaz de alejar las sombras de la mente. Estamos combatiendo los errores más gigantescos y los prejuicios más fuertes. Sin la especial ayuda de Dios nuestros esfuerzos no serán capaces ni de convertir las almas ni de elevar nuestras propias naturalezas morales. La pericia humana y las mejores capacidades, naturales o adquiridas, son incapaces de estimular al alma para que discierna la enormidad del pecado y erradicarlo del corazón.

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Los ministros deberían poner especial cuidado en no esperar demasiado de las personas que todavía andan a tientas en las tinieblas del error. Deben desempeñar bien su tarea, confiando en Dios para impartir a las almas interesadas la misteriosa y estimulante influencia de su Santo Espíritu, sabiendo que sin ella su labor será infructuosa. Deben ser pacientes y sabios en su trato con las mentes, recordando la multiplicidad de circunstancias que han desarrollado unos rasgos tan distintos en cada individuo. Deben guardarse estrictamente si no quieren que el yo tome la supremacía y Jesús quede fuera de la cuestión.

Algunos ministros fracasan porque no dedican todo su interés a la obra, porque mucho depende de que la labor sea persistente y bien dirigida. Muchos no son obreros; no prosiguen con su tarea fuera del púlpito. Descuidan el deber de ir de casa en casa y trabajar sabiamente en el círculo doméstico. Es preciso que cultiven esa rara cortesía cristiana que los haría amables y considerados con las almas que están a su cuidado, trabajando para ellas con verdadera sinceridad y fe, enseñándoles el modo en que deben vivir.

Los ministros pueden desempeñar un gran papel en el moldeado del carácter de aquellos con los que se relacionan. Si son ásperos, críticos y exigentes, con toda certeza descubrirán esos desdichados rasgos en las personas sobre las cuales ejercen mayor influencia. Aunque el resultado, quizá, no sea de la naturaleza que deseen, no es otra cosa que el efecto de su propio ejemplo.

No se puede esperar que las personas disfruten de la paz y la armonía a menos que sus maestros, cuyos pasos siguen hayan desarrollado ampliamente esos principios y los manifiesten en sus vidas. El ministro de Cristo tiene grandes responsabilidades que enfrentar si quiere ser un ejemplo para su pueblo y un correcto exponente de la doctrina de su Maestro. A la vez que su amor abnegado y amable benignidad ganaba sus corazones, la pureza y la dignidad moral del Salvador inspiraban reverencia a lo hombres. Era la personificación de la perfección. Si sus representantes quieren ver que los frutos de su labor son similares a los que coronaron el ministerio de Cristo deben esforzarse sinceramente para imitar sus virtudes y cultivar aquellos rasgos de carácter que harán que se parezcan a él.

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Se requiere mucha reflexión y sabiduría de Dios para que la labor por la salvación de los pecadores tenga éxito. Si el corazón del obrero está lleno de la gracia de Dios, sus enseñanzas no irritarán a sus oyentes, sino que impregnarán sus corazones y los abrirán para que reciban la verdad.

Los obreros de campo no se deben permitir el desaliento, sino que, sea cual fuere su entorno, deben ejercitar la fe y la esperanza. La labor del ministro no termina con la presentación de la verdad desde el púlpito. Allí sólo comienza. Debe estar familiarizado con sus oyentes. Muchos fallan estrepitosamente porque no se relacionan estrechamente con aquellos que más necesitan de su ayuda. Con la Biblia en la mano, y con cortesía, deberían conocer las objeciones que existen en las mentes de aquellos que empiezan a preguntarse: “¿Qué es la verdad?”

Deberían dirigirlos y educarlos como los alumnos de una escuela: con ternura y cuidado. Muchos deben desaprender teorías que han sido grabadas en sus vidas. A medida que se convencen de que se encontraban en el error respecto de los temas bíblicos caen en la perplejidad y la duda. Necesitan la más tierna compasión y la ayuda más juiciosa. Deben ser instruidos cuidadosamente, es preciso que se ore por ellos y con ellos, que se los vigile y se los guarde con la más amable solicitud. Los que han caído en la tentación y se han alejado de Dios necesitan ayuda. En las lecciones de Cristo los representa la oveja descarriada. El pastor dejó a las noventa y nueve en el desierto y regresó en busca de la oveja que se había perdido hasta que la encontró. Entonces regresó con gozo cargando con ella sobre sus hombros. También se les aplica la ilustración de la mujer que buscaba una moneda de plata extraviada hasta que la encontró y juntó a sus vecinos para regocijarse con ellos porque lo que había perdido había sido encontrado. Aquí se saca claramente a la luz la conexión de los ángeles del cielo con la obra cristiana. Hay más gozo en la presencia de los ángeles celestiales por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentimiento. El Padre y Cristo se regocijan. Todo el cielo está interesado en la salvación del hombre. Quien es un instrumento de salvación para un alma tiene toda la libertad para regocijarse; porque los ángeles de Dios han sido testigos de sus esfuerzos con el máximo interés y se gozan con él por su éxito.

