Si tenemos el espíritu de Cristo, trabajaremos como él trabajó; captaremos las mismas ideas del Hombre de Nazaret y las presentaremos ante el pueblo. Si en lugar de ser creyentes formales y ministros inconversos fuéramos de verdad seguidores de Jesús, presentaríamos la verdad con tal humildad y fervor y la viviríamos de tal manera que el mundo no tendría que preguntarse continuamente si creemos lo que profesamos. Predicado con el amor de Cristo, siempre conscientes del valor de las almas, el mensaje se haría acreedor, aún de los mundanos, del siguiente comentario: “Son como Jesús”.
Si anhelamos reformar a los demás, debemos nosotros mismos practicar los principios que quisiéramos imponerles a ellos. Por buenas que sean, las palabras no tendrán ningún poder si son contradichas por la vida diaria. Ministros de Cristo, os amonesto: “Ten cuidado de ti mismo y de la doctrina”. No excuséis en vosotros los pecados que condenáis en los demás. Si predicáis acerca de la humildad y del amor, que se vean estos dones en vuestras propias vidas. Si alentáis a otros a que sean bondadosos, corteses, atentos en el hogar, que vuestro propio ejemplo apoye vuestras amonestaciones. Vuestra responsabilidad aumenta en la medida en que habéis recibido más luz que los demás. Seréis azotados si dejáis de hacer la voluntad de vuestro Maestro.
Los lazos de Satanás son echados para que nosotros caigamos, tan seguramente como los fueron echados para los hijos de Israel poco antes de su entrada a la tierra de Canaán. Estamos repitiendo la historia de aquel pueblo. La liviandad, la vanidad, el amor por el ocio y el placer, el egoísmo y la impureza aumentan entre nosotros. Hay necesidad hoy de hombres constantes e intrépidos que declaren todo el consejo de Dios; hombres que no se duerman como lo hacen otros, sino que velen y sean sobrios. Como conozco bien la gran falta de consagración y poder de nuestros ministros, me causa profundo dolor ver los esfuerzos que hacen por exaltarse a sí mismos. Si pudieran tan sólo ver a Jesús tal como es, y a ellos mismos tal como son, tan flacos, tan ineficaces, tan distintos a su Maestro, dirían: “Soy tan indigno de sus atenciones, que si mi nombre estuviera registrado en la sección menos notable del Libro de la Vida, me conformaría”.
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Es vuestro deber estudiar e imitar al Modelo. ¿Era él manso y humilde? Entonces vosotros también debéis serlo. ¿Era celoso en su obra de salvar almas? Entonces a vosotros también os toca ser así. ¿Laboraba para enaltecer la gloria de su Padre? Vosotros también debéis hacerlo. ¿Buscaba a menudo la ayuda de Dios? Vosotros también debéis buscarla. ¿Era Cristo paciente? Vosotros también debéis ser pacientes. Así como Cristo perdonó a sus enemigos, perdonaréis vosotros.
No es tanto la religión del púlpito como la religión de la familia lo que revela nuestro verdadero carácter. La esposa del pastor, sus hijos, y los empleados de su familia, son los que están mejor calificados para medir su consagración. Un hombre bueno será una bendición para su hogar. La esposa, los hijos y los empleados serán mejores personas por causa de la religión que profesa.
Hermanos, introducid a Cristo dentro de la familia, llevadlo al púlpito, y adonde quiera que vayáis. Entonces no tendréis que instar a otros a que aprecien debidamente el ministerio, porque llevaréis en vuestras personas las credenciales celestiales que darán testimonio de que sois siervos de Cristo. Que os acompañe Jesús en vuestras horas de soledad. Recordad que él oraba a menudo, y que su vida era constantemente sostenida por refrescantes inspiraciones del Espíritu Santo. Que vuestros pensamientos, vuestra vida íntima, sean tales que no os avergoncéis de hacer frente al registro en el día del Señor.
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El cielo no se cierra ante las oraciones fervientes de los justos. Elías era un hombre sujeto a las mismas pasiones que nosotros; sin embargo, el Señor lo escuchó y de una manera notable contestó sus plegarias. La única razón de nuestra falta de poder para con Dios se encuentra dentro de nosotros mismos. Si la vida íntima de muchos de los que profesan la verdad se les presentase a plena vista, no profesarían que son cristianos. No están creciendo en gracia. De vez en cuando ofrecen una oración precipitada, pero no existe verdadera comunión con Dios.
Para progresar en la vida espiritual, tenemos que pasar mucho tiempo en oración. Cuando el mensaje de verdad se proclamó por primera vez, ¡cuánto se oraba! ¡Cuán a menudo se oía en las cámaras, en el establo, en el huerto o en la arboleda la voz intercesora! A menudo pasábamos horas enteras en oración, dos o tres juntos reclamando la promesa; con frecuencia se escuchaba el sonido del llanto, y luego la voz de agradecimiento y el canto de alabanza. Hoy está más cerca el día del Señor que cuando primero creímos, y debiéramos ser más dedicados, más celosos y fervientes que en aquellos primeros días. Los peligros que encaramos son mayores ahora que entonces. Las almas estaban más endurecidas. Ahora necesitamos ser imbuidos por el espíritu de Cristo, y no debiéramos descansar hasta no recibirlo.
Hermanos y hermanas, ¿habéis olvidado que vuestras oraciones, cual hoces agudas, deben acompañar a los labradores que salen al gran campo de cosecha? Debéis tener temporadas de oración por los hombres jóvenes que salen a predicar la verdad. Rogad que Dios los una a sí mismo y que les imparta sabiduría, gracia, y conocimiento. Pedid que sean guardados de las trampas de Satanás y que sean mantenidos puros de pensamiento y consagrados de corazón. Os ruego a vosotros que teméis al Señor que no perdáis tiempo en conversaciones de poco valor y en el trabajo innecesario para satisfacer vuestra vanidad o en darle gusto al apetito. Emplead el tiempo economizado y rogad encarecidamente en oración por vuestros ministros. Sostened sus manos como Aarón y Hur sostuvieron las de Moisés.
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Nuestras reuniones campestres
Se me ha mostrado que algunas de nuestras reuniones campestres están lejos de ser lo que el Señor esperaba que fuesen. La gente no viene preparada para la visitación del Espíritu Santo de Dios. Generalmente las hermanas dedican demasiado tiempo antes de la reunión a la preparación de la vestimenta para el adorno exterior, olvidando completamente el adorno interior, que es de gran valor ante la vista de Dios. Además, se gasta mucho tiempo en cocinar innecesariamente, en la preparación de ricos pasteles y bizcochos y otras clases de alimentos que positivamente hacen daño a los que los consumen. Si nuestras hermanas proveyesen buen pan y algunas otras clases de alimentos saludables, tanto ellas como sus familias estarían mejor preparadas para apreciar las palabras de vida y serían más susceptibles a la influencia del Espíritu Santo.
Con frecuencia el estómago se recarga de comida que por lo regular no es tan corriente ni sencilla como la que se come en la casa donde la cantidad de ejercicio que se hace es dos o tres veces mayor. Esto causa que la mente entre en un estado de letargo que hace dificil apreciar las cosas eternas; y al acabarse la reunión quedan decepcionados, porque no disfrutaron más del Espíritu de Dios.
Al prepararse para las reuniones, cada persona debe examinar su corazón de cerca y concienzudamente ante el Señor. Si ha habido sentimientos desagradables, discordia o contienda en la familia, uno de los primeros actos de preparación debiera ser la confesión de las faltas los unos a los otros y la oración los unos por los otros. Humillaos ante Dios, y esforzaos con fervor para echar fuera del templo del alma todo desperdicio: toda envidia, todo celo, toda sospecha, toda crítica. “Pecadores, limpiad las manos; y vosotros los de doble ánimo, purificad vuestros corazones. Afligíos, y lamentad, y llorad. Que vuestra risa se convierta en llanto, y vuestro gozo en tristeza. Humillaos delante del Señor, y él os exaltará”. Santiago 4:8-10.