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¡Cuán cuidadosa debería ser, pues, la labor de los hombres por sus congéneres, y cuán grande la compasión! Ser colaborador de Jesucristo para la salvación de las almas es un gran privilegio, él con esfuerzos pacientes y abnegados quiso alcanzar al hombre en su condición caída y rescatarlo de las consecuencias del pecado. Por lo tanto, sus discípulos, los cuales son maestros de su palabra, deben esforzarse por imitar al gran Ejemplo.

Para proseguir con su grande y ardua labor, es preciso que los ministros de Cristo posean salud física. Para alcanzar ese fin deben tener hábitos regulares y adoptar un sistema de vida saludable. Muchos se quejan continuamente y sufren varias indisposiciones. Ello es casi siempre debido a que no trabajan sabiamente ni observan las leyes de la salud. Con frecuencia permanecen demasiado tiempo en casa, en habitaciones con calefacción y llenas de aire impuro. Allí se dedican a estudiar o escribir, apenas hacen ejercicio físico y casi nunca varían de tarea. En consecuencia, la circulación de la sangre se hace lenta y la fuerza de la mente se debilita.

Todo el sistema necesita la influencia vigorizadora del ejercicio al aire libre. Unas pocas horas de trabajo manual al día facilitarán la renovación del vigor corporal y darán reposo y descanso a la mente. De este modo, se favorecerá la salud general. La lectura y la escritura incesantes incapacitan a muchos ministros para el trabajo pastoral. Consumen un tiempo valioso en el estudio abstracto en lugar de dedicarlo a ayudar a los necesitados en el momento oportuno.

Algunos ministros se han dado a la escritura durante un período de decidido interés religioso y, frecuentemente, sus escritos han tenido poco o nada que ver con la obra que se estaba llevando a cabo. Es un error flagrante porque en tales ocasiones el deber del ministro es usar toda su fuerza en impulsar la causa de Dios. Su mente debe estar despejada y centrada en el único objetivo de la salvación de las almas. Si sus pensamientos están ocupados en otros asuntos, muchos que, con una instrucción oportuna, podrían salvarse, se perderán. Muchos ministros se distraen con facilidad de sus tareas. Se desalientan o son atraídos a sus hogares y dejan que un interés creciente perezca víctima de la falta de atención. El daño que se hace a la causa de este modo es muy difícil de estimar. Cuando se empiece un esfuerzo por promulgar la verdad, el ministro al cual se le ha encargado debería sentirse responsable de llevarlo a buen fin. Si, aparentemente, su trabajo no obtiene resultados, en oración sincera, debe averiguar si son los adecuados. Deberá humillar su alma ante Dios, examinándose a sí mismo y aferrándose con fe a las promesas divinas, continuando humildemente sus esfuerzos hasta que esté seguro de que ha cumplido fielmente sus deberes y hecho todo cuanto estaba en su mano para obtener el resultado deseado.

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Frecuentemente, los ministros comentan que en un momento determinado pierden todo interés por la tarea que desempeñan para entrar en un nuevo campo. Esto es un error. Deben acabar la tarea que empezaron. Dejarla incompleta es más dañino que beneficioso porque arruinan el terreno para el siguiente obrero. Ningún campo es tan poco prometedor como el que ha sido cultivado suficientemente para dar a la mala hierba el más exuberante crecimiento.

Los nuevos campos necesitan mucha oración y trabajo sensato. Se necesitan hombres de Dios, no sólo hombres que sepan hablar, sino aquellos que tienen un conocimiento experimental del misterio de la piedad y son capaces de suplir las urgentes necesidades de las personas, aquellos que perciben solemnemente la importancia de su posición como siervos de Jesús y lleven con alegría la carga que él les ha mostrado.

Cuando la tentación los acecha para que se recluyan y la pasión por la lectura y la escritura requiere su inmediata atención en un momento en que debiera estar dedicada a otros deberes, deben ser suficientemente fuertes para negarse a sí mismos y dedicarse a la tarea que tienen delante. Esta es, sin duda alguna, la prueba más dura que una mente estudiosa debe soportar.