El Señor habla; entrad en vuestro cuarto y en silencio meditad de corazón; escuchad la voz de la verdad y de la conciencia. Nada producirá más exactas opiniones acerca de uno mismo que la oración secreta. Aquel que ve en secreto y que conoce todas las cosas alumbrará vuestro entendimiento y contestará vuestras peticiones. Deberes claros y sencillos que no deben ser olvidados serán presentados ante vosotros. Haced un pacto con Dios de entregaos a vosotros mismos y todas vuestras fuerzas a su servicio. No vayáis a la reunión campestre sin haber terminado esta obra. Si no se hace en la casa, vuestra propia alma sufrirá, y otros serán seriamente afectados por vuestra frialdad, vuestro estupor y letargo espiritual.
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He visto la condición del pueblo que profesa la verdad. Las palabras del profeta Ezequiel se aplican a ellos en este tiempo: “Hijo de hombre, estos hombres han puesto sus ídolos en su corazón, y han establecido el tropiezo de su maldad delante de su rostro, ¿Acaso he de ser yo en modo alguno consultado por ellos? Háblales, por tanto, y diles: Así ha dicho Jehová el Señor: Cualquier hombre de la casa de Israel que hubiere puesto sus ídolos en su corazón, y establecido el tropiezo de su maldad delante de su rostro, y viniere al profeta, yo Jehová responderé al que viniere conforme a la multitud de sus ídolos”. Ezequiel 14:3-4.
Si amamos las cosas del mundo y nos complacemos en la injusticia o tenemos comunión con las obras infructuosas de las tinieblas, hemos puesto el tropiezo de nuestra iniquidad delante de nuestro rostro y puesto ídolos en nuestro corazón. Y, a menos que mediante un esfuerzo determinado los quitemos de en medio, nunca seremos reconocidos como hijos e hijas de Dios.
He ahí la obra que deben llevar a cabo las familias antes de venir a nuestras santas convocaciones. Que los preparativos de alimentos y de vestido sean un asunto secundario, pero que el examen profundo del corazón comience en el hogar. Orad tres veces al día, y, cual Jacob, sed persistentes. El hogar es donde debéis encontrar a Jesús; luego llevadlo con vosotros a la reunión y ¡cuán preciosas serán las horas que paséis allí! Sin embargo, ¿cómo esperaréis sentir la presencia del Señor y contemplar la manifestación de su poder si olvidáis la obra individual de preparación necesaria para esa ocasión?
Por amor de vuestras almas, por amor de Cristo, y por amor a los demás, haced vuestra obra en el hogar. Orad como nunca habéis acostumbrado orar. Que vuestro corazón se quebrante ante Dios. Poned en orden vuestra casa. Preparad a vuestros hijos para esa ocasión. Enseñadles que no es de tanta importancia que aparezcan vestidos con ropa fina como lo es que aparezcan ante Dios con manos limpias y corazones puros. Quitad todo obstáculo que estorbe su camino, toda desavenencia que haya habido entre ellos mismos o entre vosotros y ellos. Al hacerlo atraeréis la presencia del Señor a vuestros hogares, los santos ángeles os acompañarán al dirigiros a la reunión, y su luz y presencia repelerán las tinieblas de los ángeles malos. Aun los incrédulos sentirán la atmósfera santa al entrar en el campamento. Oh, ¡cuánto se pierde al descuidarse esta obra importante! Podréis estar satisfechos con la predicación y sentiros animados y avivados, pero el poder de Dios que convierte y reforma no se sentirá en el corazón, y la obra no será tan profunda, cabal y duradera como debiera ser. Crucificad el orgullo y vestid el alma con la inapreciable cota de justicia de Cristo y veréis la clase de reunión que disfrutaréis. Será para vuestras almas como los portales del cielo.