A menudo, los deberes de un pastor se descuidan vergonzantemente porque el ministro carece de la fuerza necesaria para sacrificar sus inclinaciones personales a la reclusión y el estudio. El pastor debería visitar un hogar tras otro en su rebaño, enseñando, conversando y orando con cada familia, buscando el bienestar de las almas. Los que han manifestado su deseo por familiarizarse con los principios de nuestra fe no deben ser descuidados, sino que deben ser instruidos cuidadosamente en la verdad. El ministro de Dios celoso y vigilante no debe perder ninguna oportunidad de obrar el bien.

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Algunos ministros que han sido invitados a las casas por el cabeza de familia han malgastado las pocas horas de su visita encerrándose en una habitación desocupada para dar rienda suelta a su gusto por la lectura y la escritura. La familia que los había acogido no obtuvo ningún provecho de la visita. Los ministros aceptaron la hospitalidad que se les ofrecía sin una contrapartida equivalente en la labor que tan necesaria era.

Las personas son alcanzables con facilidad a través de las avenidas del círculo social. Pero muchos ministros temen la obra de visitación; no han cultivado cualidades sociales, no han adquirido el espíritu genial que se abre paso en los corazones de las personas. Es muy importante que un pastor se mezcle con su gente para que se familiarice con las distintas facetas de la naturaleza humana, entienda rápidamente el funcionamiento de la mente, adapte sus enseñanzas al intelecto de las personas y aprenda esa gran caridad que sólo poseen los que estudian detenidamente las necesidades y la naturaleza de los hombres.

Los que se recluyen y se ocultan de las personas no están en condición de ayudarlas. Un buen médico debe entender la naturaleza de varias enfermedades y tener un conocimiento minucioso de la estructura humana. Debe atender rápidamente a los pacientes. Sabe que las demoras son peligrosas. Cuando deposita su mano experta sobre el pulso del sufriente y nota la peculiar indicación de la enfermedad, su conocimiento previo lo capacita para determinar su naturaleza y el tratamiento necesario para detener su progreso. Como el médico, que trata las enfermedades físicas, el pastor debe tratar las almas enfermas de pecado. Su tarea es mucho más importante que la de aquél, en tanto que la vida eterna es mucho más valiosa que la existencia temporal. El pastor debe afrontar una variedad infinita de temperamentos; su deber es familiarizarse con los miembros de las familias que escuchan sus enseñanzas para determinar cuáles serán los medios que mejor influirán para que tomen la dirección correcta.

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Ante tan grande responsabilidad surge la pregunta: “¿Quién es capaz?” El corazón del obrero casi desfallece al considerar los variados y arduos deberes que se le delegan. Sin embargo, las palabras de Cristo fortalecen el alma con la promesa consoladora: “He aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. Mateo 28:20. Las dificultades y los peligros que amenazan la seguridad de aquellos a quienes ama deberían hacerlo prudente y circunspecto en su trato con ellos, y debería guardarlos como quien debiese dar cuenta de ellos. Debería emplear juiciosamente su influencia para ganar almas para Cristo y grabar la verdad en las mentes interesadas. Debería cuidar que el mundo, con sus atracciones engañosas, no los aparte de Dios y endurezca sus corazones contra la influencia de la gracia.

El ministro no debe gobernar de forma imperativa sobre el rebaño que se le ha confiado para su cuidado, sino que debe ser un modelo a imitar y mostrarles el camino al cielo. Siguiendo el ejemplo de Cristo, debe interceder ante Dios por el pueblo que está a su cuidado hasta que ve que sus oraciones son respondidas. Jesús ejercitó la compasión divina y humana hacia el hombre. Es nuestro ejemplo en todas las cosas. Dios es nuestro Padre y Gobernador, el ministro cristiano es el representante de su Hijo en la tierra. Los principios que rigen en el cielo, deben regir también en la tierra, el mismo amor que anima a los ángeles, la misma pureza y santidad que reina en el cielo, en la medida de lo posible, debe ser reproducida en la tierra. Dios tiene al ministro por responsable del poder que ejerce, pero no justifica que sus siervos perviertan ese poder y lo transformen en despotismo sobre el rebaño que se les confía.

Dios ha dado a sus siervos un conocimiento precioso de su verdad y desea que se unan estrechamente a Jesús y, con compasión, se acerquen a sus hermanos para poder hacer con ellos todo el bien que esté en su poder. El Redentor del mundo no buscó su propio placer, sino que anduvo de aquí para allá haciendo el bien. Se vinculó estrechamente con el Padre para poder unir sus fuerzas y así cargar con las almas de los hombres para salvarlos de la ruina eterna. De manera similar, sus siervos deberían cultivar la espiritualidad si esperan tener éxito en su labor.

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