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La misma obra de humillación y escudriñamiento de corazón se debería también llevar a cabo en la iglesia para que las desavenencias y enojos entre los hermanos se pongan a un lado antes de comparecer ante el Señor en estas reuniones anuales. Llevad a cabo esta obra con seriedad, y no descanséis hasta que sea terminada; porque si llegáis a la reunión con vuestras dudas, vuestras murmuraciones, vuestras disputas, traéis con vosotros al campamento a los ángeles caídos y lleváis oscuridad adonde quiera que vayáis.
Se me ha mostrado que debido a la falta de esta preparación las convocaciones anuales han logrado muy poco. Los ministros casi nunca están preparados para trabajar por, Dios. Hay muchos oradores, de aquellos que pueden decir cosas cortantes y extravagantes, esforzándose por fustigar a otras iglesias y criticar sus creencias; pero hay pocos obreros seriamente dedicados al Señor. Estos oradores zaheridores y vanidosos profesan un conocimiento de la verdad más avanzado que el de todas las demás personas, pero su manera de trabajar y su celo religioso en ninguna manera corresponden a su profesión de fe.
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Procuré ver la humildad de corazón que debiera siempre asentar como una vestimenta apropiada sobre nuestros ministros, pero no la llevaban. Busqué el amor profundo por las almas que el Maestro dijo que debían poseer, pero no lo tenían. Quise escuchar las oraciones fervorosas ofrecidas con lágrimas y angustia de corazón en favor de los impenitentes e incrédulos en sus propios hogares y en la iglesia, pero no se escuchaba ninguna. Quise escuchar las plegarias hechas en demostración del Espíritu, pero faltaban. Busqué a los portadores de cargas, que en un tiempo como éste debieran estar llorando entre la entrada y el altar, diciendo: Perdona, oh Jehová, a tu pueblo, y no entregues al oprobio tu heredad; pero no escuché semejantes súplicas. Unos pocos que son fervientes y humildes buscaban al Señor. En algunas de estas reuniones, uno o dos ministros sentían su responsabilidad y estaban sobrecargados como carretas bajo el peso de las gavillas; pero la mayoría de los ministros no tenían más conciencia de la santidad de su obra que los niños.
Vi lo que estas reuniones anuales pudieran ser y lo que debieran ser: reuniones de asidua labor. Los ministros deben procurar que sus corazones estén preparados antes de emprender la obra de ayudar a otros, porque el pueblo está más adelantado que muchos de los ministros. Debieran infatigablemente luchar en oración hasta que el Señor los bendiga. Cuando el amor de Dios arda sobre el altar de su corazón, no predicarán para exhibir su propio ingenio, sino para presentar a Cristo, quien quita los pecados del mundo.
En la iglesia de la primera época se enseñaba el cristianismo puro; sus preceptos fueron dictados por la voz de la inspiración; sus ordenanzas no estaban corrompidas por el artificio de los hombres. La iglesia manifestaba el espíritu de Cristo y aparecía hermosa en su sencillez. Su adorno eran los santos principios y vidas ejemplares de sus feligreses. Multitudes eran ganadas para Cristo, no por medio de la ostentación o el conocimiento, sino mediante el poder de Dios que acompañaba la simple predicación de su palabra; pero la iglesia se ha corrompido y ahora hay más necesidad que nunca de que los ministros sean conductos de luz.
Hay muchos presentadores petulantes de la verdad bíblica, cuyas almas están tan vacías del Espíritu de Dios como escasas se hallaban las colinas de Gilboa de rocío y lluvia; pero lo que necesitamos son hombres que estén ellos mismos plenamente convertidos y que puedan enseñar a otros cómo entregar sus corazones a Dios. El poder de la piedad casi ha dejado de existir en nuestras iglesias. ¿A qué se debe esto? El Señor aun espera derramar su gracia; no ha cerrado las ventanas de los cielos. Nosotros nos hemos separado de él. Necesitamos fijar el ojo de la fe sobre la cruz y creer que Jesús es nuestra fuerza, nuestra salvación.
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Al ver que tan poco del peso de la obra descansa sobre los ministros y el pueblo, preguntamos: Cuando venga el Señor, ¿hallará fe en la tierra? Lo que falta es la fe. Dios posee abundancia de gracia y poder que esperan ser reclamados por nosotros; pero la razón porque no sentimos nuestra gran necesidad es que nos miramos a nosotros mismos y no a Jesús. No exaltamos a Jesús y no confiamos enteramente en sus méritos.
Ojalá me fuera posible grabar en la mente de los ministros y del pueblo la necesidad de una obra de gracia más profunda y de una preparación más cabal para entrar de lleno en el espíritu y labor de nuestras reuniones campestres y que puedan recibir el mayor beneficio posible de ellas. Estas reuniones anuales pueden ser temporadas de bendición especial o pueden hacer un gran daño a la espiritualidad. Amado lector, ¿qué serán ellas para ti? Cada cual decidirá por sí mismo.
El amor fraternal
“En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros”. Juan 13:35. Mientras más de cerca nos asemejemos al Señor en carácter, mayor será nuestro amor hacia aquellos por quienes él murió. Los cristianos que manifiestan un espíritu de amor desinteresado los unos por los otros, están dando un testimonio que los incrédulos no pueden negar ni resistir. Es inestimable el poder de semejante ejemplo. Nada derrotará con más éxito los artificios de Satanás y sus emisarios, nada edificará mejor el reino del Redentor, como el amor de Cristo manifestado por los miembros de la iglesia. Se disfrutará de paz y prosperidad solamente si la humildad y el amor están en ejercicio activo.
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En la primera epístola a los Corintios, el apóstol Pablo subraya la importancia de aquel amor que deben apreciar todos los seguidores de Cristo: “Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena, o címbalo que retiñe. Y si tuviese profecía, y entendiese todos los misterios y toda ciencia, y si tuviese toda la fe, de tal manera que trasladase los montes, y no tengo amor, nada soy. Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve”. 1 Corintios 13:1-3.
No importa cuán elevada sea su profesión, aquel cuyo corazón no ha sido imbuido por el amor hacia Dios y su prójimo no es discípulo de Cristo. Aunque posea una gran fe, y aun tenga el poder de hacer milagros, de todos modos, sin amor, su fe no sirve para nada. Podrá manifestar gran liberalidad, pero si reparte sus bienes para alimentar a los pobres impelido por otro motivo que no sea el amor genuino, su obra no lo hará acreedor del favor de Dios. En su celo podría hasta encarar la muerte de un mártir, pero si carece del oro del amor, Dios lo consideraría como un fanático engañado o como un hipócrita ambicioso.
El apóstol prosigue especificando cuáles son los frutos del amor: “El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia”. vers. 4. El amor divino que reina en el corazón extermina el orgullo y el egoísmo. “El amor no es jactancioso, no se envanece”. El gozo más puro brota de la humillación más profunda. Los caracteres más fuertes y nobles descansan sobre el cimiento de la paciencia, del amor y de una sujeción que cree en la voluntad de Dios.
El amor “no es indecoroso, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor”. vers. 5. El corazón donde reina el amor no estará lleno del deseo de venganza, de heridas que el orgullo y el amor propio darían por insoportables. El amor no es sospechoso e interpreta de la manera más favorable los motivos y hechos de los demás. El amor jamás expondrá innecesariamente las faltas de los otros. No escucha con ansias informes negativos, sino que procura traer a la memoria algunas de las buenas cualidades de la persona a quien se denigra